- Sí - dijo Jordi -. Tan indescifrable como lo que te pasó en Manila.
El silencio se posó entre nosotros cual mariposa con las alas llenas de melaza.
- Manila... - dije.
- Mira, gilipollas, o explicas de una puta vez lo que te pasó en Manil o cierras la jodida boca. Que me tienes hasta los huevos con la mierda de Manila.
Tras el oportuno comentario de Jordi, y después de meditarlo mucho, decido romper mi silencio y explicar qué pasó en Manila. No culparé a nadie si después de leer toda la historia decide no volver a dirigirme la palabra.
Aun hay demasiada sangre en mis manos.
Ocurrió hace cinco años, antes de entrar a trabajar en la librería. En aquellos tiempos sufrí una fuerte crisis existencial aderezada con un desengaño amoroso. Casi todas las buenas historias empizan con una mujer. Y las malas, como ésta, también. Digamos que el amor no hace una buena combinación con la cría de camellos y al final de lo nuestro sólo quedó cuatro cartas mal escritas, muchos reproches y tres crías de camellos sin nombre y sin hogar.
Tras dejar mi trabajo de entonces en el Teatre de l'Aurora de Igualada y encontrar una buena familia vegetariana que cuidara de los tres camellos (a los que su nueva familia llamó Coraza, Petunia y Palmerín), hice una maleta, cargué un par de libros y me lancé al camino. Necesitaba salir de Igualada y de tantos recuerdos. Recorrer el mundo. Y conseguir que el mundo se olvidará de mí.
Andé y andé. Caminé y caminé hasta que mis pies sangrantes me dijeron que parara. Mis pulmones me estallaban y necesitaba un descanso urgente. Así que me detuve. Dejé la maleta apoyada en la pared, me senté en el suelo y contemplé a unos quince metros la fachada de casa de mis padres, de donde acababa de salir.
Mi padre salió a la calle llevando en su mano la bolsa de basura.
- ¿Qué haces aquí sentado?
- Me voy, padre. Deme su bendición para irme a recorrer los caminos de la vida.
- Anda, no digas tontería y sube y recoje tu cuarto que lo tienes echo un asco con tanto papeles y tantos libros.
- Palabras, palabras, palabras.
- Que sí. ¿Vas a subir?
- No, padre. Me voy.
- Haz lo que quieras. Llama de vez en cuando y toma veinte euros. Pilla un autobús porque andando no llegarás a ninguna parte.
- Gracias.
- Que vaya bien.
Me levanté del suelo e hice caso a mi padre. Fui a la parada del autobús.
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- Un billete a ninguna parte.
- Pues ya te puedes bajar porque yo conduzco siempre a algún sitio.
- ¿Cuál es la última parada del autobús?
- Ninguna, porque éste va dando vueltas.
- Pues a la estación de ferrocarriles.
- Pues anda, sube.
- Tenga.
- No tengo cambio de veinte.
- Pues no llevo nada más pequeño.
- Pues entonces adiós.
- ¿Se espera un momento y voy a buscar cambio al bar?
- Que sea rapidito.
- Tanto como la primera vez de un virgen.
- Será gilipollas...
Fui al bar. Un ambiente rancio a cerveza, sudor y cigarrillos me golpeó en la cara.
- ¿Me da cambio?
- No.
- Hombre.
- Ni hombre ni hostias. No damos cambio. Consume.
- Pero es que el autobús...
- Me la pela.
- Pues, no sé, pongame un café.
- Marchando.
- Tenga.
- ¿Me pagas un café con un billete de veinte?
- Es que no tengo suelto.
- Me dejas sin cambio.
- Pues deme un donut también.
Pitido del autobús.
- Que se me va.
- Voy, voy. Ten, chaval.
El café de un trago. El donut me lo guardaría para después. Quien sabe cuando volvería a comer.
Volví al autobús.
- Venga, chaval, joder, venga que los abuelos se me ponen nerviosos. Que sólo van con dos horas de antelación a la hora del médico.
- Aquí tiene el euro.
- ¿Qué llevas ahí?
- Un donut.
- En el autobús no se come.
- Es para luego.
- Que no entra comida en el autobús.
- Joder... ¿Y qué? ¿Me lo como ahora? Es que no me apetece.
- Pues con el donut no entras...
- No es un donut, es una berlina - dijo una señora -. Donut es la marca, berlina es el producto.
- ¿Una berlina no es un coche? - dijo un abuelo.
- También.
- Bueno, ¿qué? ¿Subes o no subes?. ¿Te lo comes o no te lo comes?
- Sí, chaval, decídete. Que queremos ir al médico.
- Al médico, al médico.
- Medicinas, sitron, diagnósticos previsibles, placebos...
- Al médico, al médico, al médico.
¿Qué podía hacer? ¿Comerme a toda prisa un donut...
- ¡Berlina!
... y subir a un autobús repleto de ancianos adictos a las palabras médicas o volver a casa de mis padres y ordenar la habitación? ¿El misterio de lo por venir o el misterio de lo prevenido?
- ¿Qué decides? - me preguntó el autobusero.
Respiré hondo y con dos bocados me comí el don... la berlina. Y subí los peldaños y entré en el autobús con la boca manchada de azucar y chocolate, pero dueño de mi futuro.
Y aquí empieza la historia.