Dice Antonio Muñoz Molina en el prólogo a la excelente novela "Tanguy", de Michel del Castillo:
Quien inventa el horror quiere magnificarlo para lograr un efecto del que no está seguro: quien lo ha vivido intuye que basta su simple enunciación para transmitir toda su naturaleza monstruosa, y tal vez siente también el pudor de no exhibir demasiado abiertamente sus heridas, y la necesidad de contener o domar todo el espanto de la memoria en una forma objetiva, casi impasible.
Pienso en el caso del llamado monstruo de Amstetten, un hombre llamado Josef Fritzl que mantuvo a su hija secuestrada en un zulo, construido bajo su propia casa, durante veinticuatro años, violándola sistemáticamente y llegando a tener con ella siete hijos, uno de los cuales falleció al poco de nacer. Los periodistas intentaron mostrar todo lo posible: las fotos del zulo, imágenes de la hija, del padre en prisión, de los hijos-nietos que habían crecido ajenos al drama que se vivía bajo sus pies… Y todo el mundo esperaba más: la presencia de alguno de esos hijos que habían crecido sin ver la luz del sol, o la entrevista en exclusiva de turno.
Parece que algo no se termina de demostrar si no se muestra completamente, y mejor si se puede exhibir con toda crudeza, de esa que obliga a advertir que “se puede herir la sensibilidad del espectador”. No hay mejor reclamo para que el espectador se quede clavado en la silla, dispuesto a comprobar si su sensibilidad resulta maltrecha por lo que va a ver.
No parece ser ésta la mejor forma de transmitir el horror. Alfonso Basallo, en su libro de cine “2001: La Odisea del Cine” dice que una simple insinuación, apenas apuntada, puede ser mucho más atractiva que una explicación (…) El poder de evocación de un gesto, de una mirada, de un paisaje, incluso de un objeto inanimado puede superar a mil imágenes. Ahí reside la superioridad del cine clásico sobre el comercial. El exceso de crudeza puede terminar por banalizar el hecho que se quiere contar.
La simple enunciación del número de años que había durado el encierro, volviendo al caso de Amstetten, ya cortaba la respiración. Pensar en las visitas del padre, en su violencia, en las violaciones… ya era demasiado. Y pese a todo, algunas de las fotos que más horror produjeron fueron las de ese tipo en bañador, en Tailandia, de vacaciones mientras sabíamos que su hija permanecía encerrada.
Jorge Semprún, en su libro “La escritura o la vida”, nos narra su experiencia en un campo de concentración alemán. Comienza hablando del día de la liberación y en lugar de intentar describirnos cuál era su aspecto en ese momento, opta por contar el efecto que tiene sobre la mirada de tres soldados que se fijan en él. Así comienza el libro: Están delante de mí, abriendo los ojos enormemente, y yo me veo de golpe en esa mirada de espanto: en su pavor. Muestra su preocupación por llegar a transmitir el horror de lo vivido: una duda me asalta sobre la posibilidad de contar. No porque la experiencia vivida sea indecible. Ha sido invivible, algo del todo diferente, como se comprende sin dificultad. Algo que no atañe a la forma de un relato posible, sino a su sustancia. No a su articulación, sino a su densidad. Sólo alcanzarán esta sustancia, esta densidad transparente, aquellos que sepan convertir su testimonio en un objeto artístico, en un espacio de creación. O de recreación. Únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir parcialmente la verdad del testimonio.
Quien inventa el horror quiere magnificarlo para lograr un efecto del que no está seguro: quien lo ha vivido intuye que basta su simple enunciación para transmitir toda su naturaleza monstruosa, y tal vez siente también el pudor de no exhibir demasiado abiertamente sus heridas, y la necesidad de contener o domar todo el espanto de la memoria en una forma objetiva, casi impasible.
Pienso en el caso del llamado monstruo de Amstetten, un hombre llamado Josef Fritzl que mantuvo a su hija secuestrada en un zulo, construido bajo su propia casa, durante veinticuatro años, violándola sistemáticamente y llegando a tener con ella siete hijos, uno de los cuales falleció al poco de nacer. Los periodistas intentaron mostrar todo lo posible: las fotos del zulo, imágenes de la hija, del padre en prisión, de los hijos-nietos que habían crecido ajenos al drama que se vivía bajo sus pies… Y todo el mundo esperaba más: la presencia de alguno de esos hijos que habían crecido sin ver la luz del sol, o la entrevista en exclusiva de turno.
Parece que algo no se termina de demostrar si no se muestra completamente, y mejor si se puede exhibir con toda crudeza, de esa que obliga a advertir que “se puede herir la sensibilidad del espectador”. No hay mejor reclamo para que el espectador se quede clavado en la silla, dispuesto a comprobar si su sensibilidad resulta maltrecha por lo que va a ver.
No parece ser ésta la mejor forma de transmitir el horror. Alfonso Basallo, en su libro de cine “2001: La Odisea del Cine” dice que una simple insinuación, apenas apuntada, puede ser mucho más atractiva que una explicación (…) El poder de evocación de un gesto, de una mirada, de un paisaje, incluso de un objeto inanimado puede superar a mil imágenes. Ahí reside la superioridad del cine clásico sobre el comercial. El exceso de crudeza puede terminar por banalizar el hecho que se quiere contar.
La simple enunciación del número de años que había durado el encierro, volviendo al caso de Amstetten, ya cortaba la respiración. Pensar en las visitas del padre, en su violencia, en las violaciones… ya era demasiado. Y pese a todo, algunas de las fotos que más horror produjeron fueron las de ese tipo en bañador, en Tailandia, de vacaciones mientras sabíamos que su hija permanecía encerrada.
Jorge Semprún, en su libro “La escritura o la vida”, nos narra su experiencia en un campo de concentración alemán. Comienza hablando del día de la liberación y en lugar de intentar describirnos cuál era su aspecto en ese momento, opta por contar el efecto que tiene sobre la mirada de tres soldados que se fijan en él. Así comienza el libro: Están delante de mí, abriendo los ojos enormemente, y yo me veo de golpe en esa mirada de espanto: en su pavor. Muestra su preocupación por llegar a transmitir el horror de lo vivido: una duda me asalta sobre la posibilidad de contar. No porque la experiencia vivida sea indecible. Ha sido invivible, algo del todo diferente, como se comprende sin dificultad. Algo que no atañe a la forma de un relato posible, sino a su sustancia. No a su articulación, sino a su densidad. Sólo alcanzarán esta sustancia, esta densidad transparente, aquellos que sepan convertir su testimonio en un objeto artístico, en un espacio de creación. O de recreación. Únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir parcialmente la verdad del testimonio.