A veces, un recuerdo sobresale por encima de los demás, sin un motivo aparente. Mis ojos están llenos de lágrimas mientras dos hombres arrastran el ataúd de mi padre hacia el oscuro interior del nicho. El cielo está nublado. No hace frío. Me siento débil y me encuentro solo, pese a que me acompañan algunos amigos. Entonces pienso en una de las últimas veces que visité a mi padre en la residencia. Lo visitaba una vez por semana, generalmente los miércoles. Aquél día lo encontré un poco triste. Salimos a dar un paseo por el jardín. Nos sentamos en un banco y nos quedamos un rato mirando a nuestro alrededor, sin decir nada. Al fin, le pregunté cómo se encontraba. Se encogió de hombros.
—Pienso en muchas cosas —me dijo.
Le pasé el brazo por la espalda. Me miró con sus ojos marrones, un tanto apagados. Sus manos temblaban sin cesar. El jardín era un lugar muy tranquilo. A veces había otros ancianos paseando por allí, también con algún familiar, pero ese día estábamos solos.
Me sonrió y me dijo que había algo que no le dejaba dormir. Una sola cosa en su vida que le gustaría poder cambiar. Me dijo que pensaba mucho en eso, que repasaba su vida, y unas cosas le habían salido mejor y otras peor, pero así era la vida. Sin embargo, había algo que le causaba un gran desasosiego. Le pedí que me lo contara. Al principio negó con la cabeza, como si pensara que no valía la pena. Yo le insistí. Le dije que le haría bien contarme qué era lo que le preocupaba. Tardó un poco, pero al fin accedió a hablar.
—Un día, fui con tu hermano Ximo a la feria —sus ojos se perdieron en el aire—. Él tenía cinco años. Estuvimos allí toda la mañana, subiendo a todas las atracciones, comiendo algodón dulce, corriendo de aquí para allá... —me miró—. Bueno, tú tienes dos hijos, ya puedes imaginártelo.
Yo no tenía hijos. Ni siquiera me había casado. Pero él siempre se empeñaba en imaginarme como padre de familia y yo me había cansado de intentar sacarle de su error.
Volvió la cabeza al frente y su mirada regresó al pasado.
—El caso es que la mañana fue llegando a su fin y le dije al pequeño Ximo que debíamos irnos a comer. Él se puso a llorar, no quería irse, quería dar otra vuelta en el tiovivo. Yo lo cogí en brazos y me lo llevé de allí, llorando —hizo una pausa, un nudo se había formado en su garganta y amenazaba con quebrarle la voz—. Cuando murió, poco tiempo después, tuve remordimientos de conciencia por no haberlo dejado subir otra vez al tiovivo... —tragó saliva y meneó suavemente la cabeza de un lado a otro— donde hubiese querido... si yo hubiese sabido que le quedaba tan poco tiempo de vida hubiese procurado que se divirtiese al máximo, ¿comprendes? Si alguien me hubiese dicho que iba a morir, le habría dejado subir otra vez al tiovivo, todas las veces que hubiera querido... Todas... ¿Comprendes? Si yo lo hubiera sabido... Quisiera volver atrás sólo para cambiar ese día.
Las lágrimas corrieron por su rostro. Le acaricié la espalda.
—Tú no podías saberlo —le dije.
Asintió con la cabeza y me dio unos suaves golpecitos en el hombro.
Estuvimos un rato más en silencio, mirando el destartalado jardín que nos rodeaba, escuchando el sonido de algunos pájaros y, un poco más lejano, el motor de unos coches. Todo el cuerpo de mi padre estaba tembloroso. Pensé en cómo lo veía yo cuando era pequeño, lo grande y poderoso que me parecía, la seguridad que me infundía, y una tristeza se apoyó sobre mi espalda, inclinándome hacia delante.
—¿Nos vamos? —le pregunté.
—Sí, o se te hará muy tarde para volver a casa.
Lo acompañé de vuelta a su habitación y me despedí hasta la siguiente semana.
Pero no hubo más visitas. Tres días después de este encuentro me llamaron para comunicarme que a mi padre se le había parado el corazón. Eran las seis de la mañana. Me vestí y fui a la residencia. Lo habían colocado en un cuarto, cubierto con una sábana muy blanca y almidonada. Me dejaron allí, solo con él. Lo cogí de la mano. Su tacto era extraño, como si se tratase de un maniquí, sin el calor que da la vida.
Mis amigos me dan la mano y me dicen que sienten su pérdida. Les doy las gracias. Se van marchando poco a poco. Me quedo solo y me siento en un pequeño banco de piedra, frente al nicho donde han metido los restos de mi padre, y me quedo allí mucho rato, mirando la lápida, un nombre y dos fechas, un paréntesis de tiempo.
Cuando empieza a hacerse de noche, me levanto y busco el lugar donde se encuentra enterrado mi hermano. Murió cuando yo tenía cinco años y nunca he querido visitar su tumba. Trato de recordar dónde me explicó mi padre que se encontraba. Recorro pasillos interminables, camino delante de fotos descoloridas, de historias desgarradoras. De pronto, me encuentro con un funcionario que me dice que van a cerrar el cementerio y que debo irme. Así que desisto de mi búsqueda y salgo a la calle. Me quedo un buen rato sentado al volante de mi coche, sin ponerlo en marcha.
14 comentarios:
Me mataste...
¿Ve? Son esos recuerdos que al final no sabemos si son recuerdos o fantasías. Esa historia que reescribimos y que a veces la realidad nos desmiente.
¡Muy bueno! Kafka.¡Muy bueno!
Un hermosísimo relato. Yo también (como el narrador) me he quedado un buen rato delante del ordenador sin hacer nada después de leerlo.
Puf! qué buena historia y qué bien contada...
Llega a mí en un momento especial, de pérdidas que duelen en los huesos, tal vez por eso no puedo ser objetiva.
Pero igual te aplaudo!
Qué bien, KP, y qué triste. Qué triste ese padre, y qué real.
Un abrazo.
Describes la nostalgia a la perfección. Es uno de esos momentos en los que uno se dice "a la mierda todo, o vivo o me hundo". Espero que la opción fuera la primera.
Wao.
Me encantó.
Muy bien narrada.
Pasé un rato muy agradable leyéndote.
Ro
Amigos, muchas gracias.
Sois muy generosos.
Me levantáis el ánimo.
Sin duda sois lo mejor de este blog.
Un abrazo a todos.
Bufff... qué decir. No quiero parecer el enésimo sobrevalorador. Pero es que resulta que acabo de leerme un cuento de Carver (de "Catedral", concretamente). Lo termino y pienso que me apetecía leer su relato. Primero leo esa fatídica noticia (y suspiro).
Después leo el relato. Y me gusta mucho. Ya lo creo que me ha gustado. Y yo no sé si llamarlo "carveriano" que es un adjetivo gastado y que puede hasta limitarle. Pero siga así.
¡Un saludo!
Precioso relato. Es cierto que cuando alguien querido fallece siempre te queda el pesar de no haber hecho más cosas con esa persona. El sentimiento de culpa siempre aparece tras una pérdida.
Me encanta tu blog y como escribes.
Un abrazo
Alvy, me gusta mucho Carver. Un honor inmerecido que sea el nombre que te ha venido a la cabeza.
Un saludo, amigo.
Silvia, gracias por tus amables palabras.
Un cuento sencillo y directo a lo esencial.
he leído estos comentarios después de mucho buscar alguna historia que me hiciera reflejar algo parecido a la tristeza que me embarga desde hace ya 2 días y me tiene llorando sin parar. Cada cierto tiempo me hiere el comportamiento atrevido que tuve con mi padre durante su último año de vida. Y más este pasado viernes en que supe los pormenores de las terribles muertes de dos de sus hijos, mucho antes de que yo naciera. ¡por qué nadie me explicó cómo había sufrido antes este hombre al cual ofendí, no demostré afecto y del que muchas veces me avergoncé. Házme saber de algún modo, Dios mío, que ahora él vive feliz en el cielo.
Publicar un comentario