Esta charla reivindicaba el placer de contar historias. Reuniones en torno a un fuego en las que se transmitían todo tipo de narraciones. Esta práctica era muy común en el Noroeste de España, de donde provienen los cuatro escritores encargados de conversar sobre este tema y, sobre todo, de leer algunos de sus relatos: Luis Mateo Díez, Antonio Pereira, José María Merino y Juan Pedro Aparicio. Cuatro narradores de primera magnitud, un ambiente amigable entre ellos, mucho sentido del humor y buenas historias llenaron el salón de San Juan de los Caballeros.
Luis Mateo Díez fue el encargado de romper el hielo, y lo hizo hablando sobre la tradición oral, de gran riqueza y, desgraciadamente, casi perdida. Habló de la importancia que había tenido en el pasado y de lo sugestivas que resultan esas reuniones en las que se narran cuentos y anécdotas.
Le tocó el turno a Antonio Pereira, quien comenzó esbozando toda una teoría del relato. Dijo que el microcuento está sobrevalorado, y mucho de lo que se conoce como microcuento termina derivando en mero chascarrillo. Para que algo sea cuento o microcuento necesita disponer de tejido narrativo. Aunque admite que existen algunos chascarrillos ingeniosos, como aquel que dice: "Entró en el pajar y se clavó la aguja". Es divertido. También el del pesimista: "¡Mira que si nos quitan lo «bailao»!". Pero no los considera relatos, ni microrrelatos. Además, está en contra de diferenciar el nombre de los textos basándose en su extensión. "Todo debería llamarse novela", dijo, "del mismo modo que todo se llama poesía". Sacó algunos papeles del bolsillo y leyó unos cortos microrrelatos. Tardó en escogerlos, pasando los papeles en un sentido y en otro. La lectura era interrumpida constantemente con aclaraciones y comentarios del autor.
Juan Pedro Aparicio dijo que, en su opinión, la clave del microrrelato se encuentra en la elipsis. Mejor es cuanto mayor es la elipsis que contiene. Y como ejemplo de su teoría leyó el primero y el último de uno de sus libros, argumentando que se trataba de una colección de textos que, en cierto modo, evidenciaban lo que opinaba él del microcuento. El último, la síntesis absoluta, se titulaba "Luis XIV", y el texto era: "Yo".
Por último, José María Marino quiso resaltar las diferencias que existen entre el relato escrito y el oral. El escrito contiene, en su redacción, las pausas y entonaciones que hay que interpretar en el oral. Contó que había podido comprobar lo difícil que resultaba adaptar un relato escrito a uno oral, cuando los habitantes de una aldea en la que se encontraba con un equipo de cine que andaba rodando una película basada en unos relatos, les pidieron que les contaran alguno de dichos cuentos. "Nos pusieron en una posición muy difícil", afirmó. Luego leyó alguno de sus textos e, incluso, una de las historias nos la contó sin leerla. Se trataba de la historia de un hombre, (no recuerdo ahora cómo se llamaba, así que lo llamaré Ramón), que se dispone a realizar la ruta del tapeo antes de comer y, cuando entra en uno y otro bar, siempre le pasa que la gente lo recibe con efusividad. Le gritan: "Ramón, cuánto me alegro de verte, qué bien que hayas regresado a la ciudad después de tanto tiempo". Así una y otra vez. Finalmente regresa a su casa: "Cuando volví a casa andaba ya un poco «achispado» por el vino, pero no lo suficiente como para no saber que yo nunca había salido de aquella ciudad y que no me llamaba Ramón".
Se fueron turnando los cuatro para contar sus historias, que resultaron siempre divertidas, y el público se sintió partícipe de un auténtico y ya perdido filandón.
Más tarde, se abrió el turno de preguntas y nadie se animó a decir nada. Juan Pedro Aparicio comentó que había estado en el auténtico Hay on Wye y que allí, cuando se abría el turno de preguntas, todo el público se lanzaba a intervenir. "Sólo quiero decir –concluyó-, que ni ellos tanto ni nosotros tan poco".
Aún así, nadie preguntó nada, por lo que siguieron leyendo relatos y, estoy seguro, nosotros salimos ganando.
El Cuento de Antonio Pereira.
Antonio Pereira contó un relato que está publicado en el libro "Me gusta contar". Se titula "Una novela brasileña". Dijo que lo había copiado de un periódico, era una noticia en la que había un auténtico relato, lleno de drama y tragedia. Como sonaba bien era en su lengua original, pero él lo fue traduciendo. De vez en cuando, se detenía y hacía alguna aclaración, que voy a intentar reproducir, entre paréntesis, en el modo en que me lo permita la memoria.
El capitán del ejército Agenor Araújo de Medeiros (Agenor es un nombre corriente en Brasil, un nombre de cierto empaque), 39 años (es ésta una edad crítica en la que a uno le puede dar por hacer balance y en la que se suelen hacer muchas tonterías), fue asesinado por la noche al intentar reprimir un asalto en la Rua Bertolini, próxima a Praia Branca, en Guanabara. (Atentos ahora) El militar estaba en su coche en compañía de Palmira Fernandes Oliveira (este detalle es importante) cuando dos criminales surgieron con arma en puño. Agenor murió antes de ser socorrido en el Hospital Bom Jesús de Estrela. Estaba casado con Fernanda Veléria Martins Costa (no con Palmira Fernandes Oliveira) con quien tenía una hija de siete años. Se levantó acta del suceso. (Aquí está contenido un verdadero drama lleno de incógnitas, ¿qué le contaron a esa hija? ¿Qué pensó esa esposa cuando se enteró de lo ocurrido? ¿Cómo se llegó a esa situación? Me ha hecho pensar más esta pequeña crónica que muchos novelones).