Además de hacerme fotos en pijama sosteniendo
La escoba del sistema (Pálido fuego, 2013) de David Foster Wallace, también estoy leyendo la novela, y tengo que decir que, hasta la fecha, es uno de los textos del autor que más me está divirtiendo. Tiene razón Ibrah cuando asegura que los artistas conocidos por ser "depresivos" son los que mejor se manejan en el terreno del humor.
La escoba del sistema me está recordando bastante a
La niña del pelo raro, mi obra preferida de DFW. Algunos capítulos son excelentes, como este que El País se encarga de reproducir hoy en
Papeles perdidos: aquí. Hace unos días leí la primera parte del capítulo y tuve ganas de subrayarla entera. Carne. Estómagos. Risa. Miedo. Delirio y DFW en estado puro. Resumiendo: todo lo que me gusta.
*
—¿Cómo están vuestros filetes
esta noche?
—Nuestros filetes están,
señor, si puedo decirlo, sencillamente
magníficos. Sólo los cortes de
ternera más selectos, cuidadosamente seleccionados e incluso más cuidadosamente
madurados, cocinados a la perfección si definimos perfección según sus
preferencias, servidos con las patatas y verduras de su elección más un postre
francamente delicioso.
—Suena como para chuparse los
dedos.
—Tráeme nueve filetes, por
favor.
—¿Quiere nueve filetes para
cenar?
—¿Y quién, señor, si puedo
preguntarlo, va a comérselos?
—¿Ves a alguien más aquí
sentado? Voy a comérmelos yo.
—¿Y cómo diantres va a hacer
eso, señor?
—Bueno, mira, veamos, creo que
esta noche usaré mi mano
derecha para cortarlos. Me
meteré los trozos en la boca, los masticaré, los elementos ácidos de mi saliva
comenzarán a descomponer la fibra muscular. Me los tragaré. Etcétera. ¡Haz que
me los traigan!
—Señor, nueve filetes pondrían
enfermo a cualquiera.
—Mírame. Mira este estómago.
¿Crees que me pondré enfermo? De ningún modo. Ven aquí. No, en serio, acércate
y mira este estómago. Deja que me levante la camisa… aquí. ¿Ves cuánto puedo
agarrar con la mano? Casi no puedo acercarme a la mesa. ¿Habías visto antes algo tan tremendamente
repugnante en toda tu vida?
—He visto estómagos más
grandes.
—Sólo estás siendo educado, lo
único que quieres es una propina. Tendrás tu propina, después de que me hayas
traído nueve filetes para cenar, con una definición de perfección de en su
punto, lo que quiere decir que todavía se vea rosada. Y no olvides los panecillos.
—Señor, eso está simplemente
más allá del ámbito de mi experiencia. Nunca le he servido a una sola persona
nueve menús simultáneos bajo mi responsabilidad. Podría meterme en un problema
horrible. ¿Qué pasa si, por ejemplo, tuviera usted una embolia, Dios no lo
permita? Sus órganos podrían reventar.
—¿No te dije que me miraras?
¿No te he dicho lo que soy? Escúchame con mucha atención. Soy obeso, grotesco,
despilfarrador, glotón, devorador compulsivo, un puerco insaciable. ¿No está eso
claro? Soy más porcino que humano. Hay espacio suficiente, espacio físico, para
ti en mi estómago. ¿Lo oyes? Tienes ante ti a un cerdo. A un fanático de la
comida de capacidad ilimitada. Tráeme la comida.
—¿No ha comido en mucho
tiempo? ¿Se trata de eso?
—Mira, estás empezando a
fastidiarme. Podría aporrearte con mi barriga. También soy, permíteme que te lo
diga, una persona algo más que acomodada. ¿Ves ese Edificio de allí, el que
tiene luz en las ventanas, el que está en la sombra? Ese Edificio es mío. Podría
comprar este restaurante y acabar contigo. Podría y quizá lo haga comprar la
manzana entera, incluido ese establecimiento de Los Vigilantes del Peso
simbólicamente minúsculo que hay cruzando la calle. ¿Lo ves? ¿El de la puerta y
las ventanas situadas como para formar una cara sonriente, lasciva y de
mejillas hundidas? Mi capacidad financiera me permite comprar ese sitio y
llenarlo de filetes, llenarlo de filetes rojos que me comería. En un escenario
así la puerta estaría decorada con un hueso roído; a ningún enano petulante
cantor de salmos y con bolsas en la piel, apóstata de la causa de la
adiposidad, se le permitiría la entrada. Aporrearían la puerta, sí. Pero el
hueso los mantendría a raya. Carecerían de la fibra necesaria para romperlo.
Sus bocas y ojos se ensancharían al presionarlos contra el cristal. Demolería,
aplastaría físicamente la enorme balanza que hay al final del local
brillantemente iluminado en la parte trasera con el peso de un montón de
comida. Se le saldrían los muelles. Qué serie más deliciosa de pensamientos.
¿Puedo ver la carta de vinos?
—¿Los Vigilantes del Peso?
—Garçon, lo que tienes delante
es una cosa peligrosa, te lo advierto. Los seres humanos actúan en su propio
interés. Los cerdos enormes y locos no. Mi esposa me informó hace cierto
período de tiempo de que si no perdía peso, me dejaría. No he perdido peso, en
realidad he ganado peso, y por tanto ella se ha ido. D.E.P. Y de primera, no
olvides que sea de primera calidad.
—Pero, señor, seguramente con
más tiempo…
—Ya no hay tiempo. El tiempo
no existe. Me lo comí. Está aquí, ¿ves? ¿Ves cómo se menea? Eso es el tiempo,
meneándose. ¡Corre, huye, tráeme mi fuente de grasa, mis nueve vacas, o te
pegaré un gancho en la
barbilla que te estamparé contra la pared!
—¿Puedo traer al maître,
señor? ¿Para consultarle?
—Venga, tráelo. Pero avísale
de que no se acerque demasiado. O me lo tragaré en el acto, antes de que tenga
tiempo de chillar. Esta noche voy a comer. Brutalmente y solo. Porque ahora
estoy brutalmente solo. Voy a comer y el jugo bien podría saltar a chorros a mi
alrededor, y si alguien se acerca demasiado le soltaré un gruñido y le pincharé
con el tenedor, así, ¿ves?
—Corre como si te fuera la
vida en ello. Trae algo para que me apacigüe. Voy a crecer y crecer y a llenar
el vacío que me rodea con el horror de mi propia presencia gelatinosa. El Yin y
el Yang. Siempre creciendo, camarero. ¡Corre!
—Algunos grisines vendrían
bien, ¿me oyes? Pero bueno, ¿qué clase de sitio es este?
David Foster Wallace