2.6.12

Mar negro de Ana Arzoumanian: una prueba de origen, por Luis Thonis


Un libro tiene que ser un hacha para el mar congelado dentro de nosotros. La literatura sólo es digna cuando descongela la sangre de quien lee.
Franz Kafka

Mar negro de Ana Arzoumanian, Ceibo ediciones, 2012.


La lectura de Mar Negro de Ana Arzoumanian le quita a uno las ganas de comer y dormir. Se debe al ritmo, a “el mismo tono para amar y destrozar” de la cita de Tsvietáieva que lo encabeza. Después de un aleteo de aves migratorias hay un renacer y la certeza que esta vez Eros ha vencido a Thanatos.
Alguien dijo que este libro no era demasiado argentino. También la estupidez tiene una larga tradición, busca perpetuarse en esencias, no se banca que le muevan el piso. Mar negro es tan argentino como el mate o el fútbol cuyos orígenes como tantas cosas que hoy parecen nativas no son nacionales. Hasta quien inició la narrativa argentina, Esteban Echeverría, fue considerado por algunos académicos como Calixto Oyuela “no haber sido suficientemente americano” por haberse apartado de lo español y castizo. Echeverría se apartó de la tradición colonial apoyándose en el francés para escribir El Matadero, la escena que consideraba inenarrable. En Mar negro hay que pagar cierto precio, salir de los paradigmas habituales de lectura.
Aquí se trata de una guerra y un exterminio reales en tanto la Argentina desde sus orígenes ha estado luchando contra enemigos imaginarios y los sujetos matándose entre sí, incluso se fue a la guerra, a un suicidio para encubrir un exterminio inenarrable.
Al no poder separarse del Origen mediante instituciones –es el único modo de hacerlo– nuestra historia retrocede siempre a lo que Murena llamó el Campamento: un lugar de paso para saquear y enriquecerse que no puede fundar un nombre y abunda en grandes palabras vacías.
Hay una siniestra confusión entre el pasado –histórico– y lo arcaico que está siempre presente: el niño que dice “caca” habla en griego arcaico.
Repudiar lo arcaico es condenarse a la circularidad del tiempo y a un presente que reproduce fetiches del pasado.
Nuestra psicología de masas no puede salir del incesto colectivo y la fusión de los antónimos como, por ejemplo, en la siniestra década del setenta entre los montoneros y las Tres A que respondían al mismo liderazgo. Estos pares se reproducen en otros dobles de dobles, copulan y hablan una lengua común: basta escuchar los cantos de las hinchadas y las expresiones xenófobas para entrar en materia.
La lengua es la institución por excelencia y se oye más demanda de caudillismo que instituciones que suelen confundirse no con limitaciones del Unico sino con los edificios.
Aquí la lengua ha sido extirpada y el crimen convertido en institución: “Si hablaban en armenio les cortaban la lengua. El uso de siete palabras seguida en hayeren era causa de blasfemia. Les clavaban las uñas en las frentes de los niños”.
Es desde una poética que se oye una lengua en sus voces desaparecidas. La narradora de Mar negro, como esas criaturas de Kafka que van por una calle de campo no conoce el reposo. Está entre dos lenguas en las que muere una vez y renace en otra: “Para estar cansada hay que tener historia y no tengo pasado porque se me deshace. Cuentan que los niños nacen sabiendo y que luego baja un ángel y les da un beso del olvido. Así se forma la línea del labio”.
La única referencia que encuentro en la literatura argentina es Onagros y hombre con renos de Antonio de Benedetto donde en el principio no está el verbo sino el exterminio. Es un relato de origen, un génesis que actualiza lo arcaico, siempre impensado, el único modo de que el futuro no sea una reescritura del pasado.
Abundan las crónicas y los materiales sobre el genocidio contra los armenios aunque el Estado turco se empeñe en no reconocerlo. Aquí no se trata sólo de eso: la novela es transhistórica en tanto el exterminio es vivido desde una delgada línea genealógica, la del abuelo, cuyas cuatro hijas fueron asesinadas y que a veces imagina vivas y prostituidas a los turcos. Hace eco en la historia actual.
Los armenios que hoy viven en Turquía, luego del giro de la política de Erdogan que ha visto los réditos de hostilizar de emprenderla contra las minorías de su propio país que vuelven a estar en la mira del Estado turco actual que no es precisamente un modelo a imitar por los países que transitan la primavera árabe. En un santiamén puede transformarse en un invierno regimentado. Armenios y judíos son, pese al éxito económico, experimentados como figuras inquietantes de lo arcaico. (1)
Mi cuerpo es un cuerpo de batalla”, dice la narradora que se encuentra con ecos con la literatura árabe actual más audaz, con Joumana Haddad que demuele los mitos árabes a lo Edward Said, se enuncia como guerrera, introduce a Sade y otras “corrupciones” occidentales en el Líbano donde Hezbollah practica la limpieza étnica.
El Mar negro no es el pontos euxeinos, el lugar hospitalario de que hablaban los griegos y abría el juego de los ciclos del nostos –retorno– que le permitía a Ulises ejercer sus astucias. El abuelo sueña con una Itaca que ya no existe, tiene una vieja Biblia con fotos sin imágenes donde intenta reconocer a sus hijas que se van transfigurando en la pesadilla interminable en que vive.
Los turcos a ese mar lo llamaron Negro, lo convirtieron en un Sheol apilando los niños en canastos y luego arrojándolos a las aguas. En contraste, las imágenes de la Virgen y el niño recurren en las historias de armenios, ella es Star of the Sea (Hopkins), la enemiga de Astarté que quiere maternizar los sujetos en el Templo. Tampoco la novela se escribe desde la civilización como lo hace Pushkin en plena campaña de 1828 contra los otomanos en su viaje a Arzrum –ve el Arca de Noé resplandeciente el monte Ararat–, entre las tribus bárbaras.
La novela de Arzoumanian pasa por esos lugares, es también un viaje entre hermosos paisajes que gotean sangre pero no hay los gestos de generosidad que se observan hacia los vencidos en Puskhin.
Entramos en el siglo veinte y el genocidio turco es la referencia ineludible que anticipa de las masacres del siglo XXI: una guerra impune contra los civiles indefensos que puede leerse desde Bosnia hasta lo que hace Siria hoy con su población.
Los talibanes hicieron volar los milenarios Budas de Bamiyán que vigilaban la Ruta de Seda: demostraron una impotencia ante lo arcaico. Arzoumanian recuerda a Giacometti, su necesidad de que nos vigilen las estatuas para recordarnos que estamos vivos mientras ellas nos cuentan de la muerte.
Las rutas están sembradas de piedras funerarias, los "khatchkar", caligrafías que hacen con las piedras aerolitos que nunca cayeron del cielo. Si los talibanes asesinan así las viejas piedras, al arte, lo inmemorial al fin de cuentas –no quieren que los miren, pueden disolverlos– qué les espera a las personas.
El Sultán durante el imperio otomano practicaba la tolerancia con armenios y judíos pero carecían de derechos civiles. La Sharia, no reconoce el testimonio de ciudadanos de segunda –dhimmis– contra un musulmán.
El mundo no habla pero los dragones se entienden entre sí. El genocidio contra los armenios se sostuvo en un mito de origen: los Jóvenes turcos evocaban al legendario Turán que luchaba contra los arios del mismo modo que el mito Ario justificó el asesinato de seis millones de judíos.
Fue Churchill el primero que nombró como “holocausto” el genocidio turco.
La narradora no está entre las dos muertes donde Lacan sitúa a Antígona, por la del hermano sin sepultura y muerta en vida por haber violado las leyes de la ciudad. Aquí no hay un Creonte, un tirano visible que al menos reconoce su acto que a su vez lo condena. Aquí no hay Estado ni ley que asuma algo, salvo el querer de algunos que las víctimas resuciten para volver a asesinarlas.
La juventud –los jóvenes turcos que sacan a reos de las cárceles para que lleven a cabo las masacres en los convoyes que simulan deportarlos– es hipnótica y está hechizada por su nuevo estado nación, hay que liquidar a los que allí vivieron durante veinte siglos.

El amor es una prueba de origen. Vivir es dar una versión del origen, no tenerla, querer ahorrarla, supone el refugio en el mito y sus consecuencias aberrantes. El mito opera para que el origen permanezca intacto, fijo. Las religiones tratan de darla apartándose del mito, instruyen al creyente pero el origen resuena fuera de ellas. Cuando se toman los textos a la letra se cae en el discurso del mito. El fóbico odia al que dice amar porque su religión privada se lo prohíbe. No puede desplazarse de su fantasma fijo en el origen, cree en el como un fetiche que va reconstruyendo a través de cada historia en la que triunfa al fracasar.
El amor es un modo de desplazar el origen pero también de reactivarlo de modo que no pese sobre los hombros. Alguien en medio de un encuentro pasional, de la luminosidad de los cuerpos que parecen completarse uno en otro, huye en busca de un origen que teme perder: lo arcaico está presente en el sexo y el arte no se cansa de recordarlo.
El amor es un pathos con el origen, una crisis para la cual no hay solución final. Cada entre dos es único, intraducible. La narradora no está en la situación de Antígona ni de Hamlet –que es informado por la voz del padre y toda una serie de pruebas que se van dando en medio de una locura donde debe vengar al mismo padre que debe “matar” en lo simbólico– por lo tanto debe no sólo desplazar sino reinventar el origen desde esa delgada línea enrojecida por todas las sangres que asume como heredera, argentina y armenia. Crea puentes entre el dolor y el deseo que tienen en común no responder a causas orgánicas y posibilitan encuentros inéditos.
No apunta a drogar el origen como los posmodernos o las feministas que combaten el “imperialismo heterosexual” –al hombre es considerado un signo de lo arcaico– según Judith Butler, tampoco pensar que hay un origen puro de la lengua como Heidegger y los nacional populistas que se encuentran con ellas en asociación nihilista. (2)
La narradora descubre que lo que se cuenta modifica lo contado y su única alternativa es demostrar que el origen es múltiple por retroacción, se abre así la infinitud del sujeto, experiencia que la Sociedad trata de ahorrar, bloquear a los suyos con ruidosas consignas y no pocas veces suicidándose. Para la cultura posmo todo ya ha sido dicho en el Circo, pero para esta literatura todavía no se ha dicho nada.
Por eso luego de ir hasta el fondo del Sheol como una suerte de sacerdotisa de sus muertos, renace en el Ararat como esposa de Armenia y describe entre resplandores de un cielo perforado la transmutación de la tristeza en gozo: “Los príncipes enfundaban sus penes porque pensaban que los ayudaban a resucitar. Una montaña oscura que aumenta su tamaño. Yo, el Ararat, o la brasa de tu sexo”.
Aquí la narración planta una cabeza de playa, un territorio cero –fuera del incesto colectivo que supone el exterminio– donde las imágenes se van atenuando, perdiendo “como un gigantesco rompecabezas” sobre todas las babilonias del pasado y del porvenir.
La novela en ningún momento pierde intensidad en todos los niveles enunciativos. Una mínima concesión la haría perder ese delgado hilo genealógico: “El abuelo vio fotos de colgados, de decapitados. Elige de su museo interior la imagen de cuando se quebró la costura del cielo y los astros empezaron a girar. De cuando la luz se hizo fuego y el fuego dio origen al agua. De cuando todo lo multiplicable le hacía decir, exaltado sea”. El origen es tomado desde el vamos por una multiplicidad retrospectiva, operación que hace que su simultaneidad sea el infinito en acto apelando a recursos pictóricos, fotográficos y cinematográficos ante los cuerpos ausentes.
Se trata de que el duelo no configure ese grito hacia adentro, esa hemorragia de sangre que es su única herencia –del cuadro del Papa Inocencio de Francis Bacon donde, dijo, quiso pintar no el horror sino ese grito que lo devuelve al silencio. Es el grito mismo de lo arcaico, un grito doble –dirigido al Otro, al prójimo o a nadie– que por resonancia nos dice que no es el dolor el que produce el grito sino éste al dolor que como el sexo no tiene un lugar orgánico localizable.
Es así como el dolor se torna deseo y los muertos piden que la narradora viva.
La narradora muere y renace en un grito que es silencio, pasa del yo al vos, como si inventara a otro –que puede estar o no estar– para desplegar juegos eróticos y confesiones y casi en simultaneidad transita al pasado, a una suerte de prehistoria, a ese tiempo arcaico donde sospecha que está la semilla de las guerras del futuro.
Hay que ganar la guerra de lo arcaico en vez de repudiarlo mediante mitos, parece decir la narradora al inscribir en la lengua los nombres armenios. Freud se preguntó si el dolor físico puede producir placer sexual en tanto el deseo funciona fuera de las pautas del cuerpo fisiológico. Las formas de erotismo que despliega la narradora son un conjuro, la contra cara de los múltiples modos de matar, de reducir a la esclavitud y al infantilismo al otro que, irrumpe como fuego en la noche para revivirla con el semen de Moisés.
El genocidio armenio fue sin chimeneas, calculado: liberaron asesinos de las cárceles para no mancharse las manos. Este pragmatismo resulta espeluznante cuando se entra en las escenas descarnadas. Ambos genocidios tienen en común haberse realizado en nombre del Progreso, sobre un fondo de mito y repudiando lo arcaico que siempre estará presente…los exterminios los realizan los que de antemano han perdido la guerra del origen, esto bien lo sabe el pueblo del Libro.
El armenio era para el Joven turco una figura arcaica, del mismo modo que el judío era una presencia que opacaba el futuro milenario que se prometía el Tercer Reich.
A través de la línea genealógica del abuelo –un Ulises sin mar, imagina una Itaca que ya no existe– y sus hijas asesinadas la narradora lleva en sí la carga de un millón y medio de víctimas por inevitable sinonimia con los suyos. y escribe desde el Sheol mismo, esa región donde los muertos solicitan ser escuchados desde las profundidades de lo arcaico.
Extiende un sudario sobre ellos mientras el erotismo se abre en los orificios del cuerpo, ante tanta muerte mayor es la vibración del deseo, el te amo final es el retorno no de lo siniestro sino de lo que nunca ha sido.
El vuelo literario hay que experimentarlo, abre una frontera inédita donde se inscriben los nombres armenios pero al mismo tiempo contamina a otros tan enraizados y burocratizados que son muertes viviendo una vida demasiado humana. Este libro supone una prueba posthumana que se vislumbra en la forma misma del duelo que se lleva a cabo.
Mar negro es una prueba de origen que deberán asumir las culturas que se para no ser indiferentes a la situación de las minorías amenazadas. Para saber de qué se trata y no ser vapuleadas por la voluntad de ignorar y la servidumbre voluntaria que supone.
Leerlo supone atravesar varios infiernos para encontrarse con otro tipo de sujeto, ajeno a clones y clownes posmodernos. Esta prueba de origen es una prueba de fuego que sacude los paradigmas estratificados en una circularidad letal, es una voz exterior donde resuena –to enter heaven, travel hell, decía Joyce– la risa del paraíso del trashumanar de Dante. También el mar, por negro que sea, tiene que alcanzar lo marítimo, decía Marina Tsvietáieva en su libro sobre la pintora Groncharova, para la cual lo divino puede existir sin Dios pero no Dios sin lo divino que permite el retorno de lo que no ha sido.
Este libro bien podría ser un hacha como decía Kafka para que un mar negro se descongele en nosotros.



I) Luis Thonis, Túnez y el modelo turco, Libros peligrosos, diciembre, 2011.

2) Basta leer los diálogos entre Zizec, Judith Butler y Ernesto Laclau para notar el descerebramiento de los sujetos que producen estos ideólogos que sin ninguna versión del origen salvo la regresión a una etapa anterior a la mercancía donde lobos y corderos se amarían fuera del lenguaje. Pasan del posmodernismo light a la vindicación del estanilismo y el fascismo. Butler ataca el entre dos entre hombre y mujer en nombre del “imperialismo heterosexual” en función de un neo matriarcado: la performatividad ha llegado a los cuerpos. En “Iraq: The Borrowed Kettle”, Žižek afirma: “Better the worst Stalinist terror than the most liberal capitalist democracy” (“Mejor el peor terror estalinista que la mejor democracia capitalista liberal”), es decir, hace una apología de Stalin, insultando a más de veinte millones de víctimas y Laclau es admirador del “todo dentro del Estado” de Mussolini y de el jurista nazi Carl Schmitt: propone como “progresista” la concentración de poderes y la reelección indefinida.Estos “antiimperialistas” hablan para un público de consumidores contestatarios, enseñan en universidades extranjeras, proponen la revo pop en pesos pero cobran en dólares o libras esterlinas. Prefieren a un Chávez –al que Carlos Fuentes llamó “flatulento y destructor de las instituciones”– que una modesta democracia. De ahí cierto efecto político, mínimo pero inmenso, del libro de Arzoumanian cualquiera hayan sido las intenciones de la autora.

27.5.12

La mancha de los adioses, por Isabel Steinberg



El pasado es impredecible.
(Proverbio armenio)


Ayer se le impuso: “chocolatines con pasas de uva”. Iba en el subte, llegaba a la estación Entre Ríos. La frase no podía ser menos ambigua. Momentos antes ella pensaba en la imperiosa necesidad que la llevaba a ponerse los anteojos oscuros justamente en un lugar tan poco encandilante como el subte. Lo que encandila-pensaba- es esa marea de miradas desconcertadas y estúpidas, ese balanceo caliente y fatigoso, esa intemperie de pozo.
Chocolatines con pasas de uva fue lo último que le dio a David, cuando las paladas del sepulturero tiraron los primeros montones de tierra. En mil novecientos setenta y cinco no le era desconocido el olor barnizado de los funerales, el olor de los funerales de los cuerpos jóvenes.
Pero aquel funeral era diferente a todos: esa tarde de abril, en el cementerio de La Tablada convergían, se mezclaban, se embarullaban atrozmente todos los nombres: David, Armando, Ilan-do-Parca, Robi, Revolución, Judío, Sefaradí, Habibi.
La Parca E Kui. Aquella agorera iluminación que dos meses antes había leído sobre el cielo de Petrópolis se imponía como una alucinación verdadera. Aquella alucinación que, inspirada por la musa lisérgica, había escrito en el cielo a la manera de una historieta, se le derretía ahora entre las manos sucias por el chocolatín que tardaba en soltar, bajo el sol de abril, para atrasar la despedida. Una idea la consolaba dulcemente: su sudor, mezclado con el chocolate y la tierra y todo lo que se desprendía, iba a fusionarse con David.
Enterrada en un oscuro bar cerca del cementerio escribió algunas frases y una poesía.
Las frases eran desordenadas: “Yo me imagino David que tu alma bulle. Bulle y se revuelve. Si bullir es agitarse una cosa con movimiento similar al del agua cuando hierve. Bulle y se revuelve para acercárteme, para tocarte el cuerpo que ya no es el tuyo, el cuerpo infladito, hinchado, espantosado. En ese estado sin casa, sin cuerpo, tu alma se esparce y ablanda, se estira y se esfuma, se esperpentiza. En ese entre-dos formas todo se te aparece desmesurado y palpitante. Como en un instante de sentimiento perfumado, aspiras. En el verdeazul de lo intermedio todo cobra una causalidad infantil. ¿Cómo llamar a ese recuerdo de sol atravesado por partículas de polvo? ¿Cómo nombrar?
¿Cómo gritar? Cerca de mí alguien habla del altruismo suicida, de la locura, del dolor. ¿Quién puede querer vivir?- se me ocurre.¿Quién puede querer vivir con el cálido aliento de este muerto en la garganta?¿Quién puede querer vivir con esa boca de sepulcro en el pecho.”

La poesía que escribió ese día de abril de mil novecientos setenta y cinco, a los veinte años, era ésta:
Finalmente
No busco más lenguajes conocidos.
No encontré los ojos que devuelvan el gastado reflejo.
No los busco.
Creo haberlos visto una vez encerrados en la tierra.
Tengo las llaves del reconocimiento, sólo que a veces olvido dónde las guardo.
No es momento de confiar en la memoria cuando el comienzo
termina desnudo.
Me mata tu tan mortal muerte.


En mil novecientos setenta y cinco, la madre de David se convirtió a partir de su muerte a la tibia religión de los espíritus. Tres días gimió. Tres días enormes e hipnóticos. Después lo buscó: su viudez de madre joven la hizo frágil, receptiva, y toda su vida cobró sentido. Una nueva curva se insinuó en sus caderas cuarentonas. Sus mejillas se volvieron rozagantes., la sombra de su hijo la fecundó y el tibio delirio fue dado a luz.

Cuando la madre de David empezó esa peregrinación tenaz por brujas, adivinos y telépatas para reencontrar ese calor en la carne, no sabía que la tripita arrancada del vientre de Elvira llevaba las señas de su hijo.
Lo que Elvira no supo, en medio de su peregrinación doliente de cuerpo en cuerpo, de transitoriedad en albergue, fue que esa fibra sangrante recordaba su abrazo con David.
Lo que no fue posible saber, en medio de tanto vértigo: ese embrión era de sexo femenino y podría haberse llamado Soledad. La Soledad de David.

Elvira viaja por la anestesia: el anestesista es bajo, usa anteojos y apenas mira al hablar, como refugiado detrás de una invisible ventanilla de un transitorio albergue, enarbolando la llave que se convierte ahora en el fino escarbadiente resbaladizo y punzante. A ver… ¿Cómo te llamás ? Vas a sentir un pinchacito ahora y después despacito te vas a quedar dormidita… enseguida todo está listo y te vas a tu casa… relajadita… eso. En la pared hay un banderín de una universidad norteamericana, un certificado de un simposio de hipertensión, un programa sobre ginecología y tercera edad, todos pequeños planetitas girando alrededor del diploma mayor que doradamente aurolea las letras góticas del nombre del Doctor. Cuando llegó la puerta estaba abierta y desde afuera pudo escuchar el sonido zumbante de un aerosol: el Doctor perfumaba la salita con aroma de pino salvaje, acompañando los suaves movimientos del brazo con una sonrisa casi traviesa, como la de un escolar sorprendido en un gesto de exagerada prolijidad.
La selva oscura –se le ocurrió– tiene olor a pino salvaje.
-¿Es la primera vez? Hay cosas que nunca cambian… el cuerpo… se pueden decir mil cosas sobre el carácter… pero cuando una mujer está… usted entiende… desde el principio de los tiempos hay cosas que son así. Y yo he visto tantas cosas en estos años… Dicen que los mejores poemas se escribieron en la Grecia Clásica… entonces…
¿Qué es esto del progreso? ¿Somos ahora más sabios?... A ver, querida, ¿es la primera vez?...
Las letras del nombre del Doctor tienen ahora independencia, se conjugan e intercambian escrabelianamente en forma acelerada: guillermo víctor vielén llermo víctor sí lenvié motor, hasta que la anestesia enloquece la sintaxis gótica y guillermín trovo lieve y gui lle ní, y las palabras del anestesista son ondas suaves que arrastran un vielito guille trovito liene.
El Doctor dice algo sobre el espéculo, y debe ser un comentario gracioso, porque el anestesista, que tiene sujetado el brazo de Elvira, le transmite su agitación de carcajada. Ella recuerda el chiste de Jaimito: ”abrite de patas, corazón”, y en la otra punta del mareo, entre sus piernas, imagina la suave caída del animalito rojo, fibroso, lagañoso, flotante animalito arrancado.
Una manchita en la manga del Doctor eso no corresponde a su blanco blanquito delantal cuando la mamita descubría la mancha en el guardapolvo enseguida enseguidita sabía de qué mancha se trataba si chocolatín medio derretido por el calor del bolsillo o mate cocido o mostaza o vaya una a saber qué extraña adivinación iluminaba a la mamita para descubrir las manchas para dictaminar si recurrir al jabón al detergente a la lavandina al limón con agua o al agua solamente o a una preparación especial entre algodones y secantes y era cuestión después de colgarlo al sol para que se blanqueara más y la mamá era tan experta en manchas que hasta los libros de lectura podían salvarse del desastre de la floración manchina sobre la cara de nenia al lado de la estrofa que decía llora llora urutaú en las ramas del yatay ya no existe el paraguay donde nací como tú esa manchita de tinta debía eliminarse bastaba un secante abajo para que no pasara a la otra hoja y borratinta pelikan si era necesario pero en el cuaderno era más difícil las manchas se erizaban carcomían escamoteaban la bravura de la materna borradora y refulgían gloreaban enardecían soslayaban diversificaban hasta orillar el escándalo amenazando avasallar trasponer perforar alcanzar la contratapa donde la marca de llegada era la gloria del cuaderno amarillo bajo el forro azul allí donde podía leerse los buenos niños de hoy serán los grandes argentinos del mañana la mancha enloquecida avanzaba reptando por la ventana del jardín gato a veces amarillo y negro vuelto más amarillo si aprieto bien los ojos párpados ojos adentro vueltitas en la cama para evitar dormir sobre el lado del corazón porque hace mal y el corazón verde trébol de alpi clavadito sobre el guardapolvo esperando en la percha baila y toma la forma de guantecito malo que me aprieta sé que estoy soñando y si pienso con fuerza me despierto estoy tan cerquita de la mancha de la manga del Doctor que casi podría disolverlo con toda la saliva espumosa y blanca para limpiar manga de Doctor que arranca la manchita roja y la manchita roja se retuerce y jadea y toma forma de pecesito y de célula estrellada y de escuerzo y le saca la lengua al Doctor malo y escupe al anestesista que caen fulminados por los efluvios venenosos de la manchita que se enrosca y vuelve adentro mío y se acomoda y me da calorcito y me tranquiliza y ya está y ya pasó y no fue nada…
Y la cara del Doctor asoma entre las ondas de la anestesia y me dice:- Ya está, era chiquito…fue muy simple querida. Ya está.


Vuelve de la anestesia y recuerda: de Olegario V. Andrade, cree que su título era “Palabras de mi madre”.
La habían elegido para recitar el poema durante el festejo del día de la Madre. Llevaba un jumper comprado en Rubi que tenía un gran moño rojo de terciopelo a la altura del pecho. Debía tener ocho o nueve años.
“Ven para aquí, me dijo dulcemente mi madre cierto día. Aún parece que escucho en el ambiente de su voz la celeste melodía…”. Fue al llegar a la parte que dice “¿no sabes que la madre más sencilla sabe leer en el alma de su hijo como tú en la cartilla?” cuando las convulsiones del llanto asomaron de su pecho y al llegar a la garganta se le hicieron irrefrenables. Su madre, como una efigie entre el público de aquel día en Bet-El, se mantuvo inmóvil.
Un brazo firme la arrastró fuera del bochorno, y una voz con marcada pronunciación norteamericana le susurró al oído como llegando de otro mundo: -Aquí estoy…
Muchos años después, supo que ese rabino se llamaba Marshall Meyer,
Ma- Me en el fraseo de los chicos. Mame como se dice mamá en idish.

Elvira relata a su amiga Ana un sueño que tuvo pocos meses después de la muerte de David: en la mañana, dentro del sueño, presencio mi propia muerte. Duplicada, oficio de yacente y de testigo. Como en un trámite silencioso, con solemnidad, desfilan a mi alrededor algunos hombres a los que reconozco, no por sus caras, sino por un detalle particular en cada uno que opera a la manera de contraseña. En uno es la sonrisa del gimnasta, en otro aquel gesto habitual de reclamo, en otro esa palabra dicha lentamente, con puntillosidad.
Cuando se despierta se le impone una frase: “Todos tienen ombligo”.

Cuando el zeide Zuny se estaba muriendo transmitió lo que parecía su última voluntad:
-No quiero que me entierren en Tablada arriba del cajón de Eny.
La baba Eny había muerto hacía un año.
-¿Por qué? –preguntó alguien.
Porque ya la aplasté suficientemente durante la vida– contestó.

En los meses que siguieron a la muerte de David, Elvira extrañaba la cálida hermandad de los cuerpos que la había unido a su amante. Una vez a la semana era visitada en su pequeño escaparate por el joven escritor. Cuando lo evocaba lo veía alto y delgado, afeitándose frente al espejo. Se había acostumbrado a la manera firme, casi autoritaria, en que le hablaba, a sus despedidas siempre presurosas.
Una sola vez Elvira lo había visitado. En el cuarto, la fotografía del Maestro, indicaba el gusto del hombre por la iniciación y el designio.
Cuando él le regaló aquellos libros, Elvira sintió por primera vez desde la muerte de David, algo parecido a la felicidad. Entonces se escondió, al salir por la calle Ecuador, y lo siguió algunas cuadras. Al entrar a El Olmo el hombre advirtió la molesta presencia de su joven amante, y se mostró enojado, casi brutal. Le habló de una cita en la que se encontraría con una verdadera mujer, le reprochó a Elvira su frialdad en el abrazo.
Elvira escapó avergonzada. Fue en aquel día que, para consolarla, su amiga Ana le confesó la fórmula que había inventado para olvidar a los hombres que se volvían pasajeros. El secreto era recordarlos sólo por el aspecto de sus ombligos. Graficaron entonces un alucinante catálogo de arqueologías ventrales, esforzándose por dilucidar la exacta calidad de los detalles.
El ombligo recreaba todo lo que siendo de afuera es para adentro: el revés de una cosa transparente.

19.5.12

El tren de Convoy, por Hugo Savino




Todos quieren IRSE
Jack Kerouac


Convoy no pertenece. Es lo primero que sentí al leer esta novela. No es que no tenga influencias. Debe tenerlas. Creo que no interesa mucho. Las influencias se las dejamos a los que leen esencias. A los policías de la literatura. Convoy no pertenece. No tiene marcas generacionales explícitas. Buscadas. Guiños a la familia literaria. Ni siquiera está escrita contra la generación. Sólo que: no es una novela que pueda integrar una comunidad activa. No permite un nosotros. En ese sentido me parece que no es de una generación. Tampoco podemos decir que es una novela de joven generación. Porque Esteban Bertola tiene un oído absoluto, y oído absoluto da a visión propia e irreductible a consensos de lectura, oído absoluto reclama lectores extremos. Esteban Bertola tiene oído absoluto y no lo pone al servicio de causas literarias. O generacionales. Mucho menos sociales. Ninguna causa. La generación pide integración, franeleo, una misma visión. Un nosotros contra vaya a saber qué otro nosotros. Una federación de lunáticos. Y Esteban Bertola tiene un sistema nervioso de fraseo. Por eso digo que Convoy no pertenece. Es una novela asocial. No obedece a las leyes de los manuales actuales de la novela. Esa vuelta al relato clarito, psicológico, familiar, en el que te cuento los avatares de mi época, de mi drama novela familiar. Convoy no ovejea en la regresión literaria del relato eficaz o del poema telefónico. Ya en manuscrito tuvo sus censores. Una señal de su futuro. De que algún lector distinto la espera.


La belleza con la que nos gratifican los viajes ferroviarios provienen a veces de las magníficas sorpresas de lo real.
William T. Vollmann


La Bitácora de esta novela puede ser una partida en la lectura, una posibilidad de visiones. “Sale el convoy, es casi Semana Santa y un poco de Tucumán (destino) se mete en Retiro.” Tren con destino. Sentimientos, azares, paisaje, la noche del tren, amaneceres de tren. Esteban Bertola mezcla las posibilidades, entra en callejones sin salida, desactiva las respuestas, nos deja con la lectura, no hay garantías, no fabrica red de lectura, cruza, combina, deseduca al lector, orfebre emotivo: “Bitácora. La hora que no sé la invento. Una y veinte. Evidencia de que algo me funciona a mi pesar y en silencio, tiempo que se aprende por biología, el otro no, [...] Evidencia también de estas líneas cruzadas, desparramadas y juntas, se entremezclan como en la vida se mezcla todo. Sin ton ni son. La marcha no es distinta. Los rieles siempre serán los rieles, ni más allá ni más acá. Pero. Sin embargo. No obstante hay matices: sobre rieles, sobre ruedas, encarrilado, desvío, entronque, descarrilado. En este momento aparece la primera anotación del diario.”

Cambiavía. Invento el día.”

Novela de apuntes y bitácora. La Bitácora como guía. Como mapa. Y afirmación del que firma la trama de la tela: “Ocuparme de poner y sacar palabras – de callar y no callar sin saber cómo. Lo que se pone y se saca”. Antes, una advertencia que el viajero se hace a sí mismo, como quien le pide ayuda a San Ignacio de Loyola o a Jack Kerouac: “El paso que es la luz, dijo el poeta, no lo pierdas, percantón de lirio.” El oído para no perder esa luz. El oído escucha también la luz. El resto es “chamuyo”. Esteban Bertola pone el cuerpo en el oído. “Porque hay que seguir”, pausa de percantón, duda de percantón, pero enseguida aparece un ruego interior: “Pero me tengo que ir”, que es también un nada que hacer, un escapar de querer saberlo todo y de hacerlo todo, entonces este viaje camina entre irse o quedarse y seguir escuchando. Una trinidad. Novela de trinidades. De ruegos interiores. Y hay un misterio tren que insiste. Convoy tira a preguntas sin respuestas. ¿Radicarse o seguir? Y lo que nunca cede en esta novela es el oído. Se fisura el aire, se raja la tela, todo merece ser escuchado, inventariado: “En La Banda todo es distinto porque del sol cuelga una risa. El aire está intervenido por miles de partículas de tierra caliente que vienen y van o flotan la plancha aérea. Hacer que algunas cosas hagan la diferencia.”, y sí, justamente Esteban Bertola escribe los resquicios de los matices, la entretela, los sonidos que flotan: “¿Cuánto puede callar un gallo?”, respondo desde la novela: todo el tiempo que dura la comedia imposible de “los dos enfundados [que] llevan más de dieciocho horas inmutables, y cuánto de eso, contenido, se expresará en fuerza cuando las cinchas de la funda deshagan el silencio o no.” Callejón de salida a la única vía posible que propone Esteban Bertola: leer Convoy en la emoción del lenguaje, camino de un destino de incompetencia. Creo que Convoy se pregunta todo el tiempo sobre la incompetencia en el abanico más amplio posible. No hay respuestas o en todo caso, cada uno la encontrará en su oído. Como dijo Hugh Kenner: “El camino hacia la incapacidad ideal es largo e intrincado.”, el de la “exploración de la incompetencia” también. En este tren van todos al garete, el destino es apenas el pretexto de un viaje. Atrás quedan los Pajarracos. Que arrancan con un “me tengo que ir.”

Hay en Convoy una dimensión alucinada en forma de crónica cascada, como una quien dice taza cascada: “Y una crónica a medias de lo que en el instante podía juntarse del espacio o de ese rejunte de cosas que hacen la vida de cada uno, que el traqueteo,como a los bolsos, acomoda.”

El traqueteo se despliega en voces que sólo se escuchan en este libro, se vuelven audibles sólo acá, no hay que ir a buscar a otro lado, por eso creo que leer influencias –como hace la vieja mala leche– es una vía muerta: “El libro es un detalle importante como todo detalle, viajo y de paso llevo el libro a Peralta.” Libro de detalles. Exploración del detalle en sus infinitas “incompetencias”. Apuesta a una música argentina, porque novelas hay a montones, pero acá lo que importa es el argentino de Bertola, su manera de hacerlo sonar: “La vida es la que rima.” Se trata de eso, de rimar la vida: de llevar hacia arriba, de poner en movimiento. Atravesar paisaje. Noche. Tardes. Mañanas. Atravesar paranoia, también. Esteban Bertola es un artífice de la paranoia, la redobla: “Los borregos inyectaron la intermitencia paranoica que no hace más que recordar la acechanza ininterrumpida y los empiezo a ver como precoces conocedores del mecanismo.” Novela de acechanzas, de tipos que se mueven por “el deshilachado de los pasillos”. Novela de notas furtivas, escritas en un rincón, mientras el teatro está dormido: “El teatro bajó”. Aceleración y desaceleración, teatro y conventillo de pasillo, humo, murmullos, intrigas, habladores solitarios. Convoy es un inventario de viaje, de voces, de voces en viaje, rosario de una “legión de nombres”, arrumacos. Uno lee Convoy con las palabras firmadas en la trama de la tela Esteban Bertola. Convoy: un cruce infinito de la voz masticada, gritada, susurrada y conventilleada, voces diurnas y nocturnas. Y también la luz que filtra una voz. Bertola le pone matices infinitos. Son resplandores que sólo aparecen cuando se lee. Curiosamente hizo una novela para leer, ahí donde casi todos escriben novelas para contar. Convoy no es peliculera. No es una novela de imágenes, es una novela de pintura. Toque Bertola. Toque en toda su gama y variedades. Vagones que traquetean. Sí. Pero: destino de humo. Embarcados. Composición de frases. Las palabras metidas en las frases. Arrumaco o traqueteo no son palabras de nadie, están ahí, Bertola las pesca y las despliega, las envía con su toque y ya cantan de otra manera, cantan en la frase.

En la tela de la lengua, Esteban Bertola organiza su fraseo. Las palabras están, pero hay que organizarlas, como decía el Santo. Y Bertola las organiza en traqueteo de frases. Las firma en la trama de mismísima tela: “Se hace de noche y salgo a deambular por el pozo de sombras, garúa, por supuesto, camino lento hasta que las púas en las rodillas me tararean el descangaye, me meto acá y allá.” Ninguna pequeña campaña de malicia podrá desanimar su lectura, podrá con ese descangaye. Convoy ya está apartada, de los lugares comunes del bosque de la lengua.

Y está lo político, no la política. Lo político en Convoy es un revulsivo. Convoy elude las trampas de lo mimético, no es novela de maestro ciruela, o predicador de lecciones, no fija consignas, ninguno de los personajes se comporta como “si tuviera decisión, como si la política le dictara sus palabras” (Milner), hay que escapar de lo social y la novela misma escapa de lo social, no es testimonio, es cuerpo en el lenguaje, acá nadie discute política, ese es el revulsivo, novela del fragmento como quien dice “política del fragmento”, foco en el detalle y en la voz, rechazo de las ideas generales, no es novela lírica, es voz en la emoción.

Bertola escribe en “El gallo del ojo [que] lo persigue con su quietud que todo lo abarca”, una prueba de que el infierno existe acá, en Convoy, por lo menos. Esteban Bertola conoce el secreto de los ruidos en viaje. Los escribe. Con el lenguaje que tiene a mano. Su novela tiene la claridad de su voz. Y con esa misma claridad introduce el infierno: pasa por el infierno: en una Bitácora, esta frase: “Quién dijo que el infierno no existe.” Habría que rastrear la palabra infierno en este libro, pero uno corre el riesgo de acercarse mucho. Creo que hay que dejar abiertos los callejones sin salida.


Esteban Bertola, Convoy, Editores Argentinos hnos, 2012.

12.5.12

Bancos gastados, por Javier Fernández Paupy





Julio, 2011.
Prefiero el turno tarde. La pedagogía para oprimidos y perezosos. En la escuela de Olivos hay varios repetidores. Son tres pibas de 13 años, dos pibes de 14, tres de 15, una chica y un chico de 16. En la escuela de Munro Oeste, no hay casi repetidores, son diecisiete pibes de entre 12 y 13 años.

Miércoles.
Un pibe de 13 años.
–¿Qué le dice un elefante a un hombre desnudo?
–No lo sé– contesto.
–¿Con esa trompita respirás?
Nos reímos.

11 de julio.
En la escuela de Olivos un pibe duerme profundamente durante las dos horas que dura la clase. Otro dibuja y juega con su teléfono celular. Los dos tienen 15 años. El resto de los estudiantes hace de a poco sus cosas.

Miércoles.
Una chica de 13 años me pregunta, cuando dicto la quinta pregunta de una guía de lectura sobre un cuento de Roberto Arlt –¿Qué relación hay entre el título del cuento “La pista de los dientes de oro” y su contenido?–, ¿por qué las preguntas que se hacen en la escuela sobre los cuentos son todas iguales? Su pregunta devuelve algo cierto. Otras preguntas que propongo sobre el cuento, sobre todo las de producción escrita, creo, son más originales.

Lunes 8.
–Bueno, ahora vamos a leer. ¿Cómo hacemos para leer?
–Con los ojos y con la boca.

Agosto.
Un diario del aula que cuente las historias de vida de cada chico. Me acuerdo mi propio caso. Cuando iba a la escuela me aburría muy seguido. Sentía que no me tomaba la vida tan en serio como el resto de mis compañeros. Me gustaba enredarme en juegos de palabras y adivinanzas.

Jueves.
Actividades durante la clase, de todo tipo, para que las personas expresen sus emociones sin miedo al rechazo. Palabras para todos. Para combatir todas esas áreas en las que la agresividad se expresa por sí sola.

Septiembre.
Escuela de Munro. Un chico está negado y no quiere escribir. ¿Qué importancia puede tener eso en su vida? Me dice la directora que el pibe vive solo con su madre y en la casa no le prestan mucha atención. Otro casi no escribe. Me dice la directora que ese tiene un hermano preso, drogadicto. ¿Por qué tendrían que querer escribir? Y ese otro, bajito, no leyó nunca en voz alta. Pero se porta bien. Viene uno y me dice que trabaja en un taller de herrería, que sabe soldar y cosas de esas. Para practicar textos expositivos pido que escriban instrucciones inútiles: ¿Cómo perder el tiempo?, ¿cómo dar lástima?, ¿cómo morderse el codo?, ¿cómo comer fideos sin cubiertos? La actividad no va mal.

Escuela de Olivos. Muchos estudiantes se quedan libres. Es normativa provincial que los chicos que se quedan libres sigan yendo a clases. 16 años, ya repitió dos o tres veces, está en el curso al lado de una piba de 12 años, parece no molestarle.

14 de septiembre.
Merlina tiene dibujada una esvástica en la mano.
Agustín hace semanas que no quiere hacer nada. Me dice que está cansado, que para mí es fácil porque yo ya sé los temas que doy, pero que él se aburre. Hacemos un dictado y es el único que no escribe nada. Más tarde, le saco una hoja en la que leo escrito con su temblorosa letra de imprenta: serra la cola Javier.

29 de septiembre.
En la escuela de Munro lo primero que digo al entrar es que en una clase de Lengua deberían estudiarse trabalenguas. Me hubiera gustado decir también que en clase de Lengua habría que recitar, escribir y memorizar chistes, o ejercitar la palabra mediante la escritura de anagramas y palíndromas. Pero esto último no lo digo. Pregunto si alguien sabe de qué cosas puede morir uno a causa de su lengua. Varios saben que si uno se traga la lengua es posible morir. Entonces hablo de la epilepsia y de las formas en que se puede evitar la muerte de un epiléptico agarrándole la lengua para que no se la trague. Algunos ya lo sabían. Leandro, Gabriel y Agustín están muy contentos con una especie de juego que consiste en hacer girar un banco en 180 grados sobre uno de los ejes de sus patas. Hacen bailar al banco. En algún momento se oye el ruido de un metal rompiéndose y parece que uno de los niños rompió el banco. Salen a explicárselo a la preceptora. Dicto fragmentos de Lata peinada, de Zelarayán. Me da la sensación que a los chicos les gusta. Sobre todo la parte que dice: “Al papagayo aquel se le trababa la lengua de decir macanas, pero las últimas señas del finado no eran macanas, ni tampoco las del trompeado aquel con cuatro muelas sueltas y mil palabras flotándole en la boca sin poder salir.” Mañana hay paro en repudio a la agresión contra el director de una escuela de Pergamino, al que un estudiante y su madre lastimaron. Al parecer, la madre con un palo, y su hijo, con un cuchillo “tipo Tramontina”.

Octubre.
Si algo entiendo o aprendo de mi tarea como maldito maestro de escuela es que hay que ejercitar la tolerancia y la paciencia. Tengo que matar al autoritario que llevo adentro. Borrarme de la cabeza esa idea que sugiere que hay que enseñar a respetar a la autoridad. Tengo que transmitir un fervor, una inteligencia, un interés, una habilidad. El respeto se gana, no se impone. No tengo que ejercer ninguna autoridad.

19 de octubre.
Los chicos escriben descripciones para después, con esa información, redactar adivinanzas. Merlina cuenta una: Tiene alas pero no vuela, tiene ojos pero no ve. ¿Qué es? Un caballo muerto con un plumero en el culo. Catriel tiene otro: Tiene tres patas, no escucha y no ve. ¿Quién es? Tu abuelo. En una de mis tizas, en una de color rojo, Leandro talló: Leito de Munro. Las ventanas del aula de la escuela de Munro que dan a la calle tienen rejas y hacen que esto parezca una jaula.

20 de octubre.
Nunca voy a olvidar que esta es una profesión horrible. Ingrata. Desgastante. Una lucha perdida. Estar al frente de un aula es una responsabilidad canallesca. Imposible y moral. Es necesaria una ética imposible para no ser un ruin vil necio incapaz.

21 de octubre.
Toda identidad puede ser contada, como un relato. La escuela pública es un lugar en el que se pierde la identidad. Se pasa de la racionalidad al insulto. Es una institución en la que los discursos estigmatizantes y peyorativos circulan. Es imposible negar la cuota de violencia verbal que circula en un aula escolar. Discursos que circulan por ahí. Creo importante poder hablar de eso. El maestro tiene la larga tarea por delante de convertirse en un contador de cuentos. Es necesario memorizar argumentos. La literatura es pródiga en relatos. El objetivo más agazapado de la escuela es callar a sus estudiantes, silenciarlos, volverlos inertes y manipulables. Ese objetivo es repudiable.

26 de octubre.
Cansado de este trabajo que resulta tan desgastante para mis nervios. No quiero mandar ni decir qué está bien ni qué está mal. Hacer que los chicos y las chicas escriban. Es mi única ilusión dentro de esta desilusión tan grande que es dar clases. Robarme los textos que consigo que los estudiantes escriban. Un consuelo. Hacer un taller de escritura sin que se den cuenta, entrar por la ventana, hacerlos escribir.

29 de octubre.
Cuánto guarangaje se necesita soportar para seguir adelante en este noble y ultrajado oficio de maldito maestro de escuela. Profesor de Lengua y Literatura, condenado de 30 años, a los gritos y con los dedos secos de tiza.

Noviembre.
Escuela nº 17 de Munro. Hoy jueves los estudiantes están nerviosos y hartos de estar acá enjaulados. La directora los dejó sin recreo. Cuando entro a la sala de profesores, la psicopedagoga está haciendo una pesquisa caligráfica. Compara las letras de dos estudiantes con la de un cartel que dice: EL QUE LEE ES PUTO. Parece que le pegaron el cartel a un estudiante en la espalda y le pidieron al profesor de Biología que lo lea. La sanción, dejarlos sin recreo, corre también para el profesor que tiene que soportarlos enardecidos. En este caso, yo. Confieso ante la psicopedagoga y la directora que días atrás propuse una actividad de escritura en torno a un diccionario de insultos e improperios que se llama Puto el que lee. Me miran con desconfianza. ¿Qué clase de actividad de escritura puede salir de ahí?

No tengo que olvidarme que este trabajo es un asco y que tengo que renunciar antes de volverme una persona horrible.

Los chicos están inquietos, juegan a romperse las biromes entre ellos. Muchos no pueden soltar ni por un segundo su teléfono celular. Clases como las de hoy son las que me hacen ver que este trabajo es un asco.

Escuela de Olivos. Reparten las computadoras. A mí también me dan una, firmo un papel que dice COMODATO. Y en el aula ya casi todos están con sus computadoras, se filman a sí mismos cantando canciones de Leo Mateolli. Pero no a todos les dan la computadora, a los que repiten o se quedaron libres no se las dan.

A las pocas semanas veo a una chica que está jugando con su netbook regalada, la Conectar Igualdad, juega al Mario Bros. En eso su Mario es mordido por un honguito. La chica se revira y le pega al teclado una piña. No le digo nada. Es su computadora. Si no la quiere cuidar, no seré yo el que le diga lo que tiene que hacer.

Al salir de la escuela voy por un colectivo de la línea 152 y me encuentro con un pibe que había sido estudiante en un curso que di en el 2009. El pibe me caía muy bien, lo recuerdo perfectamente, era un poco inadaptado, en la clase –Escuela Media Nº 6 de Vicente López– sus compañeros lo trataban de raro. El pibe sabía alemán y siempre llevaba un diccionario en la mochila. Cuando terminaba el horario de clases se iba a charlar con los conductores de colectivos que pasaban por la avenida Maipú. Me decía que era amigo de muchos de ellos y que conocía casi todos los ramales que pasan por la avenida. Se subía a uno, conversaba con el chofer, iba hasta el final del recorrido y después volvía. Me decía que le gustaba ese mundo. Cuando salgo de la escuela de Olivos para tomarme el 152 lo encuentro, no recuerdo su nombre, con la campera de la línea 152, conversando con un compañero de trabajo, también uniformado de chofer. Y es una alegría verlo. ¡Eh!, le digo, ¿qué hacés?, finalmente entraste a trabajar con los colectivos, qué bueno. Y el pibe me reconoce y se le dibuja una sonrisa en el acto y me pregunta qué estoy haciendo y si sigo dando clases y yo le digo que sigo dando clases pero que cada vez me gusta menos como trabajo y que preferiría estar por ahí, solo en los bares, embarrando papeles. Nos reímos y me subo al 152 y de alguna manera verlo al pibe me alegra el resto de la tarde.

Abro el portafolio de mis días de maldito maestro de escuela y no olvido que no me gusta trabajar de sicario de la libertad o barómetro de nadie.

El último día de clases del 2011 en la escuela de Munro ya no hay ganas de hacer nada, cuando propongo un cadáver exquisito. No conocen el método. Lo explico y hacemos uno.

Se violan las reglas del juego
Si te enamorás dos veces el segundo amor es verdadero
Me costará olvidarlos
Mano de chorizo
Brazo de chorizo
Un día me encontré con vos
Chorizo
Finales sin fin


Me parece que los versos sobre el chorizo giran en torno a Mayra, una piba que tiene un problema de malformación en el brazo derecho y a falta de mano y dedos tiene un muñón. No digo nada. Pero no leo el cadáver exquisito en voz alta. Y con eso despido a la escuela nº 17 de Munro, sucia, indiferente escuela de mis días de maldito maestro.

1.5.12

VIENTO AGRIO (Fragmento 2), por Luis Thonis





El indio fue siempre un problema irresoluble para los cristianos desde los tiempos de la Colonia. Y la presencia del hombre blanco una maldición para los aborígenes. Estos dos mundos, al principio incompatibles, llegaron en ciertos períodos a coexistir. Leí sobre ellos en los cronistas de Indias y los Archivos de la Nación. Reaparece, cada vez más indómito, a través de las generaciones. Desde su llegada, el caballar se multiplicó vertiginosamente en la llanura de Buenos Aires.
Antes de iniciado el siglo dieciocho, el padre Falkner cuenta que él y los cuatro indios que lo acompañaban apenas pudieron salvarse de ser arrollados por miles de baguales que pasaron sin interrupción ante él durante tres horas. El sur de Mendoza y la región que media entre Santiago del Estero y los valles andinos fueron exploradas por primera vez por orden de Pedro de Valdivia, conquistador de Arauco, a mediados de mil quinientos.
Se quería fundar un puerto sobre la zona patagónica, pero fue imposible porque hubo ataques de los araucanos que se sentían invadidos. Se creía que el río Diamante se encontraba con el Negro y se buscaba el paso a través de canoas. Los expedicionarios desembocaron en plena pampa. Ahí la leyenda se mezcla con la historia. Se fundó un poblado que al parecer fue el que dio lugar a la Ciudad de los Césares cuyas ruinas perdidas luego serán objeto de una fantasía que irá creciendo con el tiempo. Se decía que tal era la riqueza que sus habitantes tenían en sus casas asientos de oro, sus templos estaban hechos de plata maciza y las ollas, cuchillos y rejas de arado de este mismo metal. Próximo a esta ciudad, se situaba la región misteriosa de Nahuel Huapí –voz araucana que significa Isla del Tigre– a la que llegó el padre Mascardi, célebre misionero cuyas obras de fe antes del siglo dieciocho llevó a los Puelches, enseñándoles a no emborracharse y a rezar.
Los intentos de evangelización fracasaron y algunos misioneros fueron recibidos, escuchados para ser luego muertos por chicha, una bebida preparada con veneno. Otros como los padres Manuel de Hoyo y José Elguea murieron a bola perdida y a flecha. Se buscaba el camino que pudiera pasar de una a otra falda de los Andes, camino que indios y misioneros llamaban de Bariloche.
El proceso colonizador, con la ocupación española en Chile, propició el cruce de araucanos y tehuelches de Neuquén a la Pampa hacia 1720. Eran cazadores de un tipo superior y fueron abandonando la del avestruz y del guanaco. En las nuevas tierras no podían practicar la agricultura y concibieron un sistema económico basado en el pillaje mediante arreos y rastrilladas. Caballos y vacas eran transportados a Chile a cambio de libras esterlinas, armas, alcohol y tabaco. Eso prosperó. En su última etapa eran una verdadera confederación con sus caciques. La Pampa india llegó a tener 20.000 almas que en su mayor parte conducían capitanejos que comandaba Cafulcurá desde su reducto de Salinas Grandes.
Antes de su ocaso, los pampas llevaban una vida parasitaria que dependía del robo a los estancieros bonaerenses. En las mejores épocas los malones tomaron hasta 300.000 cabezas de las estancias que luego trasladaban por el “Camino de los Chilenos” que atravesaba la Pampa central hasta el río Colorado hasta los pasos cordilleranos neuquinos. En la pampa tampoco estuvieron ausentes delirios como la de un francés lunático que hacia 1860 se hizo proclamar Aurelio I, rey de la Araucania, tal vez imitando a Maximiliano I que fue emperador de México. Los indios venían desde Tandil, Sierra de la Ventana, en noches de luna elegida para tomar el botín y realizar una primera etapa de amanse. El padre Falkner dice que sus correrías se extendían hacia los montes de Tuyú, con los tigres guarecidos en las proximidades del mar, en busca del pescado en lagunas de la zona. Los efectos crudos del malón me afectaban por las casas saqueadas o entregadas a las llamas y el luto que llevaban sus víctimas. Nunca olvidé el rostro del colono inglés que salió a ver sus ovejas durante la niebla de noviembre y fue cobardemente atacado. Ese incidente figura en el parte del nuevo comandante que apresó a Camuñil, el más amistoso de los jefes indios.
Cuando vino su enviado a buscar las raciones mensuales, arrestó a los indios y les cortó una oreja a los caballos: era el modo de convertirlos en caballos patrios.
Él sospechaba que eran los indios de ese cacique aliado quienes robaban ganado y caballos, vulnerando los tratados. Después de esos hechos, fue a sorprender al cacique a su guarida, donde reconoció los elementos robados y lo capturó con su familia.
Los indios no pudieron soportar ese trato con su jefe en sus narices y atacaron. Esta vez no estaban lejos y cayeron cuarenta, según el parte, bajo el fuego de los fusiles.
Algunos afirman que fueron más y que los soldados violaron a sus mujeres ante la indiferencia de su jefe. Casi todos decían que fue un grave error del gobierno canjear a Camuñil por cristianos cautivos. Era espantoso el destino que esperaba a los capturados. Los indios gustaban de las jóvenes mujeres blancas. Algunas preferían el martirio y la muerte a entregarse a alguien que les repugnaba. Las raptadas chiñoras bonitas, así las llamaban, eran codiciados objetos sexuales y a través de ellas adquirían ciertos hábitos de la civilización. Algunos jefes que las tomaron como esposas dormían en camas, despertando los celos de las indias que veces las asesinaban. Pero las cautivas no lograron suavizar sus costumbres guerreras. Los malones dejaban a los pueblos convertidos en pavesas, asesinando mujeres, niños y viejos como lo testimonian con abundancia los poetas gauchos.
La poesía de Hilario Ascasubi está hecha de esos incidentes, particularmente el Santos Vega, inmensa obra llena de tropiezos de métrica pero insustituible en su género. Me sabía de memoria estos versos de realismo más crudo: “Pero al invadir la indiada/ se siente, porque a la fija/ del campo la sabandija/ juye adelante asustada/ y envueltos en la manguiada / vienen perros cimarrones/ zorros, avestruces, liones/ gamas, liebres y venaos/ y cruzan atribulados/ por entre las poblaciones.
Había que estar atentos para rechazarlos, cuando tomaban la iniciativa eran implacables: “Pero, cuando vencedores /salen ellos de la empresa/ los pueblos hechos pavesa/ dejan entre otros horrores/ y no entienden de clamores/ porque ciegos atropellan/ y así forzan y degüellan/ niños, ancianos y mozos;/ pues como tigres rabiosos/ en ferocidá descuellan.
El placer de la lectura acompañó toda mi vida. Tuve la suerte de aprender por oficios de mi madre inglés y francés de niño. Seleccionaba mis autores de cabecera. Siempre frecuenté los versos de Ascasubi. Mi padre lo trató: también fue soldado del general Lamadrid y conoció al general Alvarez de Arenales. Lo consideraba un ser único, un criollo excéntrico. Fui coleccionando las anécdotas que me contó y la lectura de sus obras se mezclaron en mi admiración que con el tiempo se fue contaminado de objeciones políticas: no porque fuera partidario de Mitre en un país polarizado sino porque su fidelidad a veces me parecía ceguera. Tal vez cierto tacto, percepción o hábito político heredado de mi padre y moldeado por mi madre me hacían ver las cosas más allá de mi nariz: no siempre el porvenir era un cielo abierto, había muchos espejismos que no era posible allanar con eufemismos o incluso los mejores versos.
Lo que puedo llamar mis ideas las guardaba para mí porque advertí que eran un lance desagradable para mis amigos. No tenía tiempo ni recursos retóricos o demagógicos para exponerlas y cada vez que lo intenté me trataron de loco para no calificarme de desleal. A otros mis objeciones les sonaban a caprichos y melindres.
En Pavón, que consolidaría la hegemonía de Buenos Aires sobre las provincias reteniendo la Aduana, hice mi primer bautismo de fuego junto a tropas extranjeras reclutadas por el poeta gaucho. Ese combate me concernía como algo de personal: era la posibilidad de vengar a mi padre, anhelaba llegar a vérmelas mano a mano con Urquiza y degollarlo echándole la cabeza para atrás para descabezarlo sin dolor y limpiamente. Lo digo porque hay algunos degollaban con el cuchillo mellado, comenzaban y paraban, disfrutando en demasía del pellejo del prójimo. Mi padre me contó una vez que un rey inglés hizo traer un especialista de España, creo, para que decapitara su mujer sin que sufriera.
Yo hacía mis primeras armas y odiaba a Urquiza cuando en tiempos de Caseros los diarios porteños lo llamaban el Libertador, poniéndolo a la altura de San Martín: era algo personal. Después de la saboteada jura en San Nicolás comenzaron su trabajo de demolición donde fue considerado peor que el mismo Rosas. Lo amaban antes a pesar de que había asesinado a mi padre en India Muerta. Lo odiaban ahora porque la Aduana era nuestra, tenía que ser nuestra, por qué compartirla con la inculta confederación, no teníamos la culpa, decían algunos, que Dios nos haya bendecido con el puerto. Sentí una rara sensación, como si me hubieran despojado de algo que yo vivía clandestinamente cuando su estrella brillaba en el firmamento porteño. Nunca olvidé, como la amnésica Buenos Aires, que había sido uno de los hombres más fuertes y crueles de la tiranía depuesta, el vencedor de Pago Largo, Vences, Laguna Larga, además de India Muerta. Ahora esto se añadía a su hora más gloriosa. Rosas había huido como rata y el entrerriano aparecía con un dios. Me resultaba atroz que se vivara su nombre, de modo que el giro súbito de los hechos confirmó mi juicio pero con una inmensa decepción política.
Mi padre había sido enviado por Lavalle a una misión en Montevideo, que estuvo sitiado nueve años por las tropas de Rosas Se encontró con un ejército pobre y diezmado, mal vestido, sin armamento pero vio a los orientales decididos a vender cara su vida: a formar muchachos, que al que le toque macho este día se haga delgao y a lo hecho pecho: sacrificarse por la Patria, que la vida no es para negocio, los alentaba el general Fructuoso Rivera. Mi padre era un unitario fervoroso, creía en sus ideales sin vacilar. Mi madre lo presentaba como un hombre temerario, de excesivo arrojo y valor. La batalla de Arroyo Grande en 1842, había destrozado lo mejor del ejército colorado y lo obligó a retirarse a Montevideo.
Rivera decidió romper el sitio y mi padre se sumó para combatir a Oribe y Urquiza porque era hacerlo contra Rosas. Las tropas se pusieron en movimiento para combatir en el arroyo de India Muerta en marzo de 1845, cuando yo tenía dos años. Las condiciones materiales de las fuerzas de Rivera eran todavía peores que en la batalla anterior. Por más que el arrojo y el entusiasmo caracterizaran a los orientales fue imposible vencer las divisiones entrerrianas, la mayor fuerza existente en el país.
La derrota fue tan total que la batalla duró apenas más de una hora, dejando el saldo de más de mil muertos y unos quinientos heridos en el ejército colorado. Urquiza no sólo hizo degollar a los prisioneros –y hay que imaginar las escenas de hacerlo con cientos– sino que escribió en un papel la frase que hizo colgar en un mangrullo y que le ganó negra fama: "El que entierre uno de estos será degollado.
Maldito seas, guachito reyezuelo de gualeguaichito, violador de doncellas, me repetía. Lo imaginaba como un pelele al servicio de un amo supremo y disfrutando de su servidumbre en medio de una inmensa fortuna y multiplicando la paternidad irresponsable en América. Igualmente no podía considerarlo un monstruo. Un mundo donde todos son caníbales semeja una civilización.
Disfrutaba a rabiar de los panfletos de Ascasubi que, después de celebrarlo hasta la fatiga, lo ponía por el suelo desde sus diferencias con Mitre: luego del levantamiento del 11 de septiembre en Buenos Aires que desconoció el Acuerdo de San Nicolás –la constitución votada en 1853 por las provincias que nacionalizaba la Aduana y el comercio exterior– de Libertador pasó a ser el representante de la “República de Gualeguaicito” para Don Hilario que me enseñó a burlarme de mí, un Hamlet de las pampas, esperando el momento de degollar al degollador.
No dejaríamos que nos gobierne un chino, un japonés o un provinciano, era la consigna en boca de Carlos Tejedor que nunca salió de la ciudad portuaria. Buenos Aires, forzando la lectura del texto, incluso leyéndolo al revés, pensaba que en el Acuerdo de San Nicolás investía a Urquiza con las facultades extraordinarias que se había combatido en Rosas, algunas de las cuales Buenos Aires utilizó luego de Pavón para imponer la constitución de 1860, hecha a su medida.
Nuestra historia desde Mayo consiste en gran parte en el pasaje de dichas facultades de un caudillo a otro y que habían sido expresamente prohibidas por la constitución que al ser vulnerada en este aspecto es un papelito extraviado en una nube de arena.
Lejos de festejarse a viva voz la libertad, Buenos Aires, luego de Caseros sufrió una escalada de terror. No obstante la mediación que intentó Mansilla padre con ayuda de funcionarios extranjeros, Urquiza entró con sus tropas a la ciudad sin tomar precauciones, como si fuera su casa, olvidando que en él residía su protección. Buenos Aires en esos días se volvió una tierra de nadie donde los soldados del ejército aliado y los federales rosistas dispersos parecieron ponerse de acuerdo para saquear los negocios y casas de familia, tomado por botín todo lo que encontraban a mano, matando y violando mujeres entre risotadas.
Mi tío con sus ojos legañosos que se acentuaban cuando se refería a estos temas fue uno de los que se defendió a balazos. Eran hábitos que venían de la reciente época de violencia descarnada que parecía renovarse ahora sin ninguna contención. La prometida paz tras la caída del tirano se revelaba ilusoria. Cuando las tropas no satisfechas con la sed de saqueo quisieron pasar a mayores y apuntaban a las casas más suntuosas, Urquiza dijo basta y envió cuatro batallones que fusilaron a los vándalos que encontraban al paso. Fue un mal augurio. Buenos Aires nunca había pasado por un espectáculo tan terrorífico que la historia ha depositado en el olvido porque no honra a ninguno de los bandos en pugna.
Tampoco se vio nada semejante a la entrada triunfal del ejército aliado por la calle del Perú, hoy Florida, el 20 de febrero que iba desde Palermo hasta el Retiro. Apareció Urquiza ante azoteas y ventanas adornadas con banderas de diversas naciones. Se tomó como una ofensa gratuita que montara el estupendo caballo de Rosas, con poncho, sombrero de copa alta y distintivo punzó a la cabeza de la infantería y la artillería de las mejores legiones que había en el país. A menudo en la política el lobo se disfraza de oveja para que el pueblo se deje comer pero Urquiza apareció disfrazado de lobo cuando había decidido dejar de serlo.
Después del saqueo sufrido, la ciudad contemplaba atónita algo jamás visto: el desfile de las tropas aliadas, donde había legiones garibaldinas y banderas extranjeras. Los ingleses fueron a rendir sus armas en la plaza desde entonces llamada de la Victoria. Algunas víctimas de Vences le gritaban asesino y me sumé a ellas. Alguien resoplaba de satisfacción bajo su bigote pero por el rabillo del ojo miraba aquí y allá esperando una respuesta a preguntas que nunca me había hecho.
Era Miguel, de ilustre apellido, estudiante de derecho, poeta del montón y militante alsinista, que dejaba todo a medio camino siendo un niño mimado del Club del Progreso que con voz de barítono cantaba las arias que se representaban en el Colón, acompañado en piano por la más bonita de sus primas.
Era amado por las mujeres: estoy hecho para vivir intensamente noche y día, me decía al invitarme a fiestas. En esa intensidad vislumbré el spleen que luego reconocí en mi estadía en Francia, propio de los que se aburren de tenerlo todo. A la primera que fui conocí a la que seis meses después sería mi mujer, fue un flechazo inmediato: no naciste para dandy, se burlaba Miguelito. “Las amo a todas, cada una es un mundo”, aseguraba con brío. Convinimos que las mujeres, la poesía y la guerra tenían algo en común: piden todo, son despóticas cada una a su manera. Ahí terminaba su éxito social. Si las tropas de Urquiza se volvieran otra vez rosistas y lo mataran a machetazos, aparte de muchas lágrimas femeninas, el hecho pasaría tan desapercibido en Buenos Aires como el montonero, un pobre diablo que tuvo que fusilar años después luego del tratado de La Banderita donde trashumaban como paileros con trabucos desvencijados.
El Chacho depuso las armas pero su protegido Felipe Varela había hecho su proclama contra la guerra del Paraguay y alienando tropas contra el Gobierno Nacional, la cosa seguía como guerra de policía en los llanos riojanos. Le enviaron a este hombre al que debía fusilar por traidor a la patria y al que se acusaba de un crimen.
Trató de eludir el tema cuando el hombre dijo que riojanos y catamarqueños querían la paz con el Paraguay porque el autor de la constitución, el famoso poeta Olegario Andrade y entre otros su propio jefe, Alsina, se oponían sin reservas a esta guerra. Era más idiota que injusto fusilar a este paisano que ni sabía qué era el ferrocarril y del que no conocía el nombre. Mi amigo se maldijo por estar en ese lugar, luego de haber pasado dos años en el Paraguay, viendo montañas de muertos acumularse bajo los esteros. Le quedaba el supuesto crimen que había cometido. Para colmo, tenía noticias que el legendario Santos Guayama, el hombre que murió nueve veces, que pasó de ser un bandolero que robaba para los pobres a convertirse en uno de los lugartenientes del Chacho, viendo que toda resistencia era inútil había liberado a los presos porteños, esperando tranquilamente el final. Se alivió de que el hombre no supiera nada de derecho, ni entendiera los párrafos de la proclama de Varela en 1866 sobre la absorción de las rentas por la Aduana que contradecía la constitución: no deja de ser curioso que la última montonera se alzara en nombre del programa de Alberdi, algo que los historiadores de uno y otro bando pasan por alto. Sería su último grito. El hombre asintió cuando Miguel le contó pestes de la jactancia de los brasileros y sus tácticas absurdas a la que debíamos miles de muertos. Usted no sabe –Miguel lo miraba a los ojos– lo que fue Curupaytí, lo que es ver a hombres de medio cuerpo, impactados por los obuses, arrastrarse entre los abatíes y sin que uno no pueda hacer nada. Murieron casi todos los nuestros. Era el momento propicio para que Miguel le espetara la filípica que tenía preparada: que el país estaba en guerra y era un traidor a la patria a la que clavaba un puñal por la espalda. No dijo nada. Los dos hicieron un largo silencio, inmóviles y graves como si las víctimas pidieran una tregua para que el viento barriera las lágrimas propias, ajenas y de nadie. El gobernador de La Rioja ahora era porteño, había introducido retretes y faroles, pero reclutaba gente a boleadora limpia para cumplir la cuota de la leva que exigía el Gobierno Nacional para defender a la patria contra “el bárbaro tirano López que nos declaró la guerra”. Pelear entre nosotros está bien, es lo de siempre, pensaban los paisanos, que se resistían a ser enganchados para una guerra que no entendían. El pueblo estaba iluminado pero desierto, abandonado por los hombres que escapaban a los montes alimentándose de charqui y patay. Se convenció de su inocencia en cuanto al crimen que se le achacaba y se asombró que con tono infantil le preguntara si era cierto lo que se decía de esa mole de hierro trepidante que surcaba sendas de metal y que echaba humo y fuego. Es el progreso, empieza otro mundo, que no es el suyo ni el del Chacho, le dijo, pero tampoco el mío, el de Urquiza ni siquiera el de Mitre, los que vienen ahora sólo quieren enriquecerse. Tampoco sabía qué eran esos hilos de aceros que transmitían mensajes que ellos tardaban semanas y hasta meses en conocer. ¿Y eso será para bien del país, señor? –el condenado quería irse de sus pagos con una última esperanza aunque estuviera en manos del enemigo. Sí, le respondió mi amigo, esforzándose para resultarle contundente, para las próximas generaciones, y experimentó el sabor de la inutilidad del odio donde la sangre llamaba a la sangre. Y tuvo que ponerlo contra la greda, oyendo la descarga que apagaba un mundo viejo como un candil, sabiendo que no olvidaría esa mirada que lo atormentaría en sueños como un moscardón implacable a través de un hilo de agua que hilaba entre las toscas.
Estoy hasta el moño de esta guerra que no es guerra –me diría al terminar su relato, con la piel ampollada y los pómulos escocidos. Ya no escribía poesía, había perdido su encanto juvenil, una segunda piel había dejado atrás su noches de clubman y no me atreví a contarle la mía como si se tratara de una falta de tacto y fuera un intruso en mi propia historia, la de alguien que salvó apenas el pellejo en Cepeda y no supo cómo venció en Pavón, y en el desierto, cuando un limo pegajoso descendía de la opacidad láctea del invierno, parecía no haber peleado ninguna.

22.4.12

VIENTO AGRIO (Fragmento), por Luis Thonis






Regresábamos cansados al puesto fronterizo y los caballos resoplaban como presintiendo el reposo. Sobre la llanura que caía sin que ninguna luz se cuajara entre las lejanías de orlas doradas, escuchábamos los cascos de los animales sobre la rojiza superficie.
Había hecho crónicas en la guerra contra el indio y, luego de mi ascenso, ésta era la primera partida que conducía. Habíamos tenido encuentros esporádicos.
Los indios eran muy rápidos y ágiles y parecían conocer cada uno de los movimientos que planeaba. Por tres veces sucesivamente fracasamos en la persecución trotando y al galope. No me atrevía a mandar el informe porque habría hecho el ridículo. No había podido entrar en batalla y a esta altura prefería una derrota concreta que a este fatigoso juego de escondidas.
Esperábamos el día en que podría darse un combate decisivo y para eso habría que ir hasta los toldos.
Con voces duras y cascadas, nos habían prometido novedosos juguetes de fuego pero aunque nuestras armas funcionaran bien era imposible acertarles. Al principio, cuando entre muchas correrías, alguno caía, lamentaba que no pudiésemos darle buen entierro, había que seguir la huida en la polvareda. Colocar una cruz sobre un cuerpo exánime, he ahí una avanzada de la civilización. La primera vez que vi un indio muerto estuve a punto de detenerme. Me advirtieron que podía ser una trampa, que a veces colocaban muertos como cebos. Tenía el hábito del eufemismo. Cuando caían sus cuerpos eran una ofrenda a los chacales y a las sabandijas. Matarlos en frío: esa imagen me resultaba odiosa y por suerte nunca me había tenido por autor. Es en la guerra donde uno más actúa por imitación. Yo mismo imité ese día el tipo de persecución que hacíamos a las montoneras. No era lo mismo. Ellos atacaban postas y ranchos y se los tragaba la tierra. La velocidad de sus movimientos me hizo pensar que nuestras guerras civiles tenían protagonistas perezosos. Era comandante y todavía no había capturado a uno. Supe de cosas aberrantes como el del oficial que permitió que algunos escaparan para tener un pretexto de hacer fuego sobre ellos.
Yo entré a una toldería vacía, luego de embarcarme en botes y siguiendo el curso del agua. Había muchos obstáculos y tuvimos que dejar las embarcaciones.
Hubo que cruzar el bañado con el agua a la cintura. Nunca olvido el momento en que en pleno desierto tuve que romper el hielo con la culata de mi arma. Nuestros gauchos, bajando sus tercerolas, autorizados por el comandante esa vez, se aproximaron a las indias que se habían quedado sin sus hombres. Algunos amagaron violarlas y los amenacé con clavarles mi cuchilla. No quise acercarme a ninguna. Ellas esperaban no sé qué, con mirada amarga, sin desesperación, tal vez porque estaban endurecidas por la helada, temblando de frío y de miedo.
Se aferraban a sus pequeños y pensé en mi mujer: pronto iba a ser padre yo también. Pensé también en mi padre, que era coronel, pasado a cuchillo por Urquiza en el feroz combate de India muerta. Decían que mi padre, mi chao en araucano, había sido un héroe y me sentí indigno de él. Algo que sumó vergüenza al ver combatir a mujeres indias con un tesón sin igual.
Aprendí pronto que para combatirlos necesitábamos hombres livianos y con poco equipaje. No bastaban la abnegación y el espíritu de sacrificio.
Nuestros caballos tenían que soportar el peso de la montura, las municiones, las ropas y las provisiones.
El caballo argentino tiene una resistencia sorprendente. Se hizo desconociendo el forraje, el maíz y la cebada, alimentándose de pastos raquíticos en invierno y padeciendo los tábanos en el verano. Sus crines estaban siempre alzadas como exigiendo que cada soldado debía tener su propio animal.
La buena voluntad de Alsina nos apabullaba con esas cacerolas de hierro, utilizadas como armaduras, que los favorecían en las escaramuzas. Alsina, un hombre de postillones coraceros. Hasta 1875 como lo dice en su mensaje al Congreso había condenado las expediciones contra los indios por considerarlas repugnantes para la civilización. Poco a poco fueron muriendo sus ilusiones de un tratado a medida que los Catriel lo iban engañando y dejándolo en ridículo ante una opinión pública cada vez más hostil ante los malones. El año 1887 echó por tierra todas sus teorías e ilusiones. Los horrores se multiplicaron y el resto lo hicieron la angustia y el pánico.
Cierta vez un sargento y varios soldados perecieron ahogados, ayudados por el peso de sus armas y correajes en un arroyo, por su ceguera en querer perseguirlos a toda costa.
Hay una imagen que recurre en mi memoria: la del viento agrio en mi rostro y un sol que incendia los campos, raja la piel mientras una profecía escuchada en un sueño golpea mis oídos mientras los indios sacan el mayor provecho de los corredores que hay entre fortín y fortín.
Cuando uno hacía una travesía de catorce leguas sin agua creía habitar un infierno de fuego como un toro adornado de cactus que inicia su marcha al matadero.
Ellos andaban casi desnudos y eran capaces de ayunar durante días. Sus caballos doblaban a los nuestros en pericia y agilidad.
Vivían más para el caballo que para ellos mismos y hasta le evitaban el peso de la lanza que acostumbraban llevar arrastrando como un rebenque. ¿Quién diría que la prole de las célebres siete vacas, las primeras, dicen, que trajo consigo Garay causarían semejantes disputas? Si se multiplicaron con abundancia fue porque los indios al principio prefirieron la carne de caballo: así se produjo el aumento del vacuno.
Los indios siempre resultaban mucho más numerosos de lo que uno calculaba.
En sus creencias, el Gualicho, invisible e indivisible estaba en todas partes obrando para el mal del prójimo. Le atribuían el fracaso de un malón, las enfermedades y la muerte. A veces para ahuyentarlo se armaban de lanzas, macanas, bolas y entre gritos de combate atacaban al enemigo invisible, tajeando el aire para que no se entrometa en los toldos. En el malón se diría que estaban bajo su dominio por sus acciones despiadadas. Y la mayoría de las veces nos quedábamos con las manos vacías al querer atraparlos como si nosotros también combatiésemos un enemigo fantasmal. En su novela, Mansilla se apiada de la vieja que dicen está engualichada: creen que entra por un agujero corporal que se cierra en las viejas y las viudas y las matan para conjurar el espíritu maligno. La muerte de un indio o de un caballo puede ser causa de acusación. En cada toldería tienen un adivino y lo llevan cuando se van de malón. Mediante ciertos ritos el adivino mediante cantos respondidos por todos convoca al gualicho y lo introduce en su cuerpo, se retuerce hasta pegar un grito de ultratumba y el gualicho les habla a través de su voz y luego le obsequian un huevo de avestruz, agua, tabaco y lo despiden entre gritos como si lo hubieran apaciguado. Sus formas de curar se parecen a las sangrías, cataplasmas y ventosas que nos aplicaron de chicos. El canto siempre acompaña a las curaciones: la médica chupa la parte herida y la escupe entre resonantes cascabeles hasta que luego de chuparla escupe la parte enferma. Por mucho tiempo la lucha fue desigual, en otoño o primavera ellos irrumpían contra unos pocos pobladores llevándose el yeguarizo. Atacaban las diligencias dejando cadáveres: para ellos los cristianos eran enemigos, no importara sin fuera un cura, una gringa o una niña. Mi poeta favorito, Ascasubi, los describe como verdaderos demonios, y no era dado a fantasías gratuitas. Ante ellos, no valían las reglas de la guerra clásica. Antes del comienzo de la era cristiana, César inventó la guerra de trincheras, acentuando la participación del soldado y explotando todas sus capacidades. Con la disposición de las piezas ya tenía ganada la mitad de la batalla.
Los indios no atacaban como rectas legiones galesas. Eran imprevisibles. Los soldados estaban preparados para el tipo de combate de nuestras guerras civiles y se desmoralizaban ante un enemigo que estaba en todas partes y en ninguna, desde los secos cañadones a los médanos.
El indio hacía a la tristeza del paisaje. Su presencia inminente ante la próxima posta llevaba a los pasajeros a rogar al mayoral que suprimiera los toques de clarín para no despertar a los duendes de la pampa. En los pensamientos, en la imaginación, en las ensoñaciones aparecía la imagen –hecha a la medida de cada uno, de su valor o temor– del indio bravío y feroz, ávido de sangre y de botín, que podía aparecerse en cada piedra del desierto, en cada árbol y en cada loma. Y esa premonición a menudo se realizaba: no había cristiano sobreviviente que hubiera ido por los caminos del Sur que no tuviera una anécdota que podía transitar del suspenso al horror y al milagro de haberse salvado.
Era irritante que no se manejaran con algún plan o táctica: al valor sumaban intuición y no sé qué locura desmedida poseía hasta el indio más calmo cuando salían de malón. Eso no los enceguecía, sus habilidades se agudizaban en contacto con el peligro. El camino del Norte era apodado el de los débiles. El del Sur, por ejemplo, el de Rosario a Mendoza, era transitado con hombres armados y las mujeres con un rosario en la mano. Hoy el ferrocarril que lo recorre ante un paisaje diáfano y tierras sembradas parece expulsar esa época de amenaza y cautividad a la irrealidad de cuentos de aparecidos.
Habría que estar en 1867 en el Congreso donde el 25 de agosto se dictó la Ley de la Conquista del desierto y la ocupación de Río Negro, luego de la exposición del senador Oroño que respondía al clamor de millares de víctimas: se refirió a la continua violación de los tratados y la destrucción de las poblaciones fronterizas y que ese era el único recurso para que desapareciera ese “espantoso estado de cosas”. Hay que recordar ese día y esa ley, que se implementó doce años después. No fue un capricho de Avellaneda, ni de su ministro Roca.
Oroño era un hombre íntegro y estuvo entre los primeros que pensó que las fronteras debían extenderse más allá de Rio Negro. No estuvo a favor de la guerra que se desarrollaba en esos momentos contra el Paraguay, que Alberdi consideró el un resultado del centralismo porteño y llamó guerra de la Triple Infamia. Oroño era oriundo de Coronda, Santa Fé, pero estuvo en la batalla de Caseros junto a las tropas entrerrianas de López Jordán. Cuando fue gobernador de Santa Fe sancionó la primera ley del matrimonio civil en el país y casi lo linchan por promover la ley del divorcio en su provincia. La guerra del Paraguay fue un capricho porteño, pero lo que planteaba Oroño a partir de Alsina iría adquiriendo un sentido popular y colectivo. Entonces el indio pampa no era el buen salvaje idealizado por los salones franceses sino autores materiales de robo, cautiverio, y crímenes organizados en una Confederación que tenía su diplomacia, sus embajadores. Hubo indios que practicaron el canibalismo, pero los araucanos, en sus parlamentos, desplegaban una retórica que entre la monotonía de sus reiteraciones iba desplegando un lujo de galas que nada tenían que envidiarle nuestros oradores.
La llamada “angustia del desierto” hizo que un famoso coronel encaneciera en tres meses ante esa guerra sin laureles, que a pocos seducía: las guerras civiles concentraron por mucho tiempo las pasiones y ellos se organizaron como una federación. Fueron necesarias muchas fechorías, que sembraran el terror pánico, para que la pólvora les devolviera cada golpe multiplicado por mil.
No pocas veces los gauchos torturados por la sed y ensangrentados por nubes de sabandija, estuvieron a punto de comerse los propios caballos. Mientras los indios hicieran de las suyas, el país no tendría el control de sus fronteras y el contrabando con Chile continuaría. Si la cosa seguía así perderíamos grandes extensiones de territorios y terminaríamos apretujados en Buenos Aires en cuyas afueras dominaban.

14.4.12

¿Te ríes, tío? Ay de la risa... –En honor a un humorista, por Perla Sneh




May Christ have mercy on your soul/for making such a joke
amid these hearts that burn like coal/and the flesh that rose like smoke.

Leonard Cohen



Conviene hacer un poco de historia: Hubo en el Ghetto de Varsovia un hombre llamado Abraham Rubinztajn [Pronúnciese: “Rubinshtein”]. Algo en él, cuenta N. Nudelman (Gelejter durj trern / “Risas entre lágrimas”, Bs. As., 1947), obligaba a reír a los atormentados judíos allí encerrados. Enormemente popular -quizás estaba loco, quizás no- Rubinztajn corporizaba el amargo humor del ghetto. Al ver pasar el carro con los muertos, gritaba: Recuerden, compañeros muertos, después de la calle Smotcha, el camino va cuesta abajo. ¡Sujétense fuerte!... Solía instalarse frente a algún negocio a gritar ¡Abajo Hitler! y no había modo de callarlo hasta que recibía algo de comer. Cierta vez, se corrió la voz de que había muerto, el ghetto entero derramó por él lágrimas ardientes. Reapareció a los pocos días y agradeció a todos, uno por uno, por haber asistido a su entierro. Los cronistas lo recuerdan correteando, con su extraña alegría a cuestas, acosando a los transeúntes, vociferando chistes y refranes. Pero, de pronto, se acercaba a alguno de los que reían y le murmuraba al oído: ¿Te ríes, tío? Ay de la risa....

Rubinztjan no fue una excepción: en todos los ghettos hubo lo que Rajel Auerbach (“Der Umkum Drame” [El drama de la aniquilación], Rev. Di Góldene Keit, Nº 4, 1949) llamó un marshelik fun umkum, un bufón de la matanza. Rojl Pupko (“Ein ior árbet in YIVO únter di daitchn” [Un año de trabajo en el IWO bajo los alemanes”], citado por N. Blumenthal, en Bleter far gueshijte – Ídisher Histórisher Institut [“Hojas de historia – Publicación del Instituto Histórico Judío”] Tomo I, Cuad. 3-4; Varsovia, Agosto-Diciembre 1948.) cuenta sobre un sastre en Vilna obligado a trabajar para los nazis quien, al medirles un traje nuevo, en vez de la expresión ídish usual en estos casos -ir zolt es trogn gezunterheit, o sea, “que lo use (trogn)- con salud”- decía: Gezunte zoln aij trogn, Herr Levtenant, “que los sanos se lo lleven (trogn), Sr. Teniente” (es decir, “que se lo lleve el demonio”). La diferencia, inaudible a oídos nazis, hacía, sin embargo, estremecer los hombros de los demás judíos presentes; Pupko no omite relatar sus esfuerzos por disimular la risa.

No pocas veces los judíos –que debían cantar al marchar al trabajo, ya que debían mostrarse alegres– coreaban versos derogatorios de los nazis en su misma presencia. Una de las canciones preferidas por los asesinos era una antigua copla sumamente popular: Lomir zij iberbeitn... (“Hagamos las paces...”). Espontáneamente –todas las crónicas coinciden en esto– los judíos cantaban, alterando apenas la letra: Lomir zei iberlebn... Sobrevivámoslos...

Hay registros de infinidad de expresiones de un humor insoportable, como el grito de ese judío de Bialystock al ser arrastrado al tren de la deportación: Mir hot ir genumen, nor Stalingrad, ¡a faig! / A mí me agarraron, pero Stalingrado, ¡minga!.., pero basten estas pocas líneas para asomarnos apenas a una risa que nos congela el alma. Y digamos, simplemente, que la risa –ingenua, franca, cavernosa, trágica, desesperante–, no faltó ni en lo más negro de la matanza.

Pero no fue la única risa en juego: Cuando los ciudadanos, soldados y SS realizaban sus actos inenarrables, las fotos muestran que sus rostros no estaban torcidos de horror, ni siquiera de sadismo común y corriente, sino más bien deformados de risa. (...), dice Anne Michaels (Piezas en fuga, Alfaguara, 1997), que propone un nombre para esto: la risa de los malditos.

¿Por qué, entonces, es la risa piedra de toque de tal polémica? Más aún, tal pelea, porque no se trata sólo de mejores o peores argumentos, sino de dónde nos ubicamos para sostenerlos. Digámoslo así: se trata de donde nos ubican nuestras risas.

Es muy probable que el autor –y quizás también quienes se alzaron “contra la censura y el acoso”– no entiendan qué paso. Pero no sé si el Sr. Salas deba “pedir perdón”. Quizás baste leer a Vladimir Jankélevitch para reconsiderar tamaña exigencia. Por mi parte, no me creo con derecho a desnudar conciencias ajenas. Asimismo, descreo de las vestiduras rasgadas en letras de molde, sobre todo ahora que el gesto se ha convertido en dudosa credencial de un desleído bienpensar. Sin embargo, entiendo que, aún si desconoce las razones, el Sr. Sala no puede desconocer lo que ha provocado, es decir, no puede desentenderse de las consecuencias de su acto. Bueno, tampoco exageremos: poder puede, (¿acaso no es lo que hace la lógica de ese espectáculo que rige tantos de nuestros debates cotidianos, es decir, desentenderse de sus propias palabras? ¿O debemos redundar diciendo de las propias risas?). Pero, vaya uno a saber por qué, abrigo la esperanza de que no lo haga.

Porque quizás Ud. no sepa, Sr. Salas, dónde lo ubican las risas que buscó despertar pero puede que se espante al advertirlo. Quizás se estremezca al percibir cuán agraviante resulta su malogrado intento, no para con “sensibilidades individuales” –¿cómo reducir esto a algún pequeño yo ofendido? –, sino para con una memoria que, lo entienda Ud. o no, le atañe; lo injurioso que resulta para con una historia siempre en peligro y que quizás Ud. no advierta –y se espante al darse cuenta– cuánto ha colaborado en acrecentar ese peligro. En fin, quizás no advierta lo irresponsable de su acto, incluso para con ese impensado colega que, como Ud., sostuvo a ultranza, hasta el último átomo de su cuerpo hecho cenizas, su derecho “al humor negro y la acidez”: dicen que Rubinztajn reía cuando subió al tren.

Quizás Ud. no sepa lo que ha hecho, Sr. Salas, pero ya no le asiste el derecho a desconocerlo.


Tomado de: LA TECLA Ñ, año XI, número 51- marzo/abril 2012.

6.4.12

El suizo iracundo, por Laura Salino




Pasado el tiempo para comprender el momento de concluir,
es el momento de concluir el tiempo para comprender.
Jacques Lacan



La furia del dios Marte que habla en boca de Fritz Zorn (Bajo el signo de Marte), en guerra permanente con el mundo que lo ha enmudecido bajo el eufemismo de la educación, «educado a muerte» tal como él mismo lo denuncia, es el centro del discurso, del desesperado testimonio de un moribundo que ha perdido su vida en la esterilidad de la cortesía obligada y vacua, espíritu de la burguesía fútil, hipócrita, perversa y recalcitrante de «la orilla derecha del lago de Zurich».

Su nombre «familiar» (para el caso, el adjetivo más justo) era no Zorn (ira o cólera en alemán, su lengua materna) sino Angst (angustia, en la misma lengua). Comienza, entonces, la historia con una metáfora: la cólera ha sustituido a la angustia, ha hablado por ella. Tal como Boltraffio y Botticelli sustituyeron a Signorelli en aquel legendario lapsus freudiano, tan bien narrado por el maestro vienés, tan de la mano llevados nosotros por los derroteros del inconsciente de quien, como un viejo abuelo sabio, nos advertía del otro lado que siempre va con nosotros por mucho que intentemos ignorarlo (ignorancia, otro nombre del rechazo): siempre que la luz se derrama en habitaciones desconocidas, tanto más sorprenden las sombras que proyectan.
Puede consultarse el relato de Freud acerca de ese viaje en tren (y a las entrañas de las leyes del inconsciente) en Psicopatología de la vida cotidiana.

El estado de guerra total es, también, de esa cólera contra la angustia, contra el miedo a vivir deseando (modo de vida absolutamente prohibido para esa burguesía de las «mejores familias de la Costa Dorada», de costumbres sólidamente edificadas sobre la obligación que funda la obediencia ciega, amén y jamás amen):
«La palabra “amor” no ha cesado de ser profanada y arrastrada por el fango por aquella secta funesta que aún hoy goza de la reputación de ser la principal religión de lo que llamamos el Occidente bien educado.»

Está claro que bajo esas coordenadas no existe el final feliz.

Hay, sin embargo, una elección, acto este que siempre dignifica al sujeto, pues abre el campo de las consecuencias en su circunstancia y es allí donde se responde por el sentido, por el valor de ese tiempo que sólo puede ser la vida. Difiero aquí con la opinión de Rafael Conte, quien en su comentario sobre la obra de Zorn sugiere que el autor, impotente ante el tratamiento físico, escoge el psicoanálisis; olvidando que hay allí una contradicción: jamás es impotente quien escoge. Menos aún para quien escoge decir donde otros callan.

Elige la voz de la ira para que hable de su angustia muda. Es el reconocimiento de la imposibilidad lo que desbarata la impotencia. Sólo así puede aparecer, modelada por las curvas del humor, una definición tan cabal de la calma burguesa: «para el burgués la calma no sólo es su primer deber sino también su primer derecho. Cada uno se embrutece dentro de la calma de sus cuatro paredes, y cuando es molestado en su embrutecimiento por un ruido extraño, se siente lesionado en su derecho a embrutecerse y llama a la policía», y otra tan poética de la burguesía: «Significa estar en contra de que el león se coma a la gacela, primero, porque el león es un extranjero y, segundo, porque la gacela no está empadronada y, tercero, porque ambos todavía son menores de edad».

(Otros habían ensayado antes, partiendo de una observación minuciosa y lúcida, definiciones en la misma línea. Tal es el caso de Paul Valéry en una conferencia de 1927: «Reconocerán fácilmente al burgués (...) ese hombre (o esa mujer) que puede ser muy instruido, lleno de gusto, que sabe admirar las obras que hay que admirar, no tiene, sin embargo, una necesidad esencial de poesía o de arte... Podría, si fuera necesario, pasar sin ello; puede vivir sin ello. Su vida está perfectamente organizada al margen de esa extraña necesidad.»)


Qué se escucha de esa angustia amordazada, amplificada por el megáfono de la ira: la traición al deseo se paga con la vida. Sobre este punto la pluma desesperada de Zorn insiste desde el inicio. La obediencia ciega perpetúa la injusticia de la razón: no he logrado hacer otra cosa que lo que han hecho de mí, repite en eco sartreano.

Entrenado para eludir el deseo o, peor aún, para evitar cualquier circunstancia que pudiese encenderlo, el mapa fóbico del mundo y la vida insiste en volver a un comienzo que nunca es principio de nada, donde un don nadie juega a ocupar el sitio que la cuenta bancaria (única fortuna paterna) le reserva. Azotado por la incapacidad de amar, sumido en la tristeza de una cobardía heredada ―y sostenida― el sujeto realiza su elección: espera morir de esa tristeza que ya no puede soltar, pues ha anclado en su cuerpo con el nombre de cáncer. Zorn, bien orientado, habla de su cáncer como una enfermedad moral: «debía ser correcto y mostrarme conforme y, sobre todo, normal. Sin embargo, la normalidad tal como yo la comprendía, residía en que no se debe decir la verdad, sino ser cortés».

Vuelve sobre el valor de los mitos: «no hay personaje que muestre la hermosa vida de familia como el de Cronos, que devora a sus propios hijos (...).

»Claro que hoy en día se es más civilizado y no se toman ya el tenedor y el cuchillo para devorar a los propios hijos (porque los modales en la mesa son muy complicados en el lugar del que yo provengo), sino que, simplemente y gracias a una educación apropiada, se logra que los niños desarrollen un cáncer después; de esta manera y según la costumbre de los antiguos, pueden ser devorados por sus padres.»

Sin embargo y pese a todo, el alarido de Zorn, directo e impúdico, lo es menos que la hipocresía que su testimonio denuncia. Ya al borde de la muerte y a la espera de noticias por parte del editor, quien debía responder por la posible publicación del libro, éste ―sordo, ciego e ignorante frente al valor del testimonio sobre el cual duda― luego de descartar la mentira piadosa o la deferencia ―signo inequívoco de su inconmovible estupidez― opta por la cortesía inútil y se niega a enviar un telegrama para que el moribundo, bien al tanto de su estado, no lo tome como una decisión apresurada. Devuelve a Zorn, como un cachetazo, esa misma cortesía estéril que el autor denuncia, germen del desencanto asesino frente al cual desespera. Cuando el editor llama a Zorn para darle la buena noticia, se entera de su muerte, acaecida esa misma mañana.

Al pasar se menciona en el prólogo, como palmada balsámica para el lector ingenuo, que en realidad el terapeuta había llegado a informarle de la publicación del libro; aunque dadas las circunstancias preferimos no engañarnos con la falacia del final forzadamente feliz.

Varias veces aparece en el libro una cita del trovador portugués Martim Codax (¿Ai, Deus, se sabe ora meu amigo,/ como eu senheira estou em Vigo? - ¿Ah, Dios, si solamente supiera mi amigo/ qué solo me siento en Vigo?) donde habla la pena. Justamente porque «ninguna matemática ―ni cualquier otra clase de cálculo― ayuda a combatir la tristeza», pueda conjurársela partiendo del siguiente poema de Juan José Saer, La pena en esa ciudad (El arte de narrar):

La pena en esa ciudad
eran unos inmensos
edificios
blancos y ciegos y adentro
de cada uno había un hombre
para el que en esa
ciudad la pena era
unos inmensos edificios
blancos y ciegos
con un hombre adentro
para el cual la pena
en esa ciudad
era un edificio blanco
con un hombre adentro
blanco y ciego.


Nada más tenebroso que un laberinto blanco y ciego.

1.4.12

Rodolfo Walsh: la voz que no se apaga, por Gustavo Calandra






La inclusión de los textos de Walsh en el canon de la literatura argentina es más que problemática. Vale aclarar de entrada su relación ambigua con la novela, la culpa ideológica por trabajar un género burgués y al mismo tiempo su anhelo. Por eso, su solución intermedia de la non-fiction, antes que esta categoría sea acuñada. Porque, por un lado, el canon selecciona, atribuye propiedades y modeliza. Por otro, clasifica, asigna un lugar, una posición, una clase y, a la vez, transforma en clásico. El canon estetiza y monumentaliza (aniquila el documento), desterritorializa y homogeiniza (saca al texto del sistema literario). Se pregunta Daniel Link: “¿A quién se parece Walsh, como modelo de escritor, en el sistema argentino que le es contemporáneo? ¿A cuáles otros textos se parecen los suyos? ¿De cuáles se diferencia?” Para contestar, más adelante, que las operaciones de Walsh en relación con la literatura consagrada desestabilizan el canon, y esa operación, típica de las vanguardias, se liga con un problema político y un imperativo estético.

“... la historia prisionera en la basura cortada por la falsa marea de metales muertos que brillan reflexivamente.” (Operación Masacre). Novelas de las lenguas del oprobio, su literatura se construye en el lugar del desperdicio, con restos del género policial, géneros populares y lenguas bajas.

Sin embargo, como el autor nos ha dejado una gran cantidad de cuentos de una riqueza variada, hemos de buscar diferentes marcas de filiación con nuestra literatura. Y es a partir de la configuración del espacio, el registro de voces y la cristalización de la atmósfera de un período determinado a través de los objetos, que se intentará ubicar los textos en la tradición de nuestras letras. Los esfuerzos de algunos letrados de levita por crear obras canónicas, dentro de los géneros consagrados, han chocado contra un pathos o savia: la materia se resiste y esa resistencia al modelo europeo, ese elemento salvaje y heterogéneo que ha producido la mezcla, nutre a la letra viva. Tironeo constante entre tradiciones respetables e importadas de grandes centros de la cultura y rugidos de la pampa y el llano, fieras voces de la orilla y el margen, cantos de frontera. Una ambigüedad que se cuela entre recónditos pliegues de escritura y la posibilidad de pivotear entre dos mundos.

Nos encontramos con cuentos que transcurren en un ámbito rural y otros, en un ámbito urbano. De algún modo, esta dicotomía remite a la vieja fórmula sarmientina de civilización y barbarie. Ya veremos aparecer tópicos como el desierto o el caudillo de estancia.

Centrándonos exclusivamente en los cuentos policiales, se podría decir que será el comisario Laurenzi el detective identificado con el espacio de la provincia, y la pareja Daniel Hernández – Comisario Jiménez, la responsable de los casos acaecidos en la capital. Aquí, siguiendo a Fredric Jameson, entra en consideración la honestidad del detective como órgano sensible que percibe la naturaleza del mundo que lo rodea. Porque si el detective es honesto, acusa la resistencia de las cosas, y permite una visión intelectual de lo que sucede en el nivel de la acción pero si es deshonesto, se limita su trabajo a un problema técnico de resolución del caso.

¿Por qué centrarse entonces desde un principio en los cuentos policiales? Porque el elemento decorativo, la atmósfera del cuento, cumple una función que no es esencialmente argumental, y puede escapársele al equipo detector de la gran literatura. En cambio, en el género policial, la percepción es diferente: la escena es escrutada con otra agudeza o perspicacia.

Dice Jameson: “... pareciera como si ciertos momentos llegaran a ser accesibles solo a costa de un fuera de foco intelectual (como los objetos situados en los bordes de mi campo visual, que desaparecen cuando me vuelvo para mirarlos de frente)”.

Desde un comienzo se percibe una distancia, puesto que varios de los cuentos de Laurenzi son narrados en primera persona. La caracterización lingüística será analizada como parte de la imagen de cada espacio: modismos, localismos pintorescos y su incidencia en la tipología de los personajes.

Habrá que considerar los objetos significativos que acentúan o reflejan épocas y costumbres, e intentar dilucidar qué espacio trasmite un color local y cómo favorece éste a la densidad literaria de los cuentos.



Emergencia del Otro y pluralidad discursiva


Dirá Walsh en un reportaje a Primera Plana (22-10-68): “La preocupación obsesiva de todo escritor es descubrir el idioma exacto de sus narraciones”. Cuenta que lee libros de memorias, tratados y monografías históricas para arrancarles la atmósfera de la época. Para esa época, gran parte de su literatura ya ha sido escrita -¿Quién mató a Rosendo? aparecerá en 1969 – y en sus novelas, cuentos, obras teatrales y notas periodísticas habrá desplegado una literatura que será una máquina de borrar fronteras genéricas y culturales, que permitirá la presencia del otro, como saber, como historia, como lengua y como cultura.

Quince años antes, prologando la antología Diez cuentos policiales argentinos, el autor fecha el comienzo de la narrativa policial en 1942 con Seis problemas para don Isidro Parodi. Adhiere a la vertiente de la novela con enigma. Destaca un auténtico triunfo de la inteligencia pura y un cambio en la actitud del público para admitir a Buenos Aires como escenario de una aventura policial. En 1953 aparece, también, Variaciones en Rojo. Entonces, novela policial de enigma. Policial como juego de ajedrez. Desinterés por la política pero...

“No me dejen solo, hijos de puta” (Operación masacre). La violencia –verbal– lo salpica. Filtra las hendiduras de su ventana con el mundo. Un conscripto muere en la calle. Trunca revolución popular y peronista. Fusilados en un basural. La boca quebrada de Livraga es un insulto. Está naciendo Operación Masacre. Es 1957. Es la hora de la voz suprimida, la palabra de la víctima. Otro registro. Otra coloquialidad. La palabra, inevitablemente mediada, del “otro cultural”, las otras lenguas, apropiadas por las clases hegemónicas, a través de la escritura. La partida de ajedrez se suspende. Operación ruptura. Irrumpe la cultura oral y popular y, con ella, historias de vida que amplían espectros de experiencia. Uso del grabador y fidelidad de voces. Antropología de la pobreza. Sociología de la pobreza. Personajes marginales. Lejos, se va oyendo la voz de los leprosos de “La isla de los resucitados”. Ahora ya no, no tan lejos.

“Para los diarios, para la policía, para los jueces, esta gente no tiene historia, tiene prontuario; no los conocen los escritores ni los poetas; la justicia y el honor que se les debe no cabe en estas líneas; algún día, sin embargo, resplandecerá la hermosura de sus hechos, y la de tantos otros, ignorados, perseguidos y rebeldes hasta el fin”. (¿Quién mató a Rosendo?) Porque en un primer momento, durante el peronismo, cuando “la casa ha sido tomada”, el otro como sujeto político y social participa solo en los profundos cambios de las estrategias de consumo, o de las estructuras productivas, o de los mecanismos de organización social. Dice Pablo Alabarces: “El peronismo no diseñó una política cultural cohesionada con el resto de sus prácticas: la ejercitó, inevitablemente, en un contexto donde la elevación del poder adquisitivo, la modernidad de la industria cultural, y la presencia de los nuevos consumidores lleva al surgimiento o consolidación de una enorme cantidad de productos culturales que tienen como actores y destinatarios a las clases populares. Clases que hablan en el consumo de esos productos, o a través de esos productos. No de la literatura.” (“Walsh: dialogismos y géneros populares”).

Porque en ese período (1945 – 1955), “la falta de libertad y de democracia en el plano de “la élite” intelectual puede así considerarse como factor decisivo en el desarrollo de la novela policial” (carta a D. Yates) y su consecuente evasión de la realidad. Con la caída de Perón, cae verticalmente la venta de novelas policiales. El lector hallará un material más interesante y vivo en las revistas y periódicos que describen la corrupción y negociados del peronismo.

Porque durante el peronismo tenemos un Walsh de Variaciones en rojo (donde ya algo se anticipa y entrevé) con un aleatorio porteñismo y “un repertorio relativamente corto de procedimientos” (Asesinos de papel), publicaciones en revistas opositoras y hasta un homenaje al capitán de corbeta Eduardo Estivariz (Leoplán, XXI, 516, 21/12/1955). Eduardo Romano en “Modelos, géneros y medios” hace una análisis de las revistas donde Rodolfo Walsh realiza sus primeras incursiones: Vea y Lea y Leoplán. La primera otorga excesiva importancia a la cultura y a la actualidad exterior rehuyendo de ese modo la perxsistente propaganda oficial del peronismo. También, dedica páginas a mostrar la vida social de las familias tradicionales argentinas, la oligarquía, cuestionada por el peronismo. Leoplán cuenta con secciones literarias, entretenimientos y notas de divulgación científica, es dirigida a sectores medios que buscan ascender socialmente incrementando su capital simbólico de conocimientos, que aspiran a un peldaño más alto de la escalera burguesa.

Cuando opere un cambio político- ideológico en esa persona que se anima a enfrentar a “la Libertadora”, su radio de acción dentro del campo cultural se ampliará. Y, entonces, llegará el comisario Laurenzi, arreando, por el campo literario, una tropilla de personajes del interior, desconocidos y marginales pero con un discurso –directo- para ser escuchado. Campo literario y literatura del campo. Inversamente a lo esperado, el cabecita, el descamisado, el actor político-social de la década peronista, tendrá voz, representada en la escritura de Walsh, justo cuando ha vuelto a pasar a un segundo plano político. La sombra del anonimato lo cubre y las clases media y alta recuperan protagonismo.

“El “poder hablar” es un mito sagrado para esta clase media. Le da una importancia tal a su palabra, que le resulta más grave que se atente contra ella que contra cualquier otro aspecto de su libertad. La clase media se idealiza a sí misma como portadora de las conquistas liberales; si “poder hablar” es (en teoría) más importante que “poder comer”, es porque la clase simula dar prioridad a las “necesidades espirituales”. Pero esa simulación no es eterna. Afligida por la crisis económica, la clase media se vuelve opositora aunque “se pueda hablar”.” (“Papeles personales”, Journal, mayo 10, 72, Ese Hombre.)

Imagina Julio Cortázar, en una nota periodística recuperada por Roberto Baschetti en "Rodolfo Walsh, vivo", una especie de epitafio literario del escritor: “Hay mejores ocupaciones que los homenajes y los discursos; cuando hablen de mí, en todo caso, háganlo como quien come asado o bebe un vaso de vino, para darle fuerza al cuerpo y a la voluntad. Vos que sos un escribidor, escribílo cuando te venga bien.” Y continua así: “Ahora, por ejemplo. Tan seguro de que él me habría dicho eso, de que nos lo está diciendo a todos. A los que nos toca seguir mientras él nos mira.”

Prosa magnífica de linaje híbrido, su apuesta política complementó su escritura dotándola así de un compromiso social y beneficiándola con un plus estético que le brinda densidad literaria. Ese compromiso con el otro y el ingreso de la cultura ágrafa lo vinculan con lo más original –vuelta al origen- de nuestras letras: la gauchesca.

Un poco más de Cortázar: “... dominaba la ficción con una maestría total; él, que sabía hasta que punto delegamos lo mejor de nosotros en algunos de nuestros personajes (...) multiplicando lo real en y por la ficción, metiendo la realidad en la literatura como hay que hacerlo, es decir metiendo la literatura en la realidad, cuerpo a cuerpo, in fighting implacable que levanta a todo un estadio en ese clamoreo que es como una catarsis, la prueba de que se ha llegado al límite de la tensión y la belleza.”

Cruce de culturas. El elemento culto de la civilización, regido por un parámetro de belleza que responde a exigencias foráneas, se encuentra con esa savia o pathos, elemento salvaje y heterogéneo que, desde un principio, no escapó al ojo estrábico de los románticos del salón literario. Podemos remitirnos a la “prueba narcisista” que menciona Barthes en S/Z: “la belleza no puede describirse sino por adiciones y tautologías, no tiene referente pero no carece de referencias (Venus, las vírgenes de Rafael) y esta abundancia de autoridades, esta herencia de escrituras, esta anterioridad de modelos, hace de la belleza un código seguro.” En el policial: la seguridad del detective de la novela de enigma frente al de la novela negra que sale al mundo, ve, capta, asimila su configuración y, a la vez, se configura él mismo.

El predominio de uno u otro en los cuentos policiales, va a estar condicionado según la época y la evolución ideológica de Rodolfo Walsh. Correrán paralelos sus logros en una y otra apuesta.

Por eso y por todo, su vigencia, su ejemplo, su obra y su vida.

Por eso, cierro con el título de la nota con la que comenzamos, por esto y por Rodolfo Walsh: La voz que no se apaga.