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8.3.13

Judío, palabra argentina, por Perla Sneh





Estas palabras nacen de un lugar extraño: el de quien, sin pretender representatividad alguna, se siente conminado a  responder. Porque hay en nuestro presente una herida urgente. Ese nuestro  debe leerse con entonación rusa, la que lleva a Marina Tsvetáieva a decir: los míos son aquellos –y yo soy de esos– que no son ni vuestros ni nuestros. La herida es el estruendo de AMIA. Hoy resuena en muchas bocas; no siempre por las mejores razones.

La escena es inquietante, de una densidad oscura: está el acuerdo con Irán, sus riesgos evidentes, su pequeña luz de esperanza, apenas un resquicio. El peligro está a la vista: la posible manipulación, la anulación de las alertas rojas que penden sobre los imputados, el eventual callejón sin salida. Sin embargo, una cosa es cierta: se ha roto el hielo. Y lo ha quebrado el único gobierno que, desde el 18 de julio de 1994, ha prestado verdadera atención a la causa. Las denuncias año a año en las Naciones Unidas lo validan. Ahora este acto quizás deba leerse como apuesta: el riesgo es innegable, corresponde reconocérselo a un gobierno que se enfrenta a un futuro político complicado. Entiendo que se abre una oportunidad –aún si lejana e improbable– de relanzar la investigación y avanzar en el descubrimiento de culpables y encubridores. Quizás, en su precariedad, no sea poco ante la alternativa: naturalizar la parálisis y rendirse a la impunidad. No parece caber otra respuesta que acompañar el gesto con angustiada expectativa, como quien contiene la respiración ante una cantidad de condicionales: si se realizan las indagatorias, si se respeta el código procesal argentino, si los imputados se avienen a declarar, si

Con todo, la cuestión excede los fáciles titulares con que nos obsequian a diario. No se trata de disputas entre bandos enfrentados –donde resuenan voces absolutamente atendibles junto a otras, rastreras, oportunistas–, sino de un debate profundo, tan necesario como relegado. En su mismo centro está la palabra judío, cifra de su condición trágica. Apenas un detalle que no es un mero detalle: la palabra ni siquiera aparece en la denominación oficial de la mutual judía volada por los aires, que optó por llamarse a sí misma Asociación Mutual Israelita Argentina. Hay mejores y peores razones para ello; cualquiera puede consultar la bibliografía, pero la trama en juego no es mera etimología. Para nada.

Judío es la palabra que un senador nacional opone hoy a argentino. Y me apresuro a agregar: entiendo las razones que dio el aludido en su descargo: no fue un ánimo discriminatorio el que lo llevó a diferenciar entre “argentinos de religión judía” y argentinos argentinos”. Fue –él mismo lo dice y le creo– tan sólo el calor del debate. Precisamente allí está el problema: al calor del debate la que gobierna, irrestricta, es la lengua; y la que establece esa inquietante diferencia es, precisamente, la lengua que hablamos, esa diferencia es su síntoma, el nuestro.

¿De qué otra cosa que de judío se trata cuando, para avanzar en tan grave causa, es preciso establecer negociaciones con un gobierno, declaradamente antijudío? Su vociferante odio –malamente barnizado de antisionismo– llegó a incomodar ya no a los integrantes de “la entidad sionista”, sino a la propia Autoridad Palestina (cuya causa ese gobierno manipula para sus propios fines): fue el propio Mahmud Abbas quien, hace muy poco –en ocasión de su visita a Egipto en coincidencia con la de Ajmadinejad– lo encaró públicamente para que simplemente abogue por la creación de un estado palestino y no por la aniquilación del estado de Israel. Que la prensa argentina –hegemónica o no– haya declinado prestar a esto la morbosa dedicación que brinda a ciertos actos del gobierno israelí no deja de ser parte de nuestro debate.

Se trata de judío cuando hace falta negociar con un gobierno cuya única hipótesis alternativa a lo sostenido por la justicia argentina es la obscena proposición de un “autoatentado”. Un gobierno que proclama, contra la historia, un inaceptable negacionismo de la Shoah; inaceptable, repito; lo que quiere decir que no hay discusión posible al respecto. Quizás, como sostuvo un sutil periodista, cuyas meditaciones suelo leer con interés –sobre todo por su tono–, esto no sea relevante en el ámbito de las relaciones internacionales. Sin embargo, el recurso del negacionismo como modo de deslegitimación de la existencia de un estado soberano –Israel– si lo es.

Por otra parte, ¿acaso hace falta ir a Irán para investigar las conexiones del estado argentino con el atentado y su encubrimiento? Nuevamente, ¿no es judío una piedra en el zapato que se abstiene de transitar ese camino? 

Se trata de judío cuando se habla de un tercer atentado. ¿O acaso alguien lo supone en, digamos, el Centro Montañés o en la cancha de Boca? ¿Qué son los pilotes que pueblan las ciudades argentinas sino una representación urbana –de las peores– de la palabra judío? La posibilidad de un tercer atentado obedece meramente al razonamiento de la impunidad: nada impide que un crimen impune vuelva a cometerse. Sin embargo, convertirlo –por judío– en argumento ofrendado a una oposición oportunista es, por decir lo menos, irresponsable.  Y, a su vez, reclamarle a quien lo hace que “revele sus fuentes” no está a la altura de quien está decidido a jugarse su prestigio apostando a destrabar la investigación.

Se trata de judío cuando quienes nunca se interesaron en lo más mínimo por la causa AMIA se rasgan públicamente las vestiduras en la acera del Museo del Holocausto junto a un señor que como rabino representará, seguramente, a su congregación, pero que se pretende autorizado para acercarse en nombre de “los judíos” a quien cobija en su entorno a implicados directos en el encubrimiento y en el acoso a los familiares de las víctimas, el mismo que se quiere “alcalde” de una ciudad que produjo su propio pogróm. 

Se trata de judío cuando la misma institución atacada invita al mencionado “alcalde” como orador de su más reciente cena anual y le da la oportunidad de celebrar la “despolitización” del acto de homenaje que se realiza todos los años en la calle Pasteur. “Despolitizar” quiere decir, en este caso, la concreta exclusión de las asociaciones de familiares de las víctimas del podio. Permítaseme señalar, desde mi modesto conocimiento de la tradición judía, que el culto fascinado, obsecuente o interesado del poder no deja de ser un modo de uno de los peores pecados que existen para el judaísmo: la idolatría.  Y si digo  pecado no es por afán teológico, sino por lo que tiene de reclamo ético.

Se trata de judío en una escena en la que muchos de los que así se denominan se apresuran a disculparse diciéndose “no religiosos” cuando quieren decir “no retrógrados”. Y sin embargo, ¿qué significa judío para quienes la expresión “judaísmo laico” algo dice, aunque no necesariamente porque “judaísmo religioso” no requiriera debate?  Otra vez, la lengua nos guía: no hay en hebreo una palabra que signifique “religión” en el sentido occidental y cristiano del término, que es el que comanda su uso. Lo que suele traducirse por tal cosa es dat, palabra llegada del persa que significa ley. Lejos de transmitir el religare latino que rige la comunión de los creyentes, dat nombra la ley judía que, mediante concretos preceptos, rige la vida del pueblo. En este sentido, dat se desentiende de la creencia en un Juez Supremo, pero nos carga con un oscuro saber: nuestros actos inciden en nuestro destino, lo que hacemos “cuenta” de una manera profunda, insondable. Y eso es algo que ningún judío –creyente o agnóstico, piadoso o escéptico– puede desatender.

Se trata de judío cuando hay quien cree necesario disculparse por su condición de portador de ese nombre, invocando una ristra de próceres de la humanidad que –de Spinoza a Freud, pasando por Heine y Mendelssohn (¿Félix o Moisés?)– mitigarían, como gloriosas excepciones exculpatorias, la implícita  condena que porta la palabra, a la que otorga una carga teológico-genética (sic) –la ley de la transmisión materna– como criterio de exclusión destinado a declarar una supuesta supremacía. No es el ánimo de estas líneas el de desilusionar a nadie, pero esta ley no se remonta a los inubicables tiempos oscuros que supone el contrito escriba, sino que surge en una situación histórica precisa: las Cruzadas. La transmisión materna surgió de la necesidad de incluir en la grey a los nacidos de las violaciones perpetradas por tanto guerrero piadoso que marchaba a Jerusalén a liberarla de manos infieles.

Se trata de judío cuando intervenciones reveladoras de políticos lúcidos se ven matizadas con acusaciones de deicidio y de acumulación de riquezas; cuando la palabra atraviesa, inquietante, el tejido de metáforas políticas: los adjetivos pueden variar –“espiritual” o “traidor”–, el nombre es el mismo. Lo es incluso cuando todavía hay quien supone zanjar la cuestión con la displicente erudición sobre la vieja cuestión. Lo es cuando tanto profesor insiste –con pasión digna de mejor causa– en profesar ignorancias deplorando las religiones en general y la que le estaba destinada en especial. Como dijo alguien que nunca se quiso profesor, la religión empieza cuando no se leen los textos.

Se trata de la palabra judío cuando tantos que la portan se ven obligados –como pasaporte para su aceptación en ciertos ámbitos– a tildar de “nazi” al gobierno israelí, un gobierno indudablemente de derecha. Sin embargo, sólo en el caso de Israel es esta circunstancia argumento para deslegitimizar la existencia misma del estado. (Subrayo: el estado, no su gobierno). No lo fue ni siquiera durante la dictadura argentina. En ese momento, el estado –exterminador confeso–  era considerado malversado, usurpado por mano vil, pero nunca le fue cuestionada su legitimidad al punto de convertir en expresa propuesta política su lisa y llana abolición.

Se trata de judío cuando hay quien define a la DAIA como “sede argentina del lobby sionista” y sus “planes siniestros”. ¿Nuevamente habrá que decir lo mismo? ¿Que el movimiento sionista surgió al calor de los despertares nacionales en el siglo XIX; que es un movimiento de autodeterminación nacional, que alberga un arco político muy variado, que su fin era lograr un estado donde los judíos pudieran gobernarse a sí mismos como lo aspira cualquier nación? Pero entonces, también hay que decir lo obvio, el objetivo expreso –no el “oscuro designio”– del sionismo es la creación de un Estado de Israel. Y éste ya existe. Y es cierto que la relación de los judíos del mundo –sionistas o no– con el Estado de Israel es innegable. El atentado contra la AMIA (que siguió, no lo olvidemos, al perpetrado contra la Embajada de Israel, donde fueron alcanzados ciudadanos israelíes junto a los argentinos) es un modo criminal de ponerlo en evidencia. Siglos de una cultura, su memoria y sus herencias de todo tenor son, en cambio, modos legítimos de una trama entrañable y compleja que excede las lógicas binarias y en pantalla dividida de los opinólogos de turno.

Hay quien aún escucha el estallido. Mi recuerdo, en cambio, se despliega en un silencio profundo, como de pecera: una  extraña película muda de calles borroneadas tras una cortina de polvo. Fue el día más largo de mi vida. En algún momento pensé: es imposible decir nada. Es con ese silencio a cuestas y desde esa imposibilidad que digo estas palabras.   


14.4.12

¿Te ríes, tío? Ay de la risa... –En honor a un humorista, por Perla Sneh




May Christ have mercy on your soul/for making such a joke
amid these hearts that burn like coal/and the flesh that rose like smoke.

Leonard Cohen



Conviene hacer un poco de historia: Hubo en el Ghetto de Varsovia un hombre llamado Abraham Rubinztajn [Pronúnciese: “Rubinshtein”]. Algo en él, cuenta N. Nudelman (Gelejter durj trern / “Risas entre lágrimas”, Bs. As., 1947), obligaba a reír a los atormentados judíos allí encerrados. Enormemente popular -quizás estaba loco, quizás no- Rubinztajn corporizaba el amargo humor del ghetto. Al ver pasar el carro con los muertos, gritaba: Recuerden, compañeros muertos, después de la calle Smotcha, el camino va cuesta abajo. ¡Sujétense fuerte!... Solía instalarse frente a algún negocio a gritar ¡Abajo Hitler! y no había modo de callarlo hasta que recibía algo de comer. Cierta vez, se corrió la voz de que había muerto, el ghetto entero derramó por él lágrimas ardientes. Reapareció a los pocos días y agradeció a todos, uno por uno, por haber asistido a su entierro. Los cronistas lo recuerdan correteando, con su extraña alegría a cuestas, acosando a los transeúntes, vociferando chistes y refranes. Pero, de pronto, se acercaba a alguno de los que reían y le murmuraba al oído: ¿Te ríes, tío? Ay de la risa....

Rubinztjan no fue una excepción: en todos los ghettos hubo lo que Rajel Auerbach (“Der Umkum Drame” [El drama de la aniquilación], Rev. Di Góldene Keit, Nº 4, 1949) llamó un marshelik fun umkum, un bufón de la matanza. Rojl Pupko (“Ein ior árbet in YIVO únter di daitchn” [Un año de trabajo en el IWO bajo los alemanes”], citado por N. Blumenthal, en Bleter far gueshijte – Ídisher Histórisher Institut [“Hojas de historia – Publicación del Instituto Histórico Judío”] Tomo I, Cuad. 3-4; Varsovia, Agosto-Diciembre 1948.) cuenta sobre un sastre en Vilna obligado a trabajar para los nazis quien, al medirles un traje nuevo, en vez de la expresión ídish usual en estos casos -ir zolt es trogn gezunterheit, o sea, “que lo use (trogn)- con salud”- decía: Gezunte zoln aij trogn, Herr Levtenant, “que los sanos se lo lleven (trogn), Sr. Teniente” (es decir, “que se lo lleve el demonio”). La diferencia, inaudible a oídos nazis, hacía, sin embargo, estremecer los hombros de los demás judíos presentes; Pupko no omite relatar sus esfuerzos por disimular la risa.

No pocas veces los judíos –que debían cantar al marchar al trabajo, ya que debían mostrarse alegres– coreaban versos derogatorios de los nazis en su misma presencia. Una de las canciones preferidas por los asesinos era una antigua copla sumamente popular: Lomir zij iberbeitn... (“Hagamos las paces...”). Espontáneamente –todas las crónicas coinciden en esto– los judíos cantaban, alterando apenas la letra: Lomir zei iberlebn... Sobrevivámoslos...

Hay registros de infinidad de expresiones de un humor insoportable, como el grito de ese judío de Bialystock al ser arrastrado al tren de la deportación: Mir hot ir genumen, nor Stalingrad, ¡a faig! / A mí me agarraron, pero Stalingrado, ¡minga!.., pero basten estas pocas líneas para asomarnos apenas a una risa que nos congela el alma. Y digamos, simplemente, que la risa –ingenua, franca, cavernosa, trágica, desesperante–, no faltó ni en lo más negro de la matanza.

Pero no fue la única risa en juego: Cuando los ciudadanos, soldados y SS realizaban sus actos inenarrables, las fotos muestran que sus rostros no estaban torcidos de horror, ni siquiera de sadismo común y corriente, sino más bien deformados de risa. (...), dice Anne Michaels (Piezas en fuga, Alfaguara, 1997), que propone un nombre para esto: la risa de los malditos.

¿Por qué, entonces, es la risa piedra de toque de tal polémica? Más aún, tal pelea, porque no se trata sólo de mejores o peores argumentos, sino de dónde nos ubicamos para sostenerlos. Digámoslo así: se trata de donde nos ubican nuestras risas.

Es muy probable que el autor –y quizás también quienes se alzaron “contra la censura y el acoso”– no entiendan qué paso. Pero no sé si el Sr. Salas deba “pedir perdón”. Quizás baste leer a Vladimir Jankélevitch para reconsiderar tamaña exigencia. Por mi parte, no me creo con derecho a desnudar conciencias ajenas. Asimismo, descreo de las vestiduras rasgadas en letras de molde, sobre todo ahora que el gesto se ha convertido en dudosa credencial de un desleído bienpensar. Sin embargo, entiendo que, aún si desconoce las razones, el Sr. Sala no puede desconocer lo que ha provocado, es decir, no puede desentenderse de las consecuencias de su acto. Bueno, tampoco exageremos: poder puede, (¿acaso no es lo que hace la lógica de ese espectáculo que rige tantos de nuestros debates cotidianos, es decir, desentenderse de sus propias palabras? ¿O debemos redundar diciendo de las propias risas?). Pero, vaya uno a saber por qué, abrigo la esperanza de que no lo haga.

Porque quizás Ud. no sepa, Sr. Salas, dónde lo ubican las risas que buscó despertar pero puede que se espante al advertirlo. Quizás se estremezca al percibir cuán agraviante resulta su malogrado intento, no para con “sensibilidades individuales” –¿cómo reducir esto a algún pequeño yo ofendido? –, sino para con una memoria que, lo entienda Ud. o no, le atañe; lo injurioso que resulta para con una historia siempre en peligro y que quizás Ud. no advierta –y se espante al darse cuenta– cuánto ha colaborado en acrecentar ese peligro. En fin, quizás no advierta lo irresponsable de su acto, incluso para con ese impensado colega que, como Ud., sostuvo a ultranza, hasta el último átomo de su cuerpo hecho cenizas, su derecho “al humor negro y la acidez”: dicen que Rubinztajn reía cuando subió al tren.

Quizás Ud. no sepa lo que ha hecho, Sr. Salas, pero ya no le asiste el derecho a desconocerlo.


Tomado de: LA TECLA Ñ, año XI, número 51- marzo/abril 2012.

21.10.10

Una presentación, por Perla Sneh






ÉTICA Y POLÍTICA DEL TRADUCIR, de Henri Meschonnic

¿Qué es un poeta? (...) Alguien que escribe y no es escritor.
L. Lamborghini



Citar a Lamborghini para hablar de Meschonnic no es una casualidad. Tampoco es reclamo de originalidad ni intento de clasificación. Es apenas una cita rápida, cruzar dos nombres en el aire y que ese cruce sea un modo de ubicarnos para leer y que, entonces, la lectura nos diga dónde estamos parados. Con Meschonnic, estamos en el centro de un combate.

Combate por el poema, combate por la traducción, por el ritmo, por el texto mismo. Pero combate acá no quiere decir la lucha por el poder en el mercado de los saberes, sino hacer resonar voces repudiadas, darles lugar, incluir una escucha.

En ese combate, Meschonnic se sitúa. Responde, dicho sea esto con todo el acento de responsabilidad que el término conlleva. Y situarse no es disputar un territorio, no es defenderse del enigma; es dejarse tomar por la lectura, por el discurso, su fraseo, su materialidad, su ritmo.

Me gusta leer a Meschonnic, que no exige lealtades ni interpone contraseñas pero que no tolera indiferencias, que piensa también con los rechazos, que no se priva de decir que no. No se trata –y en esto es taxativo– de escribir –como le reclaman– para el gran público. Para Meschonnic la diferencia entre un texto destinado al público vulgar y uno destinado a los ilustrados es una ignominia ética y política. Y sobre todo, es una miseria poética. ¡El “gran público”! Eso no es otra cosa que el efecto social de todos los academicismos, la masa que comulga con el negocio editorial, la más banal de las religiones. Y lo religioso tampoco es aquí un término cualquiera. Es lo que nombra el repudio mismo de lo sagrado y lo divino. En nombre de ese repudio, lo religioso será inevitablemente dualista, porque anhela la gestión de una hermenéutica: debe haber una verdad que sea el contenido, inmutable, y un resto, variable, que será la forma.

Meschonnic denuncia esta viscosidad hermenéutica. Sus tonos son inapelables. No despiertan solidaridades. Hasta asustan un poco. Siempre hay algo de un furor, cierta ira, cierta revulsión. Uno se lo imagina con los dientes apretados. No se anda con medias tintas, lo que no significa que no haya sutileza en su pensamiento. Diría, más bien que opta por la urgencia; y dieciocho siglos de imponer sentidos seguramente establece alguna urgencia. Ésta será la de desordenar, la de poner en apuros las ideas preconcebidas. Pero no sólo hay cóleras y urgencias. También hay –y esto es fundamental– júbilo, alegría, felicidad, picardía, astucia, placer, incluso –y cito– placer inmenso: hay el júbilo de dar en francés la escucha escrupulosa del texto bíblico, sus acentos, sus ritmos, sus prosodias, sus violencias gramaticales; hay la picardía de sacarle la lengua al binarismo del signo que desune por heterogéneos sonido y sentido; hay la audacia de crear problemas; hay la alegría del pensamiento; hay el goce del recitativo ahí donde otros sólo encuentran relato; hay el placer de destruir ídolos; hay el placer inmenso de reconocer y hacer oír una fuerza enterrada, la de la panritmia bíblica que ignora toda métrica y da al traste –seguro que a Meschonnic le hubiera encantado la expresión– con toda una institución más preocupada por convertir que por transmitir.

Traducir el signo remite a la mitología de una lengua única, origen de todas las lenguas, paraíso de la cosa en fusión con la palabra, que puede tener una apariencia diversa en cada lengua, pero que se mantiene idéntica a sí misma. En síntesis, la religión de la identidad.

En cambio, con una piedad que no tiene nada de religiosa, en el horizonte de una identidad que sólo es tal en y por la alteridad, Meschonnic lee el Tanaj, la Biblia hebrea. No lee lo que Derrida dice del Tanaj (y donde dice “Derrida” pueden poner el nombre que quieran), lee el Tanaj. Por consiguiente, reintroduce una lengua repudiada: el hebreo. Y no estamos diciendo que el hebreo como tal resguarde de leer religiosamente, ni que los judíos entiendan –entendamos– mejor de qué se trata. Para nada. Se puede, dice Meschonnic, ser tan sordo en hebreo como en cualquier otra lengua. Bien lo demuestra la versión francesa de la Biblia, realizada por el Rabinato francés, que transmite mucho menos el texto bíblico que el estado del judaísmo francés de su tiempo (1899): francés en la calle, judío en el hogar; ciudadano francés de confesión mosaica.

La apuesta de Meschonnic será, en cambio, leer ateológicamente. Desteologizar el texto bíblico, desacademizarlo, des-semiotizarlo, desideologozarlo. Re-hebraizarlo. Se trata, entonces, de leer el texto –no el sentido de las palabras– leer el texto, digo, con sus jerarquías de múltiples acentos (melódico, pausal y semántico), esa rítmica que organiza el texto bíblico y que ha sido objeto de un rechazo filológico-teológico. Ese ritmo está hecho de acentos llamados te’amim, sabores, que están en la palabra y en la voz que las dice, en su resonancia, en su encadenamiento, acentos que no designan sólo una forma gráfica sino una gestualidad y una oralidad. Se trata de hacer lugar a esos teamim, a esos sabores que son inseparables de la mikrá, que es el término hebreo para designar la Biblia. La palabra significa lectura, pero también convocatoria y asamblea religiosa. El verbo likró transmite la idea de nombrar, convocar, gritar y leer. Es decir, el término cifra la relación entre la lectura, la voz y la comunidad.

Y Meschonic lee la Biblia haciendo lugar a esa relación, la lee sin extremar la velocidad en la lectura, sin ceder al mero ingenio en los comentarios, lee con la demora y la humildad –palabra extraña entre nosotros– que impone el texto hebreo. Lee su vitalidad, sus excesos, su lengua desatada, por siglos abandonada al martilleo adormecedor del positivismo de arqueólogos e historiadores y a la corrección gramatical que borra, a golpes de banalidades lingüísticas, lo que es reiteración rítmica, plegaria en recitativo, invención de una historicidad, configuración de un discurso, fuerza que no se opone al sentido sino que lo soporta y transporta. De ahí que el ritmo, decisivo a la hora de leer, ya no se reduzca a la alternancia de dos términos –fuerte, débil–, sino que se despliega como la organización del movimiento de la palabra en el lenguaje.

Hay en esto una ética del traducir: se trata de escuchar el continuo del poema, es la escucha no de lo que dice sino de lo que un poema hace, que no se limita al contenido de lo que dice. Si no, es sólo hermenéutica. Así de pobre. Porque traducir el poema a un enunciado es convertir el infinito en totalidad, lo que equivale a hacer desaparecer el poema. Cuando se traduce según el signo, la única expectativa es la expectativa del sentido, porque el signo no conoce otra cosa. Esencialmente, el signo desconoce –en el sentido del repudio– el continuo, el ritmo, la prosodia, todo lo que es enunciación y significancia. Hacer lugar a eso repudiado no es una cuestión de corrección o de preferencias lingüísticas, es una cuestión de ética. Lo que lo convierte, inmediatamente, en una cuestión política. Tan política como pensar, es decir, transformar el pensamiento, es decir, actuar sobre la sociedad.

Dije más arriba –y no voy a hacerme la tonta– “nosotros”. Inquietante pronombre. ¿Nosotros, quiénes? ¿Los psicoanalistas? ¿Los que escribimos y no somos escritores? ¿Los que somos escritores y no escribimos? ¿Los giles que leemos la Biblia? ¿Los judíos que hablamos –o no– hebreo? Difícil decirlo y, para el caso, no importa. Otra vez, de lo que se trata es de situarse.

No puedo menos, entonces, que volverme a nuestro psicoanálisis traducido: si se trata de lo que una obra le hace a una lengua –es la Biblia la que hace al hebreo y no al revés, es lo que Shakespeare le hace al inglés y no al revés–, si un texto no está en una lengua como un contenido en un continente y lo que se traduce no es el signo sino el ritmo –es decir un sujeto que, en su historicidad, es transformador del discurso–, ¿cómo pensar entonces todo un psicoanálisis que gira en torno a una especie de “empuje a la precisión de las palabras”? ¿Cómo se traduce –se escribe, se lee, se hace resonar, se frasea–, en castellano, lo que la obra de Freud le hace al alemán, lo que la sintaxis de Lacan le hace al francés?

Traducir, dice Meschonnic, muestra la diferencia que media entre San Jerónimo –patrón de los traductores– y Caronte, el barquero que transporta las almas de los muertos por la laguna Estigia. Por eso no alcanza con decir que el traductor es un pasador –y los psicoanalistas escuchamos en este último término el nombre de un grave problema de la praxis– porque Caronte también es un pasador. La diferencia está en lo que llega a la otra orilla.

Ni el literalismo ni el palabrismo; se trata de llevar la propia poética hasta los medios poéticos de otra lengua, porque la unidad en juego no es la palabra sino el modo en que las palabras se encadenan entre ellas. En términos de discurso, la “fuente” es lo que el texto por traducir hace, es su modo de actividad, que él inventa. Y hay una sola meta: hacer lo que él hace. Por eso un texto es lo que un cuerpo le hace al lenguaje, a su lengua y que nunca antes se había hecho.

El de Meschonnic es un hablar embiblado, un hablar que se recuesta en la mikrá, en una Biblia que es parábola y profecía. Parábola porque, siendo un ejemplo particular, vale para todas las lenguas, todos los textos y todos los tiempos. Profecía, por que postula un impensado, toda una revolución cultural. Profecía que casi coincide con utopía: combina ausencia y rechazo a ideas preconcebidas con la intimación imperiosa a pensar lo que no es pensado.

Y como el pensamiento se hace de discurso, les leo una frase del libro que me encantó: Pensamos como un salame cortado en fetas, en caso de que el salame pensara. De hecho, casi no valemos mucho más (p. 19).

No dudo que la frase es de Meschonnic pero también me atrevo a decir que es de Hugo Savino. Y me atrevo a decirlo porque he leído a Meschonnic a través de la lectura de Hugo, incluyendo su versión del poemario Puesto que soy esa zarza, pero, sobre todo, porque leí Viento del noroeste, esa polifonía de voces y resonancia que aún seguiré leyendo. Y puesto que también soy esa zarza –sneh– no puedo menos que alegrarme que me haya transmitido la voz de Meschonnic. Si estoy aquí esta noche es porque se lo agradezco.

Y si empecé citando a un poeta, concluiré citando un poema. Éste, de Meschonnic:
no hablo / mis palabras yo /las camino




Buenos Aires, 3/12/2009