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2.6.24

El recuerdo oro, por Juan Cruz Carrique

 

Alejandro Valentín Rubió nació el 11 de febrero de 1967 y murió el 14 de febrero de este año en el Hospital Vélez Sarsfield, después de casi dos semanas de internación, a causa de una enfermedad pulmonar muy avanzada. Pasó apenas un mes y medio de su muerte. Seguimos de duelo.

 

Alejandro fue el poeta que dividió las aguas en mi vida. (Sé que lo fue también para muchas personas que están hoy acá). El tipo que me enseñó a leer y, en gran medida, a pensar, cuando creía contar con esas habilidades después de 25 años de educación formal. Para quienes apostamos por el lenguaje, para quienes creemos que las palabras tienen un valor -que por supuesto, no es el valor del mercado-, acá se pone en juego lo más querido.

 

Nos conocimos en el invierno de 2017, hace siete años. Un amigo me avisó que el tal Alejandro Rubio -el mejor poeta argentino vivo, dijo mi amigo- iba a dar un taller en La Sede, un centro cultural multidisciplinar de Villa Crespo. Por ese entonces había leído La garchofa esmeralda, pero ni un poema de Rubio. Aquella primera reunión fue para hablar sobre el poeta mexicano Gerardo Deniz. Era un único encuentro, abierto y gratuito, que servía como antesala de lo que sería un taller de tres meses sobre poesía de los 90. Éramos sólo tres participantes, además de Alejandro. Quedé impresionado por su inteligencia, por la precisión en cada comentario, por su voz, por la cantidad de cigarrillos que fumaba. En mi recuerdo, ese mismo día nos hicimos amigos.

 

A partir de ese momento, comenzó una saga de talleres que organizó Alejandro y que se extendió por dos años. El primero sobre la tendencia materialista en la poesía de los 90 -leíamos a Casas, Helder, Prieto, Gambarotta-; el segundo sobre el lado oscuro de los 90 -leíamos, por ejemplo, Camaleón de Selva Di Pasquale y Oreja tomada de Manuel Alemian-; el tercero, y el que tuvo mayor repercusión, sobre los hermanos Lamborghini (recuerdo que los jueves la terraza de La Sede se llenaba de gente y de olor a tabaco); el cuarto sobre la prosa de Levrero y Gandolfo; el quinto, trunco desde el inicio, sobre poesía chilena. 

 

Durante esos dos años, Alejandro preparó cada clase con extrema minuciosidad. Llegaba desde Caseros cargado de libros y se volvía, siempre, con alguno más que compraba ahí mismo. Nos hablaba de Pound, de Eliot, de William Carlos Williams; de la relación entre inspiración y método; del lirismo y el patetismo; de la prosodia, la eufonía y la cacofonía; del primer y el último verso; de las imágenes, los sonidos y los silencios; de las historias y de la Historia; de la métrica y el corte. Todo mientras fumaba un cigarrillo tras otro. Nosotros le hacíamos preguntas y él respondía, casi nunca dudaba. Por ejemplo, cuando Lucía, compañera desde la primera hora, le preguntó cuál era para él la mejor poesía: “la mejor poesía es aquella cuyas imágenes son insólitas pero a la vez necesarias.”  

 

Esa amistad, que para mí comenzó aquella noche de julio de 2017 en La Sede, duró hasta el último aliento, y desde ahí es desde dónde quiero hablar. Quiero dejar dicha una amistad. Quiero recordar a un amigo muy querido, y no exaltar o canonizar al gran poeta.

 

En fin, quiero tomarme en serio la palabra “evocación”: no hablar sobre él, o no hablar sólo sobre él, sino que él hable a través nuestro. Quiero volver sobre su potencia verbal, sobre el implacable uso que hacía de las palabras y los silencios, sobre su sensibilidad y su ternura. Dicen de Rubio que ejerció el malditismo, en vida y obra. Dicen de Rubio que era un jodido, que le gustaba pelear con el que se le pusiera enfrente. Dicen de Rubio que era un lobo solitario, un antisocial. Vislumbré alguno de esos rasgos, pero el Alejandro Rubio que yo conocí fue, ante todo, un tipo concernido por sus amigos, afectuoso y de una generosidad inmensa. Uno de esos tipos que dan todo, que se guardan nada, porque no esperan nada. Uno de esos tipos que viven en la pura inmanencia de la vida. Cuando uno se encuentra con alguien así más vale cuidarlo, estar cerca, quererlo.

 

Por eso, ahora quiero dejar resonando en esta sala algunas palabras que le escuché decir a Alejandro. Las tomé de una entrevista que le hice, de entrevistas que le hicieron otros, de comentarios que hizo en sus clases, de audios de whatsapp. Su voz en mi voz. Su castellano perfecto:

 

Soy un poeta peronista porque soy un poeta faccioso. El poeta faccioso es un mafioso, es un sectario, es un fanático. No quiere conciliar, no quiere sumar poder, quiere simplemente sentar un punto. Una vez sentado el punto puede ser destruido sin ninguna pérdida para la cultura o para la sociedad.

A los doce años decidí ser escritor. Cuando mi viejo me hizo la pregunta seria: “¿qué vas a ser cuando seas grande?”. Le dije: “quiero ser escritor”, “Te vas a morir de hambre”. No se equivocó.

 

No tengo una posición. No tengo una carrera literaria. Nunca me interesó demasiado tenerla, y como no me interesó no la busqué. No hice la rosca necesaria, no hablé con los que tenía que hablar, no escribí lo que tenía que escribir. Por lo tanto, no la tengo.

 

Yo había leído algo de poesía entre los 13 y los 19. Había leído a Baudelaire, a Rimbaud, algo de Lautréamont, algo de Artaud, algo de Ginsberg, algo de Leroy Jones, y más adelante leí a Eliot, a Leónidas Lamborghini. Y cuando leí a Cesar Fernández Moreno, Argentino hasta la muerte, encontré una especie de tono que a mí me calzaba, y ahí empecé a escribir poemas en esa vena, que después cuando leí a Georg Trakl, el poeta alemán muerto tan joven en la primera guerra mundial, se volvió más oscura y hermética.

 

A Leónidas Lamborghini le debo mi vida de poeta. Fue el tipo que me convenció que para ser un poeta argentino no hacía falta ser un boludo total.

 

Lo que siempre quiso Lamborghini fue que el verso diera la vida, no su comentario.

 

Se puede decir que con respecto a los otros escritores de poemas, Lamborghini nunca escribió. Siempre robó, siempre copió, siembre borró, siempre cortó.

 

Me he quemado los ojos leyendo.

 

Yo tomé toneladas de haloperidol.

 

Voy a salir de ésta como salí de tantas.

 

Yo vivo en perfecta paz conmigo mismo. La que no vive en perfecta paz consigo misma es la sociedad argentina.

 

Argentina es un país de corderos.

 

La mayoría de los tipos que hoy son comentados como grandes poetas ni siquiera serán reeditados, se perderán, quedarán en algún índice. Ni siquiera van a ser estudiados por los académicos. La cultura moderna es demasiado rápida, y el lugar del poeta no está determinado,  porque como hay que salir a buscar ese lugar, son muy pocos los que lo consiguen, estadísticamente, por más inteligencia y voluntad que tengan. Por lo tanto, siempre hay una herida.

 

El rol social del poeta es decir lo que no dicen todos los demás. Desde Canal 13 hasta 678; desde Página 12 hasta La Nación; desde tu profesor en la facultad hasta el último rockero que sale en la Rolling Stone. Decir lo que no dicen todos los demás.

 

A veces releo mis libros. Me siento recordado en esas páginas.

 

No es en la escritura donde se me va la vida. Se me va la vida en vivir.

 

Mi segundo tomo de obras completas se va a llamar Lírica esencial.

 

Puedo hablar hasta con un cigarrillo en la boca, ¿querés que te muestre?

 

El punto es el poema.

 

 


 

N.B.: El recuerdo oro fue leído el 27 de marzo de 2024 en la evocación a Alejandro Rubio que organizó “Coliseo de poesía. Aventuras del verso argentino”, ciclo coordinado por Guillermo Saavedra y Roxana Artal en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Ese mismo día, el Ministerio de Capital Humano despidió a 120 empleados de la Biblioteca.

2.4.24

Los ríos de la memoria, por Juan Cruz Carrique

(Sobre Me acuerdo y otros autorretratos, de Joe Brainard)

 

El papel es tan blanco, escribir es tan fácil…

En cuanto a los recuerdos, uno no se puede resistir a esos ojos

y retornan, retornan… Siguen mirando y juntan y guardan cada imagen,

cada estado de ánimo. (…) Todo está guardado en lo profundo detrás

de los párpados. Seguimos mirando toda la vida… hasta que se llena

y todo empieza a bullir y eructar, los ríos de la memoria.

Jonas Mekas, Ningún lugar adonde ir

 

Joe Brainard nació en 1942 en Arkansas y murió en 1994 en Nueva York. Desde los catorce años fumó cuatro atados de cigarrillos diarios. A los dieciocho vendió su sangre. En la navidad de 1961, con diecinueve, anotó en un cuaderno: “En momentos como este sé, aunque rara vez lo admito para mí, que el mundo y yo somos grandes y estamos tan jodidos.” Dibujó, pintó y expuso en cientos de galerías y museos de Estados Unidos y Europa. Se hizo famoso, tomó drogas y a los veintiséis pasó diez días de vacaciones en Jamaica. Se enamoró una y otra vez. Entre 1969 y 1973 escribió un libro maravilloso e inclasificable. Lo tituló Me acuerdo y en 1975 publicó su versión definitiva. En 2018 Eterna Cadencia lo editó por primera vez en Argentina.

 

El texto es extraño pero en absoluto misterioso. A lo largo de ciento cincuenta páginas Brainard escribe más de mil párrafos que comienzan cada vez con “Me acuerdo”. Así se van acumulando frases, imágenes y ensoñaciones de un sujeto que se construye a sí mismo a partir de una escritura maquínica y evocativa. ¿Es una autobiografía? ¿Un poema? ¿Su propio epitafio? ¿La pintura de una época? Montado en un artificio narrativo elemental, Brainard teje una obra sorprendente que se abre a múltiples lecturas y, sobre todo, incentiva al lector a probar el mecanismo.

 

La de Brainard, como la de Mekas, es una memoria que bulle y eructa recuerdos. En apariencia no hay secuencia ni intención comunicativa. Es un ejercicio memorístico aleatorio que pone a rodar salvajemente el inconsciente de una persona (y, por qué no, de una sociedad). No hay un “yo” que enuncie. En todo caso, el “yo” es enunciado por esos recuerdos que se le vienen encima y parece no poder contener. El propio Brainard describe esta sensación en una carta a la poeta Anne Waldman mientras trabajaba en el proyecto del libro: “Me siento propiamente como Dios escribiendo la Biblia. Quiero decir, siento que en realidad no lo estoy escribiendo yo, sino que está siendo escrito por causa mía. También siento que habla tanto de todos los demás como de mí mismo. Quiero decir, siento que soy todos, todo el mundo.”

 

Me acuerdo de las ciudades vacías. De las ventanas polarizadas de color verde. Y de los letreros de neón a medida que se alejan.

Me acuerdo (creo) de un ómnibus con ventanas polarizadas de color lavanda.

Me acuerdo de triciclos volcados sobre el césped en jardines delanteros. Y de los cercos de hortensias. Y de las familias de patitos de plástico.

Me acuerdo de atisbos de actividad, en la noche, detrás de ventanas color naranja.

Me acuerdo de las vaquitas.

Me acuerdo de que en todo ómnibus hay un soldado.

Me acuerdo de las iglesias modernas, pequeñas y feas.

Me acuerdo de que nunca me acuerdo de cómo se abren las puertas de los baños en los ómnibus.

Me acuerdo de las donas con café. De los taburetes. De los nuevos precios pegados encima de los viejos. Y de la gente gris.

Me acuerdo de preguntarme si la persona que estaba sentada frente a mí era gay.

 

Sin embargo, como dice Paul Auster en el prólogo, el texto tiene una compleja estructura musical: en el millar de entradas que lo componen se materializa un ritmo hecho de contrapuntos, fugas y repeticiones que lo vuelve hipnótico. No hay pasajes grandilocuentes ni momentos dramáticos. Su fuerza reside en la acumulación y dosificación de observaciones pequeñas y sutiles que aparecen, desaparecen y vuelven a aparecer como si fuera una sinfonía.

 

La edición que ofrece Eterna Cadencia, con una excelente traducción al rioplatense de Ariel Dilon, incluye también otros escritos de Brainard: libros completos como Diario de Bolinas, La vía amigable y Cuaderno del cigarrillo, algunos manuscritos, textos aparecidos en pequeñas revistas y una autobiografía póstuma. Muchos de ellos vienen acompañados de dibujos, ilustraciones, collages y flyers hechos por Brainard.

 

Entre estos, hay muchos textos breves de ficción y no ficción que, por lo general, tienden a un humor que oscila entre la provocación y el absurdo. Quizás el caso más paradigmático sea No historia, compuesto sólo de dieciséis palabras: “Espero que hayan disfrutado de no leer esta historia tanto como yo disfruté de no escribirla.” Pero también están sus diarios, más extensos e introspectivos, que retoman el minimalismo de Me acuerdo.

 

 

Después de leer las casi cuatrocientas páginas de Me acuerdo y otros autorretratos es probable experimentar aquello que decía Mekas: “El papel es tan blanco, escribir es tan fácil…” Al utilizar procedimientos tan sencillos y fértiles es extraño que el lector no se sienta impulsado a imitarlos. Como escribió Siri Hustvedt en La mujer temblorosa o la historia de mis nervios, “Joe Brainard descubrió una máquina de recordar”. Es cuestión de aprender a usarla.

 

Tomado de: artezeta.com.ar


3.8.23

Fabián Polosecki: el silencio y la furia, por Juan Cruz Carrique

 

 

A mí me gusta escuchar, me parece que el día tiene 24 horas

de inteligente silencio y hay que saber interrumpirlo con

 algo que pueda mejorarlo. Pero casi nunca se lo logra.

Fabián Polosecki

 

Comencemos por el final: el 3 de diciembre de 1996, pasadas las ocho de la noche, Fabián Polosecki se arroja debajo de un tren del Ferrocarril San Martín a pocos metros de la estación Santos Lugares. Su cuerpo, arrasado por la locomotora, yace sin vida sobre los rieles. O quizás sobre los pastizales que bordean las vías. Poco importa. Lo que sí importa es lo que deja atrás Polosecki: una hija de dos años, una mujer a la que ama, pero cada vez ve menos, la angustia de vivir, los discos de Nick Cave y The Cure, la Olivetti verde, muchos amigos, miles de ideas, miles de proyectos. Y una obra sin precedentes. Artística. Periodística.

Gustavo Fabián Polosecki, o simplemente Polo, como lo llamaban todos, nació el 31 de julio de 1964 en el barrio porteño de Belgrano. Tercer hijo varón de un matrimonio judío de filiación comunista, con sólo diez años comenzó a transitar la redacción del diario Clarín. Su hermano mayor, Claudio, trabajaba en la sección “Gremiales” del diario y durante los fines de semana, cuando le tocaba hacer guardia, lo llevaba con él. Allí, Polo aprendió a escribir a máquina, algo que lo apasionaría hasta el final. Unos años después, cuando a su hermano ya lo habían echado de Clarín y a un primo suyo lo había secuestrado y asesinado la dictadura militar, ingresó a la Federación Juvenil Comunista. Militó desde principios de los ochenta hasta los inicios de la democracia, hasta que se cansó de que lo quisieran convencer todo el tiempo de algo. Polo quería escuchar, aprender, conocer, no que le dijeran cómo hacer las cosas. También comenzó a estudiar Sociología en la Universidad de Buenos Aires, pero al poco tiempo abandonó la carrera. Su vocación era otra; él quería ser periodista, como su hermano.

Con veintiún años comenzó su carrera en el periodismo gráfico en la revista Radiolandia, orientada sobre todo a temas de la farándula que Polo detestaba. Allí conoció al escritor Pablo De Santis, quien tiempo más tarde sería guionista de El otro lado y El visitante, los dos programas de televisión que lo volvieron célebre. Tras más de cuatro años en Radiolandia, harto ya de hacer notas y entrevistas de una frivolidad exasperante, consiguió trabajo en la revista Fierro, donde nació su pasión por las historietas; pasión que luego trasladaría a El otro lado.

Poco tiempo después, en el año ‘88, participó por primera vez de un diario de tirada nacional, Sur, financiado íntegramente por el Partido Comunista. Su experiencia en Sur fue corta ya que el diario cerró al año siguiente debido a la disolución de la Unión Soviética y la caída del régimen comunista. Durante el conflicto por el cierre, Polo fue delegado sindical, y aunque ninguno de sus compañeros fue indemnizado al menos lograron rescatar, a modo de pago, las máquinas de escribir del diario: todas Olivetti de primera calidad. En Página/12 estuvo poco tiempo, ya que en 1992 logró que le hicieran una prueba en Rebelde sin pausa, el programa de televisión que conducía Roberto Pettinato en ATC. Esta primera experiencia fue el punto de partida para todo lo que vino después. La prueba consistía en hacer una entrevista a quien él quisiera para una futura sección que trataría sobre personajes de la noche; Polo eligió al portero de un bar de prostitutas y quedó. Al año siguiente, Gerardo Sofovich, por ese entonces interventor del canal, le ofreció hacer su propio programa: El otro lado.

Aquí comienza nuestra historia… 

Incubado en los bares de la calle Corrientes e inspirado en sus personajes, El otro lado irrumpe en la televisión argentina como un fenómeno periodístico extemporáneo: no está claro si pertenece al pasado o al futuro; de lo que no quedan dudas es que está fuera de su tiempo. Un guionista de historietas –personificado por el mismo Polosecki– sale a recorrer las calles de la ciudad en busca de historias que le sirvan de inspiración para su trabajo. Historias extraordinarias de gente ordinaria. El historietista se encuentra así con una multiplicidad inaudita de personajes urbanos –travestis, carniceros, maquinistas de tren, ladrones– a los que entrevista, mientras su voz en off reflexiona sobre su propio oficio, su vida y la de los demás. El resultado de este experimento televisivo es un inédito compuesto de ficción y realidad que, lejos de pretender alcanzar o transmitir una verdad, se limita a contar las historias de la gente “común” oscilando sutilmente entre el relato fantástico y el periodismo testimonial. Luego, que cada espectador saque sus propias conclusiones.

Polosecki se instala, de esta manera, en un punto intermedio entre el periodismo bohemio de fines de siglo XIX –representado por la paradigmática figura de Matías Behety[1]– y el slow journalism norteamericano de los años 2000. Amante de la noche, curioso por sus personajes, sus hábitos, sus vicios, durante el primer año de El otro lado, Polosecki hace de la calle Corrientes y sus alrededores su estudio de grabación. En una época donde los periodistas se vuelven celebridades televisivas, él retorna a los bajos fondos de la ciudad para hacer sus entrevistas. Entrevistas que, justamente, rompen con el molde de una televisión que comienza a estar cada vez más acosada por el rating; tienen otro tempo, otro ritmo, otra cadencia, marcada fundamentalmente por el silencio y la escucha. En palabras del mismo Polosecki: “En las entrevistas no hay una cosa premeditada. No me siento apurado por preguntar. Sabemos que hay que tomarse su tiempo. Nosotros ponemos la cámara, grabamos, charlamos, nos ponemos cómodos, chupamos si hay que chupar y… adelante. Es como tiene que ser. No podemos transformar los tiempos de la gente a las necesidades de la televisión. La televisión tiene que acomodarse a los tiempos de la gente.”[2]

El éxito, como podemos imaginar, es algo secundario en su vida y su trabajo. Si bien en 1993 y 1994 es premiado con tres Martín Fierro (“Revelación” y “Mejor programa periodístico”), Polosecki reniega del reconocimiento público y poco a poco comienza a aislarse de su familia, sus amigos y de la televisión. A lo largo de estos años ha incorporado el dolor de mucha gente y ahora necesita volver sobre sí mismo para reencontrarse: “Hay algo peor que la angustia de la página en blanco. Algo peor que no tener ninguna historia que contar: es haber oído demasiadas, y no poder olvidarlas”[3].

En 1996, ya separado de su mujer, alejado de su hija y peleado con varios de sus amigos, se instala en el Delta del Tigre. Tiene ofertas de trabajo, pero nada le convence. Su cabeza está en otro lado, quién sabe dónde. La tragedia, como en los escritores bohemios de fin de siglo, está ahí, esperando su momento. Y finalmente llega.

Una muerte terrible. Una muerte grandiosa. Pero que en sí misma no vale nada. Una muerte grandiosa sólo porque su obra lo fue. Y lo sigue siendo.



[1] Si bien Behety es el mayor referente de este “movimiento”, Jorge Rivera también destaca a Juan Chassaing, Gervasio Méndez, Jorge Mitre y Adolfo Lamarque como los escritores –poetas y periodistas– bohemios más recordados de aquella época. Jorge B. Rivera: “El escritor y la industria cultural. Un camino hacia la profesionalización”, en Historia de la literatura argentina, CEAL, Buenos Aires, 1980, p.327.   

[2]http://tierraentrance.miradas.net/2014/11/portadas/la-mirada-perdida-entrevista-recuperada-a-fabian-polosecki.html

[3] http://www.pagina12.com.ar/2001/suple/Radar/01-06/01-06-17/nota1.htm

20.3.23

En busca del tiempo perdido, por Juan Cruz Carrique

 (Sobre El traductor, de Salvador Benesdra)



Y ahí en la noche veraniega en la que sentía que me había
quedado cortado del mundo y de las cosas, supe de pronto que
estaba retornando a mí como una vieja compañía infatigable.

Salvador Benesdra, El traductor



LA OBRA

Verano de 1992. Balneario de Arachania, Departamento de Rocha, Uruguay. Una casa sobre las dunas. Noches calurosas y estrelladas. Playas desiertas. Tac tac tac. Los dedos repiquetean contra las teclas de una laptop primitiva. Tac tac tac. Un hombre alto, de barba tupida y piel aceitunada escribe con urgencia. Tac tac tac. Algo se está gestando.

1993. Redacción de Página/12. Sección de Internacionales. El hombre alto y de barba conversa con el reconocido periodista Claudio Uriarte. Uriarte es su amigo, su confesor y su némesis intelectual. Discuten sobre el fin de las ideologías, sobre un mundo que ya no es. Uriarte, trotskista en la adolescencia, ha devenido un hombre de derechas. El hombre alto, también trotskista durante la juventud, no ha abandonado sus convicciones marxistas, aunque se sabe derrotado. Ahora apuesta, tibiamente, por la socialdemocracia europea. Son dos planetas que colisionan todo el tiempo.

1994. Entre noticia y noticia, en la redacción del diario, abundan los tiempos muertos. El hombre alto escribe, enajenado, en su computadora. El monstruo en papel ya tiene casi seiscientas páginas y lleva por título El traductor. En algún momento se lo muestra a Uriarte. Es probable que él sea el primero en leer esa desmesura. Uriarte da el visto bueno: en el texto reconoce un pensamiento en tensión permanente y, también, muchas de sus discusiones. Se menciona a Hegel, Nietzsche, Lacan, Konrad Lorenz, Lenin, Darwin, Piaget, Lobsang Rampa y el zen. El hombre alto, reconfortado, cree que tal vez ya sea hora de pasar a otra instancia.

Primeros meses de 1995. El escritor Elvio Gandolfo retira de la editorial Planeta las veinticinco novelas que tiene que leer como pre-jurado para el premio de aquel año. Las tiene que calificar en tres categorías: rechazable, legible o premiable. En total se han presentado más de cuatrocientos manuscritos. De la pila, uno le llama la atención. Comienza así: “Me dije que tal vez era cierto después de todo que las ideologías están muertas; me regodeé mirando por la ventana del bar cómo el sol caliente de la primavera de Buenos Aires comenzaba a fundir todas la convicciones del invierno. Sospechaba por primera vez que podía haber un placer en el vértigo de flotar en ese caldo uniforme que se había adueñado hacía tiempo de todos los espacios del planeta.” Gandolfo, después de leer los primeros párrafos, sentencia: “este tipo escribe”. Casi al mismo tiempo se da cuenta que “no la van a premiar ni en broma.”

El centro de gravedad de El traductor es Ricardo Zevi, un hombre de 36 años que tras militar durante años en el trotskismo se da cuenta que la realidad en la que creció se está desmoronando: acaba de caer el Muro de Berlín y Menem llegó a la presidencia. Influenciado por el realismo crítico de Arlt, en la novela se respira un aire de tragedia permanente. Todo está dispuesto para que las fuerzas de la historia acometan su furia contra el personaje: la editorial para la que trabaja como traductor –de supuesta ideología izquierdista– no tardará en aplicar medidas de “racionalización” y flexibilización laboral contra sus empleados; y Romina, la mujer de quien se enamora –salteña de raíces indígenas, adventista y profundamente reaccionaria– mostrará una frigidez inclaudicable contra la cual Zevi deberá luchar de los modos más insólitos y perversos. Así las cosas, El traductor apuesta por sintetizar en su personaje principal –salvaje alter ego del hombre alto– la derrota de un modo de pensar y desear la vida. Tanto en el plano político como en el afectivo.

Gandolfo lee la obra con fruición. Pasea el enorme pilón de hojas durante días por Buenos Aires y Montevideo y termina escribiendo una evaluación el triple de larga que las demás. Obviamente la califica como “premiable”. En Planeta desconfían del tamaño del libro, y también de Gandolfo, así que le dan la novela al escritor Daniel García Helder, otro de los pre-jurados, para que la lea. A García Helder no sólo le parece un libro excepcional, sino que se fanatiza al punto de comenzar a hacerla circular entre sus amigos: “Hacía rato que no leía una novela argentina tan potente y llena de aristas. Ofrecía un análisis del proceso histórico argentino y mundial antes de que éste llegara a cristalizar en las visiones remanidas del menemismo y el neoliberalismo.” Finalmente, la devuelve con un dictamen tan positivo como el de Gandolfo. Gracias a ello, El traductor queda entre las diez finalistas de 1995. El primer premio lo gana Sucesos argentinos, de Vicente Battista, y Gandolfo decide no trabajar más como lector de pre-selección de Planeta.

Invierno / Primavera de 1995. A partir de aquí todo se acelera: el hombre alto averigua quiénes fueron sus lectores en la selección de Planeta y los telefonea. Le pide a Gandolfo y a García Helder, por separado, que lo ayuden a publicar el libro. (Ya lo ha ofrecido a numerosas editoriales –algunas grandes, otras más chicas– pero todas le responden lo mismo: “su novela no se ajusta a los criterios del mercado”). Se reúne con ambos y en pocas semanas se hacen amigos. García Helder lo recuerda como “un autor en búsqueda desesperada de lectores”. Gandolfo, por su cuenta, le recomienda presentarse a una beca de la Fundación Antorchas para que le financien la edición. Lo hace. Antes, y también gracias a un consejo de Gandolfo, elige a Ediciones de la Flor, de Daniel Divinsky, para publicar El traductor. Divinsky, que en un primer momento la había rechazado, acepta que se publique si la editorial no tiene que poner dinero.

Últimas semanas de 1995. Se han acabado los trámites. Sólo queda esperar la resolución de Antorchas. El hombre alto cruza el Río de la Plata y alquila la misma casa sobre las dunas en Arachania. Quiere concentrarse en Puntería, su nueva novela. Durante los primeros días lo acompaña Claudio Uriarte, que vuelve a Buenos Aires antes del fin de año. Sin embargo, el hombre alto no se siente bien. Tiene fuertísimos dolores de espalda y debe pasar muchas horas en cama. Está deprimido y teme tener un brote psicótico. Ya le ha sucedido otras tres veces. La primera y más grave en París, en 1978, cuando acabó internado en la Maison Blanche. Unos años más tarde en Buenos Aires, y esa vez le tocó en suerte el Borda. La última no fue internado pero obligó a sus compañeros de redacción a que lo acompañaran al Obelisco a ver a los extraterrestres que estaban a punto de llegar a la Tierra. Finalmente, decide volver a Buenos Aires.

2 de enero de 1996. Barrio de Congreso. Los dolores no ceden. El hombre alto llama a algunos amigos, entre ellos Gandolfo, pero no encuentra a ninguno. Deja mensajes en el contestador. Sale al balcón de su departamento, en el décimo piso del edificio ubicado en Solis 456, y se arroja a la calle. 

Febrero de 1996. Gandolfo, que ya se ha enterado del tristísimo suceso, recibe un llamado de la Fundación Antorchas. Le dicen que no pueden comunicarse con el autor de El traductor, un tal Benesdra, y por eso lo llaman a él: la novela ganó la beca.

Mayo de 1998. El traductor se presenta en la Feria del Libro de Buenos Aires. Gracias al aporte de familiares, amigos y, por supuesto, a la beca de Antorchas, el libro es publicado con una tirada de 1.500 ejemplares. Unos meses después se editan mil más. Luego, por más de diez años, el silencio y el misterio envuelven la figura de su autor. Recién en 2012, la editorial Eterna Cadencia recupera el legado benesdriano y reedita toda su obra: El traductor y El camino total, un libro de autoayuda no convencional escrito al mismo tiempo que la novela.



EL HOMBRE

Salvador Benesdra nació en 1952 en el seno de una familia judío sefardí de mucho dinero, aunque poco afecta al amor filial. Su padre era el dueño de la zapatería Greco, famosa en Buenos Aires, y siempre tuvo una relación conflictiva con Salvador. Fanático de la lectura, en la juventud descubrió que le gustaba leer a sus escritores favoritos en su lengua original así que pronto aprendió inglés, francés, alemán y portugués. Luego se dedicaría al japonés y al ruso. 

Estudió en el Nacional de Buenos Aires, donde se hizo famoso por convencer al profesor de literatura de tercer año y al jefe de celadores de que se hicieran trotskistas. Sus compañeros lo recuerdan como un discutidor –y convencedor– nato. Una vez que se graduó, estudió la carrera de psicología en tres años y se marchó a París a realizar un posgrado. Allí tuvo su primer brote. Alejandro Mantero, íntimo amigo de Benesdra, lo fue a buscar junto con su hermano y se encontró con una situación inverosímil: “Cuando llegamos nos lo tiraron por la cabeza con el sólo afán de sacárselo de encima. Ahí nos enteramos que Salvador había soliviantado a los internos contra el poder psiquiátrico –alentado por las ideas antimanicomiales de Franco Basaglia– y había llevado a cabo un verdadero Atrapado sin salida.”

Cuando volvió a Buenos Aires, en 1982, empezó a trabajar como periodista de política exterior. Primero en La Voz, después en La Razón y, por último, en Página 12. Walter Goobar, su editor en Página/12 lo recuerda como alguien brillante: “tenía una sintaxis excelente y un gran talento para procesar la información. Era un obsesivo de las fuentes y la escritura.” Allí también fue representante gremial de los trabajadores, donde se destacó como un orador temible. Según el periodista y escritor Sergio Di Nucci, que no lo conoció pero sí a muchos que trabajaron con él, Salvador “se subía a una silla o a un banco y pronunciaba largos discursos, con frases ciceronianas, perfectas y muy bien argumentadas, pero, ay, inconvincentes.”

En 1995 lo echaron de Página/12, junto a 60 trabajadores más. Este episodio lo deprimió muchísimo y aunque consiguió trabajo en una publicación institucional de la empresa Socma, ya estaba decidido a dedicarse sólo a la escritura. 

Así como los motivos de su suicidio nunca se sabrán, ya nadie podrá borrar la marca que Benesdra ha dejado en la literatura argentina. En todo caso, para esbozar alguna respuesta quizás haya que hacerse, primero, la pregunta que tanto atormentaba a Ricardo Zevi: “Si de una vez por todas quería ganar, ¿no era hora de hacer un salto sin paracaídas de verdad? ¿De jugarme a alcanzar aunque fuera tan solo un punto de no retorno, sin resguardos, ni reaseguros, ni opciones de reserva?”  

 

Tomado de: artezata.com.ar