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25.7.11

Las nuevas formas de decir Bolivia, por Gabriel Cortiñas






A principios de este nuevo siglo, Bolivia se compone como un nuevo territorio textual y político. Tres novelas, y quizá más, pero tomaremos tres, hablan de Bolivia y el derrotero de sus emigrantes en nuestro país. Un pueblo condenado a la peregrinación como en el caso de Di Nucci y una urbe que se presenta como un desafío para cualquier identidad; o un nuevo residuo en el caso de Strafacce –tóxicamente mejorado– de voluntad. Más allá de las diferentes estéticas, hay en ambos textos un cruce con lo político, que nos lleva a pensar en la nueva Bolivia masista y su efecto en la construcción identitaria.

En la novela Bolivia construcciones, el Quispe se queda asombrado de la impotencia de una población que al parecer estaba enardecida por un crimen ocurrido en la villa vinculado al narcotráfico y que luego irá perdiendo la furia hasta volver nuevamente a la normalidad: “Los bolivianos son distintos a los argentinos. El argentino es furioso nato. Lo que se ve, por la calle, son indignados de ambos sexos. Pero cuando los bolivianos se enojan, queman vivo a un alcalde… [el subrayado es mío]”, Morales, Bruno, Bolivia construcciones, 2006. En tanto que inmigrante se convierte en un espectador privilegiado de una identidad que dista mucho de la suya. Es, a su vez, interesante ver que en la novela están representados los dos factores constitutivos de una identidad –según Alain Badiou–: la purificación (el Quispe) y la creación (el joven protagonista). El Quispe le prohíbe a su sobrino comer la comida peruana que tanto le gusta, y uno de sus argumentos es que los peruanos no tienen comida propia porque asimilaron la cocina japonesa. De la misma manera en que advierten lo mucho que se lee en Argentina, dando cuenta del nivel de mediatización de una sociedad y el rol preponderante que tienen en ella los medios de comunicación. Estos nuevos inmigrantes forman parte de un mosaico humano que está lejos de aquel famoso crisol auspiciado hace más de un siglo. Lo endogámico que se producía en la colonia entrerriana de Los gauchos judíos, se mantiene en este espacio urbano de pobreza donde las fronteras entre las nacionalidades estarían delimitadas. El barrio de los paraguayos, la comida peruana por un lado, la boliviana por otro, e inclusive las propias festividades como las alasitas. Sostener esa identidad —ejercerla— en los suburbios marginales de un país vecino como Argentina es una forma estoica de resistencia. El lugar que estos inmigrantes ocupan en nuestra sociedad, queda reflejado en el modo en que son representados por la prensa masiva, la mirada del otro. La placa roja de Crónica TV (“EL BOLIVIANO FEROZ DE LA PATERNAL”) se opone a la noticia del periódico Renacer, medio independiente que tiene como eslogan: “La voz de nuestra América morena en Argentina”. Este periódico se edita en Bs. As. y está producido por inmigrantes bolivianos, se erige como la voz de una minoría. En el fragmento 58 de la novela, el protagonista lee dos noticias significativas de dicho diario. La primera cuenta el viaje que hizo Evo Morales a La Habana por el cumpleaños de Fidel, promoviendo la industrialización de la hoja de coca; y la segunda el caso de una chica que fue asesinada en la villa y que las autoridades argentinas le negaron el cuerpo a la madre para darle sepultura por no tener DNI. Los familiares logran enterrarla un mes después de ocurrido el asesinato. Carentes de documentación, humillados por la burocracia y la xenofobia, hablar incluso de mosaico sería un término por demás benévolo para designar el status de este grupo social. Si en una está lo propio y novedoso –Evo Morales, primer gobierno indígena-campesino–, en otra el límite: un documento de identidad.

Los pueblos originarios, como el caso del aymara, fueron durante siglos despojados de sus tierras, obligándolos a emigrar para poder subsistir aún dentro de su propio país. El Instituto Nacional de Estadística de Bolivia (INE) posee incluso una sección que analiza las migraciones internas como una variable de primer orden, la historia personal del actual presidente Evo Morales es un ejemplo de dicha variable. Nacido en el altiplano boliviano, Evo emigró con su familia varias veces por cuestiones económicas, así pasó de Oruro a las yungas cochabambinas e incluso a vivir de chico unos años en Jujuy, porque su padre había conseguido trabajo en la zafra. Es paradójico que pueblos milenarios como el aymara, hayan naturalizado el hecho de migrar, a diferencia de otras sociedades como la argentina que fueron constituidas por varias generaciones de inmigrantes. En el caso de los protagonistas de Bolivia construcciones, el hecho de haber emigrado no fue motivo para olvidar su pasado. El Quispe siente un gran orgullo por sus ancestros, se siente heredero de una historia, y expone su identidad subjetiva. Tres pilares serían los que permitirían la construcción de una identidad: la identidad subjetiva, el poder propio de ese grupo y la existencia de un “otro”. La identidad subjetiva es la visión que tiene el grupo de sí mismo, y al igual que los otros dos pilares, este es dinámico:

—Aunque no deberías llamar a eso época colonial. Fueron años de opresión.
—¿Cómo debo llamarlo Quispe?
—Época posshimperial. O posshaymara. La decadencia hijo.

En su segunda novela, Grandeza boliviana (2010), Bruno Morales enfatiza una tónica de construcción identitaria, donde lo político y lo territorial están en constante movimiento. La voz quechua likchay –que significa “despertarse”– aparece como un tatuaje ajeno donde se posa el dedo del protagonista hacia el final del texto. Despertar sexual, como ya se dijo, y un despertar alegórico en lo político, ya que el terreno por el que habían hecho tantos trámites burocráticos fue finalmente designado a una colectividad italiana:

Seguía sin ver a Quispe. Y Félix comenzó a viajar seguido a Villazón. El predio nunca fue devuelto, y tiempo después supimos que el Gobierno de la Ciudad se lo había dado a una asociación italiana, la Asociación de Calabreses en Argentina. Al tiempo otro predio le fue quitado a una asociación boliviana, para dárselo a la Asociación Misionera Sagrado Corazón de Jesús de Nuestra Señora de Fátima.
Morales, Bruno, Grandeza boliviana, 2010.


Queda claro cuál es el límite de este nuevo otro boliviano dentro de la maquinaria de poder burocrático municipal: organizar Alasitas para que no haya “enchastre” en el Indoamericano, sí, pero otorgar un terreno definitivo no. Los inmigrantes bolivianos que presenta Morales están agrupados y es por eso que asisten a una exposición de productos andinos en Morón y tienen medios de comunicación como radios o periódicos; pero existe sí, el otro, el límite. Y es en esa huella-cicatriz donde se actualiza una identidad: no le conceden el terreno pero sí, habrá que censarlos para ponerlos en regla. Al transitar las formas de lo político, en su segunda novela, Morales –o Di Nucci– da más lugar a los otros dos pilares necesarios para la construcción de una identidad: el poder propio del grupo y la existencia del otro, y por ende, su resistencia.

Por su parte, Ricardo Strafacce, en su nouvelle La boliviana (2008) presenta un argumento hilarante y catastrófico, que dejará al desnudo el carácter azaroso de la historia política de un país. María Luján Murena, inmigrante boliviana, será el punto ciego a partir del cual girará el problema de la representación política en época de crisis y la identidad nacional. Si en los textos de Bruno Morales la identidad boliviana se construía a partir de un retrato realista de las formas comunitarias en el exterior –el Bajo Flores–, María Luján, en cambio, es única, es metonímica. Y es en esa exageración disimulada que una sola decisión –la de aceptar la candidatura presidencial– revierte de un plumazo el lugar de humillación y subordinación que ocupaban sus coterráneos:

Así, los ciudadanos de esa nacionalidad empezaron a recibir todo tipo de galanterías y comedimientos (se les cedía el asiento en el transporte público, se recompensaba con sumas astronómicas a los emponchados que entonaban motivos tradicionales en la calle Florida, etc.)
Strafacce, Ricardo, La boliviana, 2008.


Esta nueva valoración cómica de los bolivianos en la Buenos Aires de Strafacce, resalta uno de los pilares identitarios de los cuales habíamos hablado: el propio poder del grupo. María Luján es la única candidata posible, porque es la que mejor mide estadísticamente. Sin embargo, ese mundo intangible de mediciones y simulacro choca con algo impensado: María Luján Murena –y por ende la identidad boliviana– aparece como el último lugar donde hace pie el lenguaje, como el lugar de lo real: “…dijo que no. Que no se lo tomaran a mal, pero si bien para ella la Argentina era su segunda Patria, Bolivia era la primera. Boliviana había nacido y boliviana iba a morir.”

Junto con su esposo, serán los únicos que no caerán en las garras del mafioso a causa de la ambición monetaria. Ella será, justamente por eso, la buscada, la deseada, la perseguida, y la única que podrá salvarlos de las garras del loco Karrufa. De forma esperpéntica y delirante, regurgita –en un contexto actual– la moral del hombre nuevo y su voluntad tan propia del último siglo. Estos aspectos, aunque exagerados, forman parte de aquella identidad subjetiva de la que hablábamos.

El fenómeno masista liderado por Evo Morales tiene su peso específico, su potencia, justo ahí donde parecía no haber más que simulacro. El siglo pasado había insistido en el potencial revolucionario de la clase y en la toma de poder como algo definitivo y tangible. El nihilismo finisecular —exceptuando algunos casos aislados— demostró que se habían cometido errores de caracterización, el llamado pueblo no iba a coincidir más consigo mismo. El capitalismo había logrado captar el deseo de los explotados:

Si debiésemos pensar todavía una vez más el destino de la humanidad en términos de clase, entonces deberíamos decir que hoy no existen más clases sociales, sino una única y pequeña burguesía planetaria, en la que las viejas clases se han disuelto: la pequeña burguesía ha heredado el mundo.
Agamben, Giorgio, La comunidad que viene.


Esta disolución de las clases o la clase de la que habla Agamben, tiene su correlato con la idea según la cual se habría producido la muerte de lo social. La masa se habría objetivado, dando como resultado un sujeto-objeto, representante de lo que se denominó la mayoría silenciosa (Baudrillard, Jean, Cultura y simulacro). Donde antes había una movilización para medir la fuerza o adhesión de un candidato, hoy existe una medición. Esta nueva masa neutra posibilitó el giro de lo social a lo estadístico. Hoy en día las decisiones políticas al igual que las alianzas, e inclusive las declaraciones públicas de los propios actores políticos tienen su razón de ser a partir de las llamadas mediciones estadísticas.

Si tomamos el caso boliviano, los enunciados anteriormente citados no se adecuarían con facilidad al proceso. Por un lado, Martín Sivak dirá –en Jefazo– que Evo: “Sostiene que en el palacio se encuentra el gobierno, pero no el poder.”, Sivak, Martín, Jefazo: retrato íntimo de Evo Morales, 2009, este enunciado no distaría del de cualquier otro mandatario. Pero luego dirá que él concibe a la política como una demostración de fuerza, que son las marchas, la capacidad de movilizar, algo que estaría muy alejado de aquella masa neutra de la que hablábamos. Hay en la forma de gobernar de Morales algo del orden de lo casero, de lo comunal, que contrasta con la gran mayoría de los países, inclusive con Argentina. El propio Evo Morales reconoció que cuando ganaron, por falta de fondos, no hacían mediciones. El papel preponderante que tienen hoy en la escena política argentina las encuestadoras no es comparable al de Bolivia. Esa forma de liderazgo —si bien tiene que ver con la historia boliviana, donde la fuerza había sido el único factor que promovió cambios— retoma aspectos claves de los pueblos originarios y los combina con la política moderna. No sólo es la primera vez que un presidente de origen indígena gobierna ese país, sino que la cultura milenaria asimila al poder político: pareciera que Evo —tomando como base el texto de Sivak— otorga la misma validez a un sueño premonitorio, costumbre de los antepasados, que a una medición estadística. La figura de este gobierno es la metonimia: Evo-pueblo. Su vida, es la vida de todos:

Es una constante en su discurso público: el relato de su vida confirma el dolor y las carencias del país y sus acciones de gobierno son su forma de remediarlos. Por eso este hijo de Bolivia puede aspirar a que lo vean como padre.
Felipa contó que a varios de los Morales que tuvieron hijos en el último año les pusieron Evo de primer nombre.


Por mantener una identidad cultural menos permeable, reencauzando la potencia de un pasado común ancestral, sumado a una supremacía numérica real del campesinado, en Bolivia sería difícil de aplicar aquella frase de Agamben, y hoy podríamos clasificar a este proceso como una excepción en la región. Ni siquiera el caso venezolano es comparable, Bolivia posee una mayoría campesina. Quizá en el proceso liderado por Evo Morales, lo que se llamó una vez pueblo, pueda coincidir aún en algo con la palabra pueblo, y que la mayoría no sea tan silenciosa. De ahí, que a los ojos de un político que sabe de masa neutra, se le complique discernir la realidad del simulacro. Luego de un encuentro con el presidente boliviano, Bill Clinton le dirá —en el texto de Sivak— a un asesor: “¿Es este tipo real?”. Volviendo a la novela Bolivia construcciones, en el fragmento 18 los personajes no pueden dormir porque el discurso de un acto de escuela entra de forma violenta por la ventana. Ellos acceden a una imagen de la escuela argentina en ese momento que se construye por medio de la voz del discurso de la directora y del maestro. No sólo que la antigua utopía de la escuela como integradora se ve parodiada, ya que lejos de producir integración les provoca indignación y rechazo –aquí tendríamos que mirar al busto de Ramos Mejía; sino que estas voces para el protagonista, tendrían algo de falso, de simulacro, no parecen corresponder con su sexo.

Si el proceso político social encabezado por Evo Morales se presenta —en parte— como un caso especial a tener en cuenta en la política moderna, por otro lado parece haber asimilado muy bien una de las trágicas derrotas del siglo pasado. Ñancahuazú tuvo grandes errores, pero tenía su potencia en la voluntad, y ese factor parece haber sido rescatado y fundido con la herramienta más eficaz que poseen hoy los gobiernos que se precian de ser progresistas: la agenda. El texto de Sivak presenta a un Morales obsesionado por la función política y con la toma de decisiones. La última constitución que declara a Bolivia como estado plurinacional dando legalidad a gran parte de la población, la nacionalización de los recursos naturales y la cintura política que, al menos hasta ahora, evitó la posibilidad de un enfrentamiento civil, son algunos de los avances significativos en materia social del masismo. La agenda como herramienta y su apropiación, excedió el sentido figurado:

Su agenda es un cuaderno negro con membrete de la Presidencia en el que pidió que los renglones rojos empezaran a las cuatro de la mañana y terminaran a la una de la mañana. No existen agendas industriales para su rutina.


La imagen que construye Sivak en su texto es —por momentos— la de un Morales altruista que lleva su agenda como símbolo de un cambio sustancial: el calendario masista de su revolución. Evo sueña que se cae un avión y es el legado del padre, gana las elecciones. Sueña que lo persigue la CIA por el monte y suspende un acto. Podría soñar, entonces: que es Fidel Castro entregándole una réplica de su fusil a Salvador Allende, o mejor, que es Evo Morales entregándole una réplica de su agenda tras un vidrio, como un cuadro, con los renglones rojos desde las cuatro de la madrugada.

Los episodios ocurridos en el Parque Indoamericano el pasado diciembre confirman la vigencia de un tema, que podríamos llamar “Bolivia”, tanto en lo político como en lo territorial, el nuevo hueso duro de roer. La cultura boliviana atraviesa un período de revalorización y transformación profunda. Los bolivianos que llegan –o llegaron– a Buenos Aires no están ajenos a este proceso. Para ser más precisos, aquella derrota de los indios que desde 1781 había construido símbolos de dominación duraderos, se revierte en victoria a partir del año 2003. Silvia Rivera Cusicanqui, señala con precisión que ese cambio de tendencia tiene su punto de inflexión en el período 2003-2005. Este nuevo peso específico político y cultural de la identidad subjetiva reconfigura a su vez las relaciones de fuerza, promoviendo nuevos desplazamientos territoriales y nuevas formas de asumir la condición de minoría.

Esa nueva potencia de lo político exigiría una visibilidad aún mayor, algo del orden de lo gestual que se deja ver en los textos analizados: La agenda materialmente distinta de Evo, María Luján manteniendo su trabajo honrado de almacenera a pesar de las jugosas regalías de Karrufa, o Blanco, que le pide a gritos al cónsul –en Grandeza boliviana– un balde con agua y jabón, para dejar bien blanquitas las banderas que dan a la calle del consulado. Este gesto reivindicativo que aparece en los textos, es la pura huella lingüística que denota un cambio en las condiciones de enunciación, para aquello que llamamos “Bolivia”, aquí, o allá.