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19.7.13

Una lectura, por Sofía González Bonorino






EL HILO DE LA BOBINA de Liliana Guaragno / Una lectura



Bienaventurado el artista, porque él recobrará el tiempo, escribe Pamela Hansford Johnson en un breve ensayo sobre Proust.

Fuera del tiempo, porque el tiempo ha sido conquistado.

Los días no se mueven.

Quedan detenidos en el aliento de un amor hecho palabra.


El clima de El Hilo de la bobina es el de un presente que es pasado y futuro, todos los tiempos.

Algo se respira: el instante.

El pasado sucede, hoy.

Es tiempo de escritura.

Entramos en la vida verdadera, la que se crea  arriesgándose a tirar los hilos del lenguaje: hasta que el hilo se hace maraña, o aparece la hilacha de la tela.

Liliana Guaragno atrapa la vida en las  redes del lenguaje, de tan delicadas casi invisibles, la trae desde algún lugar recóndito de la sangre, más allá de los  pensamientos, del movimiento sordo de los órganos.

Salir de la indiferenciación de los orígenes: escribir.

Sumergirse en el espacio puramente verbal de El hilo de la bobina. Descifrar eso entreverado que molesta al corazón, al vientre, a los ojos. 

Desembarazarse de la totalidad inasible de la experiencia y realizarla en fragmento.

La mano de Guaragno sobre el papel en blanco escribe,  para dejar atrás la muerte.

La soledad no se comparte, crece sólo para uno, para adentro, dice la narradora. Noches solitarias, noches cálidas de Quilmes. Las estrellas, detrás del edificio en construcción, derraman su luz fría en la cocina. Los cuadernos de notas abiertos sobre la mesa. El mate, el eterno cigarrillo que se consume solo, olvidado, en el cenicero.

Luchar contra cadáveres y estereotipos, enmarañados en la selva del tiempo.

Los sentidos, antiguos, de nuevo alertas.

La escritura.

Y el silencio que se abre, dentro, y se bifurca, y se entremezcla, como las copas de una extraña arboleda. 

Y las preguntas.

Perdona que no pueda tener alas de águila / que lo que más deseo no sepa dónde hallarlo, dice Keats.  Liliana Guaragno no se da por vencida. Mira.  Busca. Se contamina. Trabaja con la  materia, siempre renovada,  de la vida. No  con las sobras del cuerpo, esa zona muerta en la piel que rodea la cicatriz,  noche insensible en la carne.

El Hilo de la bobina interviene en el lector como un cuerpo laborioso que se inclina sobre la tela. Uno  va dejando que las puntadas  den formas insospechadas a lo que en nosotros era informe: como una ciudad que crece y se vuelca sobre el río encontrando su límite, así, en la lectura de un buen escritor, yo encuentro mi frontera.

El Hilo de la bobina no se expande. Ocupa un lugar en el espacio, limitado a esa esquina de Avellaneda. Esa calle: Pierres.

Esa familia, esas mujeres.

El tiempo de la novela no sucede, el espacio es un punto, del cual apenas se sale: el salón, el cuarto de costura, los patios.

Guaragno investiga: huellas, rastros, señales a descifrar, caminos que se abren, oscuros, hacia el mundo real de El Hilo de la bobina.

La fotografía, la del cabello recogido pero abultado sobre su cara ancha de nariz pequeña y labios finos. Ojos almendrados, de un verde casi gris- la abuela cuando joven ¿qué había tras esa mirada? Imperturbable-. Apoyada la mano sobre la consola se reflejaba en el espejo el rodete, parte de su espalda, el brazo afirmándose, apenas el otro

Hay un pulso en la novela de Guaragno, un ritmo que apacigua. Nos vamos callando, toda actividad se suspende, como cuando entramos en un más allá de la palabra, en una zona de misterio, lejos de todo saber. Su estilo, su visión se construye con las ambigüedades, las contradicciones, los matices de una verdad siempre evanescente.
  
Guaragno  se aproxima, se aleja, mete vida.
Y siempre, la mirada piadosa que la caracteriza, la lejanía de sí misma.

El  mundo  de El hilo de la bobina es cerrado, de clausura. Y por eso, quizá,  la tristeza callada, sangrienta, que atraviesa sus páginas y nos atrapa, en un no sé qué de algo perdido. Y es que me parece estar sintiendo la respiración de la moribunda Bella, algo se desgarra en mí, ese anhelo quizá inconfesado de dejarme morir yo también, de quedarme sentada- el cuerpo demasiado pesado en la silla- frente a  la mesa de costura, como le ocurrió al Malte de Rilke, atado a su asiento, aquella noche en el comedor del conde,  viendo el fantasma de Cristina Brahe atravesar, paso a paso, la sala adusta y sombría.

 Qué escritura la de Guaragno, que denuncia y perdona.

Dicen que Juana de Arco nunca aprendió a leer ni a escribir pero que tenía habilidad para trabajar cosiendo e hilando. A diferencia de las mujeres de la novela, que también son vírgenes y doncellas, y también hacen de la costura un trabajo, Juana pudo abandonar la casa paterna.

Dios se le reveló por medio de sus voces.

El mundo de El hilo de la bobina, es el mundo de un Dios callado, que no habla ni se dice.

Espacio propicio a la escritura. Pero ninguna de las mujeres de la novela escribe, fusionadas, sin salvación, a lo irreversible endogámico: mandato familiar que las toma, las inmoviliza, las mata.

El confinamiento de las mujeres que Liliana Guaragno  trae a  la novela, enteras en su presencia y, sin embargo, fantasmales- porque, excepto Nadia, ninguno habla de veras- atraviesan, livianas y terribles, las páginas del libro. La fijeza de sus cuerpos como en oración, en vigilia, cuerpos a la espera de algo: un cataclismo, una explosión que va a cambiarlo todo: la lisura de la piel, el silencio.

Se alude, con pocas palabras, a la sociedad convulsionada de la época. Pero qué importa eso, que les puede importar los avatares del gobierno conservador a esas adolescentes, anhelantes de vida, pero ya aterrorizadas por esa misma vida que se les vuelve un bien inaccesible.

La familia se cierra, asfixia y se asfixia, se clausura, en una maraña de recelos, odios, rivalidades.

Monstruosa Totalidad, promiscuidad cálida.

Lo prohibido exalta los sentidos.

A diferencia del padre Sergio, Tonio no se cortará un dedo para mitigar con el dolor atroz ese otro dolor, el del deseo.

El personaje de Tolstói rechaza a la mujer, diablo tentador, que lo aleja de las alturas de lo racional  y lo degrada, condenándolo a  la oscuridad de las pasiones.

Mujer, puro objeto de lujuria.

Nadia, inconsciente de sí, se deja estar,  bajo el sol del mediodía, lánguida y  voluptuosa. El patio huele a flores. Ella canta, lenta, una melodía apretada entre los labios. La cabeza se inclina, suave, sobre el tejido. Tonio la ve ahí, sentada, tan apetecible en su abandono, con ese resplandor que la juventud da al cuerpo femenino. Su hermana, antes ignorada,  lo traspasa como un rayo. La descubrió hermosa. Cae el velo de sus ojos. La ve mujer, de pronto, la ve hembra. La mira como un hermano no debería jamás mirar a su hermana.

 besó fuera del control de su conciencia los labios de Nadia (…) con sus manos que ascendieron hasta los pechos de una Nadia pálida, paralizada en el torbellino de sensaciones inesperadas, extrañas. Nadia rogó en un hilo de voz que se apartara. La cara del muchacho osciló negativa, aún avanzó estrechando los cuerpos y su mano loca presionó el pubis por sobre los vestidos de la virgen.

¿Se siente culpable después?

Cierto espanto, quizá.

Nadia, a partir de aquella tarde en el patio, no volverá  jamás a ser la misma.

Asume la culpa. En un acto de amor ni siquiera por ella sospechado. Amor que, de tan intenso y sin solución posible, acaba por convertirse en odio.

El hombre, con olor a padre.

Odiar, la única forma propicia a su existencia.

Solas para siempre, para siempre sin amor, cantaban las brujas de Michelet  en el aquelarre.

El hombre, para Nadia, se convierte en fuente de repulsión. No le reconoce nada. Ni siquiera la capacidad de sostener económicamente a la familia.

Para ella ninguno vale nada, como si la misma condición de hombre fuera la marca de cierta invalidez intolerable.

Nadia sólo hubiese podido inclinarse ante Dios, o ante el Mal, o ante un Satán que es macho, macho cabrío con un miembro tan grande como el de Pan o Príapo.

Nadia, la atormentada Nadia. El personaje más fuerte de la novela. Llena de resentimiento, una virgen cuya virginidad es espada, escudo, causa y razón de una vida en permanente actitud de guerra. Nadia no perdona, ella ve. Así, es la única en la familia que comprende que su hermana Bella se muere, con la complicidad de todos, sin remedio.

No se atreven a mirarse. Bajan los ojos y se eluden, avergonzados. Cómplices de una muerte sacrificial. Bella, el cordero que se inmola para pagar por los pecados del padre.

El sacrificio:
Una “cosa muy santa”.
Un crimen.
Carácter sagrado de la víctima (Hubert y Mauss)


Palabras cortajeadas por el llanto: Nadia no forma parte del sacrificio.

Ella  acusa, como si la cobardía  del otro pudiera cambiarse con el grito de denuncia.

Nadia.

Y las otras: víctimas, como los gallos, de heridas incurables.

La virginidad, condición que protege, resguarda de esa otra condición de ser para el otro, para el macho.


La virgen es una mujer que ha aprendido a valerse sin hombres.

El capítulo que lleva el nombre del libro, El hilo de la bobina, es de esos textos que se te quedan para siempre,  con sus imágenes de belleza despiadada, y esa música de las ideas que apenas fluyen: sensaciones, sí, el clima de atardecer, cuando el cielo, como esos moribundos que reviven en el último instante, se abre, inmensa página radiante que parecería albergar, por un momento,  todas las verdades.

Escena de una crueldad que aún duele: sigue habiendo hombres y mujeres  que odian lo femenino. El padre, autoritario,  les corta el paso a Sol y a Bella, en el momento en que las hijas salen, deslumbrantes, vestidas como hadas, como reinas. Ellas mismas cosieron sus vestidos. Vaporosos tules, el frunce  de un terciopelo en la cadera, el escote que se abre, palpitante. Cuerpos que desean, incompletos.

La primera fiesta.

¿Puede haber mujer más hermosa que la que siente en su cuerpo el amor que vendrá, o que es, ese deseo raro, que ellas no pueden nombrar-para eso necesitan del hombre- deseo hecho de carne y de sueños, inspiración que se eleva y  baja al mismo tiempo, hálito que recorre como una música la columna vertebral,  los órganos luminosos del cuerpo, brillantes como estrellas.

Y la piel que pierde su condición de límite. 

- Estas no son horas para jovencitas.
- Pero… Padre… - intentó en un ruego Bella.
- El Padre está en el cielo y opina que esas fiestas no son para mujeres decentes.
- Pero si usted conoce la casa y a la familia…- dijo Sol- . Ellos quedaron en acompañarnos a la vuelta. Son tres cuadras.
- Y van Rosa y Elisa, el hijo del doctor y…- sólo pudo agregar la más joven.
- Ni ellas ni él, ni ustedes tienen vela en este entierro, así que a callar, y a obedecer. Buenas noches- dijo duramente el padre, cerrando toda posibilidad de diálogo, y se internó en el pasillo.


Colores y matices de un crimen de siglos que Liliana Guargno describe sin miedo, sin dejarse tentar por la compasión o el orgullo, como si en la escritura, en ese campo que es también campo de batalla, ella se jugara la vida.


El padre de El hilo de la bobina descarga su poder sobre las mujeres de la casa.

Ellas obedecen.

Castidad, pobreza y obediencia, elevan sus votos las monjas de clausura.

 Obediencia, virtud cristiana, una de las formas más altas del amor. No pasividad, ni sumisión cobarde.

Bella, después del episodio con el padre, en aquel “amargo febrero”, comenzó a callarse. El silencio, como una mortaja etérea y carnal, la ceñía, más y más fuerte. Con la mirada concentrada en algo parecido al vacío mantenía sus tareas de corte y confección. La tristeza la consume. Un dolor agudo como si en su interior agujas filosas subieran y bajaran, horadaran y cosieran con hilos finitos de la bobina de su cuerpo la tela propia bajo la piel. Ningún gesto, ninguna profundidad en sus ojos. Las trenzas recogían su cabello, daban vueltas y vueltas sobre una cabeza que no quería recordar.

Bella se abre a la muerte. Espacio propio donde el padre pierde todo su poder. Ella asume su libertad. Su hambre, que no se calma con alimentos terrestres. Su deseo de amor jamás será saciado. Bella no se conformará con una esclavitud estéril. La maquinaria del cuerpo comenzó a andar mal (…) Se negó a desayunar. Un vaso de agua no es un desayuno, le dijo la madre, que sufrió su mirada esquiva pronta a disolverse.

Las mujeres de la casa, unidas por la misma servidumbre, compartiendo las mismas cargas.
Pero Bella es diferente. Se rebela contra el padre de un modo absoluto.

Aterrador su grito que, sin voz, destroza todo a su paso, como un torrente mudo, un grito hacia adentro, hacia los confines secretos del cuerpo púber.

La seda que envuelve su cuerpo muerto. De tan delgado, casi transparente. Esos ojos inmensamente azules vueltos hacia la nada.

Los personajes femeninos de Liliana Guaragno recurren a  la virginidad como a una Fortaleza en donde el poder del hombre es una amenaza contra la cual todo se estructura: la rutina de cada día, las conversaciones, las posturas del cuerpo, el alcance de la mirada. Amenaza improbable pero fundante, como en la novela de Buzzati, con sus temidos y anhelados tártaros.

Las chicas de El hilo de la bobina no tuvieron, como Juana de Arco, la ayuda de Dios. Como si la virginidad fuera una protección demasiado vulnerable en ese mundo de guerreros, a Juana, para salvarla de la concupiscencia, su Padre le ordenó vestir ropas de hombre. Curiosa relación entre ser mujer y aparentarlo.

INQUISIDOR. Volviendo al tema de la vestimenta. Por última vez, ¿te quitarás esas ropas indecentes y te pondrás algo más apropiado a tu condición de mujer?
JUANA. (Con pena.) Pero mis voces me dicen que vista de soldado.
LADVENU. Juana, Juana, ¿no es eso prueba de que las voces son voces de espíritus del mal? ¿Puedes darnos una buena razón por la que un ángel de Dios daría un consejo tan desvergonzado?
JUANA. Pues claro, es de sentido común. Yo era un soldado y vivía entre soldados. Ahora soy un prisionero vigilado por soldados. Si vistiera como una mujer me considerarían una mujer, y entonces, ¿qué sería de mí? Si visto de soldado me considerarán un soldado y podré vivir con ellos como si estuviera en casa con mis hermanos. Por eso santa Catalina me  dice que no debo vestir de mujer hasta que ella me dé permiso. (Santa Juana, Bernard Shaw)


Para los teólogos, la virgen tiene el privilegio de dejar de ser mujer para transformarse en un hombre. Jerónimo escribe que “si una mujer se dedica a tener hijos, ella se diferencia del hombre como el cuerpo del alma. Pero si ella desea servir a Cristo más que al mundo, entonces dejará de ser una mujer y será llamada hombre” (Comentario a la epístola de los Efesios, III, 5)


La virgen, parte de un Todo que la demanda entera.

Renunciar. Y devenir fragmento.

Liliana Guaragno escribe como si tallara en la hoja una  forma que dice lo que ya estaba en mí.
A riesgo de morir,  me dejo dar forma, me atrevo a hacer mía la escritura ajena.


Santo Tomás de Aquino identifica lo femenino con la materia y lo masculino con el espíritu. El espíritu da forma a la materia y la materia necesita del espíritu para llegar a ser. De tal manera que, para el teólogo, la mujer sin el hombre jamás adquiría su forma. En el acto de lectura, soy como eso femenino que anhela su ser, y busca, enamorada, la escritura viril que le dé forma.

Las voces de la novela, algunas potentes, otras apenas perceptibles. 

Se dice, se habla, se denuncia. 

El padecimiento de la madre.

Amanda madre-víctima, Amanda-cuerpo que se vuelve ajeno en los brazos  del marido. José usa sus derechos maritales y los impone, sin amor, como lo hacían los señores medievales con las mujeres recién casada de sus siervos. Ella pasea por los patios vacíos del gran caserón,  y siente, quizá, al divisar  la gran cama  en el cuarto matrimonial, lo mismo que sentiría la rústica novia campesina al alzar la vista, temerosa, y divisar la forma negra, oscura y amenazante, del castillo del Señor en lo alto de la montaña.

Las hijas, leales a la madre.

Incapaces de traicionarla cuestionando las órdenes del hombre de la casa.

La madre. 

Interminables noches en los que dona su cuerpo, como ofrenda, en un acto casi religioso.

La madre, mujer, puta, se inmola  ante el Dios del hogar, ese que exige, insaciable,  su cuerpo  en sacrificio. A las hijas no puede poseerlas,  pero se encargará muy bien de privarlas del hombre, de las delicias del sexo, delicias que, por otro lado,  él nunca pudo  hacer sentir a su mujer.


Amanda se abriría de piernas. Guaragno, lapidaria, emerge, poderosa, de la trama-maraña que genera el movimiento incesante de la bobina.  Amanda, en la cama matrimonial, se evade en pensamientos para no perder el control de su agonía. El cuerpo se le vacía de sí, es cosa inerte, la mecánica del hombre sin alma no logra hacerla vibrar, de tan lejos que está ella, en mundos de imágenes y recuerdos, de preocupaciones y obsesiones domésticas.  A diferencia del  narrador de Mishima, Amanda no logra excitarse con imágenes santas.  Las monjas levantándose la pollera son irremediable, mundanamente  buenas. Aunque el personaje  se culpa, luchando por evadirse del jadeo de ese no-hombre (animal) en sus oídos: Ellas, ¿con las piernas abiertas y el hábito arrollado? Pensamientos sacrílegos. Apartarlos. 

Música corrosiva la del sexo en los oídos.

¿Qué pasa mujer? ¿Qué?- suena lo voz cortante del hombre.
Ah, el temor. Concentrarse, ¿en qué? Un acostumbrado lagrimón rodaría por su mejilla. (…) Y José jadearía. Ella reza, eso, reza un Gloria para que pase rápido, puro presente el Gloria, reza también para que no haya hijo.

Las delicias no son para ella. El erotismo del hombre,  tan ligado a la violencia. Esa tendencia al asesinato, como dice Kristeva.  Tiempo de gallos, pasado entre machos, en donde las mujeres, detrás de las ventanas, acechan, excluidas y parte  al mismo tiempo de un acto criminal  cometido cada noche a espaldas de la ley, entre voces roncas por el alcohol y cuerpos sudorosos.  Cómplices, a pesar de sí mismas, de un pecado que atormentará sus almas frágiles, llenas de imágenes y sueños corrompidos.

Perder la vida a manos de ese padre brutal,  o perder el deseo de vivir, que es lo mismo.

¿Y si el Tirano fuera un invento de la madre? Fruto de la desesperación del alma ardiente por sostener a un Dios que se sabe caído.

El poder de las mujeres: solapado, persistente.

Revelación, secreto, saber  murmurado con palabras resbaladizas, vagas, que dicen y no dicen, entre puntada y puntada, en el frescor silencioso del cuarto de trabajo, o en la penumbra cálida de la sala, al caer la noche. Las hermanas pronuncian como en secreto  palabras heredadas de antiguas mujeres.  Acaso el padre no es el dios de las mujeres, que reina en Avellaneda, un dios fantasmal, a pesar de su carnalidad, pesada. 

 Las mujeres son niñas. Puras, bellas, inofensivas.

O voluptuosas, fatales, transgresoras, malignas. 

La idea de la mujer angelical y  la nueva concepción de mujer demoníaca de fines del siglo XIX parece persistir en las fantasías misóginas  de los hombres de El hilo de la bobina.


El hombre: algo para soportar.

Aguantarlo, condición de santidad. Y en el encuentro amoroso: Ay, y este José que no acaba nunca. Y yo, obrera del sexo.

La madre, comprensiva:
Él es bueno, después de todo. Aunque me tome cada noche, sin mirarme, es bueno, al menos no se emborracha como su hermano Enrique. Ni tiene otra. Creo. Si nunca digo no, ¿podría acaso negarme? No debe tener otra.

Pensamiento universal de la mujer que defiende la propiedad de su hombre, aún contra sí misma.

Pasa, fugaz, una posibilidad de rebelión, como venida del absurdo: ¿Qué diría si me atreviera?

En medio de tanta angustia, un consuelo: Mis hijas son hermosas.

Y ellas, mutismo perfecto.

Tampoco el  padre habla, salvo para atacar, diciéndole  que no al deseo.

Violencia criminal: aniquilar lo diferente para persistir.

La mujer se construye:
Pero Melanie no es tan tonta como él cree, ni por asomo; sólo es pura criatura femenina que se convierte en cualquier cosa que su hombre quiere que sea. (Marghanita Laski, El diván victoriano)

El Hilo de la bobina:
Desolación femenina, algo fundamental dado por perdido: la posibilidad de existir.

En este no-tiempo de la novela, algo se mueve, sí: los huesos pierden fuerza, hacia abajo las espaldas que se encorvan, como aquella imagen de El tiempo recobrado: hacia la sepultura, como si la tierra ejerciera sobre los cuerpos una atracción nefasta. Acá, la belleza se marchita y nos encontramos de repente con los tobillos hinchados de Sol, su pelo, antes abundante, que deslumbraba con sus tonos rojizos, ahora está apagado, ralo.

Sol, la de la renuncia temprana.

Se cortará las trenzas después, y las guardará envueltas en papel de seda, dentro de una cajita. Y su cuerpo se irá empequeñeciendo, inclinado sobre la máquina de coser, el traqueteo mecánico, distrayéndola de tanto encierro. La buscan para encargarle vestidos de novia. Se quedará soltera, con la boca arrugada prematuramente, la boca dulce sin besos.

Una tarde Sol salió de compras. Volvió con el pelo corto. En una caja guardó sus trenzas, como se guarda a un muerto.

Ema, la hija menor, crece sin perderse en el miedo, como las hermanas. Es la única que accederá al hombre. Padre no ahuyentaría más a los pretendientes que se atrevían a acercarse a la puerta de calle, ni ella tendría que volver, como le ocurría a Sol,  hacia el interior de la casa, al zaguán, cabizbaja, arrastrando los pies por el pasillo.

Algo se mueve, parece.  José ya no es el padre que era. La autoridad paterna se debilita, se deshace: Si acaso retornaran los gruñidos de padre (ella) no se amedrentaría, piensa Ema, él carecía ya de fuerza, se le había perdido junto al dinero, el coche, la pelea de perros y las riñas de gallos.

Ema se casa.
Nicolás, su marido, será excluido, por diferente.
Sus padres, sus hermanos… Qué gente desagradable.
Para Amanda, son bajos.
-No ha de ser por la altura- comenta Elena.
-No, tiíta, quiere decir que son brutos. ¿Viste?, te pellizcan, cuando vas de visita te rompen la mejilla con los dedos, gritan al hablar, bueno, ya sabés.

Don José se desintegra, en un deterioro rígido de la autoridad, proceso que estuvo desde siempre, oculto, y que Amanda se consagró a disimular.
¿Acaso aquel padre todopoderoso, capaz de escribir la ley y de borrarla,  fue condición necesaria a la madre?

Se derrumba, sí. Padre va decayendo, como una imponente escultura que uno cree de piedra y que, bajo la acción del tiempo, deja ver su interior de barro blando.

 … su cordura se despeñaba, ese padre elevado hasta el paroxismo por la abnegación materna, retrocedió en el tiempo hasta la época que arrasaba cuerpos y deseos. Y allí se quedó, dando vueltas por el reñidero, riéndose solo, en el delirio de las carcajadas de sus amigos en un sábado pretérito mezclado con alguna obscenidad lanzada desde algún quilombo de los de 25 de mayo (…) En vano trataron de calmarlo. Al fin lo dejaron solo. Se retiraron despacio, mirándolo cada tanto hasta escurrirse por las puertas pensando en las escena de padre… Amanda se moría de pena. José marcaba con una cruz los caballos ganadores, gritaba que era rico. Acariciaba fabulosas, etéreas fortunas. Hablaba con personas que él solo veía, o con una Amanda joven que acudía con el vino o las empanadas a sólo un gesto suyo… Una tarde no muy lejana, apareció tieso, sentado en el sillón de esterilla que estaba entre el baño y la cocina. De su boca salía un líquido rojo, viscoso como la sangre de los gallos.

El hilo de la bobina es un instante, dura lo que una larga respiración. 
No comienza, no termina.
Me quedo ahí, detenida, más viva que nunca, haciendo equilibrio en el vacío.

Qué lejos, parece, estamos, cuando no escribimos.

Dejemos que la escritura de El hilo de la bobina nos penetre como en un acto de amor, y pongámonos en riesgo en la lectura.

Leer, no ceder a la urgencia de taponarnos: ojos, oídos, boca, todos los agujeros, como en aquella novela de Donoso. Clausurados por el miedo. Y todo para que reine  una tranquilidad falsa y mortífera. Y eludir la angustia de estar vivos.


Libros como El hilo de la bobina nos salvan de caer en la tentación de cada día: protegernos del conflicto, no sentir nada. Autómatas incapacitados para la literatura, para la vida.  Sueños, ya no de un demiurgo como el de Las ruinas circulares, sino de maquinarias ideológicas sin cara, sin nombre, sin deseo.