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9.1.17

Hoguera vestida de indiferencia, por Pablo Ingberg



Sobre Eunoe, de Luis Thonis (Ediciones Último Reino, 1991)

Al final del Purgatorio, Dante arriba al paraíso terrenal. Allí se nos habla de dos ríos: al Leteo griego, el río del olvido que atraviesan las almas de los muertos, se agrega el Eunoe, cuya etimología, también griega, nos dice que es el río de los buenos pensamientos. Así le es explicado a Dante: uno quita la memoria del pecado, el otro devuelve la de toda buena acción, y deben ser gustados en ese orden por quienes habrán de ascender al paraíso celestial.

Eunoe, sonoro, el río de los buenos pensamientos, el que devuelve la memoria de toda buena acción, último peldaño en el ascenso al paraíso celestial, es el nombre que Luis Thonis ha dado a su segundo libro. Y si en el anterior, Siglo de manos y la criatura (1987), nos decía que “las cosas empezaron a andar mal desde que todos quisieron ser amados a cualquier precio”, ahora nos recuerda en unas palabras preliminares, por si era necesario, que la advertencia de Dante acerca del Paraíso, a principios del canto II, antes de introducirnos definitivamente en su recorrido, nos impide confundirlo con una arcadia desplazada, un lugar plácido. Como en Dante, su paraíso no será bucólico. El Leteo no implica un mero olvido: el olvido implica la necesidad de un duelo, y el duelo implica dolor.

Así, entre las aguas de tal doble vertiente, fluye este libro. “¿… un relato un poema una fábula?”, pregunta por ahí uno de esos textos extensos que oscilan entre la canción con rima asonante irregular, el verso suelto y la prosa ritmada con ejes narrativos más o menos nítidos según los casos. En esta variedad de registros se reconocen, sin embargo, distintos intentos de abordar el mismo barco, aquel de la advertencia de Dante cuando se apresta a “navegar” el paraíso. Pero no sólo no se trata de un lugar plácido, sino que ni siquiera se trata de un lugar físico que pueda ser descrito. Se trata del ámbito oscuro y demasiado a menudo soslayado en el que se lucha contra el mal del que cada uno es culpable; el que está en su propio interior. Sin arrostrar este combate, el duelo es imposible. Por este río se conduce y nos conduce Thonis, enfrentándonos con las miserias que nos rodean como pan cotidiano: los seres famélicos, sí, pero también el canibalismo en que nos sumergimos en los distintos mercados, desde el de la esquina hasta el de las letras. Y todo esto lo hace en carne viva; desvistiendo con ironía la hipocresía que nos cubre cada vez que despertamos; poniéndonos, con un tono fabulesco, y casi pesadillesco, que recuerda a veces ciertas narraciones de Gombrowicz y Osvaldo Lamborghini, ante un espejo en que no cualquiera tolera mirarse. Con ciertos recursos que entre nosotros remiten demasiado ligeramente al patrimonio borgeano: el manuscrito fuente, el héroe narrador que termina delatándose traidor camuflado de traicionado. De la delación a la traición, puntos cruciales de toda elaboración, travestismo hipócrita hasta que se revela la diferencia fundamental: el traidor se reconoce y firma, da su nombre y asume su culpa.

Un discurrir difícil, arduo, diferente, personal, erudito, inteligente, sólido y, sobre todo, valiente. Textos para gustos variados: alguien preferirá unos; otro, otros; pero los muchos no tolerarán verse reflejados en un paraíso que no los incluirá a menos que se reconozcan a sí mismos, y hablarán secretamente de algo excéntrico, inaccesible. En nuestra época, a los que incitan a pensar pretenden sepultarlos en la hoguera de la indiferencia.


Tomado de: La Capital, Mar del Plata, 23.08.1992 y Diferencia 3, Quilmes, 1992
Republicado en: www.pabloingberg.com.ar


25.7.16

Conversación entre Osvaldo Lamborghini y Luis Thonis


Encuentro con Osvaldo Lamborghini, cazador nocturno de la vanguardia local (*)


La obra de Osvaldo Lamborghini puede parecer breve si partimos de la convención que remite lo legible de un texto a su cantidad de páginas. No obstante, El Fiord  (1969), Sebregondi Retrocede (1973) o su reciente libro Poemas (1981), ediciones Tierra Baldía, hablan de esa otra cantidad, la de sus insistencias, fundadoras de una nueva literatura argentina.
Es posible hablar ya de lo lamborginesco para designar una contramitología tramada en y sobre los escombros rítmicos de las líneas menores de nuestra cultura.
En sus varias inflexiones dichos libros pueden aparecer como vanguardia, es decir, como algo previamente informulado –Lamborghini en varios tramos de la conversación define su vanguardia– respecto de las leyes, los patrones, los verosímiles que impone el mercado. Pero basta habitar una página de Sebregondi para entrever que este cazador nocturno no retrocede sin abrir un juego donde coexisten diversas hechuras lingüísticas en un trabajo inusual con el lenguaje.
La dificultad de clasificar el ya mítico Fiord, o seguir linealmente las andanzas del marqués de Sebregondi –¿poemas?, ¿novelas?, ¿falsas novelas que fracasan en ese lugar donde no hay victoria ni derrota y sólo queda la dicha y el riesgo de escribir?– se acentúa al extremo en Poemas.
Su reciente publicación, entre otras cosas, nos acercó a la ciudad de Pringles. Dialogamos en la casa del poeta Arturo Carrera, una casa ostensiblemente pompeyana, con dos espejos necesarios para prefigurar cierto infinito –del mismo modo que dos voces bastan para fundar la apariencia de un diálogo interminable– donde una niña pintada desde antiguo por Renoir, o una muchacha salida sin premura de un Veermer, fueron otras tantas leyes de hospitalidad a los restos de tango, lunfardo, gauchesco, a las eufonías de la palabra. Por momentos, era sospechable que el Niño Diablo de Hudson acudiera, luego de amansar otra vez el cimarrón, pero convirtiéndose en el quicio y por una magia menor, en un personaje de Gombrowicz al cual está tan próximo Sebregondi.


L.T.


Luis Thonis: La aparición de Poemas introduce una variante respecto a El Fiord o Sebregondi Retrocede, obras por sí diferentes. ¿Se trataría menos de una diferencia entre prosa y poesía, que de la continuidad de una obra indefinible genéricamente?

Osvaldo Lamborghini: Hay menos la ilusión de equivalencia con un posible –imposible– “pase al acto” en Poemas –en fin– que en El Fiord y Sebregondi Retrocede. De todos modos la Narración de la Historia –título de un cuento de Correas pero mías son las mayúsculas– no está excluida de este libro “último”. La Narración de la Historia es un arte en la Argentina: una cuestión capital y, al mismo tiempo, o por lo mismo, federalizable: contra el despotismo de Una sola Aduana, contra el despotismo de Una “organización nacional”.

LT: Las referencias al gauchesco, el tango, el lunfardo, las glosolalias hacen a una poética –en Poemas– que recorre diversos tópicos de nuestra literatura, la reescriben. ¿Se va engendrando otro lenguaje, de señas inciertas, por ejemplo, “Soré y Resoré, divinidades clancas de la llanura”? ¿Piensa que una nueva escritura sólo puede nacer de una “vieja lengua”, de su tesoro verbal?

OL: Inscribir lo ya escrito, inscribir. El parche glosolálico –batirlo– es un triunfo momentáneo, breve, de cierto exceso de sentido: el paqué de Girondo de En la masmédula resucita a millones de hablantes frescos como lechugas, y decapita, afortunadamente, la tartamudez engolada de los catedráticos. Son demasiadas las lenguas que se añudan en la Argentina. Y el aquí me pongo a cantar, la potencia doble de poder decirlo, es un buen ejemplo de glosolalia feliz.

L.T.: ¿El Fiord y Sebregondi Retrocede carecen de antecedentes directos en la literatura argentina? O si los tienen, ¿no es más legible lo que en ellos se pierde que la deuda cultural en que se apoyan?

O.L.: Lo que en ellos se pierde es una generación de lectores aldeanos descerebrados por la ecriture, nada más.

L.T.: Opongo la “pérdida” que refiere a las posiciones del sujeto en el lenguaje a la idea positivista –cualquiera sea la ideología en que se ampare– de recuperación porque ésta ha dado lugar a un historicismo lineal, binario, escolar, que excluye de sí el cuerpo, el deseo, el goce, pensando el no sentido como sinsentido –sólo hay historia del Sentido. En cuanto a las rupturas, recordemos que en “Muerte y transfiguración del Martín Fierro”, Martínez Estrada ya establecía todo un sistema de analogías formales entre algunas partes separables del Poema –las escenas de la Pelea y la Payada– y los procedimientos de montaje, ex corpus, del cine de Eiseinstein; explicaba también que su lectura es otra a través de Kafka. Si usted reivindica esa tradición, en sus textos habría montaje…

O.L.: Pienso –pero yo nunca sé si pienso o “escribo”– que toda literatura es montaje, incluida la puramente “facial”, como ocurre ahora con los punks, que se dibujan cicatrices en la cara. Montan, sobre sus propios cuerpos, el relato no vivido de aquella historia: la pesadilla de papá y mamá. Claramente, esto no responde a su pregunta: se trata, más bien, de una maniobra de “diversión”: montaje, por supuesto… Martínez Estrada, Eiseinstein, José Hernández… es montar demasiado: creo que así se nos van a cansar pronto los caballos. Estoy jugando con las palabras, y lo único que puedo responder, “¡ex corpus!” en cuanto a “mi” libro y su relación con el montaje, es el “mi” entre comillas.

L.T.: ¿Y?

O.L.: Y que escucho, mezclo, repito, y tacho y cambio de lugar, y cito. Exageradamente tal vez. Macedonio leía “a oscuras”, y así entonces se produjo ese perfecto acontecimiento de moviola: el film quebrado plantea el espacio y el tiempo (la metáfora) simultánea de Shopenhauer, Quevedo, Del Campo, y William James.

L.T.: Usted también tiene varios caballos.

O.L.: Más el set “bajo” del Ropero, la Pava, el Mate, la Pensión.

L.T.: En sus libros hay una ausencia de “conciencia moral” o de “visión del mundo”. ¿Esa ausencia inscribe al autor como un fragmento más entre otros? ¿Cuántos Lamborghini han escrito y cómo se deslizan en las letras de Poemas?

O.L.: La mía es una literatura familiar: el deseo (y también las ganas) de prolongar indefinidamente la sobremesa. Pero la historia no lo permitió: presencias entrañables, ineludibles distanciamientos. Hay otro Lamborghini, Leónidas: los dos, más tantos otros que no tienen la suerte/desgracia de portar el Lamborghini, estamos precisamente allí, en ese fragmento que pretende, sí, conservar un museo de vanguardia, algún chiste de Macedonio. Porque el Museo, siempre irrisorio en estas latitudes, es preferible al universo concentracionario de los comentaristas sabios: “en el lento divagar del cabaret…”

L.T.: Respecto de los narradores, ¿qué pueden tener que ver entre sí, por ejemplo, la voz monótona que organiza el espacio clausurado de El Fiord con el atonalismo, esa voz que llega a disgregarse en relatos como “La Mañana” aparecido en la revista Escandalar?

O.L.: El Fiord es un final. Mi primer libro, pero que está pensado como el título. Pero claro: ¿quién se entiende? Me gusta El Fiord como intento de frontera, de “últimas poblaciones”. Lo que usted llama voz monótona cumple aquí otra función: ¿se habrá acabado lo que se daba? Si después los narradores se multiplican, el hecho se debe menos a un efecto “barroco” de polifonía que a una escisión cada vez mayor del Narrador, no de Osvaldo Lamborghini. Como si dijéramos, empezar eternamente para llegar a los mismos resultados.

L.T.: Y esa escisión, esa “esquicia” del narrador hará que la mirada caiga hacia algo no representable, haciendo imposible la lectura transparente. Sin embargo, en cuanto a la mirada que no quiere caer, a la crítica que se desprende de ella, fundada en el mito del Escribir Bien, las cosas no están de todo claras; por una lamentable paradoja, en la literatura suele considerarse como ajeno lo que podría leerse a la vista: ¿a qué se debe ese efecto de extrañeza que produjo y sigue produciendo Poemas?

O.L.: Es cierto lo que usted señala: esa “baja” paradoja que hace aparecer a mis escritos como “extraños”, cuando la verdad es que ellos se limitan a cortar y plegar diferentes propuestas de la literatura argentina: sólo que sin respetar sus supuestas intenciones, ni su aparente linealidad. Ascasubi, Le Pera, Hernández, Cayol, Del Campo, Gardel, conviven –violentamente, ¿hay otra manera?– en mis textos.
Contrario ejemplo es el caso de nuestro actual (y lamentable) teatro realista, en el (lamentable) estilo de El gran deschave. Pero punto final aquí: es casi de mala fe ponerse a deschavar (aquí), tanta, pero tanta mala fe.


(*)  Este diálogo –con la introducción respectiva– apareció por primera vez en el diario Convicción– 4/3/1981. Era el diario de los militares y a muchos les resulta insólito. Pero no lo es tanto si se tiene en cuenta que la línea política la escribían periodistas como Alejandro Horowitz y en la parte cultural tenía cierta independencia. Estábamos en la casa de Arturo Carrera y a Osvaldo se le ocurrió el reportaje, aparecido por la generosidad de Ernesto Shoo, que se tomaba sus riesgos en ciertas cosas que publicaba. En realidad, fue un corte en una conversación ininterrrumpida en la que no todo era acuerdo. El reportaje causó indignación a algunos dentro del diario por la forma de expresarse de Lamborghini –hay que tener en cuenta el contexto militarizado de ese momento– y afuera también hubo una cuota de mala fe, ya que no había nada que sonara oficial. Al contrario. Antes había escrito sobre Néstor Perlongher, también publicado en la editorial de Rodolfo Fogwil… finalmente los militares vinieron a preguntar quién era yo: lo que decía sonaba raro. Jorge Dorio, después me contó que el director le dijo: a ese tipo pueden llevárselo, escribe en griego… parece que eso desalentó a los defensores de la patria.

19.12.15

El ombligo de la imagen, por Luis Thonis

(Sobre la serie Nuditas Criminalis de Malkka Bentivegna)

Hay un ombligo de la imagen como sucede en el sueño y como hay a veces un ombligo del poema. La imaginería posmoderna es una huida hacia delante de la angustia o ante una falta de origen: lo que falta a una imagen es rápidamente sustituido por otra y su función es la del relevo.

Como si lo que falta a una imagen pudiera ser completado por otra. La iglesia del espectáculo es la promesa de que habrá una última imagen. No es tan ingenua como se cree la prohibición bíblica de hacerse imágenes: la imagen es excedida por la creación y retorna a ella como un agujero que interroga y donde la imagen se corta de la sucesión mediante un efecto primero.

Es una operación estrictamente poética.

En la serie de fotos Nuditas Criminalis de Malkka Bentivegna la imagen habla hasta en su mismo silencio, cava en la representación y el lugar del relevo lo ocupa el llamado de una memoria abierta. La foto es a veces un diálogo tenaz entre la sombra y la luz con una placa de testigo. Testimonia una imagen que en las lenguas latinas tiene una raíz en referencia a lo mental. ¿En qué imagen cada sujeto está capturado? ¿Resuena en ella algún nombre? Hay quienes no quieren saber nada con imágenes de sí mismos: temen que la imagen se lleve algo de ellos. Otros quieren quedarse, perpetuarse “ahí”.

La imagen puede fascinar como reposo del ser pero también puede ser su prueba. En toda imagen fuerte hay el deseo de capturar un objeto primero. La imagen es un modo de integrarlo. Aveces integrarse a través de él supone la expulsión del otro como si fuera un excremento. Es la forma más fácil de integración. No hay expulsión de lo otro sin incremento del la propia imagen. Las Nuditas traen la huella de algo que ha sido expulsado sin que se integre dócilmente: lo criminal por esta vía no pertenece al orden del crimen sino al de la creación.

Para una artista como Malkka la imagen coexiste con un agujero en la representación que se abre en el entre dos mismo de lo porno y el arte a través de un ritmo que habla de una memoria que pudo no haber existido como las fantasías que puede suscitar la pornografía que se imaginan pero nunca se practican. Inciden en las tramas del sujeto. No creo mucho en los ismos, salvo como una aproximación a las obras. En las estas fotos veo cierta tendencia expresionista. Pero acusan una marca propia. En esas figuras que exceden a la “buena forma” hay mucha tensión radioactiva, como si se tratara de plutonio al punto de alcanzar su masa crítica. Malkka también escribe poemas afines a esta estética: “Es hora de hurtar las manos/ al asesino que sin compadecerse/ Ha Mirado dentro de mí./ No alcanzo a ver esa gratitud inesperada. /La lujuria del pescador ha arrebatado mis sueños en la marea.”

La desnudez de las nuditas no es natural, no está desnuda como la pornografía no es pornográfica en la novela del mismo título de Gombrowicz y es tratada con humor.


Como todo hoy es pornográfico no se advierte en una primera mirada que es arte porno. La retórica porno –videos, películas, imágenes– tradicionalmente ha sido asociada a los usos del género masculino pero en esta última época las mujeres se han interesado en ella. Muchas reconocen haber visto pornografía alguna vez y haberse excitado con ella. La pornografía, señalan otros, no está exenta de romanticismo y es aceptada como una forma hogareña. Se extiende hoy a los mismos ideales. Nada de esto tiene que ver con el arte de Malkka. Su espacio no es afiebrado, está hecho de fibras: niveles de memoria que sacuden el ser, con un quantum de energía visual y la frecuencia granulosa de corpúsculos de tiempo.

Malkka, creo, no quiere contribuir a la “salud sexual”, “mejorar” la sexualidad femenina, masculina o el sexo que quiera imaginarse. Tal vez muestra la otra cara, lo que no se dice en su prédica pre o posporno. El sujeto porno tiene mucho de melancólico: no dice “yo no soy nada” sino el Otro –todo lo que desconoce– no existe para mí. Malkka dice que su “drama” es ser demasiado apasionada y esto no es ajeno a su tratamiento humorístico y satírico de eros. Prefiero no polemizar con una bella maestra en artes marciales pero en estas nuditas lo porno desaparece como exhibición como también su cara obcena para que aparezca lo siniestro como repetición de lo semejante.

El gadget y el fetiche y la identificación al cuerpo son modos de eludir la prueba de tener una memoria que abre la instancia de otro cuerpo haciendo un eco retroactivo en el origen que sólo puede ser reinventado a través del amor. Pocos salen indemnes de tal prueba.

En su ensayo sobre lo siniestro, lo no familiar –unheimlich–, Freud dice que nadie osaría considerar algo siniestro cuando Blancanieves abre los ojos el en ataúd, en las historias de resurrección de los muertos del Nuevo Testamento, que de pronto se anime la estatua de Pigmalión.

Lo siniestro aparece en la mano cortada de un relato de Hoffmann. La desnudez es esa mano cortada: se convierte en un crimen contra la misma pornografía en bloque, sacudida por el retorno de lo reprimido.

Lo siniestro irrumpe como repetición de lo semejante en el ombligo de la representación.

Nuestra época favorece la cosificación de la imagen, quiere reducirla a un potencial cero: gadget o fetiche, política de cerradura para la imagen que paga ese ahorro con su indefensión ante lo siniestro. El humor de Malkka convoca y trabaja lo siniestro y lo convierte en material de esta serie donde cada foto lleva en sí un grano de tiempo que la empuja más allá de sí misma donde hay algo encorsetado que pugna por salir y parece custodiado por impotentes gnomos.

17.12.11

Presentación de Melodías argentinas, por Adrián Cangi






Milita Molina calza gafas y botas. Con unas mira el orillo, con las otras huye del tribunal de vigilancia. Uno, dos: mira y huye, “pudriendo la pureza”. Como escritora está “ahí”, en la letra y la costra. Saca del lenguaje otra cosa que el lenguaje: la cosa misma a la que el lenguaje pone fin.

De pasión exagerada, de física espasmódica, de alma que cala grieta y mueve fondos, de apetencia por lo irregular. Uno, dos, tres, cuatro: eso, o nada. O mejor, eso, que la resignación a un estilo internacional: moderado, equilibrado, elegante, fácil de entender. Decía, mejor, eso. “Eso” que Hugo Savino llamó: “el pez de oro”. Y rapidito uno ya dice por contagio: repite “ahí”, como escritora está “ahí”, con los riesgos que tiene un torero frente a una cornada. Y como una palabra trae la otra: “tomemos el toro por las astas”. Es la libertad de Burroughs, de apariencia impasible, que vivió colgado de la hebra de nicotina y del hilito de sangre, siempre lejos de la copia, siempre huyendo del sermón blandengue de jueces de poca monta. Milita Molina escribe “ahí”, repito, en la fragilidad de un mundo y en el vértigo de una vida. El resto: fábula e historia, sus hechos y fantasmas. Complicidad y amor. Fiesta y tortura.

Gafas y botas no faltan en ningún encuentro. Luego café, cafecito, casi ristretto pero no tanto. Sólo para dejarlo enfriar y pedir otro. Para sostener el contagio. De eso se trata, sólo de eso, de sostenerse a distancia juntos en la inmensidad de la “palabra nuestra”. Para recordarla, para huirla, entre la comedia y el malentendido, en nuestro común zafarrancho. Como distraída afina el oído, como “chismógrafa” contrae la “cosa exquisita”. Y entre café cortito y café cortito, deja un beso de rouge en cada pocillo, para mejor delirar el contagio. Pregunta lo justo, desarma la pretensión, evita el sermoneo, ríe a carcajadas. Uno, dos, tres, cuatro: eso, o nada. O mejor, eso, que la intolerancia de esas tramas: rancias, resentidas, sabiondas, morales.

“Ahí” se hace con violencia, y la verdadera, es la acción del espíritu. No entres sin ella en esa noche tranquila.

Nunca elige partido, bando o grupo. Como si dijera: “me importa un bledo el sentirme parte de una comunidad, te lo aseguro”. Más aún de esa en la que centenares de gentes formales borran sus huellas de una patada y se arrojan a la alcantarilla. Avanza sola o de a pocos recordados. Se acuna en su vértigo junto al ángel de la noche en el desafuero de la frase dolorosa. Impulsada, por la captación involuntaria, por el temblequeo, por el tecleo, optando por el esbozo, escapa de ese olor a fardo de saber que amedrenta, esa pose de testigo como consuelo moral de las democracias de mercado. Ya lo había prevenido el Maestro, ese que nosotros escuchamos, dueño de una oralidad con palabras para cada oído: “testigo” significa mártir, “escritura”, distancia justa. Se acuna en sí, decía, en su hebra de nicotina y en su hilito de sangre. Como Osvaldo y tantos otros… Pero Osvaldo Lamborghini primero, por filoso y nunca batata. Porque no se colgó de la obligación de definir la luna como Borges, sino de diferenciar “culón” de “nalgudo”.

No escribe como otras tantas “almas moco” por amor al fragmento, pesada piedra colosal, sino por nostalgia de la literatura: amor de aquel que ya no tiene ninguna nostalgia. Amor de fraseo, de frasecita. Amor liviano, como para ir tirando hasta que la melodía total y única se eleve en la noche. Escribe entre dos frases y dice: “quise poner música y elegí un Savino”. Y entre las dos frases fue por el pez grande, “el pez de oro como una donación”: aquella del “azufre de la manta raída de mi padre” y aquella otra “hija, qué rápido pasa todo”. Escribe en el desamparo de una soledad en la que se dona y se vacía. Soledad que conoce al menos dos pasiones: el chisme y la manía; y por lo menos dos odios: la yuta y el vómito caro.

Decía del contagio que le gusta pero sin prolongarlo hasta la ilusión y sin reducirlo a la “tierra tumba” de los senderos previstos. Lo suyo es escuchar para mascullar cada minúsculo espasmo, para teclear las vibraciones de la atmósfera. Tenía razón Gaby Arévalo: “Mila, vos no escribís: borrás”. Será porque el tiempo apremia que se trata de ir rapidito al centro de la cosa para no parar de resbalar hasta dejarla anotada. Escribe rápido, más rápido que los controles, más veloz para que no se pierda la ponzoña. Como lo dijo en otro tiempo y en otra voz el Maestro: “rápida y fina hasta en el bodrio”. Olfatea desde la herida que no cierra el lado oscuro y raído. Oye desde la lontananza la insistencia de unas palabritas: del niño hermano: “bellaco”, de la potente madre: “piquito de oro”, del padre criollo: “aguada” y “silencio”. A cada amor una edad, de cada edad un registro: del niño hermano: éxito de una violencia pírrica de infancia; de la potente madre: gloria encantatoria de la palabra; del padre criollo: sabiduría del modo. Escribe del lado de la herida borrando “en nombre de nuestra salud”. Milita Molina empuja el meridiano del recuerdo al abismo junto a todo fundamento. Sólo restan víctimas y regalos en la marcha que celebra la noche como su más elevada esperanza. A mí me parece que es como la espuma que golpea la tierra y en un único movimiento se retira donándose y se dona retirándose.

Por ello no cede a las buenas maneras de la lengua, por oído, por olfato, escribe: “me entrego y voy tirando”. Y “ahí” la cosa, tan sonora como excesiva a la sordera de nuestro tiempo. Se requiere ser cruel o tonto para ser oído. Un paso más allá, como los santos idiotas, Milita Molina escribe entre Kerouac leído por Burroughs y San José de Copertino leído por Deleuze. Los que han llegado por la gracia y por idiotas bailan en su lengua frente al Papa o ante cualquier papanata. Es que la excepción no es de la regla, o mejor en su idioma, siempre se dispone del lado de la más concreta singularidad sin “sorberle el ano a toda la cultura”. Escribe despejada y despejando, por contagio y no por copia. Me dice al pasar en una charla telefónica: “Osvaldo Lamborghini es la orientación y Cesar Aira la tontería”. Pienso: la orientación es la dosis de crueldad como condición suficiente y la tontería la dosis de liviandad como condición necesaria. Agudeza argentina, sólo soportable si es tomada por sorpresa en las entrelíneas de los Placeres sencillos de Jane Bowles: la loca, la de descollante brillantez, la del trémulo quejido del amor. Milita Molina escribe de la orientación su crueldad y de la posibilidad su tontería, con la distancia de extranjería necesaria a la cosa argentina y su “música vana de pensamientos dichosos”. Y cuando rumia, sabe el problema que mueve su escritura. Es como si preguntara “cómo puede una mujer ser superficial y saberlo al mismo tiempo”. Y la revelación de su escritura resuelve el enigma: “nací poeta puto”. Ni “costurera femenil”, “ni hombre ni mujer ni menos escritor: poeta puto”. No se deja que la atrapen, asume la tragedia.

Melodías argentinas es la alegría de lo real que se presenta idiota, tal como es, pero con la impresión de lejanía y los colores del sentido. La idiotez no es lo contrario a la inteligencia sino el gesto de los espíritus fuertes que arrastran su experimentación por caminos estériles. “Ahí” es la presencia de lo real a la que ninguna mirada, salvo la alegre, es capaz de acercarse tanto. La alegría del “escribir por escribir” no es sólo un modo de reconciliación con la muerte y la insignificancia, sino una vía de donación e insistencia vital. Las “almas moco” oponen rápido y niegan fuerte: disponen de un lado la inteligencia atenta y vigilante, ágil y diligente; del otro, la tontería adormecida, anestesiada y momificada. Nada más impreciso para un espíritu que incluye el azar y la improvisación. Nada hay más atento, ágil y vigilante que la tontería. Bouvard y Pécuchet no son indolentes sino agitados, al acecho de una escucha continua, en estado de alerta inminente. La tontería es el exceso que no duerme jamás. Hay mucha diferencia entre comprender y ser estúpido: la tontería que anima a las Melodías… no difiere de la inteligencia en comprender algo sino en sacar del propio modo de sentir o pensar alguna tarea absurda, mezcla de obsesión y locura, a la que la escritura se consagra en cuerpo y alma. Milita Molina llama a esa tarea “la prosa de la vida”…

Tal prosa no se anda con macanas sino que revienta la suficiencia moral. Por ello el “poeta puto” integra el escaso número de extraviados y pirriados que pone las tripas propias y las de sus víctimas en el temor y temblor de su estocada. Y a pesar del espasmo, es la autoridad del autor la que dice: “para algunos será música y, para otros, intención (ese es vuestro tercio)”. Y sabe disponerse a la altura de la crueldad que destila, no le falta confianza, no intenta persuadir a nadie. Sabe poner el dedo en la sien y, como Savino, busca una motivación para la rivalidad. Tal vez, el contagio me ha tomado por entero, comienzo a sentir “el drama del artista frágil y sensible a merced del impiadoso adorniano de facultad”. Milita Molina vibra por fuera del jolgorio infantil de nuestros modos políticos. Afirma “soy cronista y no me importa mi piedad o mi contento, ni siquiera mi furia” (…) “sigo prefiriendo otros modales y el diablo de la risa encanallada rezongando en la garganta hasta explotar y barrerlo todo”. Y entre la incisión y la risa, solo se avanza en las Melodías… en la herida y herido, como quería el Big Muerto, el gran poeta que agregó el cuchillo que faltaba a la literatura argentina.

He mirado con ella el orillo, he huido del tribunal de las “almas moco”, he sido arrastrado por la pasión, en el curso sin retorno, hacia una alegría ligera. Debo a esas gafas y botas, a la fortaleza de ese espíritu, un “dulcísimo veneno” que circula en mi cuerpo. Música de fondo que ama la traición y la conspiración como estilo de sí, tan verídica como ácida en cada tramo de la prosa de la vida. El Maestro nuestro escribió, con toda razón: “indócil”, y agregaba: “Osvaldo Lamborghini tenía sus razones políticas, la indócil discípula tiene sus razones literarias”. El maestro nuestro partió, sólo nos quedan las razones literarias, los restos perversos en la inmensidad de la palabra nuestra.

Melodías argentinas es un libro de fuego, un meteoro por su amplitud crítica y su intensidad sensorial. Está compuesto de líneas de elegancia y de quiebre. Se dirá que produce por flash y por crack-up. Otro modo de decir que escribir es un acto instintivo de aceleraciones y catatonías. Entre la elegancia y el quiebre, una sensación maestra de deformaciones evita el tedio de una historia. Milita Molina atesora y ama. Atesora la gloria de lo espontáneo inacabado entre los cuerpos: elegancia de Gombrowicz, príncipe del impulso vital. Ama la exploración dispar de una conversación rica en desvaríos: excedencia de Copi, maestro de la puesta en escena y de los personajes como medios. Atolondrada y precisa: le cuesta completar la frase, dice. Sabe de la prisión y no la desea, creo. Ama la hilacha y el desvío como respiración. Como extraviada busca el cuchillo que faltaba. “El desplazamiento es simple, pero las consecuencias son tremendas”.

Con las gafas queda pegada a la hilacha, con las botas alcanza el desvío por los confines. “¡Cómo corrimos esos días, cómo corrimos!”, escribe sobre nuestro común compartir el amor y la muerte. Milita: lastimosa será siempre nuestra necesidad de vivir en metáforas, pero la muerte como el amor se escapan a ellas, también la música, me dijiste al oído.

Ella pregunta: “cómo se mira lo que hay aquí”. Ella responde: “el muñeco inflable que se sacude espasmódico desborda su almita matemática”.

Milita Molina escribe en la desesperación del gesto, se cuela por los agujeros de la soledad. Su palabra más amada nombra lo real en fuga: “atorrantear”. Su reflexión más precisa flanquea nuestra condena: ¡un poco menos de arte para no cagarla del todo!

22.6.10

Kafka: imaginación y autobiografía, por Javier Fernández Paupy




Además, ya Bismarck condenó para siempre ese tipo de cartas con su comentario de que la vida es un banquete mal organizado, durante el cual uno espera con impaciencia los fiambres, mientras que la carne asada, el gran plato principal, pasa en silencio, y uno debe adaptarse a eso... ¡Qué estúpida es esa inteligencia, qué horriblemente estúpida!

Franz Kafka. Briefe an Milena.


Un recorte de la obra de Kafka que da cuenta de una modalidad narrativa del siglo XX: la imaginación construida en oposición o afinidad con la autobiografía. Ficción urdida en la novela familiar que opera con o sin burlar los tonos del diario íntimo. La obra de un escritor no es el reflejo de su vida, aunque ambas estén indudablemente unidas. En caso de serlo, se trata de reflejos multiplicados o complejizados: espejos de tinta. Limitar los fraseos didácticos de la explicación es uno de los mayores desafíos de toda crítica literaria, y en el ejercicio de evadir las incomodidades de la argumentación se enmascara la posibilidad de evitar una lectura imprudente de los textos literarios. Del grueso de la obra de Franz Kafka, me detengo es sus Cartas a Mílena, su Carta al padre y sus Diarios (1910-1923).

De retratos, estampas, sobretodo remembranzas, perfiles psicológicos, nombres de personas y encantos de familias nobles están compuestas las páginas de En busca del tiempo perdido de Proust. Roland Barthes dice en Crítica y verdad: “la literatura es la exploración del nombre: Proust ha sacado todo un mundo de esos pocos sonidos: Guermantes”. Exploración del nombre es lo que salta a la vista cuando observamos el nombre y apellido de Gregor Samsa junto al de Franz Kafka, o las insistencias de la consonante K, sello de identidad, en la designación de sus personajes. Kafka da buena cuenta de estas “afinidades electivas”. Diarios, 1913: “Georg tiene el mismo número de letras que Franz. En Bendemann, el «mann» es sólo un refuerzo del «Bende», aplicado, pensando en todas las posibilidades, aún desconocidas de la narración. A su vez la palabra «Bende» tiene el mismo número de letras que Kafka, y la vocal «e» se repite en los mismos lugares que la vocal «a» en Kafka.” Exploración entomóloga de un árbol genealógico, por el lado de Proust, que se quejaba porque Mme. Griffache y Mme. de Chevigné no leían sus libros; Cocteau le dijo: «Usted pretende que los insectos lean a Fabre (el célebre entomólogo)». En Kafka hay un trabajo con el nombre, pero no ensueño ni memoria involuntaria como acontece al joven narrador Marcel. Los personajes y la relojería autobiográfica de Kafka, sufren un destino reservado a personas particulares en circunstancias particulares. Como Odradek, de nombre y origen difuso, seres indeterminados prefiere Kafka. Cruzas, mitad gato, mitad cordero, cuya combinación los hace no sólo únicos sino que los convierten en espectaculares. Indeterminado como la misma condición del fantasmático cazador Gracchus.

Exagerar y aumentar el imaginario familiar. Si dos ejes atraviesan la obra del checo –la familia y el trabajo–, la caricaturización por momentos grotesca de estas figuras, familiares y laborales, constituye el motor de sus narraciones en gran parte de sus textos. Tomo la afirmación de Carlos Correas, a quien cito: “Dos temas principales recorren la obra de Franz Kafka: la familia y el trabajo. Y, a partir de aquí, la sociedad humana y sus derivaciones.” Borges, en cambio, anota: “Dos ideas –mejor dicho, dos obsesiones– rigen la obra de Franz Kafka. La subordinación es la primera de las dos; el infinito, la segunda.” Puede pensarse que Correas está reescribiendo a Borges en este punto, familia = subordinación, trabajo = infinito, como moneda de distintas caras. Las entradas del Diario son un respiradero de su obra, motor, laboratorio, bitácora, campo de prueba, en donde lamenta los días perdidos sin poder escribir, las penurias laborales, supuesta incapacidad de escribir en medio de un ámbito familiar, a salvación en la literatura, el asedio que le produce la convivencia con la familia, apuntes sobre obras teatrales a las que asiste, estampas del padre y las hermanas que dialogan con otros momentos de su obra. Anota el 24 de mayo de 1913: “No hay mejor crítico que yo mientras leo en voz alta ante mi padre, que escucha con suma repugnancia”. En la Carta al padre, sueños, esbozos de cuentos y el avance de su enfermedad. Una obra que dialoga con todas sus instancias, imposible analizar tal o cual texto sin tener en cuenta que se trata de una sola gran obra, en simultáneo, que abunda en pasajes de reflexión sobre sí misma.

Originalidad inaudita, la de Kafka, escribir una autobiografía (no)velada en una epístola de reproche familiar. “Yo soy (…) un Löwy con cierto fondo de los Kafka” escribe en ese imponente anecdotario retratístico que es su Carta al padre. Deleuze y Guattari (Kafka. Para un literatura menor) encuentran en la carta, además de un retrato, una “ampliación de la foto” familiar; una novela de la familia que se continúa y expande en sus Diarios, donde también compara los linajes de su árbol genealógico. Sucesos de infancia, recuerdos sobre su padre, disgustos pretéritos de una novela familiar: lucha y ascenso de Hermann, sus quejas laborales en el comercio mayorista y su carácter dominante.

Pero cómo aseverar que los lindes entre lo autobiográfico y lo ficcional constituyen en su obra una preocupación teórica o estética. Diremos que la escritura misma, así lo atestiguan sus Diarios, son una vía de salvación y que es su vida la que está en juego. Anota en la entrada del 16 de diciembre de 1910: “No volveré a abandonar este diario. Debo mantenerme aferrado a él, porque no puedo aferrarme a otra cosa.” 25 de febrero de 1912: “¡Desde hoy, no dejar el diario! ¡Escribir con regularidad! ¡No rendirse!”. Y un instrumento de autoconocimiento, como escribe hacia 1911: “Uno piensa que se describe correctamente, pero sólo hay una aproximación y el diario la corrige.” Otra entrada: “Una de las ventajas de llevar un diario consiste en que uno se vuelve, con una claridad tranquilizadora, consciente de las transformaciones a las que está sometido incesantemente (…). En el diario se encuentran pruebas de que uno ha vivido, ha mirado a su alrededor y ha anotado observaciones incluso en estados de ánimo que hoy parecen insoportables (…)”. Figuras que nutren la obra del checo, huellas de su materialidad y vida mental construyen un decorado en donde los personajes son sus afectos: “vivo en el seno de mi familia, en medio de la personas mejores y más amables, sintiéndome más extranjero que un extranjero. Con mi madre, en los últimos años, habré intercambiado por término medio unas veinte palabras diarias; con mi padre, nunca cambiamos apenas más que palabras de saludo. Con mis hermanas casadas y los cuñados no hablo en absoluto, sin que esté enfadado con ellos. (21 de agosto de 1913)”

En sus Cartas a Mílena, con o sin fechas, sobresalen las descripciones de sus insomnios, sus matrimonios voluntariamente fallidos, su enfermedad, inventada y no, sus imposibilidades para escribir, para lidiar con los quehaceres burocráticos de su oficina. Con o sin fechas, parece una novela epistolar, ¿cuál es la diferencia? César Aira, en la faja editorial de Cartas a un amigo argentino, de Witold Gombrowicz, anota: “Una lectura divertidísima, con pasajes desopilantes, cien por ciento Gombrowicz. Es casi una novela, que se sigue con avidez”. En ambos casos, hay progresión de personajes y línea de voces. El epistolario supone un interés como género, en tanto la escritura se escenifica, deliberadamente, en una primera persona, como experiencia personal e intransferible. Kafka no elude la tarea de dar una versión de sí mismo, tampoco escatima oportunidades de restar importancia a su obra. La salud como trama. La imposibilidad física de escribir, relaciones entre el matrimonio y la escritura, como necesidad y perpetua frustración. Un teatro de la resistencia y de los bríos que capta una extraña dulzura en la enfermedad. El suspenso de los padecimientos y un in crescendo de la desesperación. La de Kafka es una fascinación epistolar, una pasión demencial, las cartas, parte integral de su obra, un bálsamo. Una lógica narrativa en la que abundan los temas que conforman su mitología y la conformación de un carácter como marca de estilo: el miedo, la enfermedad, la autoflagelación, la literatura, el proceso creador, el conflicto asalariado, el conflicto paterno, el matrimonio, la soltería, la soledad como elección, el sionismo, etcétera. Puesta en escena de imposibilidades. Una sustancia de imposibilidad en el amor, en el contacto recorre sus esquelas, tarjetas y epístolas en general. Pero si toda carta es autobiográfica, la autobiografía ampara la posibilidad de la mentira, una mentira artística. No hace falta aquí, remitir al lector a la insípida tesis de Blanchot sobre “la insinceridad fundamental y constitutiva” del acto de escribir. Puede que Kafka haya exagerado muchas de sus experiencias. Como cuando escribe a Mílena: “tus cartas en totalidad son, línea por línea, lo mejor que haya ocurrido en mi vida”. Desde su entrada en los Diarios del 11 de diciembre de 1913 anota: “En la Sala, Toynbee, he leído el principio de Michael Kohlhaas. Fracaso absoluto. Mal elegida, mal expuesta, la cosa acabó nadando yo insensatamente en el texto.” En nota al pie de Max Brod, leemos: “Este pequeño episodio de lectura produjo en realidad una impresión mucho menos penosa que la descrita en el diario. Naturalmente, Kafka leyó maravillosamente bien, y yo, como espectador de la velada, lo recuerdo aún perfectamente.” La exageración traza una figura de autor, elegida por sí mismo. Kafka hace de la figura del padre un gigante invencible cuya sombra lo aplasta. “Kafka construye de allí en adelante su vida como una serie de tentativas para evadirse de la esfera paterna y alcanzar regiones apartadas de su influencia”, dice Max Brod, en la biografía que le dedicara a su amigo y que sabemos, por otra parte, “limpia” y cercena mucho del Kafka “real”. “Tendenciosa estrategia editorial” llama el biógrafo alemán Reiner Stach a los ocultamientos de Brod (Kafka. Los años de las decisiones).

Acaso sea el diario íntimo el mayor género de exploración en la práctica de la imaginación autobiográfica. Extremos de esta experiencia son los Diarios de Kafka, de una originalidad fragmentaria y simultaneidad asombrosa, audaz caja de Pandora, geniales por donde se los lea, generosos en apuntes de textos cercenados y reescrituras, en comentarios del teatro de la época, de los music hall y las tabernas de vodevil. Kafka conquista su ascesis en la literatura. Se narra a sí mismo y cuenta, más o menos caricaturizada, más o menos exagerada, su historia. El vasto proyecto autobiográfico que es su Carta al padre, o los párrafos en los que se escribe con Mílena como si compusiera una memoria. Anota en sus Diarios, en la entrada del 26 de agosto de 1911: “Uno piensa que se describe correctamente, pero sólo hay una aproximación y el diario la corrige”. Sus páginas están plagadas de estampas, medallones de amigos, Max y Otto Brod, el actor Löwy, las actrices de las que dice enamorarse, sus hermanas, su madre y padre, sus relaciones laborales, viajes con amigos. Y en esos retratos fragmentarios quiere dar con una medida para trascender esa meseta interminable y volverla literatura. 20 de octubre de 1911: “sin entrar propiamente en la libertad de la descripción propiamente dicha, que nos hace elevar los pies sobre la experiencia vivida”.

Borges, en “Vindicación de Bouvard et Pécuchet”, lo cita a Flaubert: “El frenesí de llegar a una conclusión es la más funesta y estéril de las manías.”