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16.7.11
El crack del afecto, por Pablo Moreno
Lo que primero afirma la crítica de Francis Scott Fitzgerald es la de cronista de la era del jazz, de los años 20. Se podría decir, a partir de esta premisa, que una época determinada engendra escritores. O que en la contemporaneidad de una época el escritor encuentra lectores. Fitzgerald los tuvo. Fue el escritor que desde el relato breve materializó el sueño de una era. La encarnación de un sueño nunca es un eco que se pierde, siempre habrá alguien que silbe la melodía. Por algo Fitzgerald incluía en sus obras las canciones populares de la época, de ese instante. Pero la instantaneidad se desvanece al año siguiente por el carácter efímero de lo popular, ya que la novedad siempre erosiona a lo establecido.
Sin desmerecer a la crónica, hace falta algo más para que aquello que conmueve (y no podemos sustraernos de nuestro lugar de lector porque los relatos están ahí, conmoviéndonos) siga afectando mas allá de su época. Algunos zanjarían la cuestión colocando al escritor en la categoría de clásico. Sería conveniente que, lejos de los encasillamientos, Fitzgerald perdure porque nos sumerge en el torbellino de los sentimientos a través de la literatura. El oficio del escritor (y el del artista) es hacernos compartir sus obsesiones por medio de la escritura. Y la escritura trasciende transformándose en literatura.
Las obras de Fitzgerald se destacan, no por su artificio formal (que sí poseen), sino por las historias que en ellas se relatan. La crítica equivocaría su camino si sólo se preguntara cómo están hechas las narraciones de Fitzgerald. Lo apropiado sería preguntarse de qué están hechas. Un realista romántico como Fitzgerald exige involucrarnos en la trama y no analizar cómo opera esa trama. Ninguna herramienta actual de análisis serviría para profundizar en la narrativa de Fitzgerlad. En sus obras siempre se narran historias. No hay fin de los relatos (una condición posmoderna) porque la prosa es inagotable, los relatos no se agotan, se narra la experiencia en una dimensión romántica.
Al éxito de sus relatos breves, publicados en revistas, le sucedió su consagración como novelista con Al este del paraíso (1920) y Hermosos y malditos (1922). Su madurez como escritor llegaría de la mano de El gran Gatsby (1925). Paradójicamente, la novela no alcanzaría las ventas deseadas. Los ingresos escasean y es difícil mantener el tren de vida que llevaba Fitzgerald y su esposa Zelda. Materializar ese sueño demanda un éxito permanente que la literatura pocas veces paga. En este punto es imposible separar la materia prima de sus narraciones con la vida misma, aunque la experiencia de su vida siempre estuviera presente en sus obras. El alcohol empieza hacer estragos en la humanidad de Fitzgerald. Hemingway retrata, sin compasión, en su obra póstuma Paris era una fiesta (1960) el exacto momento de la encrucijada:
“Su talento era tan natural como el dibujo que forma el polvillo en un ala de mariposa. Hubo un tiempo en que él no se entendía a sí mismo como no se entiende la mariposa, y no se daba cuenta cuando su talento estaba magullado o estropeado. Más tarde tomó conciencia de sus vulneradas alas y de cómo estaban hechas, y aprendió a pensar pero no supo ya volar, porque había perdido el amor al vuelo y no sabía hacer más que recordar los tiempos en que volaba sin esfuerzo.” (Paris era una fiesta)
Aprender a pensar. En todo caso, tomar conciencia que se poseía un talento y que se está perdiendo. La tragedia adquiere en Fitzgerald el tono de confesión. Lo que Hemingway había observado muchos años después Fitzgerald ya lo había asimilado. Pensar ante la vorágine de la época puede ser trágico:
“…la prueba de una inteligencia de primera clase es la capacidad para retener dos ideas opuestas en la mente al mismo tiempo, y seguir conservando la capacidad de funcionar. Uno debería, por ejemplo, ser capaz de ver que las cosas son irremediables y, sin embargo, estar decidido a hacer que sean de otro modo…La vida era algo que uno dominaba si tenía algo bueno. La vida se rendía fácilmente ante la inteligencia y el esfuerzo, o ante el porcentaje que se pudiera rendir de ambas cosas.” (El crack up)
Decíamos que el proceso de madurez de Fitzgerald se inicia con El gran Gatsby. Suave es la noche (1934) profundiza su dominio en el arte novelístico. A pesar de ello, el fracaso de ventas será total. El público le dio la espalda a ese momento de la historia. Estados Unidos se hallaba inmerso en las consecuencias de la catástrofe financiera de 1929. Imposible sustraerse de la ecuación catástrofe histórica a la personal de Fitzgerald. Zelda ya estaba internada en Baltimore, los lectores habían olvidado a la pareja que personificaba los dorados años ´20. Un país con doce millones de desocupados no podía evadirse esa realidad y contemplar la debacle moral de los ricos expatriados en la Riviera francesa. Entonces La ficción se evaporó con la misma rapidez del alcohol consumido por Fitzgerald. Para algunos escritores, como Faulkner, la bebida es combustible para crear. Para Fitzgerald, sólo fue la perdición. La cantera de historias se acabó.
El fin del sueño de Gatsby y Dick Díver se corporiza en la autobiografía. Cuando ya no queda nada por contar Fitzgerald ingresa en las narraciones el yo. El realismo del relato se transforma en la confesión desesperada de El crack up. El fin del sueño sólo puede ser narrado en primera persona.
La velocidad del tiempo
Tanto para Jay Gatsby como para Dick Díver en Suave es la noche, el sueño sólo es posible en el ideal romántico. Ambos deben trabajar desde condiciones sociales inferiores al círculo al que quieren pertenecer. La mujer es lo inalcanzable y pertenece a una felicidad que se corporiza en la juventud.
Los héroes de Fitzgerald están en constante lucha contra el tiempo, en recuperar la juventud que se esfuma velozmente mientras tratan de alcanzar el sueño. Luchar contra el tiempo para conservar la energía de la juventud es una empresa que conduce al fracaso porque sólo se construyen imperios desde la ilusión. Es entonces que la realidad y la ilusión entra en desfasaje porque el tiempo hace mella en el cuerpo del héroe. En El gran Gatsby la dicotomía realidad/ilusión encuentra su anclaje, como bien señala Richard D. Lehan, en la dimensión romántica. Jay Gatsby y Daisy representan dos estadios antagónicos que entran en colisión: el materialismo contra el idealismo. El “sueño norteamericano” es ante todo un sueño individualista. La cuestión es cómo se logra ese sueño. Es en este punto donde Fitzgerald oscurece la trama. El “enigma Gatsby” es un puzzle ensamblado por un narrador irónico, Nick Carraway, que se siente atraído y rechazado por Gatsby. En las majestuosas fiestas de Gatsby el chisme construye la imagen difusa, y bastante oscura, del héroe. Nick Carraway construye el relato disipando la “niebla” del origen del excéntrico millonario, a través del propio Gatsby. Aun así, el cóctel no deja de ser explosivo: contrabando de licor, apuestas ilegales y especulación fraudulenta con bonos y una relación turbia en el pasado con un millonario son algunas de las acciones que emprende Gatsby para construir su imperio. De ahí que Nick sienta rechazo por esa ostentación de riqueza aunque a la vez sienta fascinación por la fidelidad de Gatsby al ideal que se propone: recuperar el amor de un pasado.
La velocidad del tiempo hace estragos en Gatsby, cinco años es mucho tiempo para recuperar un amor de juventud, un amor que se edificó en la ilusión:
“Habló largo sobre el pasado y colegí que deseaba recuperar algo, alguna imagen de sí mismo que se había ido en amar a Daisy. Había llevado una vida desordenada y confusa desde aquella época, pero si alguna vez pudiera regresar a un punto de partida y volver a vivirla con lentitud, podría encontrar que era la cosa…” (El gran Gatsby)
Luego, el esplendor del universo de Gatsby se resquebrajará cuando la realidad se imponga. Daisy nunca abandonará la seguridad del dinero (“su voz esta llena de dinero” dirá Gatsby) y el status social conferido por su matrimonio con Tom Buchanan. Artificio melodramático pero no por ello recurso realista, Gatsby será sacrificado por los Buchanan para que éstos puedan mantener su posición de privilegio.
El gran defecto de El gran Gatsby era para Fitzgerald (según una carta enviada a H. L. Mencken) que no ofrecía alguna de las relaciones emocionales entre Gatsby y Daisy y que se hallaba “astutamente” oculta en la mirada retrospectiva del pasado de Gatsby y en la excelencia del estilo. La deficiencia, también machacada por la crítica, desaparecerá en la ambiciosa y monumental construcción del fracaso del sueño en Suave es la noche.
Temáticamente, lo primero que se observa es el cambio de geografía: América es sustituida por Europa. Asimismo, la misma historia remite a su turbulenta relación con Zelda. Nicole será la mujer que acabe con la energía y juventud de Dick Díver, aunque los factores externos que precipitaban la caída de Gatsby aquí no aparecen. Dick Díver no es víctima del poder de los ricos, se deja usar por ellos y se hace responsable de su propio fracaso. La crónica de la caída será el abandono, por parte del propio Dick Díver, de sus ideales de juventud. Ante el futuro promisorio y brillante como psiquiatra sustituirá su sentido del deber cuidando a Nicole. Dick Díver es un héroe desesperado que sólo desea ser amado y ser el centro de atención de la aristocracia que lo rodea. A diferencia de El gran Gatsby, en donde la relación entre Gatsby y Daisy era difusa, en Suave es la noche el matrimonio entre Dick Díver y Nicole es minuciosamente observado desde su origen hasta su decadencia. Aquellos datos faltantes que estaban sepultados por el estilo, son recuperados por medio de la utilización del flash-back que da comienzo en la segunda parte de la novela y que se extiende del capítulo I al X inclusive. El retaceo de la información acerca de la locura de Nicole en la primera parte (la idea del iceberg de Hemingway es anterior a éste, el propio Fitzgerald arma el retrato de Gatsby a partir de las revelaciones parciales) es el recurso narrativo que necesariamente debe ser completado por medio del mencionado flash-back: el fracaso está en el origen mismo de la relación. Dick Díver posee inteligencia, atractivo y juventud, pero es víctima de la debilidad de su propia voluntad. Dick se enamora de la juventud de Nicole, el amor hace su aparición en esas primeras impresiones irracionales (la narrativa de Fitzgerald es un estudio acerca de la irracionalidad del amor), en un mundo donde todo es posible si se es joven:
“Dentro del edificio un trío comenzó a tocar La caballería ligera de Suppe. Nicole aprovechó para levantarse y la impresión que le producía a Dick su juventud y su belleza fue creciendo dentro de él hasta convertirse en una emoción insostenible. Ella sonrió, con una conmovedora risa infantil que era como toda la juventud perdida del mundo.” (Suave es la noche)
Suave es la noche transcurre entre 1917 y 1930. Significativamente, abarca el período de la era del jazz. El fin de la era es el ocaso sentimental y profesional de su protagonista. Indudablemente, Fitzgerald establece una relación directa entre la tragedia personal y la histórica. El sueño individual se desvanece a la par de la bancarrota financiera de los Estados Unidos. Este mecanismo se puede ejemplificar en el fin del matrimonio de los Díver: Nicole consuma su adulterio con Tommy Barban mientras afuera del hotel se escucha el rumor de una conversación de norteamericanos hablando del preciso momento histórico del crack financiero de 1929. La aparición de Rosemary en el universo de Dick Díver es lo que acelera su proceso autodestructivo. El desenfado de Rosemary desestabilizará el precario equilibrio del matrimonio. Dick Díver tiene treinta y tres años, la juventud de Rosemary hará de Dick un sujeto patético que intentará por todos los medios recuperar su propia juventud perdida. Se podría decir que la naturaleza del amor de héroe de la novela por Rosemary es caprichosa. Dick Díver contempla su nuevo objeto amoroso con la fascinación de alguien que se enamora por otra persona más joven. Pero el hastío de su presente lo echa todo a perder. Si antes afirmábamos que factores externos y lo descabellado del sueño en Gatsby precipitaban el fracaso de su empresa, Dick Díver precipita hacia el abismo el sueño en el derroche de energía que significa la fidelidad hacia el deber de cuidar su esposa, hacia el derroche de una vida disipada que transcurre eternamente en fiestas y en lujo malgastado y en la aniquilación de su propia existencia por medio del alcohol. La decadencia de la era empieza con unos tragos que se transforman en hábito.
Últimos tragos
La temprana muerte de Fitzgerald parecería arrojar luz sobre el núcleo temático de su obra. Habría que preguntarse qué tanto daño hizo el alcohol en la escritura de Fitzgerald. Hay organismos de escritores que soportan el sometimiento al cuerpo a los extremos salvajes de la vida. Ya los ejemplificamos anteriormente con Faulkner (“Entre scotch y nada, acepto el scotch”). La experiencia de la droga en Burroughs no le impidió seguir escribiendo. El alcohol y las drogas mermaron la producción de Truman Capote luego de A sangre fría. Kerouac y Cheever tampoco se llevaron bien con el whisky. Norman Mailer escribe Los ejércitos de la noche en la resaca, el alcohol y las drogas hicieron de él un escritor bastante irregular. Esta enumeración puede parecer caprichosa pero nos sirve para ejemplificar la relación entre la escritura y los excesos. Es innegable que los efectos del alcohol en Fitzgerald al menos dañaron la calidad de sus relatos breves en la década posterior al crack financiero, no así a su producción novelística que por cierto fue escasa (dos novelas, una de ellas inconclusa).
El héroe de El último magnate, Monroe Stahr, encarna el sueño materializado. Imposible aventurar hipótesis sobre una novela inconclusa y evidentemente Fitzgerald siguió experimentado nuevos enfoques para abordar una novela. Monroe Stahr parece poseerlo todo: dinero, poder y control sobre la calidad artística de sus producciones fílmicas (en las que no desea aparecer en los créditos ya que se considera un secretario ejecutivo). Pero la aparición de Kathleen en su vida conlleva el fantasma de su mujer fallecida y la certeza de que su propia existencia no podrá ser vivida en plenitud ya que le queda poco tiempo de vida. El único refugio es su trabajo. En el esquema de la novela Monroe Stahr morirá en un accidente de avión. Lo interesante del desarrollo El último magnate es la precisión con que Fitzgerald retrata a Hollywood, la fábrica de sueños. Arte vs. industria es el despliegue argumental de la misma y se hace foco en la actividad cinematográfica por sobre la experiencia sentimental de Monroe Sthar. En las notas dejadas por Fitzgerald en las que trata los personajes, las escenas y el esquema de la novela hay una máxima: ACCIÓN ES PERSONAJE. Gatsby, Dick Díver y le propio Monroe Sthar atestiguan esta premisa. Lo otro es una sentencia que ilustra el destino de los héroes de Fitzgerald: “En las vidas americanas no hay segundo acto”. Nada puede volver a repetirse, la lucha contra el reloj es una batalla perdida de antemano y la juventud es una época dorada a la cual ya no se puede volver. Dick Díver lo entiende amargamente: “Puede que sigamos divirtiéndonos este verano, pero el tipo de diversión que hemos tenido hasta ahora ya se ha acabado. Quiero que termine violentamente, en lugar de irse apagando de una manera sentimental” (Suave es la noche).
En las mismas páginas de Suave es la noche Fitzgerald entiende que el daño que se desprende de decisiones mal tomadas y de una vitalidad mal empleada dejan secuelas que nunca van a cicatrizar:
“Se habla de que las heridas cicatrizan, estableciéndose un paralelismo impreciso con la patología de la piel, pero no ocurre tal cosa en la vida de un ser humano. Lo que hay son heridas abiertas; a veces se encogen hasta no parecer más grande que un pinchazo causado por un alfiler, pero siguen siendo heridas. Las marcas que deja el sufrimiento se deben comparar más bien a la pérdida de un dedo o a la pérdida de visión de un ojo. Puede que en algún momento no notemos que nos faltan, pero el resto del tiempo, aunque los echemos de menos, nada podemos hacer.” (Suave es la noche)
Hacia el año 1936, Fitzgerald, entrando en los cuarenta años, publica El crack up. El movimiento era inevitable, la confesión se desplegaba a lo largo de Suave es la noche. El paralelismo entre Dick Díver y el propio Fitzgerald, el espacio geográfico de la novela (Europa), la relación Nicole/Zelda son demasiados elementos como para ser soslayados. La experiencia vivida es la materia prima de la narración novelística. Fitzgerald atraviesa la década sin inspiración, devorado por el frenesí de los años ´20. La dependencia hacia el alcohol es un callejón sin salida. Dick Díver y Abe North son construcciones etílicas de su propio fracaso. Hemingway le dirá “olvida tu tragedia personal” (quizás un hombre de letras es un hombre de acción que en el ocaso de sus facultades debe darse a sí mismo un escopetazo). John Dos Passos le sugiere que deje de mirarse el ombligo. Fitzgerald no vivió lo suficiente como para convertirse en reaccionario (el tránsito del marxismo a Nixon es algo que ni la teoría literaria debería explicar). El medio fue impiadoso con Fitzgerald, sólo el crítico (y amigo personal del propio Fitzgerald) entenderá la valentía de su confesión. Los años le conferirán a El crack up como una de las obras representativas del universo de Fitzgerald aunque su estatura alcanza otra dimensión a la luz de los hechos que precipitaron el final de Fitzgerald. Los procesos de desmoronamiento de sus héroes descriptos por Fitzgerald en sus novelas necesitaban una explicación, una teorización del fracaso. La narrativa del yo impone su condición de existencia porque Fitzgerald esta ante el abismo del fracaso y en el umbral de la muerte. Toda experimentación narrativa de ficción se disuelve en la confesión, aunque toda confesión excede los límites de las formas narrativas porque el relato adquiere una libertad que pocas veces la literatura obtiene. Será por el carácter fronterizo de la narrativa del yo en donde la forma impone su hibrides en donde solo queda aceptar la condición de verosimilitud de aquello que se esta narrando. El comienzo de El crack up (hartamente citado) es quizás uno de los más bellos de la historia de a literatura:
“Claro, todo en la vida es un proceso de demolición, pero los golpes que llevan a cabo la parte más dramática de la tarea –los grandes golpes repentinos que vienen, o parecen venir, de fuera– los que uno recuerda y le hacen culpar a las cosas, y de los que en momentos de debilidad, habla a los amigos, no hacen patente sus efectos de inmediato. Hay otro tipo de golpes que vienen de dentro, que uno nota hasta que es demasiado tarde para hacer algo con respecto a ellos, hasta que se da cuenta de modo definitivo de que en cierto sentido ya no volverá a ser un hombre tan sano.” (El crack up)
En un fragmento citado anteriormente, Fitzgerald se refería a las heridas que nunca cicatrizan. Aquí Fitzgerald incurrirá en la misma idea, no volver a ser un hombre tan sano. El agotamiento de la escritura es proporcional al agotamiento de la salud. El sueño se extingue en el fulgor de la era pasada. Hecha la confesión final ya quedará poco por decir porque en la confesión se halla el fin del escritor. Algunas internaciones hospitalarias y otras copas de más precipitarán el final.
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7.10.10
Philippe Sollers - Un inocente en un mundo de imágenes
Todo es bueno para sacarse de encima a un escritor que se impone: mitologías, fotos, cine, novela familiar. Con Fitzgerald, se juega una y otra vez el mismo film hecho de clisés: héroes desencantados, Musset de la autodestrucción, ebriedad de la perdición, perseguidor de Zelda, perseguido por él mismo. Costa Azul y crisis de 1929, imprevisión, gastos y alcohol. Ahora bien, hay que leer a un escritor según lo que dice, según lo que expresan sus frases, y no según lo que se dice de él. Según creo, hay que aislar las frases de Fitzgerald y ver cómo funcionan: es particularmente flagrante en sus Cuadernos. Cuando leemos las palabras unas después de las otras, y no las limitamos a la simple dimensión de los mecanismos de una narración, de una story, se alcanza el momento en el que ellas derrapan para decir otra cosa. De esta manera, uno puede encontrar puntos comunes insospechados, paradojales, entre Fitzgerald y Kafka. “Un hombre en la habitación vecina había encendido un fuego. El fuego había consumido el colchón. Tal vez habría sido mejor que el fuego lo hubiera consumido a él también, pero para eso se hubieran necesitado unos pocos centímetros más. El colchón fue llevado con mucha ceremonia.” ¿Es de Kafka? No. De Fitzgerald. Fréderic Berthet fue el primero que estableció, en su Diario, un paralelo entre estos dos autores. Eso da una profundidad que, en general, no es de buen tono en los comentarios sobre Fitzgerald, y lo pone en una dimensión “a la manera de Kafka”. Por otra parte, eso permite encarar la desenvoltura y la gran libertad de Kafka, que muy pocas veces es señalada. Este paralelo tiene la ventaja de aclarar a uno por el otro. En los dos hombres se encuentra un trasfondo de culpabilidad, que acerca a Fitzgerald al universo de Alfred Hitchcock, especialmente a films como Con la muerte en los talones. En sus conversaciones con François Truffaut, Hitchcock dijo una frase que se volvió famosa – frase que no encontró ninguna reacción de la parte de Truffaut. Truffaut le pregunta si su educación con los jesuitas explica la atmósfera de culpabilidad de Mi secreto me condena. “¡Cómo puede decirme eso, responde Hitchcock, puesto que todos mis films describen a un inocente en un mundo culpable!” Esta respuesta hay que entenderla en términos metafísicos. Fitzgerald, al que se le negó un entierro religioso, era también de origen y de sensibilidad católica; en su trabajo encontramos a este inocente en un mundo culpable, figura que lo acerca al trasfondo bíblico de Kafka.
Fitzgerald es víctima de un film que se proyecta ininterrumpidamente; y sin embargo, fue el primero que percibió la lucha –violenta– que iba a desencadenarse y a intensificarse entre el espectáculo y lo escrito. Lo expresa con mucha claridad en El Crack-up, en 1934: “Entendí que la novela […] empezaba a subordinarse a un arte mecánico y comunitario incapaz de reflejar algo distinto, no importa en qué manos esté, en las de los negociantes de Hollywood o de los idealistas rusos, al pensamiento más banal, a la emoción más evidente. Era un arte en el cual las palabras estaban sometidas a las imágenes, en el cual la personalidad era erosionada para llegar al bajo perfil que la colaboración impone inevitablemente.” Y más aún: “Había una indignidad repugnante, que se me volvió casi una obsesión, en la subordinación de la palabra escrita a otro poder, a un poder más deslumbrante, más grosero…”. La sumisión de la palabra a la imagen…
Como a Faulkner, a Fitzgerald lo dejaron agotado en Hollywood; vio cómo llegaba ese ascenso de la dictadura de la imagen, con una rarefacción del lenguaje, ¡en la que ahora estamos en un 2000 %! ¡Hay que insistir en esto! La gente, en los días que corren, abre un libro para ir a ver una película. La crítica literaria misma no sabe hacer otra cosa que rumiar una ideología cinematográfica. Por esta razón hay que aislar las frases – que a veces suenan en Fitzgerald como aforismos – en lugar de entrar en la mera historia, en la narración. “Ella le sonrió de costado, con la mitad del rostro como un pequeño acantilado blanco”. ¿De quién es? Picasso, contrariamente a la doxa de su tiempo, a los cánones estéticos de los surrealistas o de los comunistas, valoraba mucho a Fitzgerald, lo que para mí no es neutral: tienen en común la dimensión “infilmable”, no pueden ser reducidos a una imagen cinematográfica.
Las palabras, si prestamos atención a lo que llevan, invitan a ver, llevan colores, movimientos, sonidos; es sobre este punto preciso que hay que interrogar y leer a los escritores…
“Sus ojos estaban llenos de amarillo y lavanda, amarillo por el sol a través de las persianas amarillas y lavanda por la cola del pelo hinchada como una nube que flotaba indolentemente sobre la cama. De repente ella se acordó de su cita y, sacando los brazos de la colcha, se puso un negligé violeta, echó su pelo hacia atrás con un movimiento circular de la cabeza y se fundió en el color de la pieza.”
Fitzgerald, como se nota claramente aquí, intenta convocar la mayor cantidad de percepción y de sentido a la vez. Ahora bien, a través de este borramiento de las palabras bajo las imágenes, vivimos una expropiación de las sensaciones y de las palabras para decir los diferentes sentidos. Al ser captado por la óptica, nuestro oído desaparece, como el tacto, el olfato, el sabor, etc. La historia fue evacuada de la sociedad en la que estamos hoy; comienza ayer o antes de ayer. No tenemos más que imagen, imagen, imagen… ¿Y lo escrito?
El concepto de sociedad de espectáculo de Guy Debord se profundiza cada vez más: los protagonistas, los extras de nuestra época son hijos de este espectáculo. Vivimos una actualización inmediata de todo esto durante la campaña presidencial, en la que los dos candidatos mezclaron todo: Blum, el papa, Estados Unidos, Jaurès… Todo muy típico de las nuevas “generaciones espectaculares”, educadas en el espectáculo. Desparecen las fechas, se evacúa la Historia, y las percepciones del cuerpo se reducen a una pura y simple imaginería artística. Por consiguiente, es importante saber leer a un autor como Fitzgerald, cuyo genio de escritor no se toma muy en serio, es una leyenda entre otras, y se relata su imaginería con los buenos sentimientos de rigor. A través de una visión de la literatura, se difunde una especie de propaganda subyacente, en general, romántico-nihilista, que se convierte en un bien-pensar sugerido. Algo que por supuesto tiene un alcance difícil. Hemingway tenía razón cuando decía que en las épocas difíciles la literatura está siempre en la línea de fuego, es la primera en ser apuntada: creo que estamos en esa situación.
Por Philippe Sollers
Traducción: Hugo Savino
Fitzgerald es víctima de un film que se proyecta ininterrumpidamente; y sin embargo, fue el primero que percibió la lucha –violenta– que iba a desencadenarse y a intensificarse entre el espectáculo y lo escrito. Lo expresa con mucha claridad en El Crack-up, en 1934: “Entendí que la novela […] empezaba a subordinarse a un arte mecánico y comunitario incapaz de reflejar algo distinto, no importa en qué manos esté, en las de los negociantes de Hollywood o de los idealistas rusos, al pensamiento más banal, a la emoción más evidente. Era un arte en el cual las palabras estaban sometidas a las imágenes, en el cual la personalidad era erosionada para llegar al bajo perfil que la colaboración impone inevitablemente.” Y más aún: “Había una indignidad repugnante, que se me volvió casi una obsesión, en la subordinación de la palabra escrita a otro poder, a un poder más deslumbrante, más grosero…”. La sumisión de la palabra a la imagen…
Como a Faulkner, a Fitzgerald lo dejaron agotado en Hollywood; vio cómo llegaba ese ascenso de la dictadura de la imagen, con una rarefacción del lenguaje, ¡en la que ahora estamos en un 2000 %! ¡Hay que insistir en esto! La gente, en los días que corren, abre un libro para ir a ver una película. La crítica literaria misma no sabe hacer otra cosa que rumiar una ideología cinematográfica. Por esta razón hay que aislar las frases – que a veces suenan en Fitzgerald como aforismos – en lugar de entrar en la mera historia, en la narración. “Ella le sonrió de costado, con la mitad del rostro como un pequeño acantilado blanco”. ¿De quién es? Picasso, contrariamente a la doxa de su tiempo, a los cánones estéticos de los surrealistas o de los comunistas, valoraba mucho a Fitzgerald, lo que para mí no es neutral: tienen en común la dimensión “infilmable”, no pueden ser reducidos a una imagen cinematográfica.
Las palabras, si prestamos atención a lo que llevan, invitan a ver, llevan colores, movimientos, sonidos; es sobre este punto preciso que hay que interrogar y leer a los escritores…
“Sus ojos estaban llenos de amarillo y lavanda, amarillo por el sol a través de las persianas amarillas y lavanda por la cola del pelo hinchada como una nube que flotaba indolentemente sobre la cama. De repente ella se acordó de su cita y, sacando los brazos de la colcha, se puso un negligé violeta, echó su pelo hacia atrás con un movimiento circular de la cabeza y se fundió en el color de la pieza.”
Fitzgerald, como se nota claramente aquí, intenta convocar la mayor cantidad de percepción y de sentido a la vez. Ahora bien, a través de este borramiento de las palabras bajo las imágenes, vivimos una expropiación de las sensaciones y de las palabras para decir los diferentes sentidos. Al ser captado por la óptica, nuestro oído desaparece, como el tacto, el olfato, el sabor, etc. La historia fue evacuada de la sociedad en la que estamos hoy; comienza ayer o antes de ayer. No tenemos más que imagen, imagen, imagen… ¿Y lo escrito?
El concepto de sociedad de espectáculo de Guy Debord se profundiza cada vez más: los protagonistas, los extras de nuestra época son hijos de este espectáculo. Vivimos una actualización inmediata de todo esto durante la campaña presidencial, en la que los dos candidatos mezclaron todo: Blum, el papa, Estados Unidos, Jaurès… Todo muy típico de las nuevas “generaciones espectaculares”, educadas en el espectáculo. Desparecen las fechas, se evacúa la Historia, y las percepciones del cuerpo se reducen a una pura y simple imaginería artística. Por consiguiente, es importante saber leer a un autor como Fitzgerald, cuyo genio de escritor no se toma muy en serio, es una leyenda entre otras, y se relata su imaginería con los buenos sentimientos de rigor. A través de una visión de la literatura, se difunde una especie de propaganda subyacente, en general, romántico-nihilista, que se convierte en un bien-pensar sugerido. Algo que por supuesto tiene un alcance difícil. Hemingway tenía razón cuando decía que en las épocas difíciles la literatura está siempre en la línea de fuego, es la primera en ser apuntada: creo que estamos en esa situación.
Por Philippe Sollers
Traducción: Hugo Savino
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