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4.9.21

Todos los días en la vida de una mujer, por Pablo Moreno

Apuntes  a la ligera sobre Ash is a purest white (2018) de Jia Zhangke

 

 

Sound affects


En Ash is a purest white (2018), último opus del realizador chino Jia Zhangke, los miembros del jianghu se reúnen a mirar películas de triadas hongkonesas. Más precisamente The Killer (1989) de John Woo. Rituales de representación que llegan del cine, lejos de la acción a gran escala de la narrativa cine del propio Woo  (o de Johnnie To), aquello que se importa es el gesto de camaradería. Gánsteres de poca monta liderados por Bin, un afable mediador que regentea un club de baile de salón y que por supuesto, no llega a tener el anonimato de una discoteca, en donde los habitúes se entusiasman con YMCA de Village People. En Unknown Pleasures (2002) retrataba la discoteca con idéntica alegría con una cita a Pulp Fiction de Tarantino. En Mountains my depart (2015), Tao (Zhao Tao) liberaba sus frustraciones, la definitiva separación de su hijo, bailando bajo la nieve al compas de Go West de Pet Shop Boys. La jianghu de Ash… lima sus asperezas y sellan la amistad brindando una mezcla de bebidas que cada miembro arroja en una fuente de plástico. Entonces la banda de sonido arroja la melancólica canción de The Killer interpretada por Sally Yeh.  Y en ese gesto, Zhangke aleja al film de un mero retrato de mafias de la China continental.


Todo lo sólido se desvanece en el aire

El marco de Ash… es la ciudad de Datong, una ciudad minera en vías de desaparición. Culpa de la baja del precio del carbón y de los negociados que ejercen las autoridades locales, que el padre de Qia denuncia en la radio local, extenuado y alcoholizado, una voz que resuena sin que nadie la escuche. El acelerado proceso capitalista produce ciudades fantasmas.

Ciudades que terminan sumergidas como Fengjie en Still Life/Dong (2006), díptico de ficción y documental, en donde se narra la desaparición de la mencionada ciudad por la monstruosa construcción de la represa de las Tres Gargantas.

La ciudad del parque temático de The World (2004) es el telón de fondo del hiperdesarrollo y la industrialización que hacía trizas toda posibilidad de afecto.

En Platform (2000), un grupo de artistas de un colectivo que trata de adaptarse  a la privatización de las prácticas heredadas de revolución cultural china. Los cambios se manifestaban casi imperceptiblemente, Desde las temáticas de las obras, el vestuario y la música hasta que  la ciudad impone toda su presencia.

Lugar común es señalar que Zhangke es el gran narrador de la transición al mundo capitalista de China. En estos films los cuerpos son sometidos al plano general. Solo los primeros planos nos recuerdan que quienes habitan ese espacio son obreros. Y que esos rostros anónimos son avasallados por el peso de la Historia, un espacio que narra, un espacio que disemina figuras en un paisaje que todo lo avasalla, que provoca migraciones internas, que destruye comunidades, que la experiencia moderna de la China contemporánea es la vulnerabilidad ante la fuerza del cambio.


Esta salvaje oscuridad

Desde Unknown pleasures, la violencia en el cine de Zhangke era un estado latente con ribetes trágicos. En A touch of sin (2013) lo implícito cede a un realismo desbordado, a una puesta visceral. Imposible que la china contemporánea no haya transmutado a una ferocidad salvaje.

La jianghu de Ash…sucumbe ante la furia de nuevos grupos que buscan controlar una ciudad ya corrompida. Uno de los miembros es asesinado por oscuros negocios inmobiliarios. Bin primero es advertido con un golpe hecho con caño de plomería. Los jóvenes encarnan ese panorama brutal tratando de desbancar a un Bin mira el presente con cierta perplejidad e ingenuidad. Llevar un arma no implica emplearla. Luego será desfigurado por un grupo de motociclistas en una emboscada. Quien entiende esos cambios es Qia. Un disparo en el medio de la noche impide que maten a Bin. El arma es ilegal. En ese acto, Tao ingresa al jianghu, en el silencio, en no delatar a su amado. La cárcel implica asimilar el código.


Melo

Los rostros del melodrama hongkonés configuraron el melodrama del cine Wong Kar Wai. Un sistema basado en la fidelidad a los actores que encarnaban esas historias. Tony Leung y Maggie Cheung encarnaron el tríptico conformado por Days of Being Wild (1991), In the mood for love/Con ánimo de mar (2000) y 2046 (2004). Los años transcurridos entre una obra y otra no imposibilitó que la historia de esos personajes se siguiera escribiendo en el tiempo.

No es osado decir que Zhangke haya construido una idea de reformulación del melodrama a partir de la historia de la China contemporánea. Qia es un rostro joven, novia de un mafioso en Unknown pleasures (2000). Luego aparece tratando de comunicarse con Bin en la represa de las Tres Gargantas en Still Life (2006). Aquella comunicación que parecía truncada reaparece en Ash… (2018). Qia es enviada a la cárcel. Vuelve a buscar a su amado, es engañada por una pasajera, embauca a un empresario en un hotel, sufre y sobrevive. Qia es encarnada por Zhao Tao en todos estos films. Su personaje es el punto donde confluyen todas las perspectivas del melodrama y que ya confluían en el protagonista  de su film anterior Mountanis my depart, su primera incursión en el género y obviamente también protagonizado por Zhao Tao, quizás uno de los rostros más bellos y expresivos de lo que podríamos denominar como una cierta idea de cine contemporáneo, porque Jia Zhangke es un narrador de cine y no un formulador de nuevas narrativas. La familiaridad del personaje de Qia nos dice: la Historia como un melodrama y el melodrama como Historia. Tamaña ambición de contar a través de un género popular la vida en la china contemporánea no solo refleja un gesto inusual del cine político de Zhangke (sí, Zhangke hace films políticos). Da un paso más allá que narrar el estado de las cosas. Es narrar la vida de una mujer. Una sensibilidad cargada de futuro.

8.11.16

Coreografías, por Jorgelina Vittori


En algún lugar estoy sola; como siempre, como nunca; desde los veinte, en el mismo punto de la soledad que trilla por buscarse un lugar personal; sola, caminando, coreografiando las calles planas de la cuadrícula de las ciudades en las que vivo y viví.

Se agotan, las calles sí que se agotan y por alguna extraña razón siempre se llega a alguna parte.

La pampa abre y cierra su costura sólida, recta, de cabo a rabo. Y yo me crié ahí y así. Y las sierras eran asunto de dinosaurios durmientes, dinosaurios que nunca se incorporaban, dormían la eternidad y yo me crié con esa convicción ahí y así, surcando los fines de semana la línea recta de la entrada al pueblo de familiares serranos. Había solamente una curva.

Años más tarde, un paso y otro por la avenida ensayando en la cabeza y la ciudad la inminente coreografía y un sátiro que un mediodía de poca gente prueba mostrarme su masculinidad desde un auto hasta el punto de una inflexión erecta que le aborté. Corrí como loca y desahucié sus intentos. Pobre sátiro; suerte rápida y lúcida la mía. Ahí y así.

Años antes, un paso y otro y otro por las calles desérticas a las horas habitadas del pueblo. Clases de inglés y estudio de danza en otoño, invierno y primavera en la otra punta, sola, a conciencia de los peligros del pueblo en el eco de la voz de mamá; todo, todo el trayecto de la cuadrícula. Las curvas eran asunto de domingo, alrededor de la plaza y una camioneta que la miraba a ella, madre joven y hermosa, de rabillo, un conductor que no era papá.

The Pretenders lo muestra en el videoclip: gente caminando sola por la ciudad y, ella, de flequillo largo, guantes negros y campera de jean, portadora de una voz inconfundible que previene sobre los peligros de la falta o escasez de arte de cualquier índole.

Pina Bausch era muy rigurosa con la cuadrícula. Lo aprendí y lo leímos en inglés con mi alumna y amiga bailarina. Caminan, sus bailarines caminan, se descuartizan en movimientos, vuelan, reculan, se empapan bailando, desarticulan las caras y los cuerpos, pero nunca, nunca pierden la noción de la cuadrícula.

Ahora, acá y así, todavía la cuadrícula. Y las líneas verticales y horizontales en mi patio de ciudad, de un Mondrian que las pintaba masculinas y femeninas, en la fusión entre lo estático y seguro y lo dinámico e impredecible.

1.11.16

Cuando las palabras sobran, por Javier Fernández Paupy



Sobre General Pico, de Sebastián Lingiardi

Lo que fue Maracó, en la ancestral designación mapuche, y hoy llaman General Pico, aparece retratado por la lente de Sebastián Lingiardi con una mirada que vuelve al mito de una comunidad. Los hábitos de una pueblo, su destino de motos, autos y bicicletas son la medida del tiempo. Pero sobre todo este retrato fílmico parece estar medido por la sensibilidad de los animales y su encanto. Los perros de la calle de General Pico sugieren una percepción enrarecida del ambiente y su lenguaje misterioso atraviesa la película como una antena de emociones por fuera de las palabras. Los perros, protagonistas oblicuos de esta película, se quedan dormidos al sol mientras escuchamos de fondo la exégesis de una señora sobre las películas del Festival de cine de General Pico. El gesto supone un distanciamiento con el discurso racional. Estos perros vagabundos ignoran la señalética del pueblo, donde todo abusa del campo semántico “Pico”, y están más vivos, o parecen estar más vivos, que sus habitantes. Porque los animales son la medida de este pueblo entre ganadero e industrial y Lingardi no busca enarbolar una santidad lumpen de los perros, o quizás sí, pero lo que me parece significativo es que su perspectiva devuelve los rigores de un sentido por fuera de todo discurso verbal. Como si ese refrán gastado que dice que una imagen vale más que mil palabras no estuviera agotado y pudiera mostrar algo que ningún registro de lenguaje puede alcanzar.

Lingiardi capta una sensibilidad evanescente y saca la radiografía de un pueblo con su  pasividad y sus vaivenes. El movimiento de un día cualquiera, la intensidad de una jornada cívica, las hojas que vuelan para perderse por las calles. Y un delicado tratamiento del sonido acompaña las imágenes. La película de Lingiardi tiene más que ver con Dziga Vertov que con un neorrealismo. Habría en su película una forma de expresionismo donde lo que importa no es tanto la representación de lo real como la expresión de sus manifestaciones en la mirada de su autor. Los planos, escenas y secuencias de esta película por momentos parecen tener una parte de azar objetivo. No se puede guionar el bostezo de un perro o la corrida de un gato por una medianera. Algo del orden de la epifanía sobrevuela esta película que persigue la belleza fugaz del instante. Incluso es posible pensar, al ver General Pico, en la distancia que hay entre el arte y la industria cinematográfica. Si la industria está encorsetada por esquemas de producción que responden a las aceptaciones y servilismos del mercado, esta película legitima una expresión propia.

Por otra parte, la película de Lingiardi revive, desde una perspectiva novedosa, el debate filosófico entre el realismo y el nominalismo, esto es, el dilema de cómo percibimos la realidad. Carlos Mastronardi (Cuadernos de vivir y pensar) observa: “A pesar de Platón y de Mallarmé, ningún vocablo corresponde a la realidad que designa. La palabra separa. Establece deslindes, nada más.” Mark Twain, en su Diario de Adán y Eva, le hace decir a Adán, en relación a la pulsión de nominar que descubre en Eva: “sigue fijándole nombres a las cosas que no lo necesitan, y que no acuden cuando se las llama por ellos”.  La cita de Twain resuena en una línea de Godard que, a su vez, reaparece en General Pico. Shakespeare (“La tragedia de Romeo y Julieta”, acto segundo, escena segunda) hace notar que lo que llamamos rosa exhalaría el mismo perfume con cualquier otro nombre. General Pico, de Sebastián Lingiardi, confirma esta sospecha.


 Para ver General Pico, de Sebastián Lingiardi: http://www.cinemargentino.com/films/914988763-general-pico


Cuando las palabras sobran, por Javier Fernández Paupy



Sobre General Pico, de Sebastián Lingiardi

Lo que fue Maracó, en la ancestral designación mapuche, y hoy llaman General Pico, aparece retratado por la lente de Sebastián Lingiardi con una mirada que vuelve al mito de una comunidad. Los hábitos de una pueblo, su destino de motos, autos y bicicletas son la medida del tiempo. Pero sobre todo este retrato fílmico parece estar medido por la sensibilidad de los animales y su encanto. Los perros de la calle de General Pico sugieren una percepción enrarecida del ambiente y su lenguaje misterioso atraviesa la película como una antena de emociones por fuera de las palabras. Los perros, protagonistas oblicuos de esta película, se quedan dormidos al sol mientras escuchamos de fondo la exégesis de una señora sobre las películas del Festival de cine de General Pico. El gesto supone un distanciamiento con el discurso racional. Estos perros vagabundos ignoran la señalética del pueblo, donde todo abusa del campo semántico “Pico”, y están más vivos, o parecen estar más vivos, que sus habitantes. Porque los animales son la medida de este pueblo entre ganadero e industrial y Lingardi no busca enarbolar una santidad lumpen de los perros, o quizás sí, pero lo que me parece significativo es que su perspectiva devuelve los rigores de un sentido por fuera de todo discurso verbal. Como si ese refrán gastado que dice que una imagen vale más que mil palabras no estuviera agotado y pudiera mostrar algo que ningún registro de lenguaje puede alcanzar.

Lingiardi capta una sensibilidad evanescente y saca la radiografía de un pueblo con su  pasividad y sus vaivenes. El movimiento de un día cualquiera, la intensidad de una jornada cívica, las hojas que vuelan para perderse por las calles. Y un delicado tratamiento del sonido acompaña las imágenes. La película de Lingiardi tiene más que ver con Dziga Vertov que con un neorrealismo. Habría en su película una forma de expresionismo donde lo que importa no es tanto la representación de lo real como la expresión de sus manifestaciones en la mirada de su autor. Los planos, escenas y secuencias de esta película por momentos parecen tener una parte de azar objetivo. No se puede guionar el bostezo de un perro o la corrida de un gato por una medianera. Algo del orden de la epifanía sobrevuela esta película que persigue la belleza fugaz del instante. Incluso es posible pensar, al ver General Pico, en la distancia que hay entre el arte y la industria cinematográfica. Si la industria está encorsetada por esquemas de producción que responden a las aceptaciones y servilismos del mercado, esta película legitima una expresión propia.

Por otra parte, la película de Lingiardi revive, desde una perspectiva novedosa, el debate filosófico entre el realismo y el nominalismo, esto es, el dilema de cómo percibimos la realidad. Carlos Mastronardi (Cuadernos de vivir y pensar) observa: “A pesar de Platón y de Mallarmé, ningún vocablo corresponde a la realidad que designa. La palabra separa. Establece deslindes, nada más.” Mark Twain, en su Diario de Adán y Eva, le hace decir a Adán, en relación a la pulsión de nominar que descubre en Eva: “sigue fijándole nombres a las cosas que no lo necesitan, y que no acuden cuando se las llama por ellos”.  La cita de Twain resuena en una línea de Godard que, a su vez, reaparece en General Pico. Shakespeare (“La tragedia de Romeo y Julieta”, acto segundo, escena segunda) hace notar que lo que llamamos rosa exhalaría el mismo perfume con cualquier otro nombre. General Pico, de Sebastián Lingiardi, confirma esta sospecha.


 Para ver General Pico, de Sebastián Lingiardi: http://www.cinemargentino.com/films/914988763-general-pico


9.11.12

BUSCARSE LA VIDA EN TIEMPO REAL, por Milita Molina




El cine no es ni fácil ni difícil, es.


Me gustaría poder contar de mi amor por Favio (y digo amor bien adrede porque “yo no admiro, amo”, como dice él), pero me gustaría contarlo “despacito” porque así cree Favio que es el tiempo real: despacito y  al detalle, focal. “Me gusta contar la vida como sucede –ha dicho– lentamente.” Y si por algún motivo me viera llevada a querer gritar –como me pasó de querer gritar la primera vez que vi El Dependiente porque ese tiempo de flotación entre Fernández y la Srta. Plasini no se llenaba con nada, y alguien tenía que llenarlo para dejar de sentir la angustia del silencio más ruidoso y más pesado y mas corpóreo y denso que pueda soportar un espectador, un silencio a los gritos, digamos. Si sintiera la necesidad de pegar el grito de Polín, que es el de la señorita Plasini y también el nuestro, “gritaría despacito”, como siguiendo el ritmo lento y espeso y angustiante del tiempo del Patronato de Menores que, en ese sentido y sólo en ése, tal vez no sea tan distinto del tiempo de cualquier infancia pueblerina (o al menos local, focalizada, delimitada duramente, como si vivir fuera vivir en un cuadrito o en un “cuadrado”, como los chicos de Crónica de un niño solo), vigilada y laxa a la vez y austera, con poquitas cosas para entretener el tiempo (dos o tres juguetes que se recuerdan para siempre) porque las muchas cosas y los juguetes sofisticados y la televisión no formaban parte de la infancia allá en Santa Fe, donde el río estaba tan cerca, donde las siestas y los patios son dilatados y  los juegos se los inventaba uno. Borges decía “la infancia es tímida”  y parece un anacronismo y hasta un disparate recordarlo en un mundo que aprecia el desenfado de los niños. Borges, en verdad, hablaba de un modo del tiempo y de la eternidad y también de la perplejidad: una niñez abandonada a sus propios medios, reconcentrada, imaginativa y desde luego solitaria, diferente de esas infancias satisfechas  de niños glotones que no saben digerir, y van saltando de un juguete sofisticado a otro  tal como yo imagino que hacían los chicos con plata acá en Buenos Aires. No, el tiempo de Favio es de digestión lenta, de quien no confunde el movimiento con el agitar de los brazos, con el estoy tan ocupado mirá, propio de las cosmópolis y tan poco criollo, tan poco vago y mal entretenido, tan poco dichoso en su despilfarro. Porque nos guste o no, gastar el tiempo es una condición del tiempo y por lo mismo alguien puede desear abrir segundos en el tiempo como si lo pudiera estirar y estirar hasta que reviente. En el cine de Favio, el cuerpito de un bicho canasto puede dilatarse como si se abriera paso para crear más tiempo en el tiempo y terminar siendo el Universo, o el tiempo puede espesarse y hacerse eterno en un gota de saliva de quien juega a escupir, o quedar capturado en el demoradísimo cruce de miradas entre La Santita y Lucía o, como le gusta a Favio, puede: “atrapar los tiempos como cuando Gatica tiene el monólogo final en la cantina yendo y viniendo. Amo esa secuencia. Me duele el vértigo del sapito de la televisión”.  Todo el universo podría converger en un rostro (“por allí pasa la vida”), pero también en el repiqueteo de la pelota de cuero que golpea la pared y vuelve a la zapatilla sucia y regastada que más que volverla a patear la está esperando precisa para el rebote, automática, o en la bolita que soplamos tirados en el piso, ahora vos, ahora yo, y la bolita incansable gracias al aliento que le imprime un movimiento perfecto como el ritmo de un reloj; hasta que en un instante el universo ya se concentra sólo en el pie o en la bolita y el resto :la pelota, su trayectoria , la pared, el aliento, los cuerpos incluso, “sobran” , son mucha cosa para digerir. Favio, que ha corrido mucho, que ha escapado, que se ha fugado, no sólo sabe que se corre con la cara como comentó Soriano, sino que sabe que se corre repiqueteando y rebotando, como si correr fuera una pura repetición, la insistencia de un ritmo, no un traslado sino un machacar que nos va llevando lejos a fuerza de insistir. Como esas frases dichas mil veces para lidiar con la suerte a fuerza de darle y darle, como el “Mañana lo mato” o “Para el fin de semana compro coche”, pequeñas consignas que se repiten casi automáticas hasta que la bravuconada se gaste o se cumpla. Que en otro plano es como decir “Siempre hago la misma película” o siempre tengo la fiebre de mirar por los barrotes de la ventana chiquita y preguntarme “¡Puta madre! ¿Cómo estoy acá?”  
Favio recuerda el silbato –ese llamado al orden, esa señal de vigilancia y sometimiento, esa manera de arrearnos al redil–, como una imagen  privilegiada del Patronato de Menores y es de veras atemorizante en Crónica de un niño solo, la secuencia del profesor de gimnasia pegando silbatos a lo loco, con furia, con autoritarismo, mecánico y mortífero y fascista como esos micrófonos pesados y muy grandes que recuerdo de la escenografía del Gatica.  Creo que ese fascismo a pequeña escala que produce el ser “sargenteados” debe ser terrible en el Hogar el Alba, pero no lo es menos en cualquier colegio donde te “verduguean”, porque interrumpir con un llamado al orden es siempre un sobresalto feroz para quien vive en esa temporalidad desparramada de las infancias vagas y mal entretenidas, en las que “sentarse a escuchar el ronroneo de los coleópteros, los moscardones y los cascarudos que van cruzando el polen de flor en flor”, puede hacernos expertos en dejarnos llevar por el espesor del tiempo hasta confundirnos con el tiempo, hasta olvidarnos del tiempo. La infancia es tímida cuando el tiempo se hace sentir y cada uno se reconcentra sobre sí como formando una escenografía propia esculpida sobre un tiempo que sobra, pero también es tímida, me parece, porque aunque Favio dice que hasta los dieciocho años nos creemos inmortales porque no tenemos conciencia de la muerte, el diablo se cuela por la cerradura precisamente cuando más inmortales somos, como si nuestra eternidad supiera más de la eternidad porque está más cerca del Misterio, del Enigma y no sabemos de la Caída. Y es tímida, tal vez, porque como alguna vez dijo Pasolini –que como Favio no dejaba de subrayar su timidez– “quizá soy tímido porque desde niño, detrás de cada adulto siempre veía a un padre o a una madre”. El sentido de lo sagrado es un privilegio,  y me gusta asociar la timidez de Favio con esta reflexión sobre el temor y el temblor del hombre de una fe que, como él ha dicho “nos salva de la autosuficiencia”. En Santa Fe, cuando mi madre me presentaba a alguna de sus amigas yo bajaba la cabeza con ganas de salir corriendo, y todavía recuerdo su “No seas chúcara” y casi no he podido superar esa actitud arisca de bajar la mirada en una suerte de temor reverencial que, por caminos raros, ahora sé que me conectaban con algo “superior”, digamos, al tiempo que mi vida era un estar en vilo,  pendiente del silbato y la burocracia que tiene tantas formas en esta vida que mejor ni hablar y que incluso puede ser más siniestra si es silenciosa, como una monja de mi colegio que para llamar al orden aplaudía en silencio. Agazapada, la muy beata hacía chocar sus manos una sobre otra sin producir sonido hasta que  advertíamos  su presencia, todavía no sé cómo. Lo hacía  para que nuestra culpa por todo fuera mayor y sonreía con sorna cretina, allí parada golpeando sin golpear, esperando para que formáramos fila y nos arrodilláramos para poder controlar el largo del guardapolvo y meternos una amonestación si éramos medio putitas y el largo no llegaba a rozar el piso. Y el llamado a correr y correr y el “¿Nunca vas a parar?” dicho a un Polín agotado de dar vueltas pero que sigue y sigue como un boxeador que no quiere que se pare la pelea.
Así la vida. Nos damos mañas para entretener el tiempo: la maravillosa secuencia de Crónica de un niño solo en la que se muestra a los chicos en estado de ocio (los brazos colgando, la baba cayendo, un pucho que se pasa) se mezcla con el recuerdo de mi padre cuando me llevaba a pescar mojarritas a la laguna, la vista fija en el corchito que cuidado no dejes de mirarlo, los ojos clavados ahí en ese pedacito de mundo que se iba haciendo el mundo entero con su propio espesor de tiempo, y  la mirada amplificada que no quiere dejar pasar el momento exacto en que el corchito se hunde. Hay muchos modos de ser un caballero de la fe, pero esa extrema concentración que nos pone en contacto con algo de otra intensidad, como la casi sagrada concentración de Polín  intentando embocar el cerrojo con la hebilla del cinturón, es una escuela excelente para aprender para siempre que no importa qué cosa se haga sino que se haga bien. Chorro de alma o zapatero o dueño del fabuloso y mítico quiosquito del que no cesan de salir tesoros, pero de alma, de alma, sin quedarse llorando por algún otro destino, sin querer siquiera encontrarle una forma al destino. “Si corrés, no te morís”, como creía el niño allá en Luján de Cuyo, simplemente.
Alguna vez Favio comentó que en el Patronato, en esos tiempos muertos de la nadería, la infancia se desperdiciaba. Yo creo que se derrochaba y que así es la vida también; y pienso que si Favio se diferencia todo el tiempo de los “agazapados” es porque los agazapados no pueden derrochar ni desperdiciar y pertenecen a esa calaña de ávidos y glotones, incapaces de desentenderse de la manía de aprovechar, de capitalizar, de guardar, de reservar. Gente que “compra los muebles antes de casarse” ignorantes de que no se puede pedirle una cita a la muerte ni la muerte nos pide un día libre.      
Tal vez la broma no acaba nunca y los agazapados de hoy se ingeniaban desde chiquitos para no desperdiciar el tiempo, para llenarse los bolsillos y aprovecharlo como si fuera un bien que se puede acumular para cuando no haya y así, de a poquito, se les hizo el hábito de sentir que el mundo está en deuda con ellos y tiene que proveerlos. Hay gente que se inventa su vida y hay otros que le piden al mundo su galas para poder tener una. En cambio, creo que las vidas nunca satisfechas, las vidas de los que “no se la creen”, provienen de una niñez que va haciendo de la timidez su castillo y transcurren en un tiempo hecho de ignorancias y creencias que ojalá no se muriera a manos del hombre de la astucia práctica, el “agazapado”, el que cree que la vida es una cuestión de cálculo y no de instinto y fiebre: de mucha fiebre. ¡Qué asco le tiene Favio a los agazapados, a lo agazapado, a lo que se reserva y pega el salto con oportunismo! No sé si la palabra es asco, porque Favio no juzga y eso es fundamental en su manera de vivir. Favio ama, ama hasta al último extra, por ejemplo, y no les gusta la palabra “extra” porque cada vida es demasiado importante para considerarla “extra” y, para el caso, ama sin lugar a dudas a ese agazapado torpe y vacilante que es el Sr. Fernández, un agazapado indeciso y culposo que a falta de un credo quiere ser rotario, es decir “propietario”. No sé si la palabra es “asco”, pero su sentimiento por los agazapados tiene el gusto de la muerte aunque el veneno no tenga olor. Algunos se buscan la vida del lado de la oportunidad y otros son oportunistas. No es un juego de palabras: son dos actitudes opuestas, dos maneras diferentes de concebir las cosas. Un modo está atento al milagro y al “a cada hora su afán”, y disfruta la felicidad del instante; el otro está sujeto a la aridez de la premeditación y al ansia de dominio y excluye el milagro, el azar, lo eventual. Y no importa si como dice Favio “suelto la paloma pero no me voy con ella”, importa que la soltemos, simplemente.
El  tiempo de los agazapados es lamentablemente lineal y cronológico, un tiempo que no se siente (así de emboscado viene) como el tiempo encubiertamente mortuorio de los relojes de ahora.
“Hace poco me compré un despertador antiguo para oír por las noche el sonido que recuerdo de los relojes de mi infancia: cli-clac, clic-clac, porque los despertadores de ahora son mudos, te traen la hora silenciosos, agazapados, como sabiendo que te llevan a la muerte. En cambio éstos no. ¿Ves? Clic-clac, clic-clac: es como si te anunciaran la vida, como si te dijeran que tenés que estar contento, que estás vivo.”

Favio preserva el espesor del tiempo –después de todo es la materia de la que estamos hechos– en una época acelerada en la que la gente no sólo no se toma tiempo para agradecer y afirmar la vida en detalle, sino que ni se toma tiempo para sufrir, ni para compartir, al borde de la ensoñación, las ganas de “tener tiempo para tomar mate con el abuelito en el cementerio allá en Mendoza”, que dicho así ya es toda una película de Favio que transcurre en una escenografía en la que lo local ya es universal y hasta los vivos y los muertos pueden convivir con el cielo al alcance de la mano.

FOTOS ART

Favio cuenta –“pillado” desde la cuna (un “chico con gracia”), bromista, también– que su primera obra es una foto artística que él mismo pergeñó como autorretrato,  allá en su infancia, en la casa de fotografías del pueblo. La casa se llamaba Foto Art y ahí se disparó la imaginación. Enganchado con eso de “art”, que ligó rápida y obviamente a “artística”, se presentó a averiguar y dijo que quería una foto, artística, de su persona. Como el fotógrafo objetó su idea primitiva de aparecer recitando, alegando que  la foto iba a salir movida, Favio decidió componer una distinta, en la que él aparecía con una vela que iluminaba un libro y  posaba con un dedo en la sien como pensando.
¡Hay qué llegar a tener ese recuerdo!
Si, de veras que hay que ser un extraordinario transformista y creador de la propia vida para tener ese recuerdo. Y no porque el recuerdo no haya sido verdadero y menos por esa banalidad estilo “Favio mejora sus recuerdos”. No se trata ni de verdad ni de falsedad, ni de retoques a la vida que nos tocó: menos. Se trata, en verdad, de no pensar que “nos tocó” una vida, sino de crear y elegir los recuerdos que van a ir haciendo de nuestra vida algo único, singular. Todos los recuerdos de Favio son verdaderos porque son creaciones, elecciones de estilo, digamos. Favio lo hace explícito cuando cuenta que en el Hogar El Alba había dos hermanas que eran celadoras. Una muy hermosa y alegre y otra “que le pegaba con una regla en el culo”. “Yo elegí recordar a la que era hermosa”, comenta. Y agrega: “Me gusta la gente que se crea un estilo de vida”. “Una cosa es el recuerdo y otra el archivo”, piensa, sin confundir los recuerdos estilo ropa colgada en el tendedero con ese poder creador que llamamos recuerdo y que no está en el pasado sino en el presente.
Favio ha dicho que no considera demasiado importante la entrada a esta película que es la vida, es decir que no la considera importante en sí misma sino en cuanto a la singularidad que esa vida pueda manifestar. No importa si se es cineasta, zapatero o panadero o se tiene un quiosquito, lo que importa es que hagamos lo mejor posible eso que va a hacernos excepcionales.  Y sin trampas, sin ser unos “agazapados”, sabiendo “si dimos el caramelo más chico o el más grande”. 
Para tener esos recuerdos hay que saber darle a la propia vida un caramelo tan grande como para recordar el día que volvió a su casa furioso, a los gritos y en llanto, porque a través de un amigo se había enterado de que las madres no eran vírgenes. Y entonces se largó a reprocharle a la suya con  frases desesperadas (se trataba de una revelación) “Usted se acostó con mi papá”... “Usted se acostó con mi papá”. Todo Favio,  con su amor por la Virgen pero también por la redimida esposa de Cristo María Magdalena (sus “putitas” de Mendoza) parecen ya contenido y casi destilado en esa perfomance alucinada. Como si ese niño hubiera podido decir ya entonces  ¿Por qué no me morí?”, como el Aniceto traicionado por Lucia que no es putita (como su recordada Boliviana)  ni Santa como la Virgen, sino una mujer que puede hacer mal, una yegua, en su idioma.

Pero Favio no es sólo creador de recuerdos  sino que dispone de una habilidad más enigmática, más cercana al arte según mi entender, más afortunada, menos electiva, dispone de una inmensa libertad para tratar con la creencia, el malentendido, el equívoco, el  error, el mito, cosa mucho más difícil que llegar a saber algo, porque la ignorancia, el desconocimiento, la perplejidad no parecen cosas que se puedan elegir ni aprender. Sin embargo, Favio ha dicho “es mejor no conocer tanto”, lo que me hace pensar que tal vez hasta nuestra ignorancia y nuestras pifiadas tienen algo  de elegido, como si también nos fugáramos de los rostros arteros, mezquinos y retorcidos de los Doctos que miran a Jesús en el cuadro de Durero, con falsía. “Favio, por suerte no es un intelectual” ha dicho de sí, y tal vez ése es el carozo de su genio: recordarnos que siempre estamos al borde de esa ignorancia de la infancia, de esa torpeza, de ese salvajismo, de esa profunda libertad que todavía no sabe de sí demasiado.
Cuando yo estaba en la escuela primaria la maestra preguntó cómo se le decía a la persona a quien se le había muerto el papá y la mamá. Yo, levanté la mano contenta de saberlo y dije : guacho. El silencio fue mortal, al menos para mí, porque todo se había hecho negro, había quedado al descubierto no sólo mi ignorancia sino algo más: mi manera de escuchar, de creer, de torcer lo que era, de distorsionar, de trasponer. Recibí el consabido “Guachos son los animales” y mi vergüenza fue enorme.
Pero hasta el día de hoy bendigo esa ignorancia, porque a mí me parecía que “guacho” era más correcto aunque estuviera “equivocado”, pero como el manto bochornoso del error cayó sobre mí –la infancia es tímida–  no pude decir que “huérfano” era una palabra tan elegante, tan inadecuada y sosa para referirse a alguien sin padre ni madre, para nombrar un dolor que ni podía imaginar, pero que reservaba para la gente terriblemente desdichada, para la gente “guacha”.
No sé si cuando Favio le dijo a un médico que le dolían “los ovarios”, para no decir “los huevos” (porque le parecía feo) y “testículos tienen los animales”, estaba en mi exacta situación, pero sí estoy segura que no hay nada mas saludable que un buen error, una buena pifiada, un descuido, una ignorancia disparatada que nos hace conocer las cosas por otras vías. Si Favio hubiera dicho testículos o huevos, o si yo hubiera dicho huérfano, se hubiera acabado la gracia, no hubiera pasado nada, estrictamente. Es en la eventualidad perfecta de esas torpezas, de esas distracciones, de esos desvíos, donde el malentendido feliz tiene más chances.     

PASARSE LA POSTA DE ALGO QUE NOS HACE BIEN AL ALMA.

Favio dice “siempre me inhibió lo puro”,  al tiempo que se refiere con inmenso amor y alegría a sus recuerdos de las “putitas” allá en Mendoza, especialmente, donde el aire es tan puro, tan puro, que devuelve los olores, no como Buenos Aires, acá, que huele a nada.  Allá donde los olores y los ruidos son un don que el aire puro no espesa ni oculta en la asquerosa humedad portuaria. Tal vez lo puro nos inhiba, sencillamente porque no es humano y tiene el rostro liso, llano, sin ninguna herida. Y, aunque no tengo brújula en estos temas, creo que un católico ama lo impuro porque en ese bodrio que es el hombre se pone a prueba la virtud cristiana por excelencia: el amor. Cuando un hombre del genio de Favio, que puede ir de lo más concreto a lo mas abstracto casi con brutalidad,  manifiesta: “Uno tiene que hacer su obra sin pudor, sin medir cada paso que da. Uno podría decir que cambiarle la letra a Rigoletto (en Nazareno) es una irreverencia  total, pero pienso que todo es válido... Tenés que apelar a todo... tenés que ser impudoroso... Si lo hacés bien podes hacer todo. Como dice San Agustín “Ama y haz lo que quieras” y el cine es un acto de amor”; deberíamos tomar el amor impudoroso como libertad pura y entender que para la fantástica libertad del gusto, no hay jerarquías ni valores previos al momento de cazar al vuelo la oportunidad de afirmar que eso nos gusta, y no importa de dónde proviene, ni si es propio o ajeno, o culto o popular o bueno o malo. “No soy tímido en el cine”, ha aclarado, “soy tímido en la vida” y la aclaración refuerza que si el cine de Favio y sus canciones son pura libertad es porque hay un hombre tímido que se toma muy en serio los privilegios de esa libertad. Ser libre no es cagarse en todo: al contrario. Favio es un hombre que no le hace asco a nada y que se preocupa por el amor que es siempre concreto aunque aspire a lo universal, lo que suena o muy moderno o muy antiguo según cómo se vea, pero que no goza de prestigio entre los intelectuales que  son más dados al juicio, a la responsabilidad, a la opción, a las causas generales donde el hombre queda perdido y chiquitito, pero no por su propia conciencia de finitud y de eventualidad, sino perdido como si su singularidad  importara un carajo. “Pasar la posta de algo que nos hace bien al Alma” dice Favio, como las mujeres de la casa allá en Mendoza pasaban los dedos por las cuentas del rosario y el murmullo de las voces creaba un espacio y un tiempo propio, una red de intercambio de cosas buenas para el alma.
Entre los estudiosos actuales,  lo “impuro” (pongamos Vivaldi y la cumbia, por ejemplo) no asusta a nadie, está de moda incluso,  y los más avezados se llenan la boca con sus elogios a las estéticas de la mezcla, de lo diverso, de lo múltiple, por lo cual Leonardo Favio puede ser un objeto de culto y presidir con algunos de sus films y con su vida entera el panteón de la libertad de la mezcla. Pero estas especulaciones teóricas no tienen importancia ya que no están confrontadas en ninguna experiencia de vida, no están sostenidas en una vida a la altura de esa libertad y, según parece que van las cosas, dentro de poco habrá muchos libros o muchos cuadros o muchas películas, pero ninguna existencia para vivir esa impureza brutal que es la vida y, no juzgarla, afirmarla y, aún, crearla, como ha hecho Leonardo Favio. 

Una vez un madrileño me dijo que había estado en Méjico y que todo le había resultado medio fuerte. “Méjico es mucho Méjico”, agregó. Me dio mucha risa esa frase y cuando me puse a escribir sobre Favio la frase volvía, insistía: “Favio es mucho Favio”, mientras recordaba que él había inspirado algunas de mis modestas fotos art, ésas que constituyen mi vida y no figuran acá. Me animo a confesar una. En el año 70 y pico me casé en Santa Fe siendo muy joven, por Iglesia, de largo,  todo muy formal aunque no habíamos comprado los muebles antes. Se me ocurrió –no tengo idea cómo llegué hasta ahí pero sé que amaba esa música– pedirle a un grupo de integrantes del coro polifónico y a un amigo pianista que, en vez de la clásica marcha nupcial, ejecutaran  la música del Moreira, pese a los reparos que ya había puesto el padre de la Iglesia del Carmen cuando le pedí autorización. Los músicos se lanzaron como locos y fue maravilloso. El casamiento ése terminó mal, pero como los recuerdos se eligen, recuerdo la música del Moreira que para mí era  sinónimo de Favio  y vuelven  esa libertad y esa alegría que hacen bien al Alma.

Nota: Los dichos y anécdotas de Leonardo Favio recordados en este trabajo están tomados de distintos reportajes al autor y tramados con  parlamentos de sus películas. Especialmente agradezco el extenso reportaje de Adriana Schettini publicado como libro por editorial Sudamericana con el título Pasen y vean. En cuanto a sus películas me he concentrado especialmente en Crónica, El Aniceto y El dependiente sin dejar de recordar muchas cosas de Nazareno, Moreira, Soñar-soñar y el Gatica.                                   



Este texto fue publicado inicialmente en Favio. Sinfonía de un sentimiento. Malba, 2007.

16.10.12

Aki Kaurismäki, el hombre que se va, por Laura Salino

Esopo ocupaba su sitio detrás del hogar, mientras yo encendía
mi pipa y me tumbaba un rato en el catre a escuchar
el murmullo muerto del bosque (…). Por lo demás, todo era silencio.
Knut Hamsun

Ver el cine de Kaurismäki es estar dispuesto a un diálogo revólver: el hombre que vivisecciona al hombre para volver a instalar lo opaco ―el cine es una forma de arte, hay que recordarlo― donde una supuesta transparencia nos emboba de anzuelos.
Empezamos por un hombre que sabe: «si no sabes qué filmar, es mejor cambiar de trabajo»* (valdría también la máxima para cualquier manifestación que se pretenda artística), declaración de principio y fin.


Hay una derrota primera en esta tentativa de hilar palabras para decir sobre aquello que está hecho para ver y ser visto. Las películas de Kaurismäki se narran en cuadros: una mujer junto a la ventana dibuja sombras sobre una pared y todo lo demás, sobra; un hombre sin pasado muestra su cabeza vestida de vendas blancas y todos estamos ciegos. Los hombres buenos, las mujeres buenas, dialogan en un silencio cargado de gestos y símbolos. Hay perchas. A veces hay algo colgado de esas perchas que, sin embargo, no dejan de indicar en un segundo plano que el cuerpo siempre va desnudo. Hay un color que es el tono de la escena, hay hombres y mujeres que avanzan pese a todo. En esa austeridad de los personajes y los escenarios hay una dignidad innegociable, no porque los personajes se ahorren las miserias sino porque nunca se pierde de vista que entre dos puede haber no sólo dientes afilados sino mano tendida, con la dificultad añadida de que todo esto sucede fuera de cualquier lugar común o de irritante cursilería. Hay historias cargadas y esos diálogos revólver del cuerpo a cuerpo. Hay un director que crea su propio lenguaje y nos hace amar su dialecto. Hay silencio para ver, Juha relincha en luces y sombras un homenaje vivo al cine mudo. Hay austeridad que borra lo superfluo y ensalza lo esencial (una respuesta para los detractores de lo esencial que, como la inspiración, también existe). En Kaurismäki, una percha es esencial, un teléfono que se atiende tarde, que puede dejarse sonar. Hay un hombre que sabe de lo esencial: «mi familia no era pobre, teníamos suficiente para comer y libros para leer».


Kaurismäki se nombra como un niño autista: en efecto, no tomó la palabra hasta sus cinco años, detalle que no le impidió crear un lenguaje propio, que ―por supuesto― nadie entendía. Esto parece no haberlo inquietado, pues la inteligencia del hombre sabe que «es inútil explicar las cosas o las películas».
Lo dice el hombre en conflicto, el hombre que ha pasado su juventud en la comisaría, en apremio con las autoridades y por ello mismo sabe que «la prisión es diferente». Habla un hombre libre.


Hay también un elogio del azar, del encuentro, y sólo así el desbaratar un poco la existencial soledad. También sabe de eso el hombre que tuvo cuarenta trabajos en tres meses para vivir (al hombre no le asusta trabajar), «si me gustaba el trabajo, me quedaba»; allí conoció a todo tipo de gente muy diferente en la que se inspiró luego para hacer sus películas. Eso sí, de los veintidós años que lleva haciendo cine, dice: «durante veintidós años no he conocido a nadie, he perdido contacto con la realidad». Es lícito animarse a la hipótesis del retorno del maravilloso “autismo kaurismäkiano” pues, como dice Nerval en Aurelia: «¿Será oportuno, una vez recobrada lo que los hombres llaman la razón, lamentar haberla perdido?».
Habla el hombre que sabe perder: un ganador. «Mis primeras películas empezaron con la idea de que los protagonistas se fueran de Finlandia, y de hecho fui yo quien se fue. Mis protagonistas se han quedado en Finlandia. No puedes amar más a tu país que dejándolo. Todo esto está en relación con mi historia personal con este país (…), ya no hay nada finlandés.»
Pero el hombre sin pasado recuerda y elige: en Nubes pasajeras aparece un mostrador de bar, objeto del cariño de Kaurismäki (como tantos otros que recopila y donde se esconde, a falta de la paciencia para soportar el calor humano, según dice), utilizado también en otras de sus películas, en cuyo frente falta un botón. El hombre de talento que ha perdido a su Finlandia ve surgir la oportunidad: crea ―en su propio lenguaje― una escena donde dos obreros reponen el botón faltante con un caramelo Sisu, producto finlandés clásico (aunque ahora fabricado por holandeses, se lamenta). Ahí tenemos el cuadro: un mostrador querido y viejo («como está viejo, ya no tiene por qué moverse»: puede perder contacto con la realidad) donde el caramelo Sisu repone, a la vez que muestra, una falta. «Es el triunfo de Finlandia sobre Rusia (en la Segunda Guerra), aunque haya sido al revés», dice el hombre. Hay una diferencia de color, hay un caramelo pinchado con un alfiler al viejo mostrador ahora inmóvil. Hay el desarrollo de toda esa acción en la escena de la película. El hombre que ama el cine y por eso a Bresson y a las sogas de Hitchcock.
Kaurismäki hace cine con sus propios recursos, que cuida y no derrocha (rarísima avis), es el director, productor, montador de su obra. Sabe que un montaje, por bueno que sea, «no salva dieciséis kilómetros de mierda». Los actores lo respetan, lo admiran, se escapan si quieren ensayar pues «Aki no quiere ensayos». En Hamlet va de negocios ni siquiera hubo guión.
El hombre que piensa no sólo da vueltas, no teme el momento de concluir. Hará analogías entre el hombre y los peces: «los peces se comen unos a otros para sobrevivir, pero los peces no tienen la literatura; el hombre sí». «He llegado a la conclusión de que sería mejor que la humanidad desapareciera, porque los hombres entorpecen su propia evolución. Tendríamos que asegurarnos de que los que nacen salen adelante con su propia vida. Luego, desaparecer».
Baudelaire es el nombre del perro en La vida de Bohemia, Kafka es la lectura para dormir a una enferma de cáncer en Le Havre (no el químico anestésico sino la palabra como ―esencial― vínculo de amor). Un íntimo gusto por el tango musicaliza varias de sus obras y parece también la música de fondo de una mirada ―la suya― que atraviesa.
«El primer árbol que vi fue un abedul. Por eso estoy siempre de viaje hacia mi tumba».
Es la inteligencia Kaurismäki, sopórtenla.


* Esta y todas las citas del director son extractos del documental Cinéma de notre temps: Aki Kaurismäki, 2001, de Guy Girard.


6.1.12

La niñez robada, por Pablo Moreno






Hace años mi hijo se me acercó y me dijo:
Papá, los caballos no tiene cuernos.
De esta manera un niño descubre la vida.

Viktor Sklovski. Maiakovski


A lo largo de The Big Red One (1980, Fuller) hay testigos que significan lo absurdo de toda contienda bélica: los niños. Una niña ve comer al sargento en una playa de Túnez, ante la incomodidad que ésta le provoca el sargento le cederá su lata de ración. Al mismo tiempo otro niño comercia intercambio de bebidas o mujeres por cigarrillos. En otra escena otra niña juega con el casco del sargento, luego decorará con flores el casco a cambio de un beso. Ese gesto de ternura lo pagará con su vida: el casco es muy llamativo para el enemigo. Otra escena: un niño lleva en un carruaje el cadáver en descomposición de su madre, dará información de dónde se halla el cañón enemigo a cambio de un entierro digno para su madre. Niños que buscan padres, huérfanos que son empujados a la adultez sin ningún paso previo. La infancia en Fuller es ese testigo molesto que no se desea ver, pero que siempre está ahí, vitalidades incómodas que surgen de las ruinas de la guerra. No se puede señalar una sola escena, son varias porque lo primero que mata la guerra es la inocencia.

Fuller aparece en el film con su cámara de 16 mm filmando niños alemanes, fanáticos y aún así, inocentes. Otro niño nazi es francotirador, cuando el sargento le ofrece a cada uno de su grupo que lo ejecute, nadie puede hacerlo, unos cachetazos correctivos transmutarán el grito de Hitler de parte del niño por el llanto pidiendo por su padre, una manera de hacerlo volver a su infancia, donde los padres son los que señalan los límites de aquello que es incorrecto.

El Iván de Tarkovski tiene una profesión de adulto: es espía, prefigura la acción de otro personaje futuro del realizador ruso: “stalkear” (tomo el concepto de Serge Daney empleado en su artículo sobre Stalker en Cine, arte del presente), cruza el umbral para adentrarse en el bosque, es decir, deja de ser niño porque se adentra en el miedo al deambular por la filas enemigas para recoger información. Iván ya no es niño (el título del film no deja de ser paradójico porque la imagen lo desmiente), es un soldado consumado al cual se le encomiendan misiones peligrosas. Sólo puede acceder a la infancia a través de la materia onírica, que la vez constituye la memoria de aquello que le fue arrebatado (su madre, su familia ¿cómo era?, no lo sabemos). A la memoria le gusta escudriñar las tinieblas dice el poeta Ossip Mandelshtam y la vigía del sueño siempre será rota por el presente de la guerra.

Así como la crítica italiana le reprochaba a Tarkovski cuestiones formales respecto a las representaciones oníricas porque de esa manera ya no se filmaba en Europa, en la URSS Tarkovski siempre fue criticado por “formalista”. Pero como bien señala Sartre, la cultura de Tarkovski es “necesaria y esencialmente soviética” y en La infancia de Iván (1961) lo onírico es la vía formal posible para señalar que el personaje principal ha perdido su niñez. Al respecto dice Deleuze: Ello explica que el cine europeo haya recogido muy tempranamente un conjunto de fenómenos: amnesia, hipnosis, alucinación, delirio, visión de los moribundos y sobre todo pesadilla y sueño. Este fue un aspecto importante del cine soviético y de sus variables alianzas con el futurismo, el constructivismo, el formalismo, el expresionismo alemán y sus variables alianzas con la psiquiatría yo el psicoanálisis… el cine europeo encontraba así un medio para romper con los límites “americanos” de la imagen-acción, y también para alcanzar un misterio del tiempo… “Del recuerdo a los sueños” en La imagen-tiempo.

El niño no tiene pequeñas virtudes ni pequeñas debilidades: es radicalmente lo que la historia ha hecho de él. Proyectado a su pesar en la guerra, la guerra no lo ha hecho enteramente. Pero si asusta a los soldados que lo rodean, es porque no podrá vivir nunca en paz, señala Sartre (“Discusión sobre La infancia de Iván” en Revista de Occidente Nº 175, diciembre de 1995). Es por eso que los oficiales lo abrazan, le dan afecto y lo quieren enviar a la escuela. Pero no pueden ver que la imagen del niño no es precisamente lo que florece de su interior. El odio y la venganza es el motor que mantiene vivo a Iván porque su niñez ha sido extirpada. A fuerza de ver tanto horror lo único que le queda es su causa. Y es por eso que ya no quiere mantener ningún lazo afectivo con los adultos y decide volver con los partisanos.

Luego que Iván va a su última misión, volviendo al territorio inhóspito del bosque, al film se le insertan partes documentales que dan cuenta de la liberación de Berlín por parte de las tropas soviéticas. Nuevamente la infancia hace su aparición de modo perturbador: los hijos envenenados de Goebbels puestos en fila en el piso, otros niños asesinados en otra habitación, la violenta capitulación de los nazis empezó con la ejecución de sus hijos. Posteriormente, cuando las tropas soviéticas revisan las salas de ejecuciones y los archivos (con sus respectivas fotos) de los prisioneros ejecutados la foto de uno de esos expedientes devolverá la última imagen con vida de Iván: un rostro que estremece no sólo por ser aquel que había sido enviado a esa misión suicida, sino porque también devuelve una mirada de odio. Una mirada que no parece de niño.

Fuller también culmina su film con una liberación: la del campo de concentración de Falkenau. Nuevamente, lo que la imagen nos devuelve en primera instancia son miradas, ojos asustados. El sargento intentará alimentar y apartar del horror a un niño que ya ni come y que luego morirá en sus hombros. Habría sido sentimental si la escena hubiera estado aislada de la totalidad del film, pero anteriormente habíamos señalado la presencia opresiva de los niños como testigos del desastre. En esto quizás reside la diferencia con el film de Tarkovski. Iván resigna su infancia en el mundo “real” (no en el mundo onírico), ha perdido todos sus afectos y por ende se ha convertido en un “hombre” de acción, consciente de su destino trágico. Los niños en el film de Fuller aún conservan una mirada inocente (no dejan de ser miradas de niños) a pesar del horror.

Tanto Fuller como Tarkovski coinciden en una misma idea: el espacio trágico de la guerra es el de la niñez robada.

8.12.11

La murga de los impostores, por Leandro Ribot






Podía decir sin el menor titubeo en qué momento preciso empezó a declinar el revival de James, que Stendhal era agua pasada, Cocteau un plomazo o Genet el genio más nuevo y descartado de entre todos ellos… Absorbía como una esponja los cambios de favor y gusto en los lectores, tenía facilidad para barajar con maestría e improvisación clichés sobre los más variados temas, le aterrorizaba quedar algún día como un tonto ante la sobriedad intelectual de otro, y presumía de conocer a fondo cualquiera que manejase una pluma, un pincel o un piano en Nueva York. Esas eran las mercancías que los editores le compraban.

Pearl Kazin. The Raven.


Rodolfo Fucile ilustró y contó vidas de artistas que por causa del azar, la desgracia o la falta de voluntad no contribuyeron en nada al desarrollo de la masyúscula Historia del Arte. Esa pesquisa lleva por título Artistas irrelevantes. Una investigación de Rodolfo Fucile (Ediciones Del Antiguo, 2008). Personas dedicadas minuciosamente a la quimera de la creación, incomprendidos en vida y maltratados con virulencia por la crítica especializada. Tristes destinos, como aquel pobre músico de Grillparzer. Caldo de cultivo para detractores de profesión. Fracasados exquisitos. Violinistas siameses que interpretan un arreglo perfecto para dos violines en una obra de Albinioni. Actores asesinos. Generales que desafinan en la banda militar. Artistas frustradas y resentidas que se dedican a la docencia en colegios primarios. Roqueros que dejan la música para trabajar en una oficina de Rentas. En el libro también hay lugar para el recuerdo de ilustres damas de actuación decorosa, así como un grupo autoproclamado Fraternidad de Artistas Insurgentes Hastiados de la Mediocridad Pequeño Burguesa. Todas buenas noticias en el ámbito de la cultura. Los escándalos de Fucile respiran una prosa afable que ignora la crueldad para darle paso a la irreverencia.

Sus sátiras recuerdan las historias de Los escritores inútiles de Ermanno Cavazzoni, (2001, traducción de Guillermo Piro). Una de sus fotografías a escritores inútiles dice: “Hay escritores esclavos de otros escritores, que son sojuzgados y reducidos a la función de perro. El porqué no se sabe. Hay quien dice que forma parte del aprendizaje y que la esclavitud se encuentra en todas las artes.” Algunos de estos escritores-perros-esclavos dependen del comercio con editores-dueños-cafishos. En otra de sus fotos advierte: “Las editoriales mantienen escritores en desuso a quienes les encargan la lectura de las novelas dactilografiadas que reciben para que emitan juicio. Estos escritores en desuso son mantenidos en secreto para que no puedan ser corrompidos con regalos, dinero o chantajes sexuales por parte de los aspirantes a escritores. (…) Los escritores en desuso, abandonados a sí mismos en medio del papel dactilografiado, siempre a punto de dormirse, pasan días que parecen noches redactando informes de tono deprimente que nadie leeré nunca, madurando su típico temperamento funerario.” Los escritores inútiles es un manual de uso, un impiadoso catálogo que burla, con acidez, una legión también maliciosa. “Los escritores, por principio, se odian, pero no consiguen separarse el uno del otro. Se los ve caminando del brazo como amigos inseparables. En cambio se odian. Se los ve reunidos en el café; parecen de buen humor, y en cambio anidan pensamientos de destrucción recíproca y aniquilamiento.” No es mejor la suerte que le toca a los críticos, esa fauna mandarina. “¿Para qué sirve un crítico?, se pregunta cada tanto la población. Un crítico sirve para que un escritor se ilusione durante un momento de que existe. Cada escritor debería tener su crítico, de lo contrario se queda sin el cebador puesto y apagado.”

Estas lecciones para convertirse en un escritor inútil me llevan a las estampas de artistas olvidados-olvidables-incomprendidos-incomprensibles que Remo Bianchedi dibuja en sus Vidas célibes (Letranómada, 2010). Artistas de una vanguardia imposible. Un tipógrafo ruso redacta el primer “Manifiesto de la Tipografía Inmaterial” y tiene que romper el hielo de tinta congelada para poder imprimir y hacer su trabajo. Una entrevista al tercer hijo del tipógrafo que escribió “un manual muy básico para leer y escribir correctamente sin cansar demasiado la vista.” De un artista apodado, constructor del ensueño, se dice: “En Chicos de la calle Armando Weed volvió a ratificar el poder de cambiar el mundo que atribuyó a la producción de arte. No bien expuesta la pintura numerosos chicos de la calle fueron adoptados por numerosas familias europeas. El mundo de riquezas de Armando Weed es una obra que sin lograr una absoluta totalidad hizo posible que hoy en el mundo exista al menos una pequeña cantidad de personas ricas.” Bianchedi da con esa etimología de la palabra “arte” que viene de “fraude” y “engaño”. “El curador no cura, mata”, apunta Jean Claude, “artista arribado a la fama mundial por su enigmática obra Arte callejero es arte carenciado. ¿Cuándo es arte?, pregunta una y otra vez Bianchedi. Dice Vidas célibes: “Fiel a la sentencia del Corán: En el dia del Gran Juicio se llamará a los artistas visuales para que den vida a las imágenes que ellos produjeron; al no poder hacerlo serán condenados al Fuego Lento y Eterno de los Infiernos.”

Hay quienes viven de la carroña del “mundillo del arte”. Especialistas en todo, obedientes de la crítica, jueces de la forma, pescadores de nuevas tendencias. La película El artista, dirigida por Mariano Cohn y Gastón Duprat (110’, 2008) parodia ese “mundillo” y algunas de sus pretensiones. Hay las obras de arte que tiene su valor de cambio en el mercado. Las arte-mercancías. Ahí donde los coleccionistas invierten en cuadros como podrían invertir en otra cosa. Tolstoi ya presagia un agotamiento de las artes aristocráticas, un exceso de preocupación por el arte en Rusia, de motivación y de instrucción estética que vuelve al hombre un inútil, un inadaptado. Tolstoi buscaba usos nuevos para el arte. Del All arte is quite useless de Wilde, a esta frase de Bajtín: “Un poeta debe recordar que su poesía es la culpable de la trivialidad de la vida, y el hombre en la vida ha de saber que su falta de exigencia y de seriedad en sus problemas existenciales son culpables de la esterilidad del arte.” (Arte y responsabilidad, 1919). Pero la murga de artesanos y artenfermos no descansa. El precio y el valor que tiene la discreción es algo que esos gritones nunca van a entender. Nada que hacer. Es difícil seguir el hilo teórico dogmático argumentativo que supone cierta bibliografía especializada. Algunos, soporíferos sistematizadores del pensamiento. También otros, meros impostores.

25.8.11

2046, por Pablo Moreno






Las últimas dos escenas de Days of Being Wild (1991) de Wong-Kar Wai son dos planos fijos. En el anteúltimo plano vemos a Maggie Cheung bajando la persiana metálica de la boletería del estadio donde trabaja. La última escena (desconcertante porque no presenta ilación alguna con el argumento) lo vemos a Tony Leung en una habitación de techo bajo (de fondo se escucha un cha-cha-cha), acicalándose frente al espejo, guardándose dos paquetes de cigarrillos en ambos bolsillos del saco, mientras sostiene otro con su boca. Pasaron nueve años para que escena adquiera significado. Son los instantes previos a que las vidas de Su Lizhen (la sra. Chan) y Chow se crucen en la fundamental In the Mood for the Love (2000). Chow será también el personaje principal del final de la trilogía en 2046. Todo parecería ser datos caprichosos de cinéfilo, pero lo cierto es que ninguna película puede ser analizada en particular si no es puesta en correlación con la evolución del lenguaje fílmico en donde se pueden advertir rupturas con las constantes estilísticas del realizador. La mencionada trilogía presenta aspectos formales diferentes al resto de la filmografía del hongkonés. As Tears Go By (1988), su ópera prima, Chunking Express (1994), Fallen Angels (1995) y Happy Together (1997) son retratos nerviosos (y por momentos violentos) de la urbanidad de fin de milenio (sean las ciudades Hong Kong o Buenos Aires), filmados con cámara en mano y con la visión deformada por el uso del gran angular. Aquí la ciudad es el escenario en donde se pone en coreografía el cuerpo en movimiento.

De Days of Being Wild a 2046 el escenario es el Hong Kong de los años 60. En 2046 las marcas temporales están dadas por la inserción de noticiarios que dan cuenta de la situación política de Hong Kong (como las revueltas de 1966) y de carteles que señalan las navidades con el correr de los años. Está filmada prácticamente en interiores y la calle se revela construida en el set cinematográfico, lejos de toda vocación realista. El vestuario y la escenografía (excepto en la ficción anticipatoria del relato de Chow) también revela la época. No así el uso de la banda de sonido. Perfidia (Xavier Cugat), The christmas song (The Nat King Cole Trio) o Sway (Dean Martin) operan como “extrañamiento”, dando al film un aire “atemporal”. Mismo efecto que empleaba en Chunking Express cuando se repetía California Dreamin de The Mamas & the Papas, instalando el imaginario contracultural de los 60 en el paisaje urbano de los 90. Canciones pop que funcionan como leitmotiv de los personajes: remarcan el elegante caminar de las mujeres e ilustran la gestualidad de los personajes en el universo del melodrama del hongkonés.

Habíamos señalado anteriormente la rutina de Chow frente al espejo al final de Days of Being Wild. Gesto que volverá a repetirse en otras ocasiones. Son las características que construyen al personaje como por ejemplo la particular forma de fumar de Chow. En esa aparente superficialidad (brillante y cromática) cada personaje repetirá su rito y romperá con el mismo cuando las emociones estallen. Algunas de estas explosiones son musicalizadas (y funcionan como citas) por las partituras fassbinderianas de Peer Raben, una marca estilística que le permite tomar cierta distancia con el material narrado, porque el melodrama en Wong Kar-Wai es la estilización (planificada desde el encuadre y la iluminación) del género, pero que no posee el peso dramático de la temática de los films de Fassbinder en donde siempre emergía las miserias del milagro económico alemán, la marginación de las minorías sexuales o las heridas del nazismo.

2046 abre con una voz en off (la del propio Chow) relatando una historia de ciencia ficción. El decorado es una versión color de Metrópolis de Fritz Lang e iluminado por el neón de Blade Runner (Ridley Scott). La voz en off repetirá a lo largo del film la frase “una vez me enamoré de una mujer”. 2046 es una utopía donde es posible “recuperar recuerdos perdidos”. Pero esos recuerdos se desvanecen en la velocidad del tren cuando se intenta volver de ese lugar. La ficción es el relato que está escribiendo Chow (quien oscila entre su profesión periodística y la escritura), que se halla mas cercano a los experimentos narrativos de la ciencia ficción inglesa de los 60 (la “new wave” que agrupaba a escritores como Aldiss o Ballard) es decir, cuando la ciencia ficción literaria abandona la anticipación para reflejar paisajes interiores. Relato que deviene autobiográfico porque los personajes son las personas que va conociendo Chow (la materia prima del relato son “personas reales” dentro de la lógica realista del film).

Tampoco hay que soslayar que la habitación 2046 era el espacio donde Chow escribía las novelas de artes marciales en In the Mood for Love, en una época en donde la industria hongkonesa del cine brillará con el género de artes marciales (la figura de Bruce Lee reinará al final de la década). La modernidad del cine de Wong Kar-Wai no solo es la conjunción de estos géneros menores (la ciencia ficción, el relato de artes marciales o el melodrama romántico) que hacen eclosión en esta época. La modernidad en 2046 es la narración del momento de producción de esos géneros tanto en el aspecto formal del film como así también, en el instante en que se relata el acto de producción (Chow escribiendo ayudado por sus musas femeninas) dentro del corazón narrativo del film.

Si en In the Mood for Love Chow era un personaje recatado y tímido, en 2046 dará rienda suelta de su cinismo, una modo de camuflar las profundas heridas que le ha dejado un amor no consumado (podría decirse también no correspondido) y se transforma en una especie de playboy despreocupado, casi sin sentimientos, en busca de esa epifanía que fue el instante en que se enamoró de Su Lizhen. Y en donde In the Mood for Love era pudor, en 2046 se liberará las representación de las pasiones. Al principio del film el acto sexual estará fuera de campo, es decir, nos informamos del cambio operado en Chow por lo que se escucha en la habitación 2047 ocupada por su vecina Bai Ling (Zhang Ziyi): los jadeos de los amantes y los planos de los tabiques de madera sacudiéndose por las noches. La representación del acto sexual, que será intensa, se plasmará cuando Bai Ling se transforme en amante de Chow. El recurso del fuera de campo también lo utilizará Wong Kar-Wai en las escenas que Chow espía la habitación 2046 (información que siempre nos será escamoteada y que parcialmente se recuperará cuando los amantes se crucen en el pasillo del hotel).

2046 funciona como film-síntesis de algunos aspectos estilísticos de la obra de Wong Kar-Wai. La década del 60 le permitió edificar una nueva “cadencia” narrativa del melodrama (cómo y desde donde se narra el género) y darle de una sensibilidad mas refinada a la construcción de los personajes que pueblan ese melodrama. En la contemporaneidad de los 90 Wong Kar-Wai hacía de sus films el relato de los cuerpos en movimiento violentando el paisaje. En 2046 (y en los otros films que componen la trilogía) el cuerpo será narrado en esos gestos o ritos que componen y reinventan al personaje romántico. La elegancia femenina será subrayada a través del ralenti o en planos detalles del vestuario (como el recorte del cuerpo de Gong Li destacando parte del vestido, la cartera y la mano enguantada).

Un film-síntesis suele transformarse en un film-bisagra. Wong Kar-Wai volvería al Hong Kong de los 60 en su participación en el film colectivo Eros (2004, segmento “The hand”). Luego filmó en Estados Unidos My Blueberry Nights (2007) y posteriormente realizó un nuevo montaje, agregándole escenas nuevas (en otros cambios estéticos) de Ashes of Time (1994), su film de artes marciales. La suerte dispar de estos films hizo de Wong Kar-Wai un cineasta errático, aunque los cineastas modernos y que toman riesgos suelen perderse saludablemente en una búsqueda.

El cine de Wong Kar-Wai prodigó una constelación de estrellas que le dieron una fisonomía propia al cine contemporáneo. Rostros familiares como los de Maggie Cheung, el desaparecido Leslie Cheung, Andy Lau o Faye Wong dotaron a la pantalla una carga emotiva que trascendieron su propia geografía. El nuevo melodrama necesitó de estos actores y actrices para instalar una nueva iconografía romántica y Wong Kar-Wai se apoyó en ellos para que su cine no sea un mero ejercicio de estilización ya que un film necesita de rostros que sepan cómo enfrentar una cámara y cómo desenvolverse en un plano.

El cine tiene esa capacidad de perdurar. Los personajes no envejecen (y demandamos que no envejezcan) porque necesitamos que nos relaten nuevamente la misma historia de amor y posiblemente (una expresión de deseo) a fuerza de reiteraciones el final cambie o se reescriba. Las nuevas visiones de un film nos hacen detener en detalles que en otro momento nos parecieron insignificantes. Otras escenas nos afectan de otra manera en determinados momentos de nuestra vida. A la premisa de que el cine sea moderno (vital y joven) le exigimos la capacidad de conmover y que esa historia de amor continué. Quizás sea para evitar la tristeza de ver a Tony Leung abandonado en el asiento trasero de un taxi.

25.5.11

Desencuentro en el desierto, por Emiliano Scaricaciottoli






Sobre Zabriskie Point (1970) de Michelángelo Antonioni


Cuando considero el final de un día, de cualquier día,
tengo la impresión de que es el final de toda una época

Paul Bowles, The Sheltering Sky - 1949

…pero la vida
Se debate
Peor que el pez
De Nanouk
Se nos escapa
de entre los dedos
como los recuerdos
de Mónica Vitti
en el desierto rojo
de los alrededores
de Milán
todo se eclipsa

Jean-Luc Godard “Los signos entre nosotros” (Historia(s) del cine -1998)


La radiografía del desierto de Poe se halla en “El silencio”: “…y me volví y miré otra vez a la roca, y a los caracteres; –y los caracteres eran DESOLACIÓN”. Las mayúsculas en la fábula del demonio sitúa el parnaso del romanticismo en Libia, y una travesía inesperada y desagradable. Daria y Mark son índices de un tajo en un cuadro concreto de Lucio Fontana. Dice Hélio Oiticica en Aspiro ao Grande Laberinto (1961): “La fragmentación del espacio pictórico del cuadro es evidente en pintores como Wols (el mismo término “informal” lo indica), Dubuffet (…) o Pollock (el cuadro virtualmente “explota” se transforma en el campo de acción del movimiento gráfico). En la tendencia opuesta ocurre lo mismo, más lentamente pero más objetivamente: desde el anuncio de Mondrian sobre el fin del cuadro hasta las experiencias de Lygia Clark, con la integración de la moldura en el cuadro, partiendo ahí todas las consecuencias de ese desarrollo del cuadro en el espacio. En un sentido intermediario está Fontana y sus cuadros cortados o surcos, surcos de espacio en los cuales veo afinidad con los surcos de mis maquetas y no-objetos suspendidos”. El subproducto del tajo (neobarroso, según Perlongher) es la corpografía: un mapa corporal que se atraviesa. No es estático, no prolifera sobre un mismo eje, sino que se mueve. Las corpografías se diseñan en el movimiento. El Ícaro y la bestia motorizada de Daria se encuentran por la debilidad de la máquina en el desolado desierto del Death Valley. La técnica de Antonioni para arribar a lo no figurativo es la saturación de “recorridos insignificantes que lindan con lo no figurativo” (Deleuze, 2008). No sólo el color lleva el espacio hacia el vacío; el rostro, los personajes, la acción decae, se esfuma, mientras en crescendo la instancia afectiva del espacio es llevada al vacío. La naturaleza de la road movie aquí no funciona. No se rueda, se estanca, el cuerpo se mimetiza con el paisaje y la escena primitiva cumple dos secuencias: regresión vital y rito purificador. Es decir, el desierto se nos presenta ahora como un espacio para insertarse, no para circular. El happening seco en el pozo de polvo tiene un claro efecto multiplicador, de contagio. Los nuevos dispositivos de individuación, naturalmente, no tardaron en llegar, y lo hicieron a través de nuevos vehículos de “contagio” o “contrato”, como las bandas, jaurías, manadas, pandillas; no colectivos, sino grupos de interés, sentimentales o de consumo. El pop en Zabriskie point es una serie repetitiva de despojos y fusiones: lancinados cuerpos encontrándose en el árido valle. En El Eclipse (1962) el rito es binario (Delon-Vitti) en ausencia de trabajo. El despojo es urbano dentro de lo urbano. El encuentro toma la forma de una pérdida progresiva en el suburbio agreste hasta los teléfonos sonando insistentemente sobre el final del film. En concomitancia, Mónica sobrevolando Roma representa un cuadro de la desconexión con lo natural. La cámara se ancla en las nubes, en el exterior, sin dar cuenta del fondo. Solo se ve el Coliseo, el tatuaje del circo moderno en la bolsa. En Desierto Rojo (1964) la angustia de Giuliana en medio de un paisaje industrial –la chimenea fálica furiosa en planos congelados o las nubes artificiales que se funden con el cielo de la huelga– deriva en una utopía peninsular. En la utopía que ella narra, siempre se es niño, libre y pleno. La fábrica funcionaría, entonces, como el centro del inconexo comunicativo que desnaturaliza el mensaje –y de allí el antinaturalismo que Antonioni plantea– y en aire de tragedia, Vittorio Gelmetti, funda las bases del futuro “metal o rock industrial” alemán de los 80’s. La música de la modernización es la de las máquinas: zumbidos tenebrosos acompañan el comportamiento errante y siniestro de Giuliana. En este film, la fábrica se piensa en términos transnacionales. La Patagonia Argentina, cuna del derrotero siderúrgico y metalúrgico del desarrollismo frondizista recibe con los brazos abiertos –los brazos del desierto fueguino de balas y olvidos entre 1919 y la década infame– al capitalista italiano.

Dune (1984) de David Lynch (basada en la novela homónima de Frank Herbert) juega intertextualmente con las propuestas de rituales que el desierto ofrece, cobija, en los films de Antonioni. En Dune, como en Desierto Rojo, el desierto –“nuestro más pingüe patrimonio” confesaba Echeverría en 1837– es el símbolo del dominio económico, enfrentado a la ciudad burocrática, destinada a las tareas reproductivas de la raza. La especia, vegetación nacida de las entrañas de los gusanos de las dunas, es la droga que guía en trance a los navegantes del Gremio de Comercio, y al mismo tiempo el mito/ritual de los Fremen, los “hippies” del desierto de este planeta. El factor religioso de los Fremen es altamente psicodélico, aunque reglado y sagrado. Nada funciona por azar, de manera imprevisible, en el interior de la tribu. Filmada en el Tlaxcala Desert, Dune transforma la imposible supervivencia humana en el planeta de la especia en un acaudalado final utópico, como el deseado por Mónica en El Eclipse. El mito del salvador de la raza Fremen –nativos, agricultores y cooperativistas– viene con la promesa de productividad: del desierto se espera su fin. Con la victoria de la dinastía Atreides sobre el gobierno de Arrakis (o Dune) la masa cruda de arena que se lleva la vida de los trabajadores que extraen la especia se convertirá en orillas y turismo.

Volviendo a Zabriskie Point, el móvil del escape, en el caso de Mark se presenta polémicamente. Sobre el estereotipo cultural del armamentismo en la sociedad norteamericana, la célula foquista de los estudiantes universitarios burla groseramente el propio sistema. El vendedor aconseja a los clandestinos guerrilleros que lo embaucan para adquirir sin licencia las armas: “si les dispara en el jardín, tírelos adentro”. El mito de la inseguridad y las respuestas pueblerinas cargan con una tradición de autodefensa de las partes por el todo: defender tu jardín de ladrones y maleantes es defender tu Patria. Por la Patria todo vale, entonces lo ilegal (vender armas sin licencia) es justificable.

El debate político de fondo, desarrollado sobre la placa escéptica de Mark en el modelo asambleario de la izquierda revolucionaria ortodoxa, es uno de los ejes que motivan el exilio. El temor estatal de que la universidad se pueda “convertir en una universidad de tipo sudamericana” (Lester, 1970) aceleraba, en el plano consciente, la lucha de clases, aunque inauguraba una paradoja: la clase más avanzada subjetivamente era la pequeñoburguesa. Ese estudiante que Lester califica de lumpen, vagabundo, y que no tiene que preocuparse en cubrir sus necesidades básicas, era el que se armaba. En un marco de absoluto repudio al hippismo, entendido como la corriente más inmovilizada para organizar y direccionar la lucha estudiantil, las Panteras Negras agraden públicamente al SNCC llamándolos “hippies negros” (sic). La pelea por des-hippizarse (nada parecido a Capusotto travestido de shuta) es una de las tareas para ganar el combate. Que Mark regrese del idílico tour que Daria le propone, abandonando Sunnydunes y con ello su condición de clase, es un síntoma que en principio hace tambalear la teoría del doble disidente. No por ello deja de ser claro y contundente el vacío en el conjunto y el vacío en el desierto, que nuevamente se encona como respiro para continuar, un break pequeñoburgués en medio de la guerra civil.

Las referencias al espontaneísmo de Mark serían sin duda objetos discursivos de un trabajo más amplio que excede los límites del tipo “monografía”; no obstante la referencia a Gabriel Cohn-Bendit, representante del “Movimiento 22 de marzo” que agrupaba a dos sectores básicos del “espíritu del 68” (el vasto componente espontaneísta-anarquista en el que entraban numerosos grupos o afinidades desde los situacionistas hasta los socialbárbaros pasando por los surrealistas) y actual eurodiputado (sic), anticomunista (sic), declaraba en su libro La rebelión estudiantil (1970) que no denunciaba la agresión yanqui a Vietnam ni tenía derecho a hablar de la invasión a Checoslovaquia (en agosto de 1968) puesto que son sus “víctimas” las que debían dar “testimonio”. Supongo que se refería a los muertos (los que debían dar “testimonio”). Lo de Berkeley y Columbia tampoco es gratuito, en efecto, fue en EUA donde se desarrollan a partir de 1964, los movimientos más masivos y más significativos de este período. En la Universidad de Berkeley, en California, el conflicto estudiantil tomó un carácter masivo. La primera reivindicación que movilizó a los estudiantes fue la "libertad de palabra" en favor de la libertad de expresión política (en particular, contra la guerra de Vietnam –de la cual Bendit prefiere, hasta el día de hoy, no hablar- y contra la segregación racial). El movimiento va a desarrollarse en masa y a radicalizarse en los años siguientes en torno a la protesta contra la segregación racial, por la defensa de los derechos de las mujeres y sobre todo contra la guerra de Vietnam. Del 23 al 30 de abril de 1968, la Universidad de Columbia, en Nueva York, es ocupada, en protesta contra la contribución de sus departamentos a las actividades del Pentágono y en solidaridad con los habitantes del gueto negro vecino de Harlem. La crónica completa se encuentra en “Mayo del 68: El movimiento de estudiantes en Francia y en el mundo”, Revolución Mundial nº 104, Mayo-Junio 2008.

La ciudad que atraviesa el desierto está personificada en Daria, bajo la émula curiosa de James Patterson, un gurú que traslada chicos desamparados de L. A. al pelotero árido. Los niños del desierto, como los gusanos de Dune, nos reenvían al estado más natural, agresivo y confrontativo. La escena de acoso que sufre Daria con los niños de Patterson nos da una idea de hasta dónde la naturaleza humana puede violar la razón pública (la idea de sociedad occidental como la entendemos hoy en día) y devolverse –como un recuerdo ancestral– al reino de los instintos. Escéptica y hedonista, confronta con la caracterización fisonómica del paisaje: mientras Mark sostiene que “está muerto”, ella afirma: “es tranquilo”. O sea, lo que para Daria es catártico para Mark se muestra como un “ir donde sea”, oxigenante, curativo pero incierto. Fornicar en el desierto es vitalizarlo: el happening seco deviene en húmedo, y se opone a la tesis antivitalista del turista que con cámara fotográfica cubre panorámicamente su rollo de fotos y se aleja–“el viaje empieza cuando lo contás”, decía Hugo Arana, sabiamente, en una bosta de 90 minutos hace ya varios años.

Death Valley histórico, mágico, ancestral, orgiástico, anárquico, experimentable.

La ciudad controladora, parapolicial, sitiada, intoxicada, academizada, apagada.

Y pese a esto, Mark se vuelve a travestir de “Carl Marx” (escribe el polizonte delatando su ignorancia) en esa distribución fonemática que lo vacía y lo hace todas las identidades al mismo tiempo.