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10.10.23

There goes: Vida de maniobras, por Santiago Armando

 

Realmente no pude avanzar, pavadas y morisquetas de un tipo que se tomó muy en serio a Beckett y a los modernistas, lo de seguir escribiendo mal, lo de que la literatura no tiene nada que decir, lo de fracasar mejor y no achicarse ante ese fracaso que termina creyéndose que escribir mal es imposible aunque se quiera, sin considerar la calidad de lo que se hace. ¡Pero ah no, cierto!, es todo una jodita, porque el escritor es un eximio parodista, claro, ahora entiendo, es otro libro para entendidos con sus códigos. Sigue con lo del genio, un poco de ingenio tiene, no le voy a negar eso, ese recurso del que no se puede abusar mucho sin caer en el ridículo. Perder la vergüenza es otro recurso complicado, pero tampoco se trataría de "recursos" en este caso. Escribir lo de la madre sin bombacha en el hospital y el comentario que le hace me dio asco, soy un lector visual que en la lectura se me hace la escena de una vieja de ochenta años sin bombachita. Prefiero un gimnasio de gerontes manieristas en chota. Seguí un poco más pero no hay nada ahí que no me de pesadez, y una desilusión dolorosa. Una vieja conclusión de una parte de mi vida. Si me gustara hacer comentarios al margen de los libros lo llenaría de puteadas, pero debo cambiarlo por falta de dinero. Dice a modo de chiste "¡Literatura hago!, con eso, sus temas, hablar en contra de las ideas, pero estar lleno de papelitos con citas y romantizar esos bagullos, como Savino, y los lápices y libretas de escritor fino. Lo de que no hay nada más común que una idea, pero ir sumando la actividad de su cerebro sabiendo que tiene un nombre como escritor y eso se va a terminar publicando, es una idea de chanta que me enferma, porque yo tengo cosas mejores para publicar, pero qué se le va a hacer, nos tapa una masa de libros del orto... Avanzo salteando y sigue con cosas de su casa, su ex, su gato su perra, es la primera persona de un tipo que mandé a la mierda hace un par de años por su soberbia pastoral que pensé que aún podría publicar algo bueno pero no, solo veo a aquel pariente escritor neurótico de película de Woody Allen que dejé de ver. Mejor no terminarlo para no manosearlo mucho porque lo voy a cambiar por la Comedia Biológica de Bettina Bonifatti.

30.10.18

La amistad y los libros, por Susana Campos


(Sobre El Andante, de Bettina Bonifatti, El Amarre, 2016)


La novela de Bettina Bonifatti narra una historia de amor de una manera escurridiza, bastante particular, que se escabulle permanentemente a los lectores. Sin embargo, mediante un trabajo minucioso con el lenguaje, la narradora protagonista nos va acercando esta historia y también a su musa: un hombre, el Andante. Ella ha encontrado una manera muy personal de hacerlo llegar: “Llevaba una paz nada obediente”, “la boca tenía infancia y hombría”, “él parecía mitad cóndor mitad vicuña”. La descripción (por llamar de alguna manera el modo en que este personaje va penetrando en la historia, en nosotros) parece estar siempre a milímetros de la contradicción o a algo parecido al oxímoron. Sin embargo, no se trata exactamente de eso. Es algo menos clasificable, menos definido: especie de tironeo o de rodeo en el que lo material del Andante nos revela su sombra y la sombra nos devela a la vez su materialidad. Es un tironeo que no genera tensión sino que revela como, cuando desde lo abisal, una fuerza empuja para que algo salga a la superficie.

Se dijo ya que la musa de la novela de Bettina Bonifatti es el Andante. La voz que narra es la de una mujer singularmente femenina. Se trata de una voz que al lector sólo le arrima trazos —ciertamente inesperados—, ningún lugar común.  No hay descripción convencional: “Entró tranquilo, de una manera liviana y hablante” o “su costado era para una mujer”. Estos instantes, como tantos otros, parecen construidos con palabras que pronto habrán de levantar vuelo para dejarnos acá, de este lado de la página, como lectores a los que el Andante también se les ha escurrido y sin embargo… La “forma” de él no es fantasmal, sino absolutamente real aunque indefinida, compleja, nunca del todo descifrable como, en definitiva, somos todos los seres humanos.

El escamoteo es una característica importante en El Andante, aunque no obstante comienza con una certeza: “En Salta tiene que pasarme algo y no me voy a ir hasta que me pase”. Sin embargo, una vez más, esa certeza no es del todo descifrable: “yo tenía que procurar el hecho que esperaba (pero no sabía qué era)”. Como otros personajes de la literatura (Zama, por ejemplo), la narradora espera. Su espera no es pretenciosa, espera sin certidumbre, sin imaginario previo: “¡Que entre lo que tenga que pasar!” Señales o indicios que podrían pasar desapercibidos para el ojo (o el espíritu) con poca disponibilidad, para ella resultan fundamentales: “un cubo blanco”, “la hamaca roja”, “la casa en miniatura”. Es así como encuentra lo que no sabe que busca.

El Andante no sólo nos lo revela a él sino también (y mucho) a su narradora, capaz de arribar a algunas conclusiones que no se presentan como sentencias: “Pensando en no dirigir la vida. Hacer cosas con la muerte, y tras ella. No pensar en lo que uno se merece o no se merece.” Y Bettina Bonifatti, de manera sutil y profunda, nos cuenta esta historia conmovedora, emotiva y, sobre todo, vital. Encontró para ello las palabras, la sintaxis, el desorden que le permitieron componer esta novela  que nos demuestra, una vez más, que no hay una forma única de amor. Afortunadamente.

16.1.14

La música de los libros, por Bettina Bonifatti



Capítulo: Defecto peculiar del periodismo según Chesterton

Escribir sin letras con el texto al lado es muy extraño. Es una suspensión temporal de la letra. Alguien se habrá sentido raro alguna vez tallando signos sobre una tabla de arcilla. Me siento prehistórica.
Mientras extraigo las letras pienso: deberían existir letras que se escriban en voz baja, no solo que se lean en voz baja. Mis pensamientos irrumpen como animales; pasan y se van o llego a enlazarlos en mi cabeza. La gente habla del cuerpo y la cabeza. Yo cuando digo cuerpo incluyo la cabeza.
Me gusta inventar. La hechura de las palabras, el tiempo,  la constancia, el paulatino avance, la búsqueda, el hallazgo, la continuidad. Solo con viajes pude suplir un poco en mi vida la curiosidad observadora. Pero para anotar frases. La observación de los datos de la realidad no es mi fuerte. Pueden llevarse un mueble grande de mi casa y no darme cuenta por dos semanas. La palabra me gana igual; la palabra me gana siempre, desde que aprendí a dibujar la letra f —no sé por qué—; y de todas estas idas y vueltas, es al final la letra la que intento suspender, como un ejercicio matemático, para delinear un modo que extraiga la voz de los libros, sin palabras. Extraer la puntuación se mantuvo. Empecé a buscar si la idea ya existía, ¡con miedo a los muertos plagiarios!, los que ya han pensado lo que uno piensa por primera vez. Tengo un amigo que cada vez que piensa algo Sebreli lo dice por televisión. Del mismo modo temí encontrarla ya formulada. Busqué; y al no hallar vestigios me decidí a escribir casi apurada, antes de encontrar que otro ya lo haya hecho. Después de todo, si ya existe no es algo malo, debe tener otro rostro, nacido de otra manera y yo precisaré la mía.
Las ideas también se introducen cuando uno lee (eso se sabe), y una idea entró imprecisa primero en una lectura inolvidable de G. K. Chesterton: se trata de un defecto peculiar del periodismo. Dice que la innovación moderna que sustituyó con el periodismo a la historia ha logrado que todos podamos oír únicamente el final de cada historia. Que lo tratan todo como cosa reciente. Dice: Nos enteramos de que alguien cayó muerto y esa es la primera indicación que tenemos de que haya nacido. Oímos hablar de la disolución de los monasterios y no sabemos casi nada de su creación. Que lo mismo hace con las ideas. Por estas páginas me dije: si tengo que escribir sobre esta idea, no puedo cometer el error del periodismo; saltear la curiosidad que desvela, los reflejos de los pensamientos y atreverme a precisar cómo surgió, de qué divisiones; porque a veces el pensamiento en sus estratos funciona igual que la Tierra. Uno no ve los desplazamientos que terminan hundiendo un milímetro imperceptible o el despertar de un volcán. Yo siempre asocié los volcanes a la lectura, y me decía: bajar a los volcanes a leer, como si leer fuese un acto subterráneo o geológico. Pensar también tiene algo de la tectónica de placas, o el mar de limitaciones que tiene la libertad de pensar y anotar lo que uno quiera. El alto precio de decir lo que a uno se le antoja puede terminar mal; entonces uno se atiene a reglas rigurosas. Como un cerebro aparte con antena que detecta y rechaza, en medio de la enorme libertad de decir.
Las partituras surgieron. Ya estaban sobre la mesa y eran cada vez más. No pondré la cola por delante, sólo presentar la idea y rastrear destellos, dado que con los hilos del pensamiento nunca me llevé bien, porque: ¿Por dónde vino el hilo? Como los ciegos vamos tocando el hilo, pero el pensamiento, como la luz, si bien se propaga en línea recta, se refracta. Cómo se llega de un lugar a otro del pensamiento no es ya un problema de espacio. ¿Será un problema de luz? No le puedo preguntar a Rembrandt, su conquistador, que con la luz mostró lo nunca visto del espacio. La naturaleza de uno, de eso se habla, de la naturaleza de uno. La mía es no perderme cuando me voy por las ramas. Si escribo, a veces me orienta la geometría, desde que un pintor me dijo el concepto de Cézanne (que todo en el mundo eran esferas, cilindros y conos). Me hizo dibujar un círculo, un rectángulo y un triángulo, luego darles volumen y así los vi. A partir de ese día vi los cilindros de las venas, de las latas de bebida, de los árboles, o los conos de las narices, las esferas de los ojos. En una época estudié escultura y vi otra vez: dos cilindros, dos esferas y otro cilindro grande y la base del torso ya estaba estructurada. También veo geometría al escribir, porque en el lenguaje la hay como en la pintura; y me digo: ¿por qué la consideran fría? La geometría es algo caliente. Un día intenté definirla cuando pintaba: los que consideran fría a la geometría o creen que es reproducir figuras geométricas no ven nada. Geometría es desde un dedo hasta un hueco pasando por el planeta Venus y regresando por la oscuridad hasta la vida.
Los pintores también son veloces. Parece que pintan deliberadamente pero no es así. Una vez reprodujeron en cámara lenta una escena filmada de Matisse pintando ¡la técnica para investigar el arte! y fue notable ver el cálculo y el pensamiento en cada pincelada. Al reproducirlo a la velocidad normal daba la impresión de que ni sabía lo que hacía. Es la velocidad de una razón que se maneja en otro tiempo y no en el que conocemos. El tiempo del ojo no está en el ojo, claro: ¿está en el cerebro, en la mano, en el trayecto, en el conjunto? Lo sabrán los científicos: los artistas lo viven. La pintura tiene esa velocidad también, parecida a la música y a ver todo a la vez, lo simultáneo. Por esto mismo es que vi que había algo de lentitud imperante en las letras.
(…)
Siempre prosa. Elegí a Mansilla porque lo amo y a Sarmiento porque lo admiro. Anoté en mi diario: Mientras escribo las partituras (así las nombro por ahora), siento un enorme esfuerzo mental al transcribir, aunque sepa hacerlo ya de manera que se podría decir mecánica, lo que voy extrayendo no sé qué es. No es la palabra, y recuerdo una frase: La letra que nos cubre nos descubre.
Extraer es una operación asombrosa, con la sensación de algo absolutamente nuevo, un surco que marcara mi cerebro, una línea que por la mente se abriera paso, no exactamente como una herida sino abrir una superficie nunca trazada, huella que llega a doler en la cabeza y da posterior y gran cansancio. Contrariamente a esta sensación de maniobra, es posible ir escribiendo los signos de puntuación y el código de sílabas con su acentuación.
Todavía no vislumbro los distintos usos que podría tener. Me gustaría que otros lectores apasionados se lo apropiaran para usarlo con felicidad y no lo considero un sistema para que sesudos intelectuales (como han hecho con otras obras) quisieran hacer un estudio que espante a los lectores. Porque hay libros que la gente no lee por desmedido respeto, o por ser famosos. Tanto miedo se ha metido con obras que pareciera que si uno lee después tiene que hacer comentarios, ser evaluado a ver si entendió, o distintas maneras de la crítica. No es así. Hay que hacerse amigo, agarrar La divina comedia y que no te importe lo que piense el vecino.

(…)
Concluyo que la lentitud es la que ha hecho inadvertida la música de los libros. Los lectores asiduos la escuchan, la sienten y la conocen. El sonido de los libros es negativo, pero se oye cuando el tiempo de la lectura sobrepasa cierto límite. Así como uno necesita entrenamiento y concentración para cualquier actividad, deportiva o artística; y así como las horas de ver hacen al ojo que ve cuadros, la música de los libros suena en los oídos en los que todo el cuerpo se convierte cuando leer es parte importante de nuestra vida. Y, como en todas las cosas, prima la subjetividad. Hay personas que tienen oído para los libros —y no depende de la cantidad de textos que hayan leído— y otros que escuchan a cada autor y le conocen la voz con ese sentido sin nombre, audible pero no sonoro, que percibe la lectura.
Defensa de lectura. Leo y subrayo, leo y vivo, y si como dice Papini todo libro es en cierto modo un enemigo, un invasor, que quiere sustituir otros pensamientos a los tuyos, me gusta cómo describe su defensa: propone leer a mano armada. Cuántas veces, armarse con un lápiz de color y leer en la cama y herir los márgenes con trazos largos, violentos, con despiadados puntos de exclamación, con insidiosos interrogantes, con flechas de franca desaprobación. No todos los libros, claro está, merecen este trato guerrillero.
Mis armas suelen anotar en la última página palabras clave y número de página, como un mapa para volver. Y en esa música está uno cuando subraya, marca, se defiende o recibe. ¿Qué es leer? Movimiento lento, ojos necesarios para la voz.
En estos días encontré un texto de H. A. Murena titulado Lecturas que sí da respuesta a mi pregunta: ¿Qué es leer? Comienza diciendo —lo cito de memoria— que el oído es el sentido primordial y la última facultad que el agonizante pierde. Afirma que lo creado tiene raíz de música. Y por fin aclara: Leer es experiencia muy distinta, la palabra aparece arrancada del medio sonoro. Leer. Operación previa: desencarnarse. Dice que abrir un libro es abrir la puerta de la soberbia. En la escritura podemos sentirnos soberanos. Luego se refiere al riesgo que ello implica.
Lo no oído o inaudible al borrarse también se hace voz. Acaso la música tenga origen en pérdidas de lo nunca escuchado.
(…)
Y si nunca se puede extraer la música de los libros (acaso sea tarea imposible), tal vez mejor. Pero que sepan que se oye. Entonces el oído podrá pensarse más seriamente en sus dimensiones sin sonido. El oído de la lectura no es un tema común. Si las personas pudiesen sentir la música de los libros, aunque no lean conocerían nuestro sentido del oído ancestral, prehistórico de silencios que no conocimos. Un silencio prestado por los animales. Porque la escritura está conectada con un silencio prehistórico; donde antes de hablar, los seres humanos leían el mundo con los ojos. Leían en silencio a veces todo. De ese salto entre el silencio y la voz, está hecha la escritura. Como un raspar en piedras. Pero con la voz, la vorágine del ritmo y del oír. Todos quieren hablar. Todos hablamos de más. Pero: ir al silencio y bajar, descender como quien baja a un sótano o túnel subterráneo (bajar decía yo, —no por nada— a los volcanes a leer). Leer es para mí descender. ¿A dónde? Una vez lo comparé con el museo. Y ahora desperté con esta idea. Prendí mi lámpara de piedras y lo pensé. Ese silencio (cero) y luego el descenso, tiene el efecto de transportarnos al tiempo en que no había lenguaje, y los ojos de los homínidos leían el mundo. Luego, ya no lo sabemos. Qué ruidos, qué músicas, qué sílabas latieron guturales como corazones. Pero antes sí, hubo lectura silenciosa, esa que se sabe que será inexpresable y que uno va a perder si lo quiere decir.
Leer es descender, usar los ojos. Leer es estar, como cuando se regresa un pez que ya moría asfixiado y revive; es volver de alguna manera al punto animal anterior al lenguaje en la actitud, no en la acción. En la disposición. ¿Por qué pienso esto? Porque imagino que como yo leo una página (en ese silencio pacífico o violento), de ese modo y con ese silencio sintió y supo el hombre antes de poder expresarse. Es lo más antiguo —el silencio separando lo nuevo— el lenguaje. Pero el silencio tiene el peso de su tiempo, es como usar un silencio prestado, sabiendo que uno debe devolverlo y volver al mundo presente y parlante. Leer no es parlante. Lo absurdo salva, dijo Pessoa. Véase a los escritores con sus gatos silenciosos como lectores y no parlantes como perros domesticados. Leer es salvaje.
Pensar el silencio como lo inexpresado que es más que lo expresado.
Cuando leo, siento que lo hago con el silencio prestado por los animales que no pueden hablar y cuando escribo lo hago con el júbilo de haber podido hacerlo.


21.12.10

Más que poesía, un género de frases, por Laura Estrin






Se equivoca, señor… El título de poeta no existe. Nuestros poetas no cuentan con la protección de ningunos señores; nuestros poetas son ellos mismos señores y si los mecenas (¡qué el diablo se los lleve!) no lo reconocen, peor para ellos. Aquí no hay abates harapientos, a los que los músicos recojan de las calles para que escriban un libreto. Aquí los poetas no van de casa en casa solicitando que se les ayude. Además, seguramente en broma le habrán dicho que yo soy un gran poeta. Es cierto que en alguna ocasión escribí unos cuantos malos epigramas, pero gracias a Dios, con los señores poetas no tengo nada en común ni quiero tenerlo.

Pushkin, “Noches egipcias”


A veces me parece que entiendo la poesía, el escribir poesía, como el registro de todos los días en un diario o como se anota en un libro de viajes: viendo las cosas con puntualidad… Así miro y así entran la calle, sus colores… sus desazones… así, también, armo la ciudad, la casa, los barrios. Escribir poesía pasa a ser, entonces, un trato con el nombre de las cosas: nombrar las cosas para tenerlas, fina saciedad del que escribe fragmentos.

Supongo que escribir es como caminar porque en los poemas uno se entrevera, entra en el parque o en el barrio, entra porque sale a mirar… y se mira para poder seguir… Y en ese solitario camino, la luz, el clima, no están lejos: la naturaleza acompaña fielmente la literatura –eso suelo afirmar, conservando un viejo romanticismo, afín todavía a nuestros tiempos.

Entonces el-tiempo-que-hace compone esa poesía de pequeños saberes propios, de atisbos y breves afirmaciones personales. Y creo que lo que me gusta leer es la bondad de esas frases ciertas, las que nos devuelven un poco a la cordial sabiduría de algunas estampas, de ciertas escenas, fragmentos totales de una narración imposible… como Barthes supone en La preparación de la novela…. porque para algunos la novela como descanso o belvedere no es posible –algo así escribió en sus Diarios Pizarnik.

Por eso escribir frases es para mí hacerlo lejos de toda seguridad, de toda especialidad y cerca de las palabras, de algunos grupos de palabras, en una lengua simultánea y múltiple, como el idish, y cerca, también, siempre, del retrato, ese del que un pintor dijo: “Lo del retrato es una escuela formidable… Es casi imposible pintar un rostro. Es un mundo. ¿Cómo hacer para acercarse a él, para restituirlo?” (Balthus, Meditaciones de un caminante solitario de la pintura).

La puedo llamar literatura del buen camino… y pienso con estas palabras en algunos diarios de pintores como el de Chagall, como el de Pizarró. Pienso en libros de viaje, en Ningún lugar adónde ir de Jonas Mekas, en los justos libros de Viktor Shklovski, con esa sintaxis apretada que trabaja con flechas o cuchillos, “el cuchillo que faltaba” –creo que repite un poema de Osvaldo Lamborghini–; autores que escribieron sin explicaciones, yuxtapusieron palabras que corren hacia el mayor sentido como el camión que en el horizonte muere haciendo señas en alguna página de Zelarayán. Ese intento de la crónica, primer plano del ojo que ve y el cuerpo que registra, y así consigue por lo menos algo, aprieta por lo menos algo, un verdadero acto de autor: naturalismo intrépido, inopinado, transposición extrema, terrible saber, belleza precisa. Porque de eso se trata. Lo hace Jorge Quiroga en El puente suburbano donde las frases son lo que queda.

La poesía, de ese modo, para mí, compone calles y recorridos, lugares propios: cruces, animados recuerdos duros, fuertes –como repite siempre Raschella–, contundentes –hubiera dicho Nicolás–. Recorta escenas, a veces las quiebra, las entrecorta, las captura brevemente, las vuelve a tener para siempre. Hilos y retazos. Así escribo, así intento andar con poco para que algo quede, por eso la poesía se me pasea por el tiempo, aprende a mirar el tiempo cuando lo que se atiende siempre es el espacio: “arrimar tiempo” dice Hugo Savino que dice Mastronardi. Mirar el tiempo y presentar el espacio, en un bar, un auto, la esquina o el patio, la verdadera obsesión del espacio, como el libro de Zelarayán. Andar en la zona porque pienso que no hay literatura sino hace región, provincia: “A ratos la provincia nos alegra” –dice Manuel Castilla–, de modo que esta literatura de frases compone así un fenómeno eternamente local.

La poesía, por ese camino de hilacha y apropiación, es esa vida cercana, inquieta, a veces desesperada, es decir, múltiple y simultánea: el barrio, como en las aguafuertes de Arlt o como lo caminó Carlos Correas. Una vida chica, de pequeños fracasos y decepciones, de insistencias, de ver más lejos, hasta en lo oculto, pero de quedarse siempre cerca, acá. Desde mis primeras estampas crueles, desde Toda avaricia a Parque Chacabuco, trajino entre allá y acá, porque siempre se trata de “lo que queda” más que de lo que cambia, ninguna vanguardia –como me enseñó Nicolás Rosa– o amor y parangón sin ninguna medida –como aprendí de Tsvietáieva. Sin amparos genéricos, sin salvar distancias –como dice Milita Molina–, sin clasificaciones que sólo hacen los vagos de letras, sin cortinas históricas porque como dice Hugo Savino: "Es hora de aceptar que las grandes obras se escuchan en uno, se procesan, se gustan en la boca, las inventamos en la mirada, se gestualizan, se usan para vivir (y) esa actividad loca es su historicidad".

Quizá por todo eso me sale una poesía breve como en Álbum, Alles Ding o A maroma, precisión de fina imprecisión, de pequeñísimas situaciones arrebatadas a algunas visiones. Y, además, en ese cruce se van colando espacios sobre tiempos, espacios que suenan, en los dos sentidos, que se escuchan y que fracasan para triunfar, confiscados por la escritura, por la mirada. Hay autores que escuchan, hay autores que pueden ver: los formalistas rusos ya habían pensado en una ‘filología del ojo’ y en su contrario, una lectura ‘auricular’…

La poesía nos permite, también, ir más lejos de nosotros, salirnos, separarnos, distinguirnos… y componer ciclos atinados, ciclos que no duran, como los verdaderos, que se interrumpen en cosas diferentes arrimadas, encimadas, para que alcancen el decir, como en los guiones de Tsvietáieva. De ese singular modo, me parece, se asegura el poema cuando creemos que el asunto es apropiarse, quedarse con las cosas, hacerlas nuestras, aunque sea con las palabras más chicas. Porque las cosas nos salvan. Un crítico norteamericano hoy en desuso, Lionel Trilling, decía que la afirmación tiene el placer de la propiedad y la consistencia, en parte comunicada por el contenido, en parte por las palabras que nos atrapamos a nosotros mismos… Así es que pienso que los autores verdaderos escriben como hablan: hablan-escriben en un mismo tembladeral. Ellos nos dan el placer de oír una voz aseverativa, literatura que nos complace porque es en la que estamos de acuerdo y, si hay algo en lo que no estamos de acuerdo, su consistencia nos interroga amablemente. Una literatura como un ramito de infancia: entre la rusa que pongo todo el tiempo, Marina Tsvietáieva, y Noemí Ulla.

Me parece que voy definiendo una poesía De sólo estar, como el libro Castilla, atravesando los Vientos del noroeste como el libro de Savino y tratando de saber que Tránsito es nombre, tal como Claudia Schvartz nominó al suyo que dice: "Hoy me sigo: ni me vigilo ni me olvido". También, es cierto, cruzo Los demonios familiares, el libro de poemas de Sosa Díaz o Los cinco años a caballo de Bettina Bonifatti que sabe que el pasado no importa tanto porque pudo sola. Entonces la obra brilla y vale aunque sea en el interín de un dolor que vuelve y queda apretado, como en una foto: ahí está, porque creo en una poesía que es sabia, que vive en el dominio de la experiencia, que leyó, que olvidó y pudo, por suerte, después, escribir suelta. Del mismo modo confirma Sollers en la visión de una ciudad: "Cuánto más escribo, más veo" (Visión de Nueva York)– para luego marcar fuerte que escribir es la cosa más personal y, simultáneamente, la más feliz, la más inquietante, la más interrumpida, la más persistente.... Una cosa que no se decide realmente, pero que no se puede no hacer.

Escribir es un terrible malentendido permanente con los otros. Malentendido que se acrecienta y que nada puede atenuar. Sollers también decía… como si se pudiera…: “No explicarse, no quejarse”. Y ahí me sobreviene el recuerdo del humor de la escena literaria con que siempre me acompañaba Héctor Libertella. Es el amor de los amigos, como escribí alguna vez, la mayor objetividad, el gusto subjetivo, lo que nos trajo el tiempo.

Tal vez, por todo eso, uno escribe como yéndose a cada momento pero, a la vez, resistiendo, esperando que la palabra más propia ocurra; hace poco recuperé y le regalé a Milita Molina –que en sus recuerdos vivos, sus Melodías argentinas, apura también escenas– la palabra ‘situsa’ que todavía no sabemos bien cómo escribir pero que Milita me confesó que la usa como contraseña en Internet porque nadie la usa… Por eso creo que escribir es encontrarse con otro en la escritura, poder soportarlo, como me enseñó Perla Sneh. Una autora de literatura honesta –como suelo llamarla– aunque se trate dolorosamente, también, de Jarabe de pico.

Se ve: vivo las palabras, los títulos de los libros que me gustan, como cosas, como el último dibujo de una tela. Y escribo retratando una lengua que no quiero perder, que no quiero dejar ir, por eso me parece que entiendo la escritura como el paisaje de una voz que hay que cuidar: En el recorrido de mis frases recupero la lengua de palabras múltiples de mis abuelos, las frases de provincia o de antes, que a veces coinciden. Palabras de zona, palabras de época: porque hay que cuidar El perro del poema, como le puso Damián Ríos a su libro, recordando atinadamente el poema que hizo que asesinaran a Mandesltam.

En los últimos años, Hebe Uhart repetía una frase como cantinela –queda claro que para mí escribir es escribir la propia cantinela, un discurso que sólo apaga la muerte… Hebe me contaba incansablemente que en un viaje a la provincia vio a una mujer “sentada a favor del río”… Esa frase vale algo enorme, sin medida, es decir, con todas las medidas: esa frase compone literatura o, lo que es lo mismo, la propia inundación. Escribir camina así a la búsqueda del pasaje entre lo más pequeño y trivial hasta llegar a las referencias que quiero eternas. Parece que los poetas trenzamos lo cotidiano con lo histórico sin solución de continuidad, sin proyecto, sin consuelo, sin permiso. También escribir es definir por lo que no podemos definir, un ruso dijo “Vivir no es cruzar un campo” y yo lo copié… lo copié porque a ese ruso lo fusilaron y yo lo quise dejar escrito para siempre… Creo que era la frase de una carta que ahora está adentro de un poema mío porque, como él, triste y certero dijo, “un hombre alegre siempre tiene razón”…

Pero, también, tengo presente, como dice el poeta gruñón, Ricardo Zelarayán, que “en el afán de tocar todas las teclas la música se viene abajo”… Pienso entonces que escribir es juntar pero no todo… porque reuniendo algunas pocas frases la poesía se vuelve obra de palabras como cuando se recorre la vida y se pasa el trapo a hermosos sentidos viejos, perdidos o entreperdidos, en olvidados, desusados términos familiares. La poesía es obra de palabras en el sentido en que Nicolás Rosa leía a Osvaldo Lamborghini como “una literatura de frases” que arman libros de una rara independencia, de una singular autonomía de vida. Obra de motivos que uno captura de paso, de camino, rumbo a peor como escribió Beckett, en ese sentido del fracaso o de la agramaticalidad que da la más enorme alegría cuando la encontramos, cuando la decimos, el fracaso que está en la sintaxis ordinaria, común, que no sabe usar el subjuntivo pero que la literatura hace triunfar verdaderamente, un fracaso del triunfo, entonces, un romanticismo verdadero, metido en las palabras de uno.

Y así ando y entiendo que la poesía como obra de palabras y frases se vuelve una novela directa, eso que pocos entienden en Viento del noroeste de Hugo Savino, novela directa hecha de formas breves, como las pensó Barthes en Incidentes donde el autor se pone sólo a mirar… y por eso fascinado pudo escribir. Pienso a la poesía, o a la literatura que en este caso es lo mismo porque la poesía es sólo un fenómeno de concentración o intensidad, completamente ajena a la diferencia de géneros, esos que sólo tranquilizan a la crítica, clasificaciones que vienen siempre después del autor, que llegan siempre tarde, en un futuro siempre pasado de los que ya no leen pero siguen perorando fórmulas.

La forma breve que entreveo como poesía, como literatura, siempre se me vuelve, como en la vida, cruel ironía o terrible santidad, sobrenaturalismo, como la unción que atenazaba a Héctor Libertella en sus últimos libros hechos de pedacitos propios. Y por eso en ellos se le fue la vida.

Poesía como novela directa –repito–, en primera persona, con nombres propios porque sólo ellos marcan una relación unívoca con las cosas, un friso social imperdonable, todo lo contrario de la polisemia, la parodia, la vanguardia, la metáfora arada, todas ellas últimas fases de procedimientos gastados como supieron los formalistas aunque la historia crítica leyó diversamente y hace tiempo cansa a la literatura sin tocarla siquiera. Así sentida la poesía es un límite verdadero de las palabras o las palabras más performativas del mundo. Siguiendo a Frege puede recordarse que los nombres propios son algo así como descripciones abreviadas, suposición que se contrapone a la teoría tradicional donde nombrar es anterior a describir. El nombre propio es la descripción definitoria de un sujeto… lugar donde la arbitrariedad del signo cae. El nombre es el último límite de la concreción literaria, una verdadera persona estilística.

Obra sin ningún proyecto, como las “Cartas de un colono” de Uhart o como cuando los domingos, en la infancia, en Concepción, íbamos a la ruta a ver pasar los autos. Juntar y poner, una serie semántica en otra –como decía Shklovski que se conseguía la diferencia. Porque es bueno apropiarse definitivamente de las palabras y volver a darles el sentido que tienen para uno. Y repito a Savino: “A mí lo que existe me interesa: al mundo lo anoto: si lo anoto lo mezclo: el retrato en límite con el parecido”.