Se equivoca, señor… El título de poeta no existe. Nuestros poetas no cuentan con la protección de ningunos señores; nuestros poetas son ellos mismos señores y si los mecenas (¡qué el diablo se los lleve!) no lo reconocen, peor para ellos. Aquí no hay abates harapientos, a los que los músicos recojan de las calles para que escriban un libreto. Aquí los poetas no van de casa en casa solicitando que se les ayude. Además, seguramente en broma le habrán dicho que yo soy un gran poeta. Es cierto que en alguna ocasión escribí unos cuantos malos epigramas, pero gracias a Dios, con los señores poetas no tengo nada en común ni quiero tenerlo.
Pushkin, “Noches egipcias”
A veces me parece que entiendo la poesía, el escribir poesía, como el registro de todos los días en un diario o como se anota en un libro de viajes: viendo las cosas con puntualidad… Así miro y así entran la calle, sus colores… sus desazones… así, también, armo la ciudad, la casa, los barrios. Escribir poesía pasa a ser, entonces, un trato con el nombre de las cosas: nombrar las cosas para tenerlas, fina saciedad del que escribe fragmentos.
Supongo que escribir es como caminar porque en los poemas uno se entrevera, entra en el parque o en el barrio, entra porque sale a mirar… y se mira para poder seguir… Y en ese solitario camino, la luz, el clima, no están lejos: la naturaleza acompaña fielmente la literatura –eso suelo afirmar, conservando un viejo romanticismo, afín todavía a nuestros tiempos.
Entonces el-tiempo-que-hace compone esa poesía de pequeños saberes propios, de atisbos y breves afirmaciones personales. Y creo que lo que me gusta leer es la bondad de esas frases ciertas, las que nos devuelven un poco a la cordial sabiduría de algunas estampas, de ciertas escenas, fragmentos totales de una narración imposible… como Barthes supone en
La preparación de la novela…. porque para algunos la novela como descanso o belvedere no es posible –algo así escribió en sus
Diarios Pizarnik.
Por eso escribir frases es para mí hacerlo lejos de toda seguridad, de toda especialidad y cerca de las palabras, de algunos grupos de palabras, en una lengua simultánea y múltiple, como el idish, y cerca, también, siempre, del retrato, ese del que un pintor dijo: “Lo del retrato es una escuela formidable… Es casi imposible pintar un rostro. Es un mundo. ¿Cómo hacer para acercarse a él, para restituirlo?” (Balthus,
Meditaciones de un caminante solitario de la pintura).
La puedo llamar literatura del buen camino… y pienso con estas palabras en algunos diarios de pintores como el de Chagall, como el de Pizarró. Pienso en libros de viaje, en
Ningún lugar adónde ir de Jonas Mekas, en los justos libros de Viktor Shklovski, con esa sintaxis apretada que trabaja con flechas o cuchillos, “el cuchillo que faltaba” –creo que repite un poema de Osvaldo Lamborghini–; autores que escribieron sin explicaciones, yuxtapusieron palabras que corren hacia el mayor sentido como el camión que en el horizonte
muere haciendo señas en alguna página de Zelarayán. Ese intento de la crónica, primer plano del ojo que ve y el cuerpo que registra, y así consigue por lo menos algo, aprieta por lo menos algo, un verdadero acto de autor: naturalismo intrépido, inopinado, transposición extrema, terrible saber, belleza precisa. Porque de eso se trata. Lo hace Jorge Quiroga en
El puente suburbano donde las frases son
lo que queda.
La poesía, de ese modo, para mí, compone calles y recorridos, lugares propios: cruces, animados recuerdos duros,
fuertes –como repite siempre Raschella–,
contundentes –hubiera dicho Nicolás–. Recorta escenas, a veces las quiebra, las entrecorta, las captura brevemente, las vuelve a tener para siempre. Hilos y retazos. Así escribo, así intento andar con poco para que algo quede, por eso la poesía se me pasea por el tiempo, aprende a mirar el tiempo cuando lo que se atiende siempre es el espacio: “arrimar tiempo” dice Hugo Savino que dice Mastronardi. Mirar el tiempo y presentar el espacio, en un bar, un auto, la esquina o el patio, la verdadera
obsesión del espacio, como el libro de Zelarayán. Andar en la zona porque pienso que no hay literatura sino hace región, provincia: “A ratos la provincia nos alegra” –dice Manuel Castilla–, de modo que esta literatura de frases compone así un fenómeno eternamente local.
La poesía, por ese camino de hilacha y apropiación, es esa vida cercana, inquieta, a veces desesperada, es decir, múltiple y simultánea: el barrio, como en las aguafuertes de Arlt o como lo caminó Carlos Correas. Una vida chica, de pequeños fracasos y decepciones, de insistencias, de ver más lejos, hasta en lo oculto, pero de quedarse siempre cerca, acá. Desde mis primeras estampas crueles, desde
Toda avaricia a
Parque Chacabuco, trajino entre allá y acá, porque siempre se trata de “lo que queda” más que de lo que cambia, ninguna vanguardia –como me enseñó Nicolás Rosa– o amor y parangón sin ninguna medida –como aprendí de Tsvietáieva. Sin amparos genéricos, sin salvar distancias –como dice Milita Molina–, sin clasificaciones que sólo hacen los vagos de letras, sin cortinas históricas porque como dice Hugo Savino: "Es hora de aceptar que las grandes obras se escuchan en uno, se procesan, se gustan en la boca, las inventamos en la mirada, se gestualizan, se usan para vivir (y) esa actividad loca es su historicidad".
Quizá por todo eso me sale una poesía breve como en
Álbum,
Alles Ding o
A maroma, precisión de fina imprecisión, de pequeñísimas situaciones arrebatadas a algunas visiones. Y, además, en ese cruce se van colando espacios sobre tiempos, espacios que suenan, en los dos sentidos, que se escuchan y que fracasan para triunfar, confiscados por la escritura, por la mirada. Hay autores que escuchan, hay autores que pueden ver: los formalistas rusos ya habían pensado en una ‘filología del ojo’ y en su contrario, una lectura ‘auricular’…
La poesía nos permite, también, ir más lejos de nosotros, salirnos, separarnos, distinguirnos… y componer ciclos atinados, ciclos que no duran, como los verdaderos, que se interrumpen en cosas diferentes arrimadas, encimadas, para que alcancen el decir, como en los guiones de Tsvietáieva. De ese singular modo, me parece, se asegura el poema cuando creemos que el asunto es apropiarse, quedarse con las cosas, hacerlas nuestras, aunque sea con las palabras más chicas. Porque las cosas nos salvan. Un crítico norteamericano hoy en desuso, Lionel Trilling, decía que la afirmación tiene el placer de la propiedad y la consistencia, en parte comunicada por el contenido, en parte por las palabras que nos atrapamos a nosotros mismos… Así es que pienso que los autores verdaderos escriben como hablan: hablan-escriben en un mismo tembladeral. Ellos nos dan el placer de oír una voz aseverativa, literatura que nos complace porque es en la que estamos de acuerdo y, si hay algo en lo que no estamos de acuerdo, su consistencia nos interroga amablemente. Una literatura como
un ramito de infancia: entre la rusa que pongo todo el tiempo, Marina Tsvietáieva, y Noemí Ulla.
Me parece que voy definiendo una poesía
De sólo estar, como el libro Castilla, atravesando los
Vientos del noroeste como el libro de Savino y tratando de saber que
Tránsito es nombre, tal como Claudia Schvartz nominó al suyo que dice: "Hoy me sigo: ni me vigilo ni me olvido". También, es cierto, cruzo
Los demonios familiares, el libro de poemas de Sosa Díaz o
Los cinco años a caballo de Bettina Bonifatti que sabe que el pasado no importa tanto porque pudo sola. Entonces la obra brilla y vale aunque sea en el interín de un dolor que vuelve y queda apretado, como en una foto: ahí está, porque creo en una poesía que es sabia, que vive en el dominio de la experiencia, que leyó, que olvidó y pudo, por suerte, después, escribir suelta. Del mismo modo confirma Sollers en la visión de una ciudad: "Cuánto más escribo, más veo" (
Visión de Nueva York)– para luego marcar fuerte que escribir es la cosa más personal y, simultáneamente, la más feliz, la más inquietante, la más interrumpida, la más persistente.... Una cosa que no se decide realmente, pero que no se puede no hacer.
Escribir es un terrible malentendido permanente con los otros. Malentendido que se acrecienta y que nada puede atenuar. Sollers también decía… como si se pudiera…: “No explicarse, no quejarse”. Y ahí me sobreviene el recuerdo del humor de la escena literaria con que siempre me acompañaba Héctor Libertella. Es el amor de los amigos, como escribí alguna vez, la mayor objetividad, el gusto subjetivo, lo que nos trajo el tiempo.
Tal vez, por todo eso, uno escribe como yéndose a cada momento pero, a la vez, resistiendo, esperando que la palabra más propia ocurra; hace poco recuperé y le regalé a Milita Molina –que en sus recuerdos vivos, sus
Melodías argentinas, apura también escenas– la palabra ‘situsa’ que todavía no sabemos bien cómo escribir pero que Milita me confesó que la usa como contraseña en Internet porque nadie la usa… Por eso creo que escribir es encontrarse con otro en la escritura, poder soportarlo, como me enseñó Perla Sneh. Una autora de literatura honesta –como suelo llamarla– aunque se trate dolorosamente, también, de
Jarabe de pico.
Se ve: vivo las palabras, los títulos de los libros que me gustan, como cosas, como el último dibujo de una tela. Y escribo retratando una lengua que no quiero perder, que no quiero dejar ir, por eso me parece que entiendo la escritura como el paisaje de una voz que hay que cuidar: En el recorrido de mis frases recupero la lengua de palabras múltiples de mis abuelos, las frases de provincia o de antes, que a veces coinciden. Palabras de zona, palabras de época: porque hay que cuidar
El perro del poema, como le puso Damián Ríos a su libro, recordando atinadamente el poema que hizo que asesinaran a Mandesltam.
En los últimos años, Hebe Uhart repetía una frase como cantinela –queda claro que para mí escribir es escribir la propia cantinela, un discurso que sólo apaga la muerte… Hebe me contaba incansablemente que en un viaje a la provincia vio a una mujer “sentada a favor del río”… Esa frase vale algo enorme, sin medida, es decir, con todas las medidas: esa frase compone literatura o, lo que es lo mismo, la propia inundación. Escribir camina así a la búsqueda del pasaje entre lo más pequeño y trivial hasta llegar a las referencias que quiero eternas. Parece que los poetas trenzamos lo cotidiano con lo histórico sin solución de continuidad, sin proyecto, sin consuelo, sin permiso. También escribir es definir por lo que no podemos definir, un ruso dijo “Vivir no es cruzar un campo” y yo lo copié… lo copié porque a ese ruso lo fusilaron y yo lo quise dejar escrito para siempre… Creo que era la frase de una carta que ahora está adentro de un poema mío porque, como él, triste y certero dijo, “un hombre alegre siempre tiene razón”…
Pero, también, tengo presente, como dice el poeta gruñón, Ricardo Zelarayán, que “en el afán de tocar todas las teclas la música se viene abajo”… Pienso entonces que escribir es juntar pero no todo… porque reuniendo algunas pocas frases la poesía se vuelve
obra de palabras como cuando se recorre la vida y se
pasa el trapo a hermosos sentidos viejos, perdidos o entreperdidos, en olvidados, desusados términos familiares. La poesía es obra de palabras en el sentido en que Nicolás Rosa leía a Osvaldo Lamborghini como “una literatura de frases” que arman libros de una rara independencia, de una singular autonomía de vida. Obra de motivos que uno captura de paso, de camino,
rumbo a peor como escribió Beckett, en ese sentido del fracaso o de la agramaticalidad que da la más enorme alegría cuando la encontramos, cuando la decimos, el fracaso que está en la sintaxis ordinaria, común, que no sabe usar el subjuntivo pero que la literatura hace triunfar verdaderamente, un fracaso del triunfo, entonces, un romanticismo verdadero, metido en las palabras de uno.
Y así ando y entiendo que la poesía como obra de palabras y frases se vuelve una
novela directa, eso que pocos entienden en
Viento del noroeste de Hugo Savino, novela directa hecha de formas breves, como las pensó Barthes en
Incidentes donde el autor se pone sólo a mirar… y por eso fascinado pudo escribir. Pienso a la poesía, o a la literatura que en este caso es lo mismo porque la poesía es sólo un fenómeno de concentración o intensidad, completamente ajena a la diferencia de géneros, esos que sólo tranquilizan a la crítica, clasificaciones que vienen siempre después del autor, que llegan siempre tarde, en un futuro siempre pasado de los que ya no leen pero siguen perorando fórmulas.
La forma breve que entreveo como poesía, como literatura, siempre se me vuelve, como en la vida, cruel ironía o terrible santidad, sobrenaturalismo, como la unción que atenazaba a Héctor Libertella en sus últimos libros hechos de pedacitos propios. Y por eso en ellos se le fue la vida.
Poesía como novela directa –repito–, en primera persona, con nombres propios porque sólo ellos marcan una relación unívoca con las cosas, un friso social imperdonable, todo lo contrario de la polisemia, la parodia, la vanguardia, la metáfora arada, todas ellas últimas fases de procedimientos gastados como supieron los formalistas aunque la historia crítica leyó diversamente y hace tiempo cansa a la literatura sin tocarla siquiera. Así sentida la poesía es un límite verdadero de las palabras o las palabras más performativas del mundo. Siguiendo a Frege puede recordarse que los nombres propios son algo así como descripciones abreviadas, suposición que se contrapone a la teoría tradicional donde nombrar es anterior a describir. El nombre propio es la descripción definitoria de un sujeto… lugar donde la arbitrariedad del signo cae. El nombre es el último límite de la concreción literaria, una verdadera persona estilística.
Obra sin ningún proyecto, como las “Cartas de un colono” de Uhart o como cuando los domingos, en la infancia, en Concepción, íbamos a la ruta a ver pasar los autos. Juntar y poner, una serie semántica en otra –como decía Shklovski que se conseguía la diferencia. Porque es bueno apropiarse definitivamente de las palabras y volver a darles el sentido que tienen para uno. Y repito a Savino: “A mí lo que existe me interesa: al mundo lo anoto: si lo anoto lo mezclo: el retrato en límite con el parecido”.