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20.9.24

El ritmo de lo que pasa, por Javier Fernández Paupy

 

[Sobre: Jack Kerouac en el bosque de Arden, Hugo Savino, Madrid, Arena Libros, 2023.]

 

Tramado entre citas y con la libertad inaudita que caracteriza cada uno de sus libros, Hugo Savino vivisecciona la obra de Kerouac según sus propios parámetros y lecturas, sin nada de jerga escolástica ni endogamia académica o karaoke sociologizante. En Jack Kerouac en el bosque de Arden Savino aclara: «No hago biografía de Kerouac. No se trata de su vida. Son sus libros leídos en el sugerir y no en el nombrar. Leo la escritura de su vida. No describo nada, no narro nada. (…) Solo mis impresiones. Mis puntos de vista. Responder Jack Kerouac. No me interesa la hagiografía beat. Y menos que menos la contracultura. Ese invento burgués para ser eterna y publicitariamente joven».)

Tomo esta idea de Savino: «¿Y si una crónica sobre un libro solo estuviera hecha de citas? ¿Y si uno se atreviera definitivamente a soltar el saber chamuyo y solo anotara?»

Hay algo en el gesto provocador de Savino que interpela, arenga, discute, ridiculiza, agravia, se planta delante del muro del saber institucional y a la sombra de ese paredón vitupera. Savino inventa un lugar único de marginalidad para escribir, como en los bordes de toda tradición o como fundador de una nueva tradición crítica por demás leída pero sin ninguna gola académica.

Hugo Savino arma una trama de filiaciones. Kerouac con Thoreau, con Robert Burton, con Arno Schmidt, con Meschonnic, con Néstor Sánchez, con Baudelaire, con Balzac, con Proust, con Joyce, con Ricardo Zelarayán, con John Cassavetes, con Victor Hugo, con Shakespeare, con Céline, con Carlo Emilio Gadda, con Horacio Salgán, con Willem de Kooning, con Cézanne, con Pascal, con Thelonius Monk, con Macedonio Fernández, con Simon Leys, con Paul Claudel, con Nadezdha Mandelstam, con Rembrandt, con Bernard Hoepffner, con Marina Tsviteàieva, con Scott Fitzgerald, con Kafka, con Malcolm Lowry, con Alfred Jarry, con Lorenzo García Vega, con Louis Chevalier, con Jack London, con Yeats.

Savino insiste en sacar a Kerouac de los clichés y del estereotipo del escritor beatnik, mochilero y trasnochado.

Savino: «Maldita lectura. No es bueno leer. Es mejor una siesta de filosofía, ahí siempre hay momentos tranquilos asegurados».

Keroauc, según Savino: «Desobedecía con cada libro y aceptaba el desorden de su épica»

«Jack Kerouac escribía en el desierto y su enemigo era “la ética burguesa de los editores de su época”. Más la de sus amigos que trataban de encarrilarlo: Ginsberg intenta “reorientarlo hacia una novela de trama más convencional» (Nicosia) Jack Kerouac estaba “harto, enfermo, de la oración inglesa convencional” pero los editores, no. Pedían más de lo mismo. Nada cambió. Los editores siguen ahí, pidiendo oraciones convencionales, sujeto verbo predicado, con soporte de tramas legibles»

Savino sugiere que las historias no lineales que libro a libro va engarzando Kerouac en su proyecto de obra están más cerca del poema que de la trama realista convencional. Apunta Savino: «Escribir mal o escribir sintaxis enredada son algunos de los reproches dirigidos a Jack Kerouac. Es el reproche del decoro literario a la invención» Según Savino: «Hay que leer “Shakespeare y el outsider”. Así no siguen con el Kerouac beat. O a contracultura. O el Kerouac a madre. Eso se lo pueden dejar a sus envidiosos amigos. Que tocaron solo lo que conocían. Y de paso, Kerouac nunca separó prosa de poesía. (…) La única banda que Kerouac acepta es la del café, el vagabundeo, la conversación y la errancia».

Hugo Savino las llama impregnaciones. Anota: «Joyce no como influencia, no, como impregnación. Céline como impregnación»

Savino aclara: «Toda la vida de Jack Kerouac está en sus libros, que no son ficción, ni autobiografía, son una escritura de la vida. Epifanías, escenas del sentido de su vida» (87:2023). Biografía y época. «“Todos mis libros son 100% historias verdaderas solo que con los nombres cambiados” (Jack Kerouac, carta a Bernice Lemire, una estudiante de Boston College, originaria de Lowell, 15 de julio de 1961)»

La síntesis de Savino sobre Kerouac: «Toda su vida se transforma en una epopeya que pasa por su voz, por su manera de decir» Como si Hugo Savino hablara de su propia época al evocar los tiempos en los que Kerouac bregó por su obra: «El mundo incestuoso de la literatura, con sus cretinadas, y agachadas, sus chupaculos, sus pequeños poderes, y los menesterosos de alguna fama que buscan unas líneas en suplementos irá apareciendo de a poco» Anota Savino: «¿Cuándo se entenderá que los únicos contemporáneos de un escritor son los libros que lee?»

¿Y si una crónica sobre un libro solo estuviera hecha de citas?

«Jack Keruac es el cronista de su vida. Su Leyenda insiste en no dejársela contar a nadie. En no dejarse robar la voz»

«Un Diario se escribe para ir situándose, para saber de lo político y de la política. Y de los pequeños poderes institucionales que defienden el mantenimiento del orden. Para defender lo que uno escribe de la rapiña filosófica.»

«Sí, un cierto desorden se impone en lo que se cuenta, de lo contrario todo queda ceñido a decir las palabras del amor. Kerouac detectó la novela tallerística en 1949. Estaba situado.»

«Siempre habrá un académico que querrá denigrar a Kerouac. Eso tampoco tiene arreglo. Para bien de Kerouac»

Sobre lo que Savino llama «la chifladura megalómana del escritor» y de la que él queda indemne, santificado en su forma acéfala de leer, letrado por fuera de todo rictus académico acartonado, sanchístico, desfachatado, moderno, cada texto de Savino es una lección aún en el gesto de su autor que pareciera querer desmarcarse de toda generación, de todo nicho. Hay una hostilidad y un resentimiento finamente trabajado en Hugo Savino. Inimitable. Su manera de leer y escribir sus lecturas.

En Hugo Savino se actualiza esta idea de Roberto Arlt: «Si usted se dedica a la literatura y lee mucho, en cuanto toma un libro y lee dos renglones se encuentra inmediatamente en situación de decir: Este libro es una porquería, o este libro es bueno. Y no se equivoca nunca.» (El Mundo, 12 de diciembre de 1929)

Savino anota: «Kerouac escribe. Parece algo obvio, pero no lo es tanto. Casi ningún escritor escribe. Cosen tramas dedicadas a representar».

Savino muestra al Kerouac retratista, autorretratista, cuadernista, egotista, al escritor de visiones, de epifanías, de esbozos, de écfrasis. «Kerouac es un Rembrandt con cuaderno de notas. Camina y retrata. Retrata patios traseros silenciosos, edificios de ladrillos rojos, a un hombre que lee el diario, a una vieja en el metro, a otras dos viejitas con cara de perdidas en Nueva York, los baños del metro aéreo, el caminar de los transeúntes, un edificio que le evoca la eternidad, a W.C. Fields, se hace un autorretrato pensando en Cody, pinta a una mujer que tiene la ropa, en un rincón del cuaderno anota la «irritación soñadora» de ella mientras cuelga las sábanas y a su marido que llega de esa injusticia llamada trabajo. Kerouac no hace alegatos realistas, escribe no-ficción, en Visiones de Cody hace poema en prosa»

Hugo Savino muestra el gesto anacrónico de escribir sobre Jack Kerouac cuando nadie parece tenerlo en la agenda cultural.

«Kerouac estuvo ahí, es el cronista de lo que vivió. Estuvo ahí y sucedió eso que vio. Lo que fue seguirá siendo. Hace dedo en 1960 y ve los coches con la familia, los trajes colgados en perchas en la parte trasera y descubre la mutación a consumo inevitable, y la desaparición del vagabundo solitario». Hugo Savino arma una trama que cruza a Kerouac con su propia biografía. Paralelismos en las ensoñaciones. Así, Keroauc ve pasar a Miles Davis y Savino evoca una visión personal, cuando vio pasar a Aníbal Troilo caminando por la calle Talcahuano.

En el generoso Jack Kerouac en el bosque de Arden sobresale un elogio a las libretas de apuntes, una defensa de la libertad de escritura por fuera de las censuras y del control de la orgía social del mefítico ambiente literario.

 

20.6.17

Los ruidos, por Javier Fernández Paupy


Cambian como el sonido de una época, como la línea fina entre el plástico y el vidrio, como las costumbres, el papel fotográfico, la música o las drogas. Podría dar vueltas por la casa escuchándolos todo el día, dejándome llevar. Como una imagen arrastrándose por las calles. Kilos y kilos de narrativa barata lo ignoran pero yo lo sé. Sentimiento y falta de sentido práctico, ahí está todo. Sí, la queja es vulgar. Y la mente madura o se pudre. ¿Y si se pudre? Entonces estamos perdidos. Nuestros actuales políticos parecen funcionarios de otras naciones, como virreyes anacrónicos que trabajan para monarquías ilustradas. ¿Y? No hay política, hay políticos. Entonces, ¿voy a poder, sin alcohol, aislarme para pensar en papeles manuscritos y hojas mecanografiadas? Sentimientos no perecederos, cosas buenas, busco eso. Porque no hay adultos; hay, sí, una Compañía General de Grandes Clichés (la imagen es de Simon Leys), donde ciertas personas hunden sus patas hasta las rodillas. Leo para darme cuenta que estoy solo. Yo quería comparar eso para entender que entre los libros y las personas hay relaciones. Tienen en común las palabras y el tiempo encapsulado. Porque la madurez se termina midiendo por parámetros de mercado. Por ejemplo, Frank Zappa, su música es medio descerebrada y transmite una vibración nerviosa. Puede ser inflamable en algún punto. Mi madre no la entendería. Estoy hablando de los ruidos. Ansiedad, ataques de indiferencia, fobia, irritación, trastorno obsesivo, ira, furia, rabia, estrés, sueño, fatiga. Leí todas esas palabras en un folleto que me dieron en un hospital. Porque todo me llama la atención cuando me concentro. Pero perdí la concentración. El interés por la vida carece de base. ¿Quién fue que dijo eso? Como darse cuenta del abuso del adjetivo «nuevo» en las revistas: nuevos salvajes, neo-figuración, nueva pintura, new wawe, nouvelle vague. O como entender que toda persona es ilusionista o comediante. Incluso, si dejáramos salir al boceto interior, seguiría siendo solo una apariencia. Por ejemplo, A, que habla sin decir nada. B lo escucha (su ruidosa nada) y C lo repite (la fotocopia de esa nada). Decir que esto es obvio no pretende minimizar su complejidad. Te invito, lector, a que expliques la diferencia entre «por lo tanto» y «por consiguiente». Porque el lenguaje es un aspecto de la conducta. Si pudiera vivir, no escribiría. Siempre sentí que la literatura era todo. Ahora lo vivo como una tragedia. Nada es todo. Debería haber puesto más interés en otra cosa. Formar una comunidad de animales, por ejemplo. Se llamaría La asamblea de los sabios. ¿Quién fue que dijo: «Los animales se parecen tanto a las personas que a veces es imposible distinguirlos»? En lo que refiere a los asuntos humanos –escribió alguien–, no reír, no llorar, no indignarse, sino entender. Estoy tratando de entender. Pero todavía no entiendo. Supongo que hay nebulosos y flatulentos poetas, faltos de vida, indolentes, detrás de esta idea. Y está ahí, como un pedazo de cielo, la locura de atender a cada pensamiento como si fuera real. Ahí están los ruidos. Los míos. Son muchos y no los entiendo. ¿Qué quieren de mí? No sé, pero creo que no me quieren a mí. Hay un proverbio que dice: «Encontramos al enemigo, éramos nosotros mismos». Son estos pies planos sobre un mundo resbaladizo. Es la lluvia vista desde un balcón. Alejandro me dijo sobre Luis: «Era un gran lector. Si hubiese tenido que trabajar, habría sido un gran escritor». ¿Qué dirá de mí Alejandro cuando no estoy? ¿Qué decía Luis, sobre mí, ahora que no puedo preguntárselo? Sepulté hace años la ambición ingenua de iniciarme en que las cosas no me aturdan. La sensación de no pertenecer, de confiar, de agradecer o de hacer, ¿es real o es irreal? Mucha nada y tanto para decir. Todo esto es confesamente autobiográfico. Como el stencil en la esquina de Gral. Juan Lavalle que dice: «Al patriarcado hagámoslo concha». Mi chamán me mandó un mensaje. Las cosas no se aclaran. Estoy cansado. Todo lo hago sin saber por qué. Quizás no pueda tomar control sobre mi comportamiento ni ser dueño de mi vida porque no puedo dar un paso atrás de lo que siento y mirarlo con neutralidad. Todo pasa. Esa es su irrealidad. El viento lo sabía. Yo estaba acelerado. El reloj se detuvo a las 12:45. ¿Por qué? Si fuera sabio de verdad viviría siempre feliz. Yo quería prestarle atención a eso. Nadie está mal mucho tiempo más que por su propia voluntad. ¿Quién fue que dijo: «Podemos afirmarnos en calidad de fruta, maduramos»? Cada minuto es un minuto menos. Imagino un amor para nada complicado con la propia vida. Como los propios dientes. Recuerdo los pañuelos de tela que mi padre lavaba a mano y dejaba secar, pegándolos en los azulejos del baño. Recuerdo el vaso en el que diluía una aspirina con azúcar y lo tomaba de un trago. Escuché cómo hablaba, estudié sus gestos, leí algunos de sus libros. La manera que tenía de caminar y de reír. Sus cigarrillos. Su manera de roncar y de enojarse.





23.3.14

La neutralización preventiva, por Luis Thonis



(Sobre la lectura de Quintín sobre Arno Schmidt de Mariano Dupont)


La trascendencia, la metapolítica y los mercados cautivos

Un nuevo ataque de Quintín a Mariano Dupont: ya no se sabe si se trata de su novela Arno Schmidt, del autor o qué. Quintín “pasa un rato” leyéndolo como si no leyera, no sea que pueda perderse en la lectura. Disfruta de las primeras páginas y luego comienza a amargarse. Hay que imaginarlo abandonando el libro antes de que lo atrape y dando vueltas como turco en la neblina: ¿qué es lo que me está pasando? El título de sus notas lo dice todo: “Intrascendencias”.

Quintín ya tenía esta idea fija sobre Dupont y quiso reconocerla, la novela lo atrapa y ya deja de leer. No dice qué es lo trascendente para él; aparentemente, las novelas que tienen un “mensaje profundo” y que estarían fuera del mercado: “El desprecio de Dupont a quienes desprecian el mercado es una tontería porque el mercado es despreciable aunque eventualmente haga ricos o prestigiosos (el prestigio también es una variable del mercado) a algunos cuya obra merece leerse. La maniobra de Dupont suena a ponerse del lado de los ganadores para no quedar como un mal perdedor.”

No hace mucho achacaba a Dupont escribir para los amigos. Esto en un sinsentido en sí mismo. Se puede escribir a una desconocida y hacer una gran obra, se puede escribirle a Dios y decir sandeces. Quintín desconoce olímpicamente algo elemental: que nadie escribe  para los amigos (o los enemigos) cuando trabaja en los límites del lenguaje, sino para un Lector hipotético.

A veces, como Beckett, tarda años en conseguir un editor que abra un mercado hasta entonces inexistente. Después, como señala el narrador de Arno Schmidt, Beckett es Beckett, diga lo que diga. Quintín abandonó a las pocas páginas y no llegó a ese pasaje. Parece que cree que la literatura es equivalente a un aviso o a una nota periodística. Si un estilo logra constituir ese lugar hipotético que no es de nadie, después –subrayo– surgen los amigos, los lectores, los enemigos que pueden transformarse unos en otros. El gordo Lezama aparece en sueños y recuerda que el mulo sigue su paso hacia el abismo. Pero Quintín siempre es igual a sí mismo, una tautología viviente. Pero ahora resulta que Dupont abandonó a los amigos para entregar su alma al mercado, que no es otra cosa que un conjunto de informaciones sobre los precios y no está afuera: somos nosotros mismos en tanto sujetos de oferta y demanda. Si Dupont hubiera publicado la misma novela en una edición de autor o en una de las cuatrocientas editoriales independientes, no habría habido tantos aspavientos.

Al hacerlo en un sello internacional, escapó sin aviso de los controles de los mercados cautivos y sus perros guardianes. Quintín, como tantos otros, es un idólatra del mercado, y al mismo tiempo, un iconoclasta de sus espejismos. No me propongo defender la novela o proponer mi lectura en este contexto, sino señalar algunos efectos de neutralización preventiva sobre el fondo de las imposturas de la tribu cultural.

Quintín se refiere al mercado como se lo hacía en los setenta: era el lugar del Mal en vez de un conjunto de informaciones. Esto no era tan grave como el Bien que se traían tras su supresión: un campamento militar como es Cuba hoy. ¿No nació la literatura moderna al mismo tiempo que el mercado que fue liberándose de las amarras del feudalismo? En las sociedades sin mercado –Zimbawe, Corea del Norte, Bielorrusia–, la literatura no existe y el precario mercado cubano está vigilado por la Seguridad del Estado.

La Argentina es un mercadito insignificante, necesita como el pan un mercado de capitales y salir de la bomba de tiempo de los “precios justos”, pero esto es chino básico para los que quedaron atrapados en los clichés marxos de los setenta. Para Quintín, la trascendencia no es otra cosa que la ideología argentina –la Quinta– y sus mercados cautivos: aquí sí la economía se encuentra con la literatura.

Los mercados cautivos no sólo refieren a la burguesía prebendaria y parasitaria, cáncer argentino, sino a los mercados cautivos ideológicos literarios que son su complemento fetiche. No tienen la menor exigencia literaria, sólo piden que la obra se ajuste a su bienpensante cautividad. Que sea una prebenda más entre un Estado mafioso y sus intérpretes encubridores.

Si Dupont hubiera querido entrar en la familia, ya lo habría hecho hace rato, escribiendo una nota elogiosa sobre alguno de los escritores reverenciados. “Fogwill, la irreverencia fundadora”, por ejemplo, este trabajo lo hubiera catapultado. Dupont no era un advenedizo, ganó sin palanca el premio Emecé con su novela Aún, y luego publicó en Santiago Arcos la novela Ruidos (que primero rechazó Emecé) y el extenso poema –vía Ascasubi– Pampa Trunca, además de otros libros de poemas en su sello artesanal Ediciones cada tanto. Digamos que venía más que bien, pero a la Familia no le gustan ciertas bromas, y mucho menos los “ruidos”. También escribió la serie de reescrituras de Figuras (que nadie quiso publicar y terminó subiendo a un blog), inventando un género nuevo: el diálogo con la filosofía a través de la parodia y la risa. Por último, tradujo y difundió autores que son ilegibles para el minimiserabilismo reinante. No es una vedette literaria sino un laburante: no miente cuando dice que es un obrero de la sintaxis.

Quintín ni por un momento imagina que Dupont, en vez de incorporarse a la Familia –que bien puede ser representada por los enanos de Ruidos–, quiso hacer rancho aparte donde mete presión la intemperie. No es tan difícil inferir que no desea lo mismo que los estafadores de la masividad. Nada que ver con la metapolítica, que esencializa a la literatura desde una supuesta política. Quintín no advierte que el mejor modo de entrar en el mercado es pagarle un peaje a la Familia, una corporación que, lejos de ser ajeno a él, lo sobredetermina a través del complejo medios-universidad para convertirlo en cautivo. No hacerlo es herejía.

Imagina un “Círculo rojo”, parafraseando a la Reina Batata, sin tener en cuenta el peso de esas palabras. Ve una conspiración simplemente porque hay libros que no reflejan esa ideología (que no es sino idolatría). Esos libros lo intranquilizan. Dupont sería uno de los conspiradores, hay otros sospechosos, ya es un mal perdedor antes de entrar en combate, pero al revés de Simone Weil –otra que no midió el peso de sus palabras al decir  que “la justicia huye del campo de los vencedores”–, se pasa al campo de los ganadores.

Mussolini y Hitler fueron vencidos, ¿la justicia se refugiaría en ellos, según Weil y Quintín?

Hay que decir que en la Argentina los perdedores son los ganadores para la perdición de todos. Mussolini no ha sido vencido del todo, vive en las leyes sindicales y el fascismo ha adoptado la lengua mongo de la izquierda progre y Hitler reaparece mediante los naziislamitas que los diversos Gelman victimizan.

Las crisis argentinas se deben a los perdedores, a los industriales parasitarios que no pueden competir y que son financiados por las megadevaluaciones de un Estado mafioso que expropia simultáneamente a los sectores productivos y a las mayorías sustrayéndoles el salario mediante el impuesto de la inflación. No por eso dejan de ser multimillonarios. Al contrario. Quiebran luego de enviar la mitad de lo que reciben a cuentas del exterior, son licuados con la plata del laburante que se levanta a las seis para trabajar y tiene además que escuchar que Capitanich le diga que el ahorro promueve la avaricia –uno de los máximos insultos que recibió el soberano–, mientras que los vanguardistas oficiales lo llaman tendero y hasta facho.

Esto, por cierto, no puede trasladarse a la literatura, pero en ella los ganadores, los que reciben premios y prebendas, son precisamente los lameculos del Estado.

El ataque preventivo a un libro es un hábito de la ideología argentina a través de sus  comentaristas mediáticos para los cuales pensar es ser hablados previamente por el espectáculo: una inmensa residencia Arno-Averno experimental donde se intenta dar a luz a un zombi definitivo. Sólo cuando Israel se defiende, Tartufo se vuelve humanitario y firma manifiestos (como ayer las vedettes de Fidel Castro); los demás tienen vía libre para asesinar poblaciones enteras.

Ahí está el trasfondo del mercado cautivo de la ideología argentina –una Quinta custodiada por un ejército de perros guardianes– donde nadie habla sino es formateado por el Espectáculo de la metapolítica que sólo tolera enunciados sin riesgo, en diferido y seguros. Por eso, luego de medio siglo, todavía algunos balbucean en reconocer a Cuba como una dictadura y se emocionan con el chavismo.

La llanura de los chistes está en la Quinta de Quintín, y ni bien llega, ya se instala en la residencia Arno Schmidt. Dupont está en otra frontera, no fue uno de los lameculos de los farsantes de este sistema que se presenta como antisistema.

Los escritores de la Arno Schmidt son engranajes de la maquinaria literatura-espectáculo, reciben todas las vivas y están insatisfechos: quieren más y más y más espectáculo, tanto como lo que abdicaron del deseo. Erika es una aliada implícita en la novela: cada vez que aparece hay un cambio climático. A Dupont no le doblaron el brazo para imponerle una temperatura entrópica, qué se le va a hacer, no todo bicho va a parar al asador del incesto colectivo. Como karateka, trata de disuadir la llegada de Tokuro, y como budista, situarse como extranjero a lo irreal mundano. No pertenece a la orden de las señoras comunistas –hombres y mujeres–, que funcionan hace décadas como un sistema de delación en los medios, esperando a un Castro más que a un Moisés o a un Godot.

Basta leer lo que escribió sobre mí Alejandro Rubio para ver que este sistema que viene de los ochenta sigue todavía aceitado: “Luis Thonis, un disidente radical de la cultura de izquierda argentina”. ¿Y si esta cultura fuera fascista, como afirmó prematuramente Pasolini de Fidel Castro? Los máximos impostores fueron dotados de no sé qué superioridad moral, aunque nunca asumieron un solo acto o enunciado como responsables. Disidente es un término que se aplica en las dictaduras como Cuba, donde no hay derecha ni centro y la “izquierda” es una nomenklatura criminal. Disidente radical: no se escuchan hablar.

Rubio la emprendió conmigo preventivamente ni bien salió Milagro infame, novela que pone en escena la guerra misma de los mundos, donde el nihilismo va ganando por robo: no importa el libro, la crítica preventiva funciona como un alerta rojo para denunciar al hereje. Rubio desde los noventa me sigue los pasos, tiene, como dijo alguien, un “romance patológico conmigo”. Quiere la literatura atestada de los zartistas de la cultura puñetera que describe el libro. Cuando aparece un libro no esperado, comienza una campaña en contra, decía Flaubert. Lo mismo pasa con la novela de Dupont: del mismo modo que se me atribuían las ideas de un solo personaje y de un solo texto, algunos confunden la “intrascendencia” –los estereotipos progres y vanguardistas– de algunos personajes con el autor.

Quintín no se cansa de anticiparse preventivamente a la lectura que pudieran hacer Fulano o Mengano. A diferencia de Rubio conmigo, Quintín no odia a Dupont, tiene una relación de odioenamoramiento y no deja de confesarlo. Alerta verde. Pero su ataque preventivo es mala leche: el odio es más profundo que el amor, dijo Freud. No es un estalinista radical como Rubio, ha quedado a medio camino de los traumas argentinos; aturdido por los escribas de la masividad, se refugia en su quinta y vive en el conjuro a la sombra de los neomatriarcados.

Dupont, como Rabelais con los sabelotodos, se ríe de lo que no hay que reírse: he aquí lo que le amarga el placer a Quintín. Su acto político es no hacer metapolítica, escribe para no incluirse en ella.

Si a Quintín la novela le resulta una calamidad, está en su derecho decirlo y punto. Pero ha quedado atrapado en el laberinto de la novela y sus espejismos. Dupont exportó la llanura de los chistes a una zona que podríamos llamar consistente y cuyo símbolo es el témpano, con temperaturas que llegan a sesenta grados bajo cero y que escarchan la misma lengua.

El pampero da besitos en comparación con las guampas de un ventisquero. Aparentemente, ahí resulta más difícil hablar estupideces cargadas de nacionalismo –¡Argentina, Argentina, Argentina!– que al acumularse lentamente producen una catástrofe en la llanura: a largo plazo, un plazo que suele acortarse súbitamente. Me refiero a La causa justa de Osvaldo Lamborghini, el punto narrativo de la inflexión: chistes que no son tales en términos freudianos porque no hay un Tercero que los sancione. La llanura de los chistes no responde a un lugar geográfico, éste es uno de sus espejismos, está aquí y ahora, en el mismo discurso, el de la ideología argentina, que entre chistes que no son chistes, cabalga hacia un imperativo de terror que la sobredetermina.

Dupont trabaja su frontera y no veo que sus sarcasmos  tengan que ver con el infantilismo lúdico de Libertella, que en 2002 actualizó y adaptó a los que escribían en Literal con pasamontañas de piqueteros en tiempos de la megadevaluación de Duhalde que dejó como resto a los ladrones santacruceños que la metapolítica presentó como ex combatientes.

La vanguardia, de tanto aturdirse con Cage o Barinsky, no caza una: sin brazo militar queda reducida a un jardín de infantes. Desesperada porque la letra y el lugar coincidan, no oye ni ve nada. Ni ganadores ni perdedores: ahí se trata de salir de la repetición compulsiva de la ideología argentina y el imperativo de terror que la sustenta.

Mientras la carne argentina está fuera del freezer, del frigorífico ante la política suicida del Estado que perdió millones de cabezas –pronto no habrá asado ni para escupir–, las neuronas de Quintín, atornilladas a la llanura como los chajás a los pajonales, se van congelando en el ártico para que la letra y el lugar finalmente coincidan en un silencio soberano.  

Quintín debe pensar que la literatura se agota en la Familia y el “mercado” está fuera de ella. Supone, negando las posiciones, las lecturas y las traducciones de Dupont, que éste quiere entrar en ella, y más que un investigador como  Sherlock Holmes, se transforma en el mastín de los Baskerville.

La Familia está completa aunque sean un montón de sujetos gagás que tratan a duras penas de levantar fetiches oxidados. Piglia postulando a Guevara como “lector” es una confesión indirecta de que esta cultura agoniza; tal es así que Piglia se emociona con el chavismo y se convierte en un poeta cortesano que suspira por la Reina Batata. No son ajenos al mercado sino gestores de un mercado cautivo que, a través de las décadas, apunta a imbecilizar a los sujetos.

Lo contrario de lo que hace Dupont, que gasta vena satírica contra los buzones y espejitos de colores. Como los fetiches ya no fascinan y se venden cada vez menos porque se están oxidando, la voz de Dupont se nota en demasía y puede ser deseada por nuevos lectores y darle un golpe letal a los precios justos y cuidados de un mercadito. No hay que condenar a Dupont por estar en él como tantos hijos de vecino, hay que elogiarlo por su tentativa involuntaria de abrir uno nuevo, ajeno a la servidumbre voluntaria.

Ahí está el motivo de que algo amargo empañe las amables tertulias e Quintín. Los escritores para él deben ser los que militan en los medios para el rebelócrata o el zartista consumidor.

Su ideal literario son las ex flacas masseristas reconvertidas en gordas cristinistas, pitonisas si las hay de la servidumbre voluntaria. Otra vez: el antisistema que es el sistema. La Gorda –muñeca inflable de la ideología argentina– y su metapolítica, que actualiza sin elaborar temas de hace medio siglo.

Ni noticia de que algo se escribió en la Argentina. No pasó por el Sueño de la Razón de Murena y transforma a Savino en un gurú. ¿Qué hizo usted en la guerra del lenguaje, Don Quintín, salvo aliarse a las neomatriarcas del populismo?

Savino es uno de los pocos que no se ha arrodillado ni orado –para citar a Joyce– en el templo de la santísima simplicidad de la Santa Sordera. Uno de los pocos que pensó y escribió algo: “El comunista le puso la grampa a Marina Tsvetáieva en el sentido de Cézanne y después le puso el gancho en la pared para que se colgara. El burgués ahora se hizo comunista, le pasa ayudas al poeta, subvenciones. Le da una limosna en nombre de la poesía.”

Lo que Hugo Savino escribió en Salto de Mata vale por todo lo que en su vida dijeron los clowns posmodernos. No estamos hablando de la literatura como placer –la literatura y un helado son lo mismo–, sino en torno a lo que se enuncia en los límites del lenguaje. De la integridad de unos pocos sujetos en un contexto donde nadie resiste el menor archivo, de algo que no tiene que ver con la solemnidad ni con la trascendencia sino con una ética abrahámica de la vida que no excluye el humor y se niega a entrar en una Familia de muertos vivientes o participar del suicidio colectivo.

La irrupción de una voz disuelve por un instante la corporación, muestra que en ella las diferencias están digitadas y que, tras un conjuro preventivo, siempre vuelve a fusionarse con fingida pasión. Todo lo que no es Familia colectiva, es decir, incesto, para Quintín es mercancía, y a cada una su etiqueta. Un vaciamiento del sujeto, del lenguaje, de la historia y la política. Alienado a la metapolítica: la búsqueda de la trascendencia va de la mano de la esencialización.

Se nota en el déficit de su humor: comparar a Dupont con Sábato no llega a ser una injuria ni un chiste. Es un mal chiste del que no se ríe nadie, ni en la Antártida ni en Santos Lugares. Ni sabe de lo que se trata, patalea para no enterarse.

Rettung der Vergangenheit es la expresión que utiliza Walter Benjamin para hablar de la salvación del pasado, de sus usos, de la redención por el  recuerdo. Esta tempestad que sopla desde el paraíso, este futuro que irrumpe desde el pasado, no trae necesariamente la promesa de un futuro feliz como creen algunos que se empeñan en ignorar que el estalinismo no está en el pasado, sino en el presente y amenazante en el futuro. Lo mismo sucede con el montaje para una segunda Shoá por el que trabajan laboriosamente las universidades y gran parte de los escritores de los que Dupont no cesa de burlarse.

Quintín necesita un tratamiento acelerado, urgentes lecturas de Meschonnic, de Simon Leys, de Jean-Claude Milner, los tres tomos de Nadezhda Mandelstam, para no volverse Romain Rolland… No, me parece que ya es demasiado tarde: una inmensa serpiente blanca vino desde la Antártida, irrumpió sin permiso en la Quinta, y por lo que se lee, congeló las pocas neuronas que quedaban.

Para leer Arno Schmidt hay que perderse en su encanto narrativo: no hay detalle que el narrador no capte en un contexto separado de lo cotidiano donde prevalecen la literatura y el arte sobre el fondo de una naturaleza loca. Su mejor metáfora no es la rata en el laberinto en que ya algunos se han extraviado, sino el lápiz quebrado en un vaso de agua que hace al montaje de las voces en un contexto donde ya todo está escrito para los becados para escribir. La actitud del narrador no es precisamente la de un creyente. Entra en conflicto con los cultos de los escritores que concurren a la residencia experimental: “¿John Cage? Tengo que decirlo, nunca me tragué su falsa sabiduría, su cerebralismo, sus ‘provocaciones’ vanguardistas. Y su música aleatoria es inescuchable, dejémonos de joder.”

Así ocurre con otros bluff de culto. El narrador es una voz solitaria: el antifetichismo es su política y su arma el oído. Que el personaje se llame como el autor es otro cazabobos: podría llamarse Juan Pérez. Hay que olvidarse de Dupont-Dupont y entregarle los oídos a esa voz que se resiste a hablar la lengua de los clichés y los guiños de culto legitimados, a los que se sustrae con un humor sutil. La novela te lleva de la mano con una abundante paleta de recursos y prodigalidad verbal. Hay escenas desopilantes, como el discurso del director Picot a propósito de la muerte de Cy Adams y otras tantas revelaciones. Hay que olvidar todo lo que previamente se dijo del autor y de la novela y entregarse a la lectura en un mundo de ilusiones y espejismos para captar la longitud de onda. El estilo es la luz que atraviesa las distintas capas de temperatura y se refracta sobre la más cruda realidad, de la cual cultores y estetas no quieren saber nada.

5.12.10

Simon Leys - Barthes y la China

Esta lectura de Simon Leys fue publicada en La Croix del 9 de febrero del 2009 y es un comentario a la publicación del Diario de mi viaje a China de Roland Barthes.



En abril de 1974, Roland Barthes hizo un viaje a China con un pequeño grupo de sus amigos de Tel Quel. Esta visita había coincidido con una purga colosal y sangrienta, que el régimen maoísta desencadenó en todo el país – la siniestramente famosa “campaña de denuncia de Lin Biao y Confucio” (pi Lin pi Kong).

A su regreso, Barthes publicó en Le Monde un artículo que daba una visión curiosamente jovial de esta violencia totalitaria: “Su nombre mismo, en chino Pilin-Pikong, tintinea como un alegre cascabel, y la campaña se divide en dos juegos inventados: una caricatura, un poema, un sketch de niños en el transcurso del cual, de repente, una niñita maquillada corta entre dos ballets el fantasma de Lin Biao: el Texto político (pero únicamente él) engendra estos mismos happenings.”

En esa época esta lectura me trajo a la memoria un pasaje de Lu Xun – el panfletista chino más genial del siglo XX: “Nuestra civilización china tan elogiada no es más que un festín de carne humana condimentada para los ricos y los poderosos, y eso que llaman China no es más que la cocina en la que se elabora minuciosamente ese guiso. Los que nos alaban sólo pueden ser disculpados en la medida en que no saben de qué hablan, como hacen esos extranjeros que por su encumbrada posición y su existencia acomodada se volvieron completamente ciegos y obtusos.”

Dos años más tarde, el artículo de Barthes se reeditó en una plaqueta de lujo exclusiva para bibliófilos – con el agregado de un postfacio que me inspiró la siguiente nota: “(…) El señor Barthes nos explica aquí en qué consiste la contribución original de su testimonio (que algunos groseros fanáticos habían entendido muy mal en ese entonces): se trataba, nos dice, de explorar un nuevo modo de comentario, ″el comentario de tono no comment″ que sea una manera de ″suspender nuestra enunciación sin llegar a abolirla″. El señor Barthes, que ya tenía muchos títulos en la consideración de la gente culta, acaba tal vez de adquirir uno que le valdrá la inmortalidad, convirtiéndose en el inventor de esta inaudita categoría: el ″discurso ni asertivo, ni negador, ni neutro″, ″las ganas de silencio en forma de discurso especial″. Por este descubrimiento cuyo alcance no se revela de entrada, Barthes llega de hecho - ¿se dan cuenta de ello? – a investir con una dignidad enteramente nueva, a la vieja actividad, tan injustamente desvalorizada, del hablar-para-no-decir-nada. En nombre de las legiones de las ancianas señoras que, todos los días de cinco a seis, parlotean en los salones de té, queremos darle las gracias de manera emotiva. Por último, en este mismo postfacio, y sin duda es algo por lo que muchos deberán estarle agradecidos, el Sr. Barthes define con audacia lo que debería ser el verdadero lugar del intelectual en el mundo contemporáneo, su verdadera función, su honor y su dignidad: se trata, según parece, de mantener con coraje, hacia y contra todos la ″sempiterna parada del Falo″ de la gente comprometida y otros pérfidos defensores del ″sentido brutal″, ese chorreo exquisito de una canillita de agua tibia.“

Y ahora este mismo editor nos entrega el texto de los cuadernos en los que Barthes había consignado día a día los diversos acontecimientos y experiencias de este famoso viaje. ¿Esta lectura podría llevarnos a revisar nuestra opinión?

En estos cuadernos, Barthes anota en fila india, y muy escrupulosamente, toda la interminable perorata de propaganda que le sirven en el transcurso de sus visitas a la comunas agrícolas, a las fábricas, escuelas, jardines zoológicos, hospitales, etc.: “Legumbres: en el último año, 230 millones de libras + manzanas, peras, uva, arroz, maíz, trigo; 22000 cerdos + patos (…) Trabajos de irrigación. 550 bombeos eléctricos; mecanización: tractores + 40 monocultivos (…) Transportes: 110 camiones, 770 tiros de carros; 11000 familias = 47 000 personas (…) = 21 brigadas de producción, 146 equipos de producción”… Estas valiosas informaciones llenan 200 páginas.

Están mezcladas con breves anotaciones personales, muy elípticas: “Almuerzo: ¡sorpresa, papas fritas! – Olvidé de lavarme las orejas – Meaderos – Lo que extraño: no hay café, no hay ensalada, no hay flirts – Migrañas – Náuseas.” El cansancio, la monotonía, el aburrimiento cada vez más abrumador apenas si están matizados por escasos rayos de sol – por ejemplo un tierno y largo apretón de manos que le concede un “lindo obrero”.

¿El espectáculo de este inmenso país aterrorizado e idiotizado por la rinoceritis maoísta anestesió completamente su capacidad de indignación? No, pero se la guardó para denunciar la detestable comida que Air France le sirvió en el avión de regreso: “El almuerzo de Air France es tan repugnante (pancitos como peras, pollo informe en salsa con olor a fritanga, ensalada coloreada, repollo con fécula chocolateada – ¡y nada de champagne!) que ya estoy a punto de escribir una carta para protestar.” (El subrayado es mío)

Pero no seamos injustos: cada uno de nosotros anota una montaña de tonterías para nuestro uso privado; no se nos puede juzgar sino por las tonterías que usamos públicamente. Sea lo que sea que pensemos de Roland Barthes, nadie podría negar que tenía ingenio y gusto. Y que también se abstuvo de publicar estos cuadernos. Entonces, ¿quién cuerno tuvo la idea de esta exhumación lamentable? Si esta extraña iniciativa proviene de sus amigos, esto me recuerda entonces el llamado de atención de Vigny: “Un amigo no es más malo que cualquier otro hombre.”

En el último número del Magazine Littéraire, Philippe Sollers estima que estos cuadernos reflejan la virtud que celebraba George Orwell, “la decencia ordinaria”. Al contrario a mí me parece que, en lo que allí se calla, Barthes manifiesta una indecencia extraordinaria. De todas maneras esta comparación me parece incongruente (la “decencia ordinaria” según Orwell se basa en la sencillez y el coraje; Barthes tenía por cierto cualidades, pero no ésas). Ante los escritos “chinos” de Barthes (y de sus amigos de Tel Quel), me viene a la memoria esta cita de Orwell: “Usted debe formar parte de la intelligentsia para escribir semejantes cosas; ningún hombre común podría ser tan estúpido.”




Por Simon Leys

Traducción: Hugo Savino