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22.6.15

LA LITERATURA, por Max Pierro



Hace falta leer solo dos o tres libros
Para saber
De que se trata
La buena o la mala poesía

La música
Ha estado supeditada
A las cortes
O a las radios
Hace falta electricidad
Espacio
Buena madera
Todo un universo de mentiras
Mal dichas
Y de almas en pena

De los pigmentos que necesitaron
Turner
O Van Gogh
Poco queda
Al lado del ojo que se sorprende

Mejor escribir una carta al padre
O al hermano

El cine no cuenta.


28-3-2015


17.3.14

Mística del baño, por Laura Salino



Había un fondo y un agua tibia. En el espacio de afuera (porque el fondo y el agua tibia eran una especie de unidad con el cuerpo), sonaba el piano desenfrenado de Keith Jarret en el concierto en Colonia. Entonces, ya sumergida (y la inmersión en el baño y en el sueño van juntas), hago jugar la música con el agua: hundo una oreja mientras la otra recibe el afuera, después las alterno, luego las hundo a las dos. Entonces, el concierto bajo el agua es otro: está lleno de ruidos orgánicos donde juegan los cuatro elementos: como si elefantes y felinos corrieran por alguna enorme planicie en busca de agua después de una lúgubre sequía; como si monumentales cigüeñas surcaran cielos lejanísimos, incluso el sonido de látigo manso que deja en el aire una ardilla cuando pasa de un árbol a otro; después un crepitar rápido y sonoro como de leños al fuego en una chimenea antigua en una casa de techos muy altos.
Después cierro los puños y ahueco las manos en el centro. Semisumergidas, parecen dos montañas enfrentadas y en centro, la sombra de los huecos que he creado, en los que en otro tiempo me sumergía para quedarme en lo oscuro, ahora semejan cuevas profundas en las que el agua ha ido formando cristales que, entre los reflejos del agua y la luz de las velas, estoy segura de ver.

Entonces me interrumpe la gente, que en el concierto de Jarret lo aplaude con merecido fervor, y recuerdo que antes, una bocina que oficiaba de alarma de un auto (mil veces maldito), estuvo sonando durante una hora y media sin parar, mi pobre humanidad pidiendo amparo en la locura que me falta.

Entonces recuerdo el paisaje de un loco: un campo de Van Gogh con todos los verdes posibles que es exactamente el lugar por donde quiero retozar, revolcarme ahora, entre el pasto y ese olor húmedo y lleno de verdes como el cuadro de Van Gogh. O el paisaje del único cuadro de Gauguin que me gusta, Martinica; plumajes psicodélicos, colores y luces imposibles que creí haber leído en el libro del mismo nombre de André Bretón y el pintor surrealista André Masson. Demasiado color adentro y afuera las velas que danzan según el aire que las roce.
Todo eso ve el cuerpo que flota. Pienso que alguien fue capaz de sostener alguna vez todas mis alegrías tienen una coartada. También lo sostengo: a veces como un ensayo, otras (las mejores) en carne viva. Cada vez mientras sea.

11.12.13

Mozart, el vino y John Fante, por Elvio E. Gandolfo




Textos y cuentos de Charles Bukowski


Stephen King y Charles Bukowski son dos nombres de la cultura popular estadounidense que suelen o solían sub-promocionarse. Desde el punto de vista de la cultura o la literatura “alta”, desde luego. El autor de El resplandor tuvo la mala idea (según admiradores como Peter Straub) de comparar su tarea creativa con la confección de hamburguesas. Mientras vivió Bukowski, por su parte, tendió no solo a exhibir sino también a subrayar su fama de borracho, drogón, pendenciero y gustador de las así llamadas “mujeres de la vida”.
La aparición de este grueso volumen de “relatos y ensayos inéditos (1944-1990)” hacía temer los mismos excesos de búsqueda de “inéditos” en autores como Roberto Bolaño o W. G. Sebald a los que nos tiene acostumbrados el sello Anagrama. La lectura confirma sin embargo que al hacerse la selección sobre un material mayor ya seleccionado y publicado en revistas, resulta un libro tan sólido como otros del autor. El porcentaje de textos claramente menores no es mayor que en otros libros suyos.

POETA Y CUENTISTA. Cuando Charles Bukowski pudo abandonar al fin el odiado mundo del trabajo menor asalariado había producido ya incontables poemas. Fue justamente el editor decidido a recopilar en libros más largos lo que hasta entonces había circulado en cuadernillos, quien le propuso pagarle un sueldo para que solo escribiera. De inmediato Bukowski se descubrió como narrador. Tanto en la poesía como en el relato breve consiguió logros dignos de la mejor tradición norteamericana.
El lugar común de un Bukowski dedicado a tocar solo la samba de una sola nota de sus propias experiencias queda triturado en cuanto se recorren sus cuentos y poemas. El bien ganado prestigio en el campo acotado de la poesía lo consolidó ya 1969 su inclusión en un volumen de la serie “Penguin Modern Poets”, junto a Philip Lamantia y Harold Norse. En estas páginas de ahora no hay poemas pero sí ideas muy bukowskianas sobre la poesía.
Nada correcto políticamente, dice: “En algún momento del trayecto, en algún momento del puto colegio, se te meten en la cabeza. Te dicen, en resumidas cuentas, que el poeta es un maricón. Y no siempre se equivocan”. Y remacha en otro texto: “Un hombre con el menor sentido en la cabeza o sentimiento en el corazón no iría nunca a una universidad aunque se lo pudiera costear. No hay nada que aprender allí salvo lo que ha ocurrido en la historia de las cosas y él ya sabe lo que ha ocurrido en la historia de las cosas con sólo dar una vuelta a cualquier manzana en una ciudad”. Plantea además que la palabra escrita debiera abordarse como la pintura o el sonido. Y apuesta sus fichas: es posible que a la larga Matisse perdure más que Van Gogh, que el novelista O’Hara pase al olvido junto con Mailer. “D. H. Lawrence”, en cambio, “perdurará, aunque por qué, no puedo decírtelo ahora. Mi cerebro no lo tiene; sólo los sentidos”.
Si no hay poemas sí figuran en cambio cuentos. Uno de ellos, “Ejercicio”, muestra hasta qué punto el directo, autobiográfico, caótico Bukowski puede arriesgarse a experimentar con eficacia sin proclamarlo. Ennoviado con una mujer que toma pastillas así como el bebe, van juntos a buscar provisiones a la casa de una “dealer”. A una velocidad feroz el encuentro degenera en una mezcla de violencia y sexo entre las dos mujeres, con Charles B. de espectador. Como es literatura, lo que importa es el lenguaje: sencillez, repetición al máximo, reducción al hueso. Para redondear, más adelante se repite la visita, y la escena, aunque más corta, vuelve a funcionar. El texto tiene un punch que más parece oriental que estadounidense. Hay también un eficaz, veloz relato de ciencia ficción paranoica (“Tal como ocurrió”). El más clásico y “literario”, con el tema del doble (“El otro”) es también el menos original

MANUAL DE INSTRUCCIONES. En “Allucinager” describe por qué le gusta apostar: “Para mí el hipódromo es lo mismo que la plaza de toros para Hemingway: un lugar donde estudiar la muerte y el movimiento y tu propio carácter o la falta del mismo”. Después hace algo más técnico. En “Escoger los caballos. Cómo ganar en el hipódromo, o al menos quedarse igual”, destila su experiencia, en beneficio de los neófitos. Recomienda no gastar dinero necesario para otros menesteres (alquiler, comida, gastos comunes), no prestarle atención a los bocones que recomiendan ganadores y cómo elegir un probable ganador. Aunque sabe que lo que hace es inútil: “La razón de que no me importe revelar estos secretos es que conozco la naturaleza humana. No asimilarás lo que te he dicho, creerás que es una estafa. Todo hombre o mujer tiene que quemarse a su manera. Nada que yo te diga puede salvarte”. El dato final es claro: “Mi mejor consejo con respecto al hipódromo es: no vayas”.

LA LECCIÓN DEL MAESTRO. El trabajo más extenso y conmovedor del volumen es el perfil de John Fante (denominado “Bante” en el texto), complejamente transmitido. Todo escritor tiene un momento de revelación en que lee algo que es exactamente lo que él quiere lograr (le pasó como cuentista a Roberto Fontanarrosa con Dar la cara, de David Viñas). En el caso de Bukowski, cuando descubre a Fante al leerlo en una biblioteca ya ha recorrido una buena cantidad de grandes nombres clásicos. Pero lo que descubre en el texto cambia hasta la percepción misma de la página: “¡Las palabras eran sencilllas, concisas y hablaban de algo que ocurría aquí mismo! Hasta la letra en la página parecía distinta”. Embalado, cree reconocer el hotel donde ocurre el relato y sale a buscarlo. Recién años después, cuando por fin encuentre a John Fante (hospitalizado, mutilado por su diabetes) descubrirá que un pequeño error lo había hecho equivocarse.
El fastidio, la furia ante el estado casi terminal de Fante se convierte en agresión: “Había oído hablar mucho sobre Bante durante mis borracheras. Sobre cómo el mundo era tan estúpido que no era consciente de que sus escritos existían. Cómo el mundo era tan estúpido para honrar a tipos como Mailer y Capote y Bellow y Cheever y Updike cuando un simple párrafo de John Bante podía decir más con una sencillez pasmosa”. Aunque también descubre que, incluso en el deterioro, nada reemplaza el encuentro directo: “Allí estaba ese hombrecillo bajo su sábana. No le quedaba mucho de las piernas. Le habían dejado los brazos, las manos. Las manos se le veían muy pálidas. Pero tenía una cara estupenda, tenía una carita de dogo. Había mucha tenacidad en ella. Una palabra más amable es ‘valentía’” Así como Bukowski tenía como faro a Fante, al propio Fante le había pasado lo mismo con Sinclair Lewis (a quien Bukowski no apreciaba en absoluto). Como Bukowski, él también lo había buscado y conocido, para desilusionarse. Pero el contacto entre los dos escritores de la vida de los “losers” en las calles y los campos estadounidenses resulta mejor: se aprecian mucho. Bukowski (en ese momento en plena fama) colabora  a reeditar la obra del maestro. Al fin asiste a su previsible entierro, y reconoce: “Había conocido a mi ídolo. Muy poca gente lo consigue”.
Además hay múltiples “escritos de un viejo indecente”, un texto sobre Los Ángeles, un apoyo tenaz al viejo Ezra Pound, un comentario sobre Artaud, e innumerables datos sobre escritores, editores, revistillas culturales, y notas de rechazo. En el final reconoce: “Quería perdurar pese a las trampas, morir ante la máquina con la botella de vino a la izquierda y, pongamos, Mozart sonando en la radio a mi derecha”.






FRAGMENTOS DE UN CUADERNO MANCHADO DE VINO, de Charles Bukowski. Anagrama, Barcelona, 2009. 360 págs.


Publicado inicialmente en: El País Cultural N° 1059, 12 de marzo de 2010, pág. 5.