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4.9.15

Acre etéreo, por Dante Milano


Se sentó como cada día, al filo de su ventana, un cigarrillo entre los dedos y un vaso de cristal con licor irlandés, tres cuartos lleno. Disfrutaba de esa parte de la vida que se vuelve cotidiana pero no está impuesta, contemplaba el cielo y los colores de su jardín. Sabía de lo especial de ese día.
Para muchos supondría el caos, ansiedad o nostalgia, pero él se encontraba en un estado de serenidad total. Sentía esa leve corriente de aire acariciando constantemente su rostro.
Apreció cada segundo, cada sensación, cada sentido y cada pensamiento de la tranquilidad de la tarde en la que estaba inmerso.
No tenía quejas al respecto y de alguna manera padecía felicidad al estar presente ese día el cual solo unas cuantas generaciones de seres humanos tendrían la posibilidad de apreciar, o sufrir.
Después de todo, el tiempo había tomado protagonismo y él había tenido una vida aceptable.
No le agradaba la idea de continuar mucho más en la realidad con la que convivía, y tampoco deseaba seguir escapando a la infinidad de ficciones con las que usualmente se relacionaba.
Era una corta espera, el sol se reflejaba en las nubes, pero a pesar del imponente color fuego etéreo, no se podía notar ninguna anomalía.
Permaneció con el mentón en alto y la mirada hacia arriba, aunque de vez en cuando sus ojos se desviaban al reloj que llevaba en la muñeca izquierda.
Despertó una voz áspera desde su interior, y una sonrisa, más profunda todavía que su voz. Con esta imagen susurró sus dos últimas palabras. “Es hora”.
Sin precedentes el cielo mutó de una forma inesperada, su color naranja se transformó gradualmente en un rojo apago que poco a poco iba avanzando a lo largo de toda la atmósfera. Las nubes comenzaron a moverse, deformándose, creando una vorágine de tonalidades oscuras que permitían ver figuras en el aire con aspecto de enfurecidas llamas, no había estrellas, no había sol o luna, solo una capa de aire muy densa que parecía avanzar sobre la tierra.
Mientras bebía un poco de Baileys, notó un terrible escozor en su piel y en sus pulmones, además de su respiración, que se asemejaba lentamente al estertor de quienes saben dejar atrás ciertas cosas.