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10.5.20

Conversaciones con Alex Olson, por Willibald Feivel Cornfed




Willibald Feivel Cornfed: ¿Cómo te imaginás dentro de treinta años?
Alex Olson:
¡No, Willi, no me imagino! Sería una visión muy cruel.
–¿Si tuvieras que irte a una isla desierta, qué  cuatro cosas llevarías?
–Libros, tomates y usaría los restos del machismo social para llevar conmigo a mi mujer y a mi hija, aduciendo que sin ellas no podría vivir, que moriría de hambre, de soledad, etc.
– ¿Cuántos años faltan para que todo esté definitivamente podrido?
–¿No está todo lo suficientemente podrido ya?
–¿Bob Dylan o Neil Young?
–Neil Young.
–¿Por qué?
–Neil tiene una cosa de looser que me gusta. Como la bendición del looser. El freak, el nerd que lo logró pero no se olvida del Club de los Corazones Solitarios, y sigue yendo a las reuniones todos los jueves. Le pasó de todo en la vida. Dolor físico constante, la espalda que se le venía a pique, hasta tuvo que usar un aparato para sostener la columna. Su hijo con síndrome de down. Todo mientras era famoso y alabado por la crítica. Como si dios escarbara con un dedo y le moviera las plumas. Una especie de condena que nos obliga a la humildad. Algo del destino o la estela del poeta. La forma que Neil encuentra ante las encrucijadas es el amor. Mientras el sueño hippie se derrumba, él le construye a su hijo una pista de tren eléctrico que ocupa toda la habitación, porque sabe que al hijo el traqueteo del tren es capaz de calmarlo.
–Bret Easton Ellis o David Foster Wallace?
–Bret Easton Ellis y David Foster Wallace.
–Gerald Howard escribió un artículo en el que afirmaba saber por qué Bret Easton Ellis odiaba a David Foster Wallace. Ahí decía que Wallace había sido el escritor más fino de su generación pero que su modo de vida ingenuo parecía colapsar con las dificultades implacables de la vida. Mientras que a Ellis lo veía como alguien pícaro, cínico, frágil, salvajemente desilusionado y con una mirada fresca del mundo. Como si los méritos literarios pudieran ser opacados o sopesados por características personales o psicológicas. ¿Por qué nuestra generación presenta a estos autores en disputa? ¿O serían opuestos complementarios?
–Más bien me parece como una operación de la prensa, algo mediático. En la escena literaria eran más bien parias, lobos solitarios que algún fulano del Times, o así, intentaba  encajar en algún movimiento, o escuela, para atenuar su impacto. Amordazarlos de algún modo. También es cierto que en el caso de Ellis coqueteó con el Brat Pack, pero él no tenía nada que ver con eso, tan sólo uso esa imagen para ir a fiestas y tomar gratis en restaurantes finos, de moda. Aunque siendo sinceros, ¿quién podría decir que eso está mal? El caso de Wallace está opacado y de algún modo manoseado y leído a través con el lente de su último acto: su suicidio, como punto final a la escritura y a la vida, que para él parecían ser casi lo mismo. No sé, creo que los dos tenían en común que básicamente los enervaba lo mismo de la cultura postmoderna, los dos son hijos de la cultura MTV y del mismo hastío existencial, quizá las diferencias estén en cómo lo procesaron estéticamente, como si cada uno vomitara en diferentes tachos de basura. Pero "Glamourama" es bastante Wallaceana. Y "El tenis como experiencia religiosa" o "Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer" es bastante Ellisiana. Quizá, en el fondo, como decía Truman Capote para referirse a su relación con Perry Smith, el preso-amigo que dio testamento en su "A sangre fria", son como hermanos que se criaron en la misma casa, solo que uno salió para la puerta delantera y el otro por el fondo. Ahora entre Ellis y Wallace cuál es cuál, eso no sabría decirlo.
–¿Qué admirás de tu madre?
–Su paciencia.
–¿Qué recordás de tu padre?
Le gustaba el tenis y tomar aperitivos italianos, como Gancia o Martini, mientras miraba los partidos. Sobre todo recuerdo los sábados y domingos, porque eran iguales. Y los leves movimientos de cabeza del resto del grupo familiar para seguir el recorrido de la pelota. Recuerdo aún con cierto nerviosismo las finales entre Sampras y Agassi. En casa no volaba ni una mosca. Eran partidos largos, algunos de casi tres horas. También sobreviven en mi oído los silbidos de mi padre, para festejar las jugadas maestras de Sampras. Era un silbido como de avispa encerrada en un tarro. Por casi tres horas.
–¿Un hecho vergonzoso que podrías confesar?
–El pedorreo matinal.
–¿Cómo empezaría tu blues?
–Con un silbido de tren.
–¿Qué cosa definirías como patética?
–El pedorreo matinal.
–¿Una noche que recuerdes para siempre?
–La noche en que vi cómo un grupo de adolescentes atacaron a un negro en un camping. Fue en 1981 en Canadá. Lo hicieron mientras el negro dormía en su carpa. Aparentemente el negro los había estado perturbando a la tarde, con su música de tambores. Es una pesadilla. Una pesadilla que todavía dura.
–¿Estás enamorado?
–De a ratos.
–¿Qué autor no releerías?
–A Dave Eggers. Me parece una mala copia de Foster Wallace, un presuntuoso rebosante de falsedad. Un ladrón de gallinas, que persigue el huevo de oro sin encontrarlo.
–¿Qué te interesa de la obra y de la vida de Stieg Larsson?
–El puente entre una y otra, supongo. En un viaje que hice a Minesota hace unos años, un amigo, dueño de una pequeñísima librería del oeste, me regaló un libro sobre Stieg Larsson escrito por  Kurdo Baksi, quien resultó ser un amigo muy cercano del escritor. Trabajaron juntos en una revista muchos años. El año pasado encontré en una librería perdida de Detroit, otro libro sobre Stieg Larson, escrito por su viuda. Lo que más me sorprendió de todo, fue que ninguno de los dos libros, ni el del amigo, ni el de la viuda, pudo captar algo sobre quién era verdaderamente el escritor sueco. No es fácil penetrar en la soledad de una persona. Quizá ese enigma, que sigue encendido como una lámpara, sea lo que más me interesa de la vida y obra de Stieg Larsson.
–¿Qué frase repetirías hasta el cansancio?
–Tomorrow Never Knows.
–¿Cuál es la canción de los Beatles que más te gusta? ¿Por qué?
– “I Am The Walrus", porque la cantamos con mi hija Lena.
–¿Qué sentiste cuando viste por primera vez el puente de Brooklyn?
–Vértigo.
–¿Qué significó para vos haber conocido a Dan Fante?
–Uf, mucho. Lo entrevisté sobre Fante: un legado de escritura, alcohol, y superviviencia, en el 2012, en Los Ángeles. Quería escribir una nota para Carnage sobre ese libro. Hablamos tres horas. El sol se hundió en las colinas de Hollywood, como un homenaje espontáneo a su familia, y la conversación se fue apagando. No era sencillo comunicarse con él: era muy breve en las respuestas, y no sonreía. Igual quedamos en contacto y nos seguimos escribiendo con intervalos hasta poco antes de su muerte.
–En tu vida profesional conociste todo tipo de redactores de diarios obreros. Hay diarios ejemplares, hay diarios mediocres, hay diarios malos o muy malos y, finalmente, están esos diarios que son únicos. ¿En cuáles preferiste trabajar? ¿Por qué?
–Creo que los diarios ejemplares ya no existen. No sé si existieron alguna vez. Pero sí existen los únicos. Y formar parte de esas publicaciones significa un riesgo grande, pero también un ejercicio de sacrificio, nobleza, vida en comunidad. Hoy es casi impensado algo así, las redacciones cambiaron mucho, el mundo es otro. Pero hay una sensación de pertenencia en formar parte de un equipo con gente que se involucra en algo. El estrés, las exigencias, las amenazas, todas esos factores adversos hacen que en un punto empieces a considerar a tus colegas como parte de tu familia. Y cada artículo cobra otro sentido, otro significado.
–¿Cómo estás viviendo vos y tu familia, en Detroit, estos momentos tan raros en los que parece que se detuvo el mundo?
–Son días raros, Willi, duros de asimilar. Uno mira por la ventana y encuentra desesperación. Intentamos seguir con nuestra vida normal, pero con Lena es un poco más difícil porque nos pregunta todo el tiempo cuando podemos ir a Mc Donald´s o a la plaza. ¿Por qué no pasa más el señor con los globos, papá? ¿O por qué la gente usa esas máscaras en la boca? Tiene cinco.
–Alex. me da la sensación que todo esto es un sacudón a las ficciones científicas y a las narrativas de especulación tecnológica. ¿Qué revela la crisis del COVID-19 sobre la literatura de ciencia ficción?
¿Pensás que van a surgir, después de esta peste, multitud de libros con un imaginario pautado de monstruos virales?
–Creo que, en realidad, el auténtico monstruo viral es el hombre, siempre. Los mejores relatos de ciencia ficción no son otra cosa que crudos retratos humanos. Como si entre la sci-fi y el periodismo hubiese solo una puerta batidora. La ciencia ficción como otra forma de la crónica humana. Vonnegut es un caricaturista bastante realista en el fondo, un costumbrista con cascadas de humor, que revelan un costado pesimista de la vida. Dick es más un periodista desalineado hablando desde un teléfono público mientras afuera llueve. Alguien que intenta comunicar algo con una moneda que ya no sirve. Como si de tan moderno a veces fuera un poco anacrónico. La ciencia ficción es un marco para un cuadro difuso, zigzagueante, móvil. Así como en el policial, Chandler de alguna manera trasciende el género. Estos son autores "con" ciencia ficción y no tanto "de" ciencia ficción. Cheever puede hacer ciencia ficción con sus crónicas de los Wapshot, donde apunta y dispara, para dar en el blanco de la vida en los suburbios. Los escritores que después de esto hagan ciencia ficción por moda, bueno, no creo que haya mucho para decir. Los que vean en el género instrumentos de crónica, de nuevo periodismo, de traficar algo, una experiencia antigua, lejana, quizá en nuevos formatos, me parece un modo más interesante e inteligente de hacerlo. Humanos inteligentes que no son ya tan humanos, un poco más aliens tal vez, un poco más lúcidos también.
–En julio de 1925 aparecía en la revista Science and Invention, "El aislador" (The Isolator), un aparato inventado por Hugo Gernsback, miembro de la Sociedad Estadounidense de Física. Era un casco conectado a una bomba de oxígeno, diseñado para ayudar a los escritores a concentrarse y evitar todo tipo de distracciones. La intención del dispositivo era no solo eliminar el ruido exterior, sino que además tenía una delgada apertura a la altura de los ojos que limitaba la visión a una solo línea del texto. Esto evitaba volver de forma involuntaria a lo que ya se había escrito o enfocarse en otras lecturas. ¿Pensás que estos tiempos de redes sociales nos están llevando a un aislamiento colectivo? ¿Cómo están cambiando nuestras formas de leer? ¿Cambiaron?
En referencia al casco, parece una cosa medio nazi, siniestra. Y, al mismo tiempo, ese físico-astronauta es como un personaje de esas películas en blanco y negro de David Lynch. Mi tendencia paranoica, sumada a mi predilección por la ciencia ficción, me lleva a pensar que esto no es algo espontaneo, ni un movimiento solidario hacia cada uno de nosotros, sino más bien una movida más profunda, premeditada, parte de un plan. Prepararnos no sé si para el invento de Hugo Gernsback, pero quizá todo sea más progresivo, así podemos acostumbrarnos al traje, el peso del tubo de oxígeno, el visor, y a respirar en esa casco medieval. Sin dudas, no puedo evitar sentir que nos están llevando de las narices hacia una forma más fragmentaria, como de partículas . No solo están cambiando nuestras formas de leer, también de ver, de sentir, de vivir. Todo nuestro aparato real e imaginario está cambiando, así como nuestras percepciones de lo real. Hoy nos cuesta mucho más poder terminar un libro. Tener el tiempo necesario para sentarnos y llegar al final. Nos quejamos del tiempo, que parece líquido, se nos escurre. Vivimos enojados, como un malestar de la época, con la sensación de que en algún lugar de la ciudad hay una fiesta a la que no nos invitaron. O, tal vez con la certeza de que perdimos algo profundo, verdadero, y a cambio nos dieron un traje de soldado-espacial para una misión desconocida, inútil. Leer aparece cada vez más como un acto fragmentario, dividido. Y los actos cada vez más escindidos, separados entre sí. Antes la gente, los obreros de clase media baja podían leer "Guerra y paz" de Tolstoi. Eran gente instruida, lectora. Podían encarar esos novelones con facilidad, terminar uno y empezar otro. Hoy, es difícil que un intelectual pueda leer entero "Guerra y Paz". No es una cuestión de clase nada más, sino de modo de vida, de ritmo inducido del mundo. Antes la gente compraba un televisor y eso era casi de por vida, la vida tal cual la conocían no se veía prácticamente amenazada.  Hoy los cambios son ultra rápidos, y no sé con qué grado de conciencia los vamos detectando. O si somos más bien esclavos de algo que quizá sea un leviatán teledirigido.
–Jonathan Lethem ecscribió que “una época está definida no tanto por las ideas que se discuten como por las ideas que se dan por sentadas”. ¿Cuáles serían esas ideas que se dan por sentadas en nuestra época?
–Voy a responder a una cita con otra. En este sentido, Foster Wallace me resulta ejemplar cuando analiza el slogan de Burguer King, que vende hamburguesas con el lema "Tenés que romper las reglas". Wallace dice, y cito de memoria, con todos los problemas del caso, que mucha de la gracia que tiene la posmodernidad, con sus banderas como lo son la ironía, el cinismo, la irreverencia, ahora son parte de todo lo que son resulta repulsivo de la cultura misma. Estamos en el centro de una paradoja, pataleando, confusos, como un nene en mitad de un berrinche, sin llegar a comprender del todo. Y, en ese sentido también, Wallace es ejemplar o beatífico cuando cuenta en una de sus entrevistas que paso un mes en una actitud monástica leyendo a Tolstoi y a Dostoievski. Dice que leer a los dos, y sobre todo a Tolstoi es una experiencia por fuera de la postmodernidad, porque en el autor hay una inocencia despojada de todo cinismo, de toda ironía, y que la lectura del ruso puede iluminarnos sobre nuestra época, nuestras propias miserias, nuestros vicios recurrentes. Como ir al Burguer como un autómata y hablar sin ton ni son de un libro de Thomas Pynchon, creyéndonos en la cresta del progresismo. La montaña es mucho más alta, la pendiente mucho más complicada. En ese sentido, Foster Wallace es un crítico muy fino de la posmodernidad. Pero también lo es Bret Easton Ellis, quien dispara desde adentro, desde su misma clase social, como un asesino con amnesia. En novelas como "Glamourama" o "Suites imperiales", Ellis arremete contra el culto al cuerpo, el infantilismo de los adultos en su prolongada adolescencia, y cómo se filtra el terrorismo en la formas aparentemente más frívolas, en las zonas que algún ingenuo podría definir como "no- ideológicas". Por eso decía que es importante leer tanto a Ellis como Wallace. Los dos son francotiradores apostados en las afueras del mismo edificio, pero desde diferentes ángulos. Y no están ahí por ningún crimen cobarde, simplemente esperan el momento oportuno para fotografiar la salida en limusina del sueño americano después de una noche de reviente. Buscan una foto que hable por sí misma, aún sabiendo que la búsqueda y la broma es infinita.
–¿Un lugar al que siempre volvés?
–Al cementerio.
–¿Tenés alguna ética?
–Todos tenemos una ética. Incluso las hormigas.
–¿BoJack Horseman o Tiger King?

–Clarence y "Last dance".
–¿Qué sentiste cuando te enteraste de la muerte de Mort Drucker?
–Que alguien me ajustaba un poco más la corbata. El paso del tiempo. Que hay un plan siniestro para erradicar la risa de nuestro planeta.
–¿A dónde se está yendo la humanidad?
–Hay que leer las novelas de Philip K. Dick para saberlo.
–¿Cuáles fueron tus primeros pasos en el periodismo? ¿Cómo llegaste a ser director de Carnage? ¿Cuándo empezaste a interesarte por los temas dela violencia racial y de género?
–Empecé a escribir en Ecco una revista que fundé con mi hermano en el secundario. Nos divertíamos mucho. Éramos solo nosotros dos con muchos seudónimos. Llegué a ser director de Carnage en 1996. Me empecé a interesar en temas como la violencia racial desde que era chico, creo. Recuerdo que mi abuelo leía el diario y ponía caras raras cuando leía ciertos artículos. Entonces yo le preguntaba. Mi abuela decía "George, no se te ocurra, es un chico". Pero cuando estábamos solos me empezó a contar cómo trataban a los negros, solo por su color de piel. Cómo la justicia les caía con especial ferocidad, muchas veces sin posibilidad de defenderse.
–¿Qué es lo que no te gustó de tus trabajos anteriores?
–Siempre hay cosas que no te gustan en los trabajos. Quizá, tener que madrugar. Prefiero dormir hasta tarde.
–¿Cuál fue la nota más difícil que tuviste que escribir?
–Sobre los atentados del 11 de septiembre de 2001.
–¿Qué escritor contemporáneo te gustaría entrevistar y por qué?
–A Dean Bakopoulos, por su "Por favor, no regreses de la luna".
–¿Sos de ir al cine? ¿O en la era de las series dejaste ese hábito?
–En circunstancias normales soy de los que siguen yendo al cine. Prefiero ir solo. Es mágico. Como le ha pasado a muchos padres de mi generación, con el nacimiento de mi hija empecé a familiarizarme un poco con Netflix. Vi algunas series que no estaban mal.  Y ahora con la situación del virus estamos condenados al menú de películas a domicilio. Había una película de Jarmusch, en la que un personaje comía unas bandejas frías, de supermercado, ya preparadas, que había bautizado "comida de televisión", porque si la consumías con la pantalla de fondo no te parecía tan fea.
–¿Qué tiene que tener una película para que te guste?
–Está esa frase maravillosa que dice: "Para saber lo que significan las cosas, a veces tenés que saber lo que no son".
–¿Y un documental?
–Me gustan, sí. Como una forma bastarda de hacer cine, de pasar algo por la ventana. Por ejemplo, me gustan los documentales de Herzog. Ahora estoy viendo bastantes documentales de músicos. Hay como un resurgimiento de las biografías, quizá, como forma. Vi un documental de Miles Davis. Pero sucedía lo mismo que con Stieg Larrson, era impenetrable. Como si hubiese opacidad en algunas vidas. Un cartel del correcaminos que dijera: "aquí ya no hay nadie".
–Alguna vez dijiste que la realidad es más compleja que la ficción. ¿Seguís pensándolo?
–Me temo que ya no. ¿Habré cambiado, o me habré vuelto viejo? Creo que la realidad le da letra a la ficción, pero se complementan. Es como eso que dicen sobre la distancia entre el bien y el mal, que cada vez es más corta.
–¿Alguna vez robaste algo? ¿Qué y cuándo?
–Robé unos libros en una feria del libro en Denver. Tenía diez u once años. Recuerdo haber atravesado la puerta automática y que me temblaran las manos. Detrás del primer arbusto abrí mi mochila y chequeé que el botín estuviera ahí. Eran unos libros sobre mitos, creo, que me gustaban en aquella época.
–¿Cuál es tu infusión preferida?
–Té de manzanilla.
–¿Un defecto que reconozcas en vos?
–El sincericidio.
–¿Tardás mucho en atender el teléfono? ¿Y en contestar los mensajes de wsp?
–El teléfono, ¡sí! Apenas lo escucho a veces. Los mensajes depende de quién escriba y cuál sea la urgencia en contestar.
–¿Alguna vez llevaste adelante alguna actividad prolongada con dolores estomacales, gástricos o en los dientes?
–Sí, varias veces. Puede ser insoportable el dolor físico, además de imposible de comunicar. Realizar alguna otra actividad te puede distraer por un tiempo del dolor. Ahora después, claro, las facturas llegan todas juntas, infalibles como los testigos de Jehová.
–¿Qué diferencias encontrás entre ser calculador y ser especulador?
–El especulador es un calculador consumado. Todos somos calculadores algunas veces por día. Toda medición de los efectos de algo supone un cálculo, un análisis.
–¿Y entre el totalitarismo y la democracia parlamentaria?
–Una diferencia tenue, amenazante.
–¿Cuántas muertes definen un genocidio?
–Las que los especuladores calculen.
–¿Qué autores contemporáneos te gustan, Alex?
–Me gustan Shawn Vandor, Jonathan Lethem, Jonathan Franzen, Jay McInerney, Miranda July, Michael Chabon.
–¿En qué cosiste, según vos, y si es que existe algo así que se pueda llamar “sensibilidad femenina”?
–Es un preconcepto atado quizás a una trampa del lenguaje. Esa que atribuye que toda sensibilidad es femenina. No creo que sea así. Eso es fácil de demostrar. En todo caso, sí hay un tipo de sensibilidad que podemos identificar más con las mujeres, que proviene de cierta predilección por el detalle, la delicadeza de las descripciones de ciertos climas, ambientes, personajes. Pero hay escritores con sensibilidad femenina. Y eso me resulta una paradoja encantadora. Además de interesante.
–En una nota que escribiste para Rolling Stone publicada en junio del 2013, propusiste un cruce bastante osado entre The Brian Jonestown Massacre y Devendra Banhart. No te privaste de hablar de drogas, la neo-psicodelia, la música country, Captain Beefheart, Buffalo Springfield, Mulatu Astatke y The Dengue Fever. ¿No habría límites en las relaciones? ¿O pensás que todo se puede vincular con todo? ¿Sería una cuestión de retórica? ¿O solo se trata de relaciones de sentido?
–El sentido a veces es algo que se encuentra, de casualidad y por azar. Cuando estás en una cueva, rodeado de cosas que te hacen feliz, solo ves luces en las salidas, y de algún modo llegas a conectar esos accesos. Pero el modo en el que lo hiciste es totalmente maleable y aleatorio. Pura subjetividad. El modo en que se une el punto A con el punto Z es siempre nuevo. Lo que demuestra que las cosas siempre pueden ser de otro modo. “A Day in the Life”, The Beatles. Con esto no quiero decir que no sea real una explicación, una confesión ni que carezca de verdad. Sino tal vez apunto a que las intuiciones son como excursiones de las que uno no sabe si regresará o como. Y que a veces el sentido es como atar algo con alambre, unas guirnaldas luminosas. Lindas, sí, claro. Pero lo valioso fue conectar dos cosas aparentemente disímiles. Una vez que lo hiciste en tu cabeza es como que la reconstrucción lógica es para que los demás no te retiren el saludo, pero vos de algún modo ya estuviste ahí, como en una escena shakespereana. Keith Richards decía que muchas veces componía borracho y que a la mañana cuando despertaba su grabador lo sorprendía con canciones nuevas. Había dejado grabando toda la noche. El sentido como hilo de Ariadna. Al mismo tiempo tal vez haya el reconocimiento de algo fascista en esta visión, porque son como viajes en un carro minero por una mina que en vez de oro tiene hectáreas y hectáreas de árboles. Uno se encuentra ahí con la fascinación de un niño. Y es libre ahí, quizás. Lo veo más vinculado al poeta, o al oficio de escritor. El periodismo es otra cosa. Y ahí el sentido es el santo grial. Pero bueno, de alguna manera fuimos de A hasta Z. Aún seguimos en la cueva. Solo alcanzamos a ver las luces de una fiesta privada. Tal vez lo que cambie entre las disciplinas sea la forma de traducir esas luces.
–¿Qué cosas te irritan?
–Las personas sin sentido del humor. Los muros, las camionetas 4x4, los perezosos, los timoratos, los que miran por la rendija de la persiana y al escuchar el ruido doloroso del mundo terminan de bajar las persianas. Los célibes, los que viven con el dedo duro, los que odian a los perros. Las personas sin sentido del humor.
–¿Te considerás una persona narcisita?
–Todo escritor es un narciso.
–¿Cuál pensás que es tu defecto principal?
–La honestidad en momentos en que sería preferible callar.
–¿Cuál es tu mayor miedo?
–La muerte de mi hija y la de mis seres más queridos.
–¿Qué cosas te entristecen?
–Darte cuenta de que te equivocaste y lastimaste a alguien que querías.
–¿Rencores?
–Tengo una libreta reservada para mis enemigos públicos, y otra para los más íntimos.
–¿Principal ocupación?
–Mirar películas de cine mudo.
–Recuerdo la nota sobre cine mudo que publicaste en Magonia donde decías que los mejores recuerdos de la vida, los más emocionantes, corresponden a películas. Y toda esa diatriba en contra de Chaplin. Lo acusabas de vanidoso porque siempre hacía el papel de pobrecito. Un protagónico absoluto. También escribiste Splapstick latitudes, un ensayo en el que te centrás en Mack Sennett pero donde también traficás tus ideas sobre la Commedia dell’arte, el vaudeville, The Three Stooges y Harpo Marx. ¿Le queda al mundo algo del espíritu del clown? ¿O del misterio de la  inexpresividad de Buster Keaton solo va a quedar un GIF? ¿Todavía podemos salvarnos con el humor del cine mudo?
– Si le queda al mundo algo del espíritu del clown, no lo sé. Quizá persista algo del espíritu del trovador, el viajero itinerante que va de pueblo en pueblo con su valija. No sé si es cierto, pero al menos me gusta pensar que es así. Chaplin es uno de los grandes. En esa época estaba enojado contra un sector de la crítica y sus alabanzas estériles, como lamiendo el bronce frío del pedestal. Fue más una reacción a una actitud que algo premeditado contra los protagónicos de Chaplin. Tengo sus películas. Y, aunque a veces me resulta que aparece demasiado en los filmes, no se puede negar su genio. Lo que está pasando con el humor es triste. Ahora se ven en todas esas páginas de internet, o por las redes, todos esos grupos de personas que desde sus casas inician videos o retocan fotos para darse un aire irreverente, o hacer un guiño irónico sobre algún tema candente. Son todas posturas que no llegan a nada. Ese humor no solo no es revolucionario, sino todo lo contrario. Es servicial a cierta casta del poder. Es un humor claramente apuntado a reforzar prejuicios. Stieg Larsson se quejaba de que la mayoría de los periodistas de investigación suecos se estaban vendiendo a los grandes multimedias, y a sus intereses. En el humor es lo mismo, cómo hacer humor irreverente cuando tu espectáculo tiene sponsors, o depende de algún monstruo de las comunicaciones. Creo que Los Simpsons quedaron asociados a una forma de humor inteligente. Pero cuanto todos se empezaron a aprender los chistes de memoria y las temporadas empezaron a ser verdaderamente temporadas del infierno, por su repetición al infinito, tipo hamburguesas, bueno, me pregunto hasta qué punto puede ser inteligente eso. Todo el humor físico, los gags, los tiempos del cine mudo está provisto de componentes de improvisación, su fuente es lo espontáneo. El humor siempre es una fuente de vitalidad y juventud absoluta, pero me da la sensación que están intentando domarlo y alejarlo de lo circense. Quizá un desafío sea mantenerse alerta y al margen. Vigilar cuánto nos cobran mientras estamos parados y desconfiar de los payasos que hablan seriamente.



Tomado de: Sélitex, AÑO IV, n°38, mayo 2020
Traducción: N. Christie

1.1.13

Como un desliz tipográfico, por Adrián Cangi


(Sobre Mi ciudad perdida de Milita Molina)


Cada quien lleva sus casos. En este caso, el caso me lleva a mí.
A.C.

Preludio:

Digamos que si el autor publica sus aclaraciones, el lector tiene sus pedidos.

A pedido del autor:

El autor quiere que sepamos que su “corazón no conoce de tonos pasteles”; y también que ve “pasar las perlas de antaño” y que se especializa en comienzos “divinamente-vanos”; y también que baja los brazos y se pone a papar moscas pensando lo lindo que hubiera sido…; y también que ha alcanzado lo que siempre fue: “un haberlo y perdido: Como fe”. Y no hay disculpas que valga: en la literatura no se trata de “morondangas cultas” ni de traslados de aquí para allá sino de sentir con todos los dedos irremediablemente los traslados como contando el tiempo ahí.

A pedido del lector:

Mi ciudad perdida es un estado del alma y una modulación del cuerpo. Está habitada por espectros de tiempos vacíos y tiempos llenos, de tiempos vanidosos y comediantes y de tiempos embriagados de muerte. Decía: habitada por una mezcla en la que conviven la nostalgia por la literatura y la pasión por la trama con algunos amigos. De la ciudad perdida –salvo la languidez y la desesperación– no hay nada que saber: a quien se le revele será un condenado. Condenado sin vida para contarlo salvo por algunas notas que aspiran a pentagrama popular y un poco de amor que queda suelto. El autor cuanto más lejos se proyecta lo hace contra toda esperanza. Cuando trama: existe algo más bien que nada en las cosas posibles. Existe algo: cuatro o cinco trazos, no más. Cuatro o cinco contando el tiempo.

Decía que si el autor publica sus aclaraciones, el lector tiene sus pedidos.

Si escuchamos el ritmo: se busca retener un lector “por ese poco de amor que anda suelto”. “Uno, al menos y sin pretensión, necesito cada vez”, escribe Macedonio Fernández y cita Milita Molina. A quien se le ha ido la vida en la pasión anota como un aire perdurable “el débil resplandor que se retrasa un momento”. No tiene más afán que un desliz tipográfico y que retener un lector sin pretensión: uno, al menos, en el débil resplandor que se retrasa un momento.
Si leemos el sedimento: se busca retener un lector contando el tiempo. No cualquiera: sino ese que estuviera ahí para colaborar en la invención de algunos recuerdos. Un lector sin pretensión en parte: se busca, digamos como un lector ludens capaz de ceder al desliz lánguidamente para avanzar tremolando. Para avanzar “no como si el tiempo no pasara sino como si el tiempo” puliera todo a su paso cada vez más. Un lector capaz de decir para sí: la poesía no se escribe con ideas, y pongamos, Faulkner, sólo se escribe con palabras. El poema es sólo el destilado de los días iguales que guardan “ese poquito de amor que anda suelto”. Ese poquito no se dice, se escribe: “pila de basura, grito de niño, luz que se aleja”.

***
Sedimentos:

Tremolando digo, tremolando nomás…
Cuatro o cinco trazos.  Cuatro o cinco como grabados a fuego. Cuatro o cinco como una costra suspendida sobre el abismo. Cuatro o cinco fuegos como una nada de recuerdos. Cuatro o cinco jirones al borde de la catástrofe. Cuatro o cinco trazos contra “el necio de la ilusión”. Cuatro o cinco nada más.

Cézanne necesitaba hasta quinientas sesiones para pintar un retrato. Después de ciento quince sesiones resolvía en cuatro o cinco trazos como grabados a fuego. Después de ciento quince, con Ambroise Vollard estuvo dispuesto a reconocer que la delantera de su camisa estaba aceptable. Aceptable en cuatro o cinco trazos para ganarse el fogonazo del recuerdo. Como Kerouac tipeando The Town and The City al ritmo de Ted Williams bateando un promedio. Como Milita Molina tipeando Mi ciudad perdida en la que Jorge Abud –hermoso, astuto, veloz, turro, estafador– está resuelto en cinco trazos como embriagado de muerte. Jorge Abud para Milita Molina no es como Ambroise Vollard para Cézanne. Para Cézanne cada sesión estabiliza el trazo para llegar al carozo, para Molina cada sesión abre el arte del desliz que se apega al hueco. Se apega al hueco como Kerouac ritmando fuegos como un aire perdurable.

Tremolando digo…
Cuatro o cinco trazos contando el tiempo. Cuatro o cinco contando el tiempo contra el chiche y la alharaca. Cuatro o cinco como grabados a fuego. Cuatro o cinco como una costra suspendida sobre el abismo. Cuatro o cinco fuegos como una nada de recuerdos. Cuatro o cinco trazos que dejan seco el corazón. Seco, como de vidrio, sin chiche ni alharaca.

Aquí no se invoca al gran solemne de Goethe, como lo llamó Claudel. Aquí se invoca al propio Claudel, quien se deja llevar por las palabras. Donde Goethe pregunta: “¿acaso las naciones del mundo después de Eurípides han producido un dramaturgo digno de alcanzarle las pantuflas?”, Claudel se deja llevar por las palabras hasta el misterio del hueco que trabaja la pasión. Nunca creímos que la voluntad hace el milagro. Lo hace el hueco que trabaja. Molina se apega al hueco como Fitzgerald. Se apega al hueco, al hueco del dolor. Lo rodea e insiste hasta llevarse la astilla de su legado. Y escribe su joroba, de la astilla su joroba. Se apega al hueco y lo llama “su privilegio para jugar”. Su astilla milagrosa, casi sin matiz. Giro tras giro en Mi ciudad perdida: escribe su joroba, de la astilla su joroba. Aquel que dijo: “el arte es un tajo en la cultura”, era jorobado. Leopardi era jorobado como Molina “toca llagas”.

Tremolando digo…
Cuatro o cinco trazos aceptables que se apegan al hueco. Cuatro o cinco contando el tiempo. Cuatro o cinco como grabados a fuego. Cuatro o cinco como una costra suspendida sobre el abismo. Cuatro o cinco fuegos como una nada de recuerdos. Cuatro o cinco trazos: de la astilla su joroba.

Así ejecutan los dedos a trazos en la soledad de su paisaje contra toda esperanza. Digo: contra toda esperanza, porque hay que decirlo cada vez. Cada vez se proyecta más lejos sin esperanza. Qué soledad, ni qué decirlo.  Un amado de Molina, David Markson anota: “eso no es escribir, eso es tipear”. Para Kerouac, amigo de Markson: tipear es manejar el ritmo. Capote –citado por Molina– dice que “On the road no era una escritura sino un trabajo de mecanografía”. En estos modos de decir se juega la literatura: la celebridad de Capote y la santidad de Kerouac. Sólo los santos idiotas tipean cuando escriben o escriben cuando tipean.

Tremolando digo…
Cuatro o cinco trazos contra toda esperanza. Cuatro o cinco contando el tiempo como los santos que tipean cuando escriben. Cuatro o cinco como grabados a fuego. Cuatro o cinco como una costra suspendida sobre el abismo. Cuatro o cinco fuegos como una nada de recuerdos. Cuatro o cinco: de la astilla, su joroba.

Como una soledad inmensamente poblada de fogonazos Mi ciudad perdida hace de la escritura la ocupación central de una vida. Igual que Kerouac. Igual que Markson, amigo de Kerouac. Siempre contando el tiempo avanza Molina. Claro está: avanza es una forma de decir. ¿O es que de alguna extraña manera está pensando en una autobiografía? ¿O en un género no descriptible? Lo mismo da. Cierto es que no existe un cuadro bueno acerca de nada, como dijo Mark Rothko. Me gustaría decir: acerca de nada, nada bueno. Mejor: “cuadritos colgados en el tendedero de la memoria”, escribe Molina. Tal vez, pensando en una autobiografía o en un género no descriptible o en una morena del glaciar. Contando el tiempo: el sedimento lo es todo. Todo multiplicado y vuelto sobre sí para encontrar el carozo de tanta irrealidad. Como peñascos enormes, heterogéneos y angulosos, siempre contando el tiempo que da al abismo. Como Fitzgerald frente a su Crack Up. Como Kerouac frente a su Big Sur. Mi ciudad perdida: de la astilla, su joroba.

Lo que digo:
Cuatro o cinco trazos aceptables que se apegan al hueco. Cuatro o cinco contando el tiempo. Cuatro o cinco para que chirríe el recuerdo. Cuatro o cinco sin que nada pida redención.

“Respiremos un poco de Balzac”, escribe Molina. Y dice: “Mi retablo”, “Mi mezcolanza”. Retablo de comedia humana macerado en calor santafesino, mezcla de vida puerca solapada y de vida guasa de la edad dorada con los chicos de Paraná. Y se escucha el sigilo criollo del padre y se ve el teatro pedagógico de la madre. Dice: “Y como en las novelas (seguimos en La Comedia Humana…)”. Y es inevitable: escucho a Nicolás Rosa como la madre que nos criaba. Sí: como la madre que nos criaba. Y comprendo, al fin comprendo, que “si no fuera por el como”. Y zas, una lección de literatura: “si no fuera por el como, tal como (se puede alejar pero no evitar) el mundo casi está en la lengua: la misma cosa”. En el como se juega el eslabón de la cadena milagrosa. Por esa astilla pasa el recuerdo. Escribe Molina: “las chicas que nos criaban eran como madres” y “los hijos de las como familias”. Un retablo de comedia humana entre esperanza y desaliento. Entre la nona de Esperanza y el secreto pantano del Desaliento. No hay tal cosa como un significado literal: el mundo casi está en la lengua. Pero sólo: casi.

Lo que digo:
Cuatro o cinco trazos para una fidelidad. Cuatro o cinco para una sombría fidelidad por las cosas caídas.

Si escuchamos el ritmo y leemos el sedimento: todo se puede hacer salvo la historia de lo que uno hace, como escribe Godard citando a Péguy. “Ah, la historia: una sombría fidelidad por las cosas caídas”. Dijo Raymond Chandler: supongo que debe de haber dos clases de escritores: escritores que escriben historias y escritores que escriben escritura. Los que escriben escritura como Molina lo hacen por amor y nostalgia de las cosas caídas para ganarse el fogonazo donde chirría el recuerdo. Los que así escriben son artistas de la tristeza y la desilusión. Tristeza no sin una risa seca. Por hilarante que parezca: seca como de vidrio, como de vidrio el corazón. De tanto en tanto tararean el poema: “me lleva un día/ hacer/ la historia de un segundo/ me lleva/ un año/ hacer la historia de un minuto/ me lleva/ una vida/ hacer/ la historia de una hora/ me lleva una eternidad/ hacer/ la historia/ de un día/ todo se puede hacer/ salvo/ la historia/ de lo que uno hace”. No hay ahí ahí de la escritura. Sólo hay hueco. La escritura: su astilla milagrosa.

Lo que digo:
Sólo en cuatro o cinco trazos anota que se le ha ido la vida. Sólo en cuatro o cinco, por la trama de la pasión se le ha ido.

 Y siempre el cofrecillo de costurero como una reserva. Reserva de asombro para enfrentar el hueco que trabaja desde “antes de vos”. Lo insalvable ronda y hace su ronda sin cesar. Sólo: todo amor como gotitas que sangraban delicadamente de tus dedos. Sólo por amor poder decir: “lo insalvable que siempre protege la pasión”. Sí el retablo se llama Balzac, lo insalvable: Flaubert. Como Flaubert exiliado en la nada. Como hundido en la nada en la sospecha de la muerte de la palabra. Frente a su sólida nada: el ansia de pronunciar palabra. Como Leopardi, Flaubert vive sofocado para devolverle a las cosas aquella vida que habían perdido. Todo por amor, como gotitas que sangraban delicadamente. Y recordamos aquella pregunta fulminante: ¿y si la mujer dejara de visitar la tumba de su padre? Cómo evitarlo: si Ulises olvidó enterrar a Elpénor. Nos preguntamos: ¿una vida, fue? Diremos: casi perdura como cuatro o cinco trazos en el débil resplandor: como la nona desdentada de Esperanza, como el “mirá fijo, hija, mirá” del padre que silbaba bajito, como Ricardo Castro “que nació con el don de percepción del vacío del tiempo”, como Jorge Abud “un tipo embriagado de muerte”. “Y en el fondo del tazón”: Rodolfo Maiza de la Vega, el hermano. El autor: “en la observancia del humo en que la muerte nos toma la sopa”. Y en el vacío adentro del vacío: mitigando, tal vez, el recuerdo del vacío del día anterior y la expectativa del vacío del día que comienza, sólo queda la tarea del santo seguir.

Hagamos tiempo para que chirríe el recuerdo, “para arrimar más tiempo nada más”, dice Molina. Hagamos tiempo para la más perfecta de las desilusiones. Hagamos tiempo para que en el descenso se perciba la elegancia. Hagamos tiempo para que sea posible decir con Beckett: “al fin sin recuerdos”. Hagamos tiempo…

De ningún modo diremos: todo arte es completamente inútil. Sólo sirve, si lo hay, para purgar recuerdos hasta poder decir con el Maestro: “al fin sin recuerdos”. Vale decir: tramado sólo por el recuerdo, todo arte es completamente inútil. ¡Ah, feliz puñal! Certero estoque. Hueco que trabaja. Disolución contando el tiempo… Mi ciudad perdida.