-“Vaya, estamos de suerte, parece que el tercero no ha venido”- comenté sentándome en el asiento libre de ventanilla y dejando ,en el que previamente ocupé en el centro, mi abrigo mientras con una sonrisa invito a mi desconocida compañera de viaje a hacer lo mismo.
Llevaba un rato observándola, con esa mala costumbre que tengo de fijar la mirada cuando algo me produce curiosidad. Pude reconocer en ella los tics comunes a los que se ponen nerviosos en un avión y que, en el pasado, tantas veces pude identifica en mí. Inmediatamente sentí la extraña solidaridad que forja el tener o haber tenido un enemigo común.
Me sonrió y colocó su abrigo, evitando tocar el mío por si aquello pudiese molestarme. Saqué el libro y comencé a leer, sin poder evitar mirar de reojo cada pocas líneas. Vi como seguía con la mirada a la azafata, como si quisiese preguntarle algo sin llegar a atreverse, me miró y la sonreí de nuevo.
-“No sé si puedes ayudarme”- me comentó mostrándome su cinturón, demasiado corto, con un acento que no pude definir y en un castellano, de construcción, perfecto.
-“Claro”- me acerqué para mostrarle cómo podía ampliarlo, ajustarlo, abrirlo o cerrarlo, y me devolvió de nuevo una sonrisa.
Volví a mi libro y ella a sus giros de cabeza sin orden definido, que hacía materialmente imposible poder fijar la vista en nada.
“¿Hace frío en París?”- me preguntó cuándo el avión empezó a moverse. Entonces cerré el libro y me dispuse a distraer su atención durante el despegue que para mí, cuando sentía como ella, era lo más aterrador.
Durante ese tiempo descubrí que era de Larache y que llevaba 20 años viviendo en Madrid trabajando como jefa de cocina, -“soy muy buena cocinera”- decía soltando una carcajada. Ahora que sus hijos eran mayores y ya no la necesitaban, había decido probar fortuna en París. Aquello era definitivo y pintaba muy bien, el restaurante que la entrevistaría había pagado su vuelo y si finalmente no la seleccionaban se quedaría buscando otra cosa, era una oportunidad y no iba a desaprovecharla.
Cuando pasaron con la comida, ambas nos dispusimos a pedir la cena, era lo suficientemente tarde para tener dificultades a la hora de encontrar algo abierto al llegar. Sin embargo, cuando miró los precios decidió que mejor no cenaba. Pude percibir el motivo por el que finalmente decidió no ordenar nada.
“Hagamos una cosa, yo pago hoy la cena y, cuando estés en París como jefa de cocina, lo saldarás con quien veas en la misma situación pagando vuestra”- eso fue lo que me quedé el resto de viaje pensando que debí decir, sin embargo callé. Callé por no sentir violencia, callé por evitar que ella pudiese sentirse ofendida, callé sin más, callé y permití que alguien no cenase por evitar una situación incómoda, callé…callé y no pude parar de pensar y reprocharme el resto del viaje haber callado.
Desde ese momento poco más hablamos, yo volví a mi libro con esa excesiva luz blanca casi de aparición mariana que enmarcaba mi asiento, cavilando sobre lo ocurrido y volviendo una y otra vez al principio de una hoja que mis pensamientos impedían leer.
Cuando aterrizamos le mostré la cinta donde aparecería su maleta cargada de expectativas e ilusiones y me despedí deseándole, honestamente, la mejor de las suertes.
No sé su nombre y es casi seguro que no vuelva a saber de ella, sin embargo siento un extraño deseo de que todo vaya como esperaba, que haya conseguido el trabajo y que disfrute de la oportunidad que le ofrece la vida.
No deja de sorprenderme el impacto que algunas personas que solo rozan mi espacio durante un tiempo escaso tienen en mí. Dudo que siquiera imagine la admiración que sentí y la sensación de refrescante renovación que me inyectó en apenas una hora de conversación.
Mucha suerte laaraichi!!!