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martes, 1 de octubre de 2013

Superables

Hay miedos que creemos que nunca podremos superar. Que asustan de tal modo que nos paralizan, incluso físicamente, en aspectos más o menos importantes de la vida. Estos temores, no siempre racionales, pueden ser gestionados de un modo u otro en función del impacto que tengan en nuestro día a día.
Yo, que de estos he tenido unos cuantos y mantengo más de los que quisiera, la semana pasada haciendo análisis con el entusiasmo de haber conseguido lidiar por fin con uno de esos que daba por perdido, confirmando después de mucho trabajo que todos los pasitos que di daban sus frutos, puedo decir que he superado más de lo que hubiese imaginado, sirviendo esto para sentir que solo es el principio.
De todos los analizados me quedo con 3, que consideré de superación necesaria, porque afectaban de más en mis, podría decir,  momentos importantes de vida.
El primero fue el miedo a volar, paradójico en alguien que en su tierna infancia soñaba con ser azafata y cuyo mayor placer es viajar. Absolutamente orgánico: músculos tensos horas antes y durante el vuelo, palpitaciones, sensación de que en cualquier momento me iba a levantar y zarandear a la azafata para que me bajaran de allí a toda costa. Semejante derroche de adrenalina me mantenía despierta durante más de 24 horas, era agotador. Desde luego tenía que superarlo, siempre quise visitar Australia y no podía ni plantearme semejante periplo por tierra y mar. Así, como medida de choque, comencé a tomar vuelos sola, al principio a golpe de vinos, relajantes musculares, incluso alguna sustancia psicotrópica blandita de las que te dejan dormir plácidamente a costa de un despertar de hambre voraz.  Poco a poco los tiempos de tensión se fueron reduciendo, hasta que en aquel Air Nostrum de hélices  Barcelona-Hondarribia, viendo los Pirineos desde la ventanilla, tuve una revelación maravillosa: ¡estaba volando! Nunca antes fui consciente de aquello, estaba tan ocupada sintiendo miedo que no era capaz de ver lo increíble que era el hecho de poder volar. Desde entonces me encanta, adoro sentir cierto vértigo al principio, ver los perfiles  aprendidos a en los atlas y sentir ese arrogante desafío a la naturaleza…
El segundo fue el miedo a reconocer aprecios. Ser capaz de sentir honestamente, sin peros ni aunques, y de manifestarlo con libertad. Sin esperar respuesta, sin hacer dramas ni misterios, solo algo limpio, sentido, sencillo e incluso fresco. Esto me costó bastante, años,  pero cuando lo hice por primera vez, fue la experiencia más sencilla, bella y liberadora de mi vida.
El tercero el miedo a hablar en público. Portadora de todos los síntomas: voz quebrada, temblequera incluso de cabeza, pérdida de memoria, sudores fríos, nauseas, pérdida de apetito, insomnio…. En este caso el logro tuvo que pasar por subir repetidas veces (sudando la gota gorda) a bailar en escenarios, cursos intensivos de poco más de un día de teatro y presentaciones, forzarme a hablar en reuniones multitudinarias con ese hilo de voz vibrante, y finalmente ofrecerme voluntaria para impartir un curso de formación de más de 4 horas diarias en el trabajo, fue al finalizar este la semana pasada, cuando definitivamente me di cuenta de lo mucho que podía disfrutar con la experiencia y lo genial que resultaba sentir que se abrían nuevas posibilidades nunca antes valoradas.

Llegados a este punto, con la euforia propia de ir superando barreras, solo me planteo buscar aquel miedo que me meta el dedo en el ojo del modo mas molesto, porque ahora solo siento que sea lo que sea, mientras solo dependa de mi, lo puedo superar.

domingo, 27 de enero de 2013

Lo relativo del momento


De nuevo cometo la torpeza de concretar planes findesemaneros a horas tempranas. Planes geniales, que tornan en dramáticos durante los minutos que me lleva arrastrar torpemente el cuerpo fuera de la cama, en esos sábados que tanto gusta saborear entre sábanas, hasta que el olor imaginario a café y pan tostado nos hace salivar y saltar del lecho con alegría.
Ahora me quejo de vicio, ya despierta, preparada y con ganas de tirarme a la calle, pero el momento despertador,de crueldad impasible, con los Ramones al máximo de potencia hizo que se me erizara el vello y se encogiesen las tripas de un modo nada romántico.
Esto es lo que pensaba ayer antes de salir de casa. Hay que ver lo relativo que es todo en función del momento. El sábado fue un día estupendo, de los mejores que he pasado. Ruta fotográfica por un Madrid de a 15 grados en enero, con un sol fantástico, nada propio de estas fechas,  casi indecente. Buena compañía, gran paseo, muchas fotos acabando con todas las baterías y unas cañas para terminar (si no cuento las agujetas de hoy, que más bien están acabado conmigo).
No se si me estaré haciendo mayor, pero lo cierto es que cada vez me seducen mas estos planes, aunque impliquen "madrugón" indeseable, refunfuñón de carencia sabanera.