Una de las cosas que me gustan del retorno a rutinas, algo bueno tenía que
tener, es el reencuentro con aquellos a
los que el verano aleja temporalmente de tu vida. Ayer retomé charla cervecera
después de clase, algo tranquilo y sin pretensiones que raramente me deja neutra. Tema del día: el tratamiento de los
amigos.
Yo reconozco una cierta visión infantil de la amistad. Por
suerte o por desgracia soy persona de apegos y me gusta valorar a los que
forman parte de mi vida de un modo continuado y cercano, cada uno en su medida
en función de intimidades, querencias, vivencias y valores compartidos. Así, afortunadamente,
siento que hay quizás mucha más gente de la que merezco cerquita de mí.
La conversación de ayer sin embargo no iba por esos derroteros,
más bien iba dirigida a aquellas personas que formaron parte de nuestras vidas
y que por algún motivo han desaparecido. Alguien comentó que, si las personas
que la rodeaban no le daban al menos lo que ella ofrecía no tenían cabida en su
vida y se deshacía de ellas sin más.
Me pareció espeluznante, ya dije que yo soy de apegos. Por un
lado ese lanzar al olvido a alguien con quien se ha compartido experiencias,
confidencias, tiempos y espacios de un modo tan gélido me pasma. Digo yo que
haber formado parte de la vida de alguien, si no ha habido daños de por medio,
debería dejar siempre un pequeño espacio en el wall of fame vital de aquellos. Me
parece demasiado triste sentir que hay personas que fueron tan importantes y
que nuestra aportación no haya dejado absolutamente ninguna huella.
Por otra parte nunca pensé que hubiese que exigir a los demás
lo que damos, no quisiera yo imponer, más bien soy de la creencia de que hay que aceptar o no lo que cada uno está dispuesto a dar.
Es curioso ver las muy diferentes formas que tenemos de ver
las “mismas” relaciones personales.
Yo me quedo mis apegos y cedo espacios en mi particular wall
of fame para todos aquellos que por aquí pisaron fuerte, aportando algo en
positivo y siempre desde el cariño.