Todos los días la veía salir a las cuatro en punto. Abría el Ford Escort rojo por el asiento del copiloto para introducir el bolso y el abrigo, luego bordeaba el coche por delante, arrancaba y se colocaba el cinturón ya en marcha, mientras salía hacia la calzada en dirección al trabajo.
Adoraba contemplar aquel ritual que ella hacía casi a diario sin ser consciente del ritmo melódico que imprimía, y de la maravillosa escena cinematográfica que él visualizaba desde la segunda planta del edificio de en frente. En ese momento entraba su imaginación para poder pasar la tarde con ella.
Ya tenía la foto del cuadro y la primera de las cartas donde le explicaría cómo, para compensar su amistad, la enseñaría a adorar el surrealismo y el cubismo a través de su arte. No aspiraba a más, su amistad sería más que un regalo. Era tan insultantemente joven que no podía siquiera soñar con otra cosa, no debía, cómo podría ni pensarlo cuando la había visto crecer. Aprendió a no desear más esforzándose en ver como una terrible descortesía, incluso una indecencia, el siquiera pensar en rozar su piel, cosa que, a partir de los 65 años no le resultaba del todo difícil.
Dejaría en aquella tienda el cuadro, sería su regalo, solo para ella. Le daría las claves para recogerlo y entenderlo a través de sus cartas, como un juego que no pudiese completarse hasta haber conseguido llegar al final: ella debería entender en qué consistía cada una de las pinceladas para las que había servido de inspiración.
Así, a las cuatro en punto salió a su encuentro, como siempre ella se dirigió a la puerta del copiloto y él se acercó decidido y nervioso extendiendo el brazo hacia ella con un papel en la mano.
-Buenas tardes- dijo acercándole su mensaje.
-Hola Victor- desplegó una cálida sonrisa mientras tomaba y abría el papel.
“Deseo tu amistad, ¿qué dices?”. Levantó timorato la cabeza y preguntó –“¿qué dices?”
-“¡Claro Victor! Gracias, es un gesto muy bonito. Disculpa pero debo ir a trabajar”
-“Claro, claro” – respondió con entusiasmo
Volvió a casa exultante. A partir de ese momento comenzó a enviarle cartas con las claves de su obra y del lugar donde se encontraba su regalo. Delicadas y dedicadas epístolas donde hablaba de arte, su manera de entenderlo, de vivirlo.
Ella recibía aquellas cartas y las guardaba en un cajón. Sabía que Victor hacía años que no estaba bien. Había oído quejarse a su mujer diciendo que había perdido la cabeza y que nadie sabía la cruz que ella tenía que soportar a diario.
Nunca fue a por su cuadro, ni pudo descubrir ni identificar como propios sus trazos. Sin embargo, años después de abandonar aquel barrio y sus rutinas, tras años sin volver a saber nada de él, pudo reconocer la victoria de Victor: aún permanecía en su recuerdo y en su curiosidad aquel personaje que un día triunfó entregándole aquel papel