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En
su nueva obra, Noticias felices en aviones de papel (Lumen, Barcelona, 2015), Marsé vuelve a cultivar esa dimensión narrativa intermedia que es
la novela corta o nouvelle, tejida
con pocos pero consistentes mimbres, muchos de ellos reconocibles por su
público lector. Así, el barcelonés barrio de Gracia; una madre comprensiva y
generosa (Ruth) y un hijo adolescente, silencioso y esquivo (Bruno); un padre
ausente y cantamañas (Amador Cano Raciocinio); los niños del barrio con sus
cabezas rapadas (los hermanos Rabinad); y una vecina mochales, la señora Pauli.
Pero el tema en esta ocasión es la memoria, “la abeja muerta que pica” (p. 62),
en metáfora que proviene de una frase del borrachín Eddie, personaje que
interpreta Walter Brenan en Tener o no
tener (1944), película de Howard Hawks.
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El
caso es que los protagonistas adultos poseen un pasado que ha marcado su
existencia, pues los padres de Bruno, en los años setenta, vivieron en Ibiza en
una comuna hippie; mientras que la
señora Pauli, en realidad se llama Hanna Pawlikowska, había nacido en Varsovia setenta
años atrás, aunque llevara desde 1942 en Barcelona, después de morir su familia
en los campos de exterminio alemanes, y desaparecer su novio, Michal, un joven
boxeador, durante la guerra. Pero en 1941, con la ayuda de un oficial alemán
que se enamora de ella, Hanna consigue llegar a Barcelona, para acabar
convirtiéndose en corista del Paralelo.
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Como
suele ser habitual en su obra, Marsé se nutre del pasado, aunque en esta
ocasión sea a través de los ecos de la pesadilla nacionalsocialista, de la
persecución de los judíos. Sin embargo, la historia no es lo que al principio
del relato pudiera parecer, pues el autor baraja varias tramas que transcurren
en tiempos y espacios diferentes: Varsovia durante la Segunda Guerra Mundial,
la Barcelona de su infancia y la de 1989, todas ellas trenzadas con maestría.
Así, la narración acaba convirtiéndose en un relato sobre la juventud de la
señora Pauli, pero también sobre esos otros supervivientes que son Ruth y Amador,
contados por un narrador en tercera persona que se vale de la mirada de un
adolescente perplejo. Pero mientras los padres de Bruno van diluyéndose en la historia,
emerge la bella bailarina polaca, con sus amigos de infancia y adolescencia que
se nos cuelan por el balcón de la señora Pauli, a través del cual revive aquellos
años en el gueto.
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Se trata, en suma, de un
relato sobre el acceso a la madurez de un joven que va conociendo la amistad,
el sufrimiento y el peso de la historia, junto con la solidaridad y la compasión.
Tras haber padecido el egoísmo y la degradación del padre, ahora reconvertido
en “vendedor de imposturas y patrañas”, el joven Bruno primero lo rechaza, para
acabar apreciándolo después. Como también aprende a distinguir lo que tienen de
auténticos recuerdos los delirios de la señora Pauli. O terminan los lectores
entendiendo su extravagante conducta, su manía de lanzar aviones, objetos y
comida por la ventana… Por su parte, estos desvaríos enlazan pasado y presente,
Varsovia y Barcelona, los kabileños y los chicos de la foto que se reproduce en
el desenlace, lo cual desentraña parte del misterio, a la vez que le
proporciona al relato una mayor profundidad. Hasta tal punto que si la señora
Pauli nunca pudo olvidarse del balcón de su casa en el gueto de Varsovia,
tampoco Marsé consigue alejarse de aquellos niños pobres sin escuela de su
infancia que fumaban y soñaban en la calle.
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Juan
Marsé, a diferencia de Antonio Muñoz Molina o de Javier Cercas, no cree en lo
que viene llamándose ficción real, o narrativa de no ficción, pues para él la
novela consiste en inventar una trama en un jardín de verdad en el que aparezcan
ranas de cartón, haciendo lo posible para que resulte verosímil y, sobre todo,
conmueva. Sin duda, lo consigue.
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* Esta reseña ha aparecido publicada en el número de abril de la revista de la librería La Central.