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sábado, 14 de noviembre de 2015

`París en corto´, de Antonio Serrano Cueto

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Juego de viejos
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Sentada en un banco frente a la ventana de la habitación de entonces, lejano ya el zumbido de guerra de los bombarderos alemanes, Aurette murmura: “Juego de viejos”. Estamos a finales de octubre, un viento desapacible agita las ramas de los castaños de Indias, levanta sutil polvareda y arrastra desperdicios sobre el adoquinado. De la rue de Harlay llega el brillo extinguido de los mármoles reales. Aurette abre de nuevo el libro de versos (Octobre révolu, arbres chauves, cité…*), y exclama: “¡Juego de viejos!”. Con cada lanzamiento, el suelo arenoso de la place Dauphine retiembla, dejando un resabio melancólico de explosiones. Pero para el poeta Jean Legrand y sus tres amigos de partida no hay más meta, en esta tarde de este otoño irrepetible, que alcanzar el boliche.
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* Octubre cumplido, árboles desnudos, ciudad
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El engranaje
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Recién llegada de ultramar, una familia estadounidense pasea por la rue de l’Odéon. Mientras sus padres curiosean en el escaparate de una galería de arte, la hija adolescente entra en el nº 7, una tienda de fachada gris rotulada como La Maison des Amis des Livres. El establecimiento es pequeño y los estantes, repletos de volúmenes, roban el aliento al visitante. Adrienne, la librera, todavía tardará unos minutos en salir de la trastienda y entablar con la joven una larga conversación sobre el amor a los libros, las tertulias literarias en el reino de Odéonia y el ambiente cultural del París de entreguerras. Pasará algún tiempo aún hasta que la joven regrese desde Estados Unidos a la ciudad del Sena, se una al oficio fundando Shakespeare and Company en el nº 8 de la rue Dupuytren y lo traslade poco después al nº 12 de la rue de l’Odéon. Y aunque todavía restan muchos años para que negocie con un irlandés aquejado de iritis la edición de un libro cuyos orígenes se remontan a Homero, el engranaje que cambiará la vida de Sylvia Beach ya está en marcha. 
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* Estos textos pertenecen al libro de Antonio Serrano Cueto, París en corto, publicado por Valparaíso Ediciones, Granada, 2015. 
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lunes, 23 de febrero de 2015

Viaje al subsuelo, por Emilia Oliva



A Jesús Mª Ayuso

Toda ciudad esconde entre los paños de sus muros y las capas de pavimento de sus calles las ciudades que fue. Hay otras ciudades que elevan por encima de sus techumbres la ciudad que sueñan los que las habitan. A veces el rastro de las ciudades que quedaron sepultadas con el paso de los años permanece invisible como un hecho de historia escondido en libros y museos. Hay ciudades que fueron arrasadas para que no quedara piedra sobre piedra y apenas hay quien guarde memoria de lo que fueron.  Los sueños de la ciudad que será suelen deshacerse deletéreos como desdibuja el viento la aglomeración de gotitas de agua que dan formas caprichosas a las nubes. No es el caso de Cracovia. Cracovia se reclama como ciudad futura y hace visibles las huellas de las ciudades que fue en el museo subterráneo bajo la Plaza del Mercado y el Sukiennice, la lonja de los paños.
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Obras en la Plaza del Mercado: descubrimiento de la ciudad del subsuelo que dará origen al museo subterráneo.
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Con cierto descaro, el dimorfismo de la ciudad queda patente en la planta escorada de la iglesia de Santa María, en sus dos torres disparejas, en sus dos ciudades, la ciudad que recorre el viajero y la del subsuelo: la del día y la de la noche; la del artesano y la del que comercia con el deseo. Están las calles que pisa el viajero en el siglo XXI y están en ellas los innumerables memoriales y distintivos que tejen el pasado visible al hoy y al futuro que se vislumbra. Sorprende que pese a no disponer sus habitantes de una lengua románica, la lengua que habla la ciudad sea el latín.

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Presente en muchos de sus edificios, las sentencias latinas grabadas en piedra o dibujadas en la fachada, “Plus ratio quam vis” (Más vale la razón que la fuerza), alcanzan también a las dependencias universitarias que conservan su nombre originario en latín, Collegium Maius, o nombra los nuevos edificios ligados a la institución universitaria, Collegium Novum. De tal modo que incluso antes de visitar el interior de sus monumentos, la arquitectura  resulta familiar al viajero español que no se siente extraño en la tierra que pisa porque un sustrato común les habita, la cultura europea que tuvo su nacimiento en el Mediterráneo y que hizo del uso de la razón su estandarte, y también el Cristianismo. Sin embargo, en Cracovia y sus alrededores es patente el hecho de que haber matado al dragón no exime del renacimiento de la barbarie.
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Si ya alertó Goya de que el sueño de la razón produce monstruos, Cracovia y toda Polonia habrían de ser los testigos y los cómplices de una de sus más terribles pesadillas. La tierra que guarda en sus entrañas la maravilla arquitectónica de sus grutas de sal, expone a cielo abierto las huellas del expolio y exterminio del que es capaz el ser racional tomando como subterfugios argumentos científicos, ayudándose del saber tecnológico y del poder del Estado.  El viaje a los lugares de la memoria del Holocausto constituye un viaje a través de una espesa niebla: de hechos reconstruidos a partir de la memoria de los supervivientes; de restos arqueológicos que no pueden tener el tratamiento de tales porque revelan hechos de una historia demasiado reciente y configuran, sin hacerlo visible, un inmenso cementerio. No hay lápidas, no hay nombres. Hay cabellos, zapatos, maletas, cepillos de dientes, gafas, fotos, de frente y de perfil, hay  números en los brazos de los niños que cifran la burocracia que, con total normalidad, se puso en marcha para construir esa gran fábrica de la muerte, inacabada -a dios gracias- y ahora en ruinas.
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No hay lápidas, pero sí hay nombres, un enorme volumen vertical que ocupa una sala entera en el pabellón de Yad Vashem, un listado inabarcable de desaparecidos. No hay lápidas, pero hay fotos revistiendo las paredes con registro de entrada y salida del prisionero, del deportado. La inmensa mayoría no duraban más que un día. Otros algunos días, unas semanas. Los más afortunados, meses. Alguna excepción alcanzó el año.
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La vida en el infierno de la miseria, la desolación más absoluta, la incertidumbre y el engaño permanentes no sigue el péndulo ni el tictac objetivo de los relojes. La verdadera dimensión del tiempo subjetivo que la sinrazón provoca sigue el compás de la supervivencia: sobrevivir / no sobrevivir. El hambre, el dolor, la enfermedad, los parásitos... el frío, la glacial Polonia. No hay lápidas, el humo de los crematorios se desvaneció, pero emerge de la tierra, a trechos, el gris compacto de la ceniza. Cincelados a golpe de uña los ladrillos hablan de las mujeres que dejaron su rastro, su nombre, quien de él había sido desposeído. Convirtieron sus cuerpos en cenizas, y su ausencia desvela, a contra luz, al hombre desalmado en el seno de una sociedad ufana de sus altas cotas de civilización y de progreso. Pasó en Europa, ayer mismo: un 27 de enero de hace setenta años el ejército ruso liberó el campo de Auschwitz. En estos setenta años el sueño de la razón sigue produciendo monstruos todo a lo largo y ancho del planeta. Europa no ha sido vacunada contra el holocausto, ni contra el genocidio, contra lo que pudiera parecer. Los optimistas y los ingenuos se aferran a la idea de que el conocimiento de lo que sucedió evitará que vuelva a producirse. Si así de sencillo fuera, el conocimiento de todas las guerras y atrocidades que en el mundo han sido nos habría vacunado definitivamente contra ellas. Y, sin embargo, varios frentes abiertos circundan el Sur y el Este de Europa. Pueblos enteros están siendo masacrados por el mero hecho de ser cristianos, coptos o yazidíes. El antisemitismo sigue más que latente y actúa, aquí y allá, dejando un reguero de muerte. Basándose en este fracaso de la razón hay quien por la fuerza de las armas y del terror pretende barrer los principios sobre los que la civilización occidental se asienta: la libertad de pensamiento y de expresión. Son hijos de la razón, educados en nuestras aulas, los que abrazan sin asomo de duda la inmolación y el terrorismo. Lejos quedan las palabras de Georges Brassens “Mourir pour les idées, d'accord, mais de mort lente” Y muy cerca, en cambio, la advertencia de Antonio Machado en labios de Juan de Mairena de que habremos de tomar partido con lo que ello implica: “Tomar partido es no sólo renunciar a las razones de vuestros adversarios, sino también a las vuestras, abolir el diálogo, renunciar, en suma, a la razón humana. Si lo miráis despacio, comprenderéis el arduo problema de vuestro porvenir: habéis de retroceder a la barbarie, cargados de razón”.

* Las fotos son de Jesús Mª Ayuso, catedrático de Filosofía del IES Francisco de Orellana.
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viernes, 9 de enero de 2015

Paseo por la Alcazaba de Almería























 * Las fotos son de Gemma Pellicer.


viernes, 22 de agosto de 2014

`Los posos de las civilizaciones´, por Lola Sanabria

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Al igual que la palabra azúcar evoca el dulzor en la lengua, en el momento en que mi dedo índice señaló Sicilia en el mapa, convocó a Alain Delon girando con Claudia Cardinale en un grandioso salón donde los encajes de los vestidos de las señoras se reflejaban en espejos ricamente enmarcados en dorado. Viajé a la isla con el vals dentro de mi cabeza. A través de la ventanilla del avión contemplé el cielo con las avenidas azules bordeadas de nieve, y un invierno imposible y fugaz llegó de repente barriendo las imágenes de la película siciliana.
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Sicilia es mar, volcanes que avisan cuando van a entrar en erupción y los caminos de lava bajan lentos con un ruido de cristal roto que engulle lo que se deja al paso de la naturaleza desbordada; volcanes sumergidos que explosionan y sepultan con olas gigantes lo que encuentran en su camino; y Strómboli, imponente y amenazador en aquella claustrofóbica película que protagonizó Ingrid Bergman. Sicilia preside, con sus tres piernas flexionadas, la cabeza de medusa y sus espigas, los senderos de la memoria donde se alzan soberbias sus iglesias normandas y bizantinas sobre el esplendor árabe, destruidas sus mezquitas; los pueblos borrachos de sol y callejuelas de casas encaladas; sus edificios barrocos; la leyenda del rapto de Plutón a Proserpina; la mafia y el juez Falcone; los anfiteatros, la grandiosidad orgullosa de los templos griegos, señores de colinas y atalayas de mares, y la majestuosidad de los teatros inmensos donde las representaciones se sucedían una tras otra durante toda la tarde. Y crees que una civilización que amaba el arte no podía enseñar la cara de la crueldad más allá de las guerras con los fenicios por el control del territorio. Pero la mostró.
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La Oreja de Dionisio es una herida abierta en la piedra. Un grito mudo, aunque el canto infantil o el solo de cualquier turista consiguen la resonancia de la voz multiplicada y engrandecida por la piedra que arrancaron los esclavos cartagineses al servicio de sus captores. Queda ahí, como testigo de unos seres humanos que trabajaban en las canteras, bajo techo de piedra, ciegos por la falta de luz y el polvo, hacinados y con el alimento y el agua que les daba para sobrevivir unos años antes de morir y quedar abandonados en el mismo lugar donde vivían, sin derecho a enterramiento. Y hay en el interior de la oreja de asno como la llamó Caravaggio en referencia a Dionisio, una oquedad, como ventanuco por donde dicen que el tirano espiaba a sus esclavos para estar al tanto de posibles rebeliones o intentos de fuga. Y están los huecos donde debieron introducir las maderas para romper la piedra. Y existen otras huellas en la pared que no han sabido descifrar para qué eran, tal vez una escalera a la vida sin ataduras. Entonces los escuchas. Oyes sus lamentos, sus gritos, sus ansias de vivir o morir libres. Si quieres. Porque cuando vas como turista muchas veces te colocas las orejeras y el antifaz con filtros y sólo pasa lo amable, lo divertido, en todo caso el horror lejano y cubierto por capas de distancia emocional. Porque eso ya pasó, porque no ocurre ahora. Y olvidas genocidios cercanos. No es lo mismo, dices. Sacudes la cabeza como quien se quita un mechón rebelde de pelo de la cara y sales a la luz amarilla machacada por el canto sin tregua de las chicharras.


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Al día siguiente una chica entró en el comedor a desayunar con los ojos hinchados y el aspecto cansado de quien no ha dormido bien. Toda la noche soñando con esclavos. Toda la noche, repetía. Y yo no era uno de ellos. Pero los veía, pero escuchaba los golpes en la piedra, terminó antes de buscar el café y la leche, antes de dulcificar con un sobre de azúcar la pesadilla.
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Al hacer repaso del viaje en el aeropuerto, Lampedusa me devolvió a Alain Delon, guapo a pesar de la cinta negra cubriéndole el ojo, bailando con Claudia Cardinale en El gatopardo, y con esta imagen subí al avión. Antes de despegar, recordé la solidaridad de “Señorita solitaria”, la más joven del grupo, con una de las mujeres de más edad, frágil y torpe en el andar, cómo le prestaba su brazo en los desplazamientos, cómo cuidó todo el tiempo de ella, y cerré los párpados y vi una mano que ofrecía a un esclavo un cuenco de agua, y seguí la línea del brazo y remonté el hombro hasta llegar a la curva suave del cuello, y más arriba descubrí la ternura en el rostro de una joven griega, y pensé que seguramente habría existido esa ayuda anónima hacia los más débiles; porque las civilizaciones se mueven hacia adelante, hacia el respeto a la vida, que asegura nuestra permanencia en la Tierra. Y desde la distancia que convertía Sicilia en una placa marrón en medio del azul inmenso, saludé con la mano y me despedí con una sonrisa de la isla.
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miércoles, 20 de agosto de 2014

`La Autoridad´, por Lola Sanabria


Si vas a Cantabria, no puedes dejar de pasarte por Santoña. Recorres el paseo marítimo, pasas por alto el monumento-horror al que voló por los aires y vas derecha a por las anchoas. Después de llenar una bolsa con las especialidades de la casa, te entrará el hambre, o no, da igual, se trata de cenar cositas típicas del lugar. Te indican el restaurante de la Emilia (otro monumento, en esta ocasión a la anchoa), y allí te diriges. Ves a la señora en un cartelón, ves los chuletones, las rodajas de bonito y las sardinas haciéndose en una barbacoa montada en el exterior, hueles la mezcla de aromas, te empapas el pelo y la ropa de humo y ahí ya matarías por las viandas hechas a la brasa.

 

 
Cumplidas nuestras expectativas, satisfechos y felices de la vida, volvíamos a Isla mi señor y yo, él conduciendo, yo de paquete, cuando se equivocó y tiró para Noja. Enseguida se dio cuenta y cruzó la carretera, entró en un callejón y reculó para retomar la dirección correcta. Al pasar por una rotonda, pareció que no respetaba un ceda el paso y el paquete dijo: “Ten cuidado”. Fue decirlo y oírse y verse una sirena azulada a nuestra espalda. Mi esposo detuvo el coche en el arcén. Y en eso apareció la cara desencajada de una autoridad, autoridad, en la ventanilla. “¿No ha visto que le hacíamos señales con la linterna?”, gritó desaforado. “No he visto nada, señor agente”, contestó mi esposo. Ahí ya me hice carne y dejé mi condición de paquete. “Yo tampoco”, intervine. Y el de verde oliva que se coloca en el cristal del limpiaparabrisas y nos hace una demostración impresionante de cómo se abre y cierra la luz de una linterna. Y otra vez la misma pregunta. Y nosotros que no hemos visto nada. Entonces La Autoridad dice que el conductor ha cometido una infracción al echar marcha atrás en el arcén. Mi santo le explica lo de la equivocación y él le pregunta si ha bebido. Y mi santo que no. A mí me dan ganas de decirle: “¡Cálmese, joven, que le va a dar algo!”, pero me muerdo la lengua por si la multa. “Comprenderá que resulte sospechoso que dé la vuelta sin atender a nuestras señales”, sigue el guardia civil con el mismo tono desquiciado.  Y otra vez que si ha bebido. “No señor, no he bebido. Íbamos para Isla, sabe usted, y me equivoqué... “, vuelve mi marido a repetir la historia. “¿Cómo que no has bebido, y la botella de Rioja que te acabas de meter entre pecho y espalda, qué? Hágale la prueba del alcohol, señor agente, ya verá, ya verá”, me dan ganas de decir, pero no está el horno para bollos mucho menos para chistes.
    
Después de repetir las mismas preguntas y no concretar de qué éramos sospechosos, el Número se fue calmando él solito y nos perdonó la multa (más bien parecía que era la vida lo que nos perdonaba) y nos ordenó continuar. Sólo faltó que nos hubiera apuntado con una metralleta para que la aventura hubiese sido tope de estimulante. Subidón de adrenalina. Tal vez en otra ocasión.


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* Lola Sanabria mantiene una bitácora que lleva su nombre: http://lolasanabria.blogspot.de/
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sábado, 16 de agosto de 2014

`Música para Obelix´, por Paz Monserrat Revillo


"Llovía cuando llegamos a la estación de Nantes” era la frase con la que, un día antes de iniciar el viaje, tenía previsto empezar esta crónica. Afortunadamente los partes meteorológicos fallan, también los de Francia. Después de haber gozado durante toda la semana de un sol que amenazaba permanentemente tormentas que nunca llegaron, no tengo más remedio que cambiar la introducción. Empezaré, pues, por el asunto de los fantasmas, igual de melancólico aunque menos realista.

Mi teoría es la siguiente: viajar consiste, lo sepamos o no, en salir a la caza de fantasmas. Pocas cosas estremecen tanto como leer en una placa de bronce: “Aquí vivió…”, y a continuación el nombre de uno de nuestros personajes históricos favoritos. De la misma forma, impresiona pensar en todos esos seres anónimos que- en épocas tan difíciles de imaginar como la Edad Media- vivieron con toda naturalidad sobre el suelo que ahora nosotros pisamos por primera vez. Por no mencionar el escalofrío en el espinazo que se siente al reconocer el escenario que habitó alguno de `nuestros´ personajes de ficción.

Se trata de poner la suficiente atención, de emitir ondas cerebrales generadoras de “empatía histórica”. Una sutil vibración, que sólo nosotros podremos notar, nos avisará de que estamos preparados. Y entonces, solo entonces, podremos entrar en un discreto trance espaciotemporal que nos permitirá percibir esas presencias, penetrar en otro estrato de tiempo.

Voy  diciéndome a mí misma todo esto mientras me acerco al primer alineamiento de menhires que visitamos en Carnac, en la Bretaña francesa.  Me siento como si  jamás hubiera viajado tan lejos. Conectar con los fantasmas del Neolítico requiere un esfuerzo extra, así que cierro los ojos y me transporto a una época remota e incierta, evocadora de misteriosos rituales astronómicos y complejísimas ceremonias funerarias de esa humanidad tan ruda y tan espiritual al mismo tiempo. Parece ser que nadie conoce el propósito original de estos bloques de granito que, sembrados a lo largo de nueve kilómetros de terreno, apuntan al cielo. El único que supo atribuirles una función práctica conocida fue, muchos siglos y ficciones después, Obelix (para desgracia de romanos y jabalíes).

Abro los ojos de nuevo y veo un horizonte interminable de menhires alineados. En plano corto, turgentes hortensias de colores imposibles explotan por todas las esquinas del paisaje. Enfoco y desenfoco mientras escucho por los auriculares las más estrambóticas leyendas para explicar el origen, el transporte y la función de semejantes monolitos. Me siento insignificante como una brisa pero también telúrica, turista y bruja a la vez, por un momento conectada a la armonía insondable del universo. Al bajar del autocar que recorre los lugares turísticos del Menhir regreso a mi ser y me compro una Coca-Cola para solucionar el ligero vértigo existencial que acabo de padecer.
 

 
Seguramente la Coca-Cola ha sido insuficiente como antídoto porque a la hora de comer en una crepería de Carnac Ville imagino a la fornida bretona que nos sirve la comida disfrazada con el vestido tradicional de esa zona, como recién salida de un cuadro de Gauguin.

Más tarde, paseando por el pueblo me parece reconocer al mismísimo Assuranceturix el bardo en uno de los lugareños. Nadie más se percata. Se lo digo a mi marido y me mira raro. Así que cuando, dos días más tarde, me encuentre con Asterix merodeando por la estación de ferrocarriles de Nantes me cuidaré muy mucho de comentarlo. Una nunca espera que sean tan duraderos los efectos de la poción mágica. ¿O será la chispa de la vida? ¿O más bien esa actitud lúdica que conlleva el viajar sin  más  motivo que el placer del propio viaje?  A Obelix, he de admitirlo, no me lo he cruzado en todo este tiempo.



Otros ilustres ectoplasmas que esperaba encontrarme en el Interrail de seis días por el norte de Francia: Julio Verne (en Nantes), Houdin (en Blois), los personajes de Hergé (en el castillo de  Cheverny )  y Leonardo da Vinci ( en Amboise). A algunos de ellos  los disfruté con el entusiasmo de una presidenta de club de fans. Otros me esquivaron con excusas vanas como la falta de tiempo (desgraciadamente no pude visualizar a la Castafiore haciendo gorgoritos en la escalera del castillo), pero a cambio me topé con otros inesperados y generosos: un monje benedictino agonizando en la abadía del Mont Saint Michelle y un peregrino acompañado de su perro. He de confesar que al abrirse la veda aprovecharon para aparecérseme algunos de mis propios fantasmas, viejos compañeros que no desperdician la ocasión para seguir taladrándome con sus temas recurrentes: la familia, los vagabundos y el misterioso funcionamiento de la mente. Estaban escondidos entre las páginas de los libros que leí mientras viajaba en los trenes.

Viajar en ferrocarril tiene numerosas ventajas y encantos. En los países por encima de los Pirineos los trenes regionales son confortables, silenciosos y puntuales, tres características muy de agradecer. Además, las estaciones francesas de tamaño grande tienen un piano clavado en el suelo para que la gente toque a su antojo, con un lema muy acorde con el espíritu del viaje: POUR VOUS DE JOUER! Si algo me fascina es contemplar a una persona tocando el piano con soltura o dibujando una escena a mano alzada.

La fórmula del Interrail da una refrescante sensación de libertad y de aventura controlada. Además de avanzar en el mapa y contemplar paisajes pintorescos queda mucho tiempo para leer. Los tres libros que he leído han sido elegidos por el azar y por mis fantasmas para acompañarme. Desde varios párrafos saltaron a la yugular los espectros interiores, que llegaban como un eco de mis pensamientos.

De vez en cuando, como una marea que subía súbitamente y anegaba el instante, me acordaba de las coordenadas y los proyectos de mis hijos.

Soy una madre normal, es decir que de noche tengo unos miedos horribles. Y también de día. Basta con que Sophie y Marie se comporten como las chicas normales y vivarachas que son, basta que se comporten como si confiasen en el mundo, como si fuera a ser bueno con ellas, y con que salgan de casa con ese optimismo pintado en la cara… para que se me encoja el estómago de miedo ( Amor, etcétera, Julian Barnes).
El idílico viaje por el norte de Francia estuvo jalonado por la visión de mendigos: jóvenes o viejos, con sus perros o en solitario, hablando solos o en grupo… en todas las ciudades aparecían para recordarme algo que no me gustaba, que no podía descifrar más que como un error que preferiría que permaneciera escondido. Peor aún, como un error propio, algo que inexplicablemente me hacía sentir culpable. 

Humedad + frío = desesperación. Desesperación + hambre = no hay dios. No hay dios + alcohol= autodestrucción (King , John Berger).
Hay un libro de Oliver Sacks que re-visito cada tanto, esta vez en mi flamante e-book.

Las pautas personales, las pautas de lo individual, habrían de tener la forma de partituras o guiones. (El hombre que confundía a su mujer con un sombrero, Oliver Sacks).
Como no sé tocar el piano y soy incapaz de dibujar el boceto de una escena al natural,  escribo mis impresiones para intentar dibujar la partitura de esta visita a los irreductibles fantasmas galos.
 
 
* El blog de Paz Monserrat Revillo se llama Crónicas desenfocadas.


viernes, 6 de septiembre de 2013

SERGIO ASTORGA se traslada a Oporto

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Oporto gmail.com
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Los ánimos cambian como el agua, y la geografía ya no se entretiene con lo que se expresa en el mapa. Mudar de pregunta es siempre tener múltiples respuestas. Cómo se llega a un sitio tiene la misma incertidumbre que tratar de definir los rasgos interiores. Sí, a veces los ánimos cambian; a veces uno tiene ganas de quedarse y otras de irse. Mi llegada a Oporto tuvo la dualidad desde el origen. Palabra y dibujo se unieron para deitar-me ao rio Douro. Me explico, mi contacto con Portugal, independientemente del literario, fue a través de una acuarela. Acuarela que fue comprada en México y regalada al hijo de la que ahora es mi esposa. Sí, todo se reduce a una historia de amor; nada más profesional que el amor, ¿no es cierto? La dulce Helena, que así se llama la namorada, había guardado o cartão de visita que yo había dado al comprador del cuadro. Ella, deseosa, como es natural, de adquirir una pintura para la sala de su casa me escribió un email (correio eletrónico) realizando la encomienda. Primero fue en portugués, después en inglés y yo, entretenido en pintar y exponer y sabiendo que enviando la obra tendría que pagar inmensos impuestos, no abanaba. Hasta que un día, o céu mudou. Corría o ano 2004 cuando mandei um convite, vía electrónica, a la susodicha donde la invitaba a una exposición individual: “Un domingo en la tarde” que se celebraría en el Museo Regional de Azcapotzalco en la Ciudad de México. En respuesta recibí os parabéns y la excusa do mar para llegar a la exposición. A partir de ese momento comenzó un intenso intercambio epistolar. En esa época yo no tenía computador y salía a un café internet, imprimía el correo escrito en portugués y me iba a casa a tratar de traducirlo para al día siguiente enviar mi respuesta, así que la diferencia horaria provocaba una arritmia saludable. Es bien sabido que el género epistolar desnuda almas y confronta el ser con el querer ser. Yo acredito en ello. La farsa es más fácil descubrirla; el hilo de la noche es más grande. Debo confesar, ya que estoy en la Nave y como buen marinero, que lo que me valió fue a escrita. Un texto imaginario a Oporto, con la ayuda de José Regio y Saramago y otros gérmenes, fue la llave que detonó que la amada hiciera una invitación a visitar su ciudad. Ni tardo ni perezoso, como se dice en buena picaresca, no mesmo ano fui a la medieval cidade do Porto. Aprovechando la estancia también pude tener una pequeña exposición individual. En febrero del año 2004 regresé a México a quemar mis naves, a vender lo que pude; a perder toda mi biblioteca, a vender mi piano y disponerme a mudar completamente de ánimo. En diciembre del año 2005 volví a Portugal para partilhar a vida. Aquí sigo, porque a resposta é branca y perdura toda a noite.
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* Las ilustraciones son también de Sergio Astorga, escritor y pintor mexicano.
* Con esta entrada damos por finalizada la serie dedicada a las ciudades, a los viajes. Muchas gracias a todos los que habéis colaborado, a quienes habéis dejado comentarios y a los visitantes de esta nave.....

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Carta de ISABEL MERCADÉ sobre Praga

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Querida Cristina:
Aquí estoy para cumplir mi promesa de algunas recomendaciones para tu próximo viaje a Praga.  Como irás en septiembre, cuando ya se habrá apaciguado el número de turistas (tengo que decir, sin embargo, que el visitante de Praga me ha parecido extremadamente civilizado) puedes recorrer sin miedo todos aquellos lugares que recomiendan las guías turísticas. Y también, sin miedo, perderte por todas las calles y callejuelas. A algún lugar saldrás, probablemente más sorprendente que el anterior, pues Praga es de una belleza tal (y está tan cuidada, limpia y luminosa) que en algunos momentos incluso se añora la belleza de una calle triste, gris y maltratada como las que se pueden encontrar en mi ciudad. Claro, estoy hablando de los barrios que componen el territorio del turista. Me imagino que muy distinto sería acercarse al extrarradio... pero no era ésa mi intención y supongo que tampoco la tuya.
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Después de visitar mil iglesias y conventos de la Ciudad Vieja y otros (como el de Santa Inés) a cual más impresionante, te recomiendo un paseo por el barrio judío y sus sinagogas.
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Convento de Santa Inés
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El célebre puente Carlos me decepcionó, básicamente porque no pude verlo. Ahí es donde se concentra todo el turisteo que, por muy civilizado que sea, no deja de ocupar espacio.
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Mucho más modesto, el puente Legif, que une la llamada Ciudad Nueva (que también es vieja) con el barrio de Mala Strana, es una auténtica maravilla. Comienza frente a dos de mis edificios favoritos: el café Slavia y el Teatro Nacional.
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Barrio de Mala Strana
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El primero es uno de esos cafés tradicionales que no hay que perderse (en las guías los encontrarás todos). Yo le añadiría el del Hotel Europa, donde dicen que Kafka leyó en público sus trabajos. Está al lado de la casa de seguros en la que trabajó.
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El segundo, el Teatro Nacional no es ni el más bonito, ni el más interesante de los edificios. Es más, es de los pocos que, a pesar de la restauración, mantiene su fachada gris (todas las demás están relucientes), pero quizá precisamente por eso, me hechizó su belleza semioculta pero a la vez dibujada nítidamente en la luz de Praga, una luz maravillosa.
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Museo Kafka
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También está el castillo, lugar de peregrinación turística obligada. Y el museo de Kafka, entre otros. Es un museo nuevo y, para mí, imprescindible. No contiene demasiados objetos. Es su estructura, hecha de laberintos y cajones que intenta introducir al visitante en la imaginación kafkiana lo que resulta interesante.
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También te recomiendo la desconocida obra de Mucha posterior a París, los conciertos, los restaurantes de comida tradicional que no han sido todavía tomados totalmente por los turistas como el U Pinkasu. Me sorprendió ver una calle dedicada a Neruda, hasta que recordé que Neruda había tomado el seudónimo de un célebre poeta checo. Por casualidad, callejeando (repito, creo que es el mejor modo) un día me encontré delante de la casa donde había nacido Vladimír Holan, maravilloso poeta al que había descubierto hacía muy poco.
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Sinagoga española
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Y, para quien le agrade, una curiosidad que no viene en las guías. Praga está llena de joyerías a precios muchísimo más baratos que en España. Turistas que lo saben, sobre todo orientales, entran y salen de dichos establecimientos con evidentes muestras de satisfacción.
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Como señaló una de las personas con las que viajaba, los praguenses aman las piedras sobre todo, y eso no se ve sólo en sus maravillosos edificios, sino en sus esculturas que pueden aparecer en los lugares más imprevistos.
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Podría decir mucho más, pero no es éste el propósito. Faltan, claro, como ya te señaló Olvido, los paseos a lo largo del río. O por la noche -si hay luna, mejor- en el puente Legif.......
Un beso y feliz viaje.
Bel
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Teatro Nacional
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