"Llovía cuando llegamos a la estación de Nantes” era la frase con la
que, un día antes de iniciar el viaje, tenía previsto empezar esta crónica.
Afortunadamente los partes meteorológicos fallan, también los de Francia.
Después de haber gozado durante toda la semana de un sol que amenazaba
permanentemente tormentas que nunca llegaron, no tengo más remedio que cambiar
la introducción. Empezaré, pues, por el asunto de los fantasmas, igual de
melancólico aunque menos realista.
Mi teoría es la siguiente: viajar consiste, lo sepamos o no, en salir a
la caza de fantasmas. Pocas cosas estremecen tanto como leer en una placa de
bronce: “Aquí vivió…”, y a continuación el nombre de uno de nuestros personajes
históricos favoritos. De la misma forma, impresiona pensar en todos esos seres
anónimos que- en épocas tan difíciles de imaginar como la Edad Media- vivieron
con toda naturalidad sobre el suelo que ahora nosotros pisamos por primera vez.
Por no mencionar el escalofrío en el espinazo que se siente al reconocer el escenario
que habitó alguno de `nuestros´ personajes de ficción.
Se trata de poner la suficiente atención, de emitir ondas cerebrales generadoras
de “empatía histórica”. Una sutil vibración, que sólo nosotros podremos notar,
nos avisará de que estamos preparados. Y entonces, solo entonces, podremos
entrar en un discreto trance espaciotemporal
que nos permitirá percibir esas presencias, penetrar en otro estrato de tiempo.
Voy diciéndome a mí misma todo esto mientras me
acerco al primer alineamiento de menhires que visitamos en Carnac, en la
Bretaña francesa. Me siento como si jamás hubiera viajado tan lejos. Conectar con
los fantasmas del Neolítico requiere un esfuerzo extra, así que cierro los ojos
y me transporto a una época remota e incierta, evocadora de misteriosos
rituales astronómicos y complejísimas ceremonias funerarias de esa humanidad
tan ruda y tan espiritual al mismo tiempo. Parece ser que nadie conoce el
propósito original de estos bloques de granito que, sembrados a lo largo de
nueve kilómetros de terreno, apuntan al cielo. El único que supo atribuirles
una función práctica conocida fue, muchos siglos y ficciones después, Obelix (para desgracia de romanos y
jabalíes).
Abro los ojos de nuevo y veo un horizonte interminable de menhires
alineados. En plano corto, turgentes hortensias de colores imposibles explotan
por todas las esquinas del paisaje. Enfoco y desenfoco mientras escucho por los
auriculares las más estrambóticas leyendas para explicar el origen, el
transporte y la función de semejantes monolitos. Me siento insignificante como
una brisa pero también telúrica, turista y bruja a la vez, por un momento
conectada a la armonía insondable del universo. Al bajar del autocar que
recorre los lugares turísticos del Menhir regreso a mi ser y me compro una Coca-Cola
para solucionar el ligero vértigo existencial que acabo de padecer.
Seguramente
la Coca-Cola ha sido insuficiente como antídoto porque a la hora de comer en
una crepería de Carnac Ville imagino
a la fornida bretona que nos sirve la comida disfrazada con el vestido
tradicional de esa zona, como recién salida de un cuadro de Gauguin.
Más
tarde, paseando por el pueblo me parece reconocer al mismísimo Assuranceturix el bardo en uno de los lugareños. Nadie más se percata. Se lo
digo a mi marido y me mira raro. Así que cuando, dos días más tarde, me
encuentre con Asterix merodeando por
la estación de ferrocarriles de Nantes me cuidaré muy mucho de comentarlo. Una
nunca espera que sean tan duraderos los efectos de la poción mágica. ¿O será la
chispa de la vida? ¿O más bien esa actitud lúdica que conlleva el viajar
sin más
motivo que el placer del propio viaje?
A Obelix, he de admitirlo, no
me lo he cruzado en todo este tiempo.
Otros
ilustres ectoplasmas que esperaba encontrarme en el Interrail de seis días por
el norte de Francia: Julio Verne (en Nantes), Houdin (en Blois), los personajes
de Hergé (en el castillo de Cheverny
) y Leonardo da Vinci ( en Amboise). A
algunos de ellos los disfruté con el entusiasmo
de una presidenta de club de fans. Otros me esquivaron con excusas vanas como
la falta de tiempo (desgraciadamente no pude visualizar a la Castafiore haciendo gorgoritos en la
escalera del castillo), pero a cambio me topé con otros inesperados y
generosos: un monje benedictino agonizando en la abadía del Mont Saint Michelle y un peregrino
acompañado de su perro. He de confesar que al abrirse la veda aprovecharon para
aparecérseme algunos de mis propios fantasmas, viejos compañeros que no
desperdician la ocasión para seguir taladrándome con sus temas recurrentes: la
familia, los vagabundos y el misterioso funcionamiento de la mente. Estaban
escondidos entre las páginas de los libros que leí mientras viajaba en los
trenes.
Viajar
en ferrocarril tiene numerosas ventajas y encantos. En los países por encima de
los Pirineos los trenes regionales son confortables, silenciosos y puntuales,
tres características muy de agradecer. Además, las estaciones francesas de
tamaño grande tienen un piano clavado en el suelo para que la gente toque a su
antojo, con un lema muy acorde con el espíritu del viaje: POUR VOUS DE JOUER!
Si algo me fascina es contemplar a una persona tocando el piano con soltura o
dibujando una escena a mano alzada.
La
fórmula del Interrail da una
refrescante sensación de libertad y de aventura controlada. Además de avanzar
en el mapa y contemplar paisajes pintorescos queda mucho tiempo para leer. Los
tres libros que he leído han sido elegidos por el azar y por mis fantasmas para
acompañarme. Desde varios párrafos saltaron a la yugular los espectros
interiores, que llegaban como un eco de mis pensamientos.
De
vez en cuando, como una marea que subía súbitamente y anegaba el instante, me
acordaba de las coordenadas y los proyectos de mis hijos.
Soy una madre normal, es decir
que de noche tengo unos miedos horribles. Y también de día. Basta con que
Sophie y Marie se comporten como las chicas normales y vivarachas que son,
basta que se comporten como si confiasen en el mundo, como si fuera a ser bueno
con ellas, y con que salgan de casa con ese optimismo pintado en la cara… para
que se me encoja el estómago de miedo ( Amor, etcétera, Julian Barnes).
El
idílico viaje por el norte de Francia estuvo jalonado por la visión de
mendigos: jóvenes o viejos, con sus perros o en solitario, hablando solos o en
grupo… en todas las ciudades aparecían para recordarme algo que no me gustaba,
que no podía descifrar más que como un error que preferiría
que permaneciera escondido. Peor aún, como un error propio, algo que
inexplicablemente me hacía sentir culpable.
Humedad + frío = desesperación.
Desesperación + hambre = no hay dios. No hay dios + alcohol= autodestrucción (King , John Berger).
Hay un libro de
Oliver Sacks que re-visito cada tanto, esta vez en mi flamante e-book.
Las pautas personales, las
pautas de lo individual, habrían de tener la forma de partituras o guiones. (El
hombre que confundía a su mujer con un sombrero, Oliver
Sacks).
Como
no sé tocar el piano y soy incapaz de dibujar el boceto de una escena al
natural, escribo mis impresiones para intentar
dibujar la partitura de esta visita a los irreductibles fantasmas galos.