A los jóvenes escritores a la moda, y también a algunos no tan jóvenes, lo que resulta algo más grave, se les llena la boca hablando de que toda la literatura actual es híbrida, como si se tratara de un fenómeno nuevo. Uno de los males mayores de la literatura española actual, y de la hispanoamericana, sobre todo de la hibrinarrativa, consiste en que a muchos de sus autores les gusta escribir, a veces, compulsivamente, pero cada vez les gusta menos leer, tan ocupados como están viendo la televisión, leyendo cómics, jugando al parchís y oyendo al Señor Chinarro, Chicharro, o como se llame, y escribiendo manifiestos. Nos hallamos ante la primera generación de la historia de escritores no lectores. Si frecuentaran algo más la historia literaria, sabrían que la hibridez genérica es tan añeja como los sainetes castizos de don Ramón de la Cruz, y tan moderna como las novelas de Unamuno. El primero estrenó, parece ser que en 1769, un sainete titulado Manolo, en el Teatro de la Cruz. Se subtitulaba "Tragedia para reír o sainete para llorar", burlándose de las teorías del teatro neoclásico, entonces vigentes. En la segunda, la mucho más conocida novela Niebla, publicada en 1914, el prologuista Víctor Goti comentaba que Unamuno le había confesado que no quería morirse "sin haber escrito una bufonada trágica o una tragedia bufa", en la que lo bufo o grotesco y lo trágico aparecieran fundidos.
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Leo en una entrevista con el narrador argentino Sergio Chejfec, quien propone "una contaminación aún mayor frente a los abanderados de la ortodoxia", que "la mejor literatura es aquella instalada en la indefinición; más aún, en la indeterminación. No estamos, prosigue, seguros de lo que el autor nos quiere decir, no estamos seguros de la naturaleza de aquello que estamos leyendo; no sabemos cómo se leyó esto en el pasado; ignoramos el verdadero género de dónde proviene esto; somos incapaces de ver si este libro nos está explicando un porqué, un cómo o un qué". Sin darle tantas vueltas al sacacorchos, ni retorcerle tanto el cuello a la botella, me parece que lo que se nos propone no es mucho, pues tan noble empeño puede dar de sí, pero también escasos resultados literarios.
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Resulta tan plausible como natural que los narradores frecuenten a Joyce y a Robert Walser, a Don Delillo, Roberto Bolaño y a David Foster Wallace, pero no estaría mal que, entre manifiesto y manifiesto, bastante inocuos, le echaran un vistazo a la literatura de los siglos anteriores, también a la española, porque allí aprenderían que algunos de nuestros antepasados ya disfrutaban con la sopa de ajos, que -por cierto- no sabe peor que la Campbell´s. Lo que sí han inventado nuestros jóvenes narradores cuarentones son los manifiestos escritos en hoteles. Y no me cabe ninguna duda de que tan ingeniosa iniciativa quedará para la posteridad...
P.S. Ya que algunos de los aludidos son dados a dárselas de graciosos, en el citado prólogo que Unamuno escribe por personaje interpuesto, podrán hallar una suculenta teoría acerca del humorismo, o mejor dicho, del malhumorismo. Claro que en ella el escritor vasco no le presta atención al jiji, jaja, hoy tan habitual. Podrán descubrir, en definitiva, que Unamuno era infinitamente más moderno que todos ellos y que la mayoría de los escritores que suelen leer, incluidos algunos norteamericanos, sean o no pop o afterpop, mutantes o chiripitifláuticos.
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* En la foto, Sergio Chejfec disfrazado de Foucault. Falta la sopa Campbell de Wharhol.
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