Santiago Jiménez grabando la procesión. Gor, 2010. |
Santiago sabe que el mecanismo de la
memoria funciona de forma similar al de una cámara de vídeo. Lo sabe porque
gracias a ella, a su cámara, lleva décadas grabando, codificando, almacenando y
recuperando toda la información sobre nuestro pasado. En eso, su labor se parece
un poco a un cerebro de los de antes, uno de aquellos cerebros que nunca habrían
presumido de poseer una memoria de pez ni habrían cedido al Efecto Google y sus designios: No se molesten en recordar nada por su
cuenta. Desconozco la capacidad de almacenamiento de los discos duros en
los que Santiago va depositando cada una de nuestras hazañas cotidianas, pero
probablemente supere las limitaciones del cerebro humano, un órgano en franco
declive que antes de la era digital -según estimó Carl Sagan- tenía una disponibilidad
de información equivalente a diez billones de páginas de enciclopedia, es decir
entre 1 y 10 terabytes. Suena muy bien pero puede que se trate de una minucia al
compararlo con lo que intuyo que Santiago Jiménez Navarro legará a las
generaciones venideras si es que, finalmente, encontramos a alguien que esté dispuesto
a sucedernos e, incluso, a recordarnos.
Esta vez, emulando a Santiago, yo también he tirado de archivo para mi
sección. Sabrán disculparme por hacerles recordar. La imagen que nos ocupa ya
tiene unos cuantos años -pertenece al día 7 de agosto de 2010-, y basta con echarle
un vistazo para constatar que, justo antes de la llegada de los smartphones y de los selfies y de los Highs Dynamic Ranges y de los encuadres de
dudosa reputación, hubo un tiempo en que proliferaron los artefactos de
grabación de imágenes. De ahí que, como por arte de magia, a Santiago le brotasen
camarógrafos por todas partes, camarógrafos armados con videocámaras que
parecían diseñadas para la eternidad pero que apenas sobrevivieron un par de
veranos antes de agotar su obsolescencia. Con frecuencia, la tecnología no tiene
piedad con los suyos. Nosotros tampoco solemos tenerla con lo nuestro. Por eso,
como si se tratase de cacharros pasados de moda, olvidamos nuestras cosas y
nuestros hechos y nuestros gestos y nuestros propósitos, y lo hacemos sólo
porque olvidar nos parece algo normal e, incluso, necesario. Pero Santiago no
nos lo pone fácil. Santiago cuida de nuestra memoria. Santiago, desde hace años,
carga con su JVC para impedir que nuestros datos almacenados se vayan diluyendo
por el paso del tiempo y sus efectos. Su labor siempre ha sido una lucha contra
nuestra caducidad. Si no me creen, repasen cuando puedan cualquier vídeo de
Santiago y acérquense a todo lo que no se ve ni se escucha en la fotografía que
nos ocupa. Acérquense al fragor de las calles, y a las promesas nunca dichas de
los pies descalzos, y a las velas que cargan con su llama y con su cera, y a la
algarabía de los músicos rompiendo la mañana. Acérquense sin reparos, sin un
pero que objetar, porque la memoria afortunadamente funciona como una vieja
cinta de VHS, una cinta que podemos rebobinar a nuestro gusto cada vez que alcanzamos
la certeza de que el futuro no va a ser para tanto.