Hace unos años, diez jóvenes poetas (algunos de los cuales están respondiendo sobradamente a las
expectativas puestas en ellos) se retrataron en Baeza, vestigio docente de
Antonio Machado, del mismo modo que medio siglo antes lo hicieran otros jóvenes poetas ante su tumba de Colliure. Con “ninguna
voz es la mía”, aquel Machado de enormes soledades rompía con la estética
modernista y abría camino a una nueva concepción de la poesía. Por ello, tal
vez consideren los nuevos líricos de cada época que nada de envergadura puede emprenderse
si no se parte desde las vecindades del sevillano. De ambas instantáneas, tan
distantes en el tiempo, se desprende una misma intención de acta fundacional,
de nacimiento de una generación que busca lugares comunes en las proximidades
de la impronta machadiana.
Vista del Mediterráneo desde la terraza del Hostal-Restaurante de |
Los gestos están muy bien, pero
el mejor homenaje que se le puede hacer a un poeta -dead or alive- es abrir uno de sus libros. Somos muchos los que
hemos crecido en los Campos de Castilla alimentándonos
de Proverbios y Cantares, siguiendo
el rastro de aquellos aoutlaws fronterizos
del noventa y ocho, pero, pese al
gusto por el etiquetado que atesoraban nuestros instructores, no entiendo las generaciones
literarias, pues en la Poesía ,
como en la vida, me parecen imprescindibles los lobos solitarios. No obstante,
si tuviese que elegir un lugar propicio para cimentar una, me decantaría por la Isleta del Moro. Y no
porque allí versificase muchas de sus penumbras el gran Javier Egea, sino más
bien por la milagrosa zarzuela de marisco que sirven en su hostal-restaurante. Seguro
que no es esto lo que esperaban de mí, pero de estas pequeñas degeneraciones
también vive el verso.