Escribe Jorge Volpi en su prólogo
a Pedro Páramo (Bibliotex, 2001) que
la primera línea de la novela nos anticipa una obra maestra. Y a mí se me hiela
la sangre cada vez que leo: “Vine a
Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. ¿Cómo
se puede concentrar en este puñado de palabras toda la aridez de un pasado,
todo el desasosiego ante lo que está por llegar?
Dejen que les diga que, con esta
línea voluptuosa y sencilla, también podría comenzar cualquiera de los westerns
legendarios, porque el Pedro Páramo de
Rulfo se parece a un western al que le han arrebatado todas sus piezas; un
western de muchas historias apenas sugeridas, historias que todo el mundo conoce
pero que todo el mundo calla, y que va escribiendo el propio lector conforme lo
lee; un western por el que desfilan, sin disimulo, el Peck de Duelo al sol y el Heston de Horizontes de grandeza; un western en el
que, a poco que le demos carta blanca a nuestra imaginación, se vislumbra la
perplejidad de Stewart mientras cree liquidar a Liberty Valance; en definitiva,
un western de Ford, sin Ford.
No creo que a Juan Rulfo le
importase mucho que esta novela de novelas a mí se me antoje un western
perfecto, porque lo verdaderamente maravilloso de su narrativa es ese conjunto
de historias que se relatan las unas a las otras en soledad, y la cotidianidad
irrespirable que nos regala, prodigiosamente, con la canícula de agosto.
Pie de foto: Cartel de El hombre que mató a Liberty Valance (John
Ford, 1962).