Trompetas (Martínez Clares, 2019). |
En una de sus canciones memorables, nos confiesa José Ignacio Lapido que el futuro ya no es lo que era. El nuestro -el de Gor me refiero-, con el paso de los años y la aceptación de los peores augurios, está adquiriendo una atmósfera propia de la mitología. Porque a Gor, en la actualidad, le sucede un poco como le sucedía a la Comala de Rulfo o al Macondo de García Márquez o a la Mágina de Muñoz Molina. Le sucede que, con sólo nombrarlo, ya sabe a literatura. Cojan, si no me creen, una revista cualquiera de antaño, una de esas que atrapan el polvo sobre los anaqueles de una estantería olvidada o que reposan en el fondo de una caja de cartón bajo las facturas, los recibos de la fábrica de luz, las cartas de la Agencia Tributaria y algunas fotos de Blas El Retratista en las que, con el tiempo, se han colado los martinicos. Cojan, por ejemplo, la revista 55 en la que Antonia M. Jiménez Manzano escribió sobre la mítica banda de música de Gor. Nos contaba por entonces Antonia María que, cuando aquella banda actuaba en las fiestas y acontecimientos de otros pueblos, a su regreso siempre repetía el mismo rito: al llegar a las inmediaciones de Gor, uno de sus músicos tiraba un cohete y, seguidamente, atacaba las primeras notas del pasodoble que iba a acompañarla durante su trayecto hasta a la plaza. Me baila el corazón de sólo pensarlo. Me baila del mismo modo que me baila cada 6 de agosto cuando escucho el estruendo de la banda de música de Jérez del Marquesado rompiendo la mañana, una banda que está viva, que todavía no vive, como la nuestra, del mito y la literatura. Me baila igual que me baila cuando llegamos a la plaza y nos olvidamos por completo de los peores augurios, y nos saludamos y nos besamos y nos abrazamos. Igual que cuando nos acodamos en la barra del Sebas para tomarnos un par cervezas mientras sestean las trompetas de esta fotografía y, desde el balcón del Ayuntamiento, nos reconviene el pregonero. Eso me pasa: que me baila el corazón ahora y que me bailará mañana y todos los días que me queden por vivir, porque ya escribió Galeano -a Eduardo me refiero- que todos somos mortales hasta el primer beso y la segunda copa de vino.