La enfermera les hizo pasar a la sala de espera y el joven matrimonio tomó asiento en un sofá de cuero, sin soltarse las manos, en silencio. Hacía ya año y medio que duraba la enfermedad de su hijo Vorín. Empezó de forma imperceptible, con unas caídas que en modo alguno hacían presagiar lo que vendría después. Vorín se desplomaba inesperadamente y, durante unos segundos, perdía la consciencia; luego, volvía a levantarse y seguía correteando y jugando como si nada hubiese ocurrido.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntaban.
Pero él les miraba y daba a entender que no sabía de qué le estaban hablando.
—Le faltan vitaminas —decía la madre en la oscuridad del dormitorio.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntaban.
Pero él les miraba y daba a entender que no sabía de qué le estaban hablando.
—Le faltan vitaminas —decía la madre en la oscuridad del dormitorio.
Le llevaron al médico, seguros de que le recetaría algún reconstituyente o algún antibiótico o cualquier otra cosa capaz de solucionar el problema en cuatro días, pero nadie parecía saber qué era lo que le ocurría al niño. Las caídas siguieron y se alargó la duración de los periodos de inconsciencia. Le sometieron a infinidad de pruebas, pero ningún resultado fue concluyente. Un estudio llevaba a otro. Los médicos ponían cara de circunstancias.
— ¿Y si no se salva? —preguntaba a veces la madre.
Su marido se negaba a considerar siquiera esa posibilidad.
—Se salvará, cueste lo que cueste.
Fue el Dr. Boix quien diagnosticó por primera vez la enfermedad y explicó la sucesión de síntomas y su posible desenlace. Se trataba de una encefalitis poco común, de origen viral, cuya curación se desconocía por el momento.
Ahora, Vorín estaba postrado en una cama, con la mirada fija en el techo, una mirada que, a fuerza de expresar el miedo, se había quedado triste.
La enfermera entró en la sala y les dijo que el doctor les recibiría enseguida. Lo dijo intentando sonreír. Ellos le dieron las gracias. Avanzaron despacio por un estrecho pasillo adornado con un papel pintado de flores azules. Se abrió una alta puerta de madera y entraron en el despacho del eminente psiquiatra, el doctor Zuala, quien les invitó a tomar asiento.
El padre comenzó a hablar. Le expuso el motivo de su visita mientras el médico le atendía con una expresión que daba a entender que no era la primera vez que tenía que escuchar tonterías. Un documental que habían visto en televisión aseguraba que se estaban llevando a cabo ciertas investigaciones relacionadas con la posibilidad de regenerar células cerebrales y, si tenían éxito, se podrían curar infinidad de enfermedades mentales. Por eso estaban allí, porque si de verdad se estaban llevando a cabo tales experimentos, ellos estaban dispuestos a permitir que se experimentase con su hijo, que lo utilizaran como conejillo de indias a cambio de una esperanza.
Cuando cesó su desordenada y entrecortada explicación, el Dr. Zuala se apoyó con los codos sobre el escritorio.
—Miren —dijo—, su hijo era pero ya no es. Es así de simple. No hay solución milagrosa. No hay esperanza y deben aceptarlo. Quien haya dicho eso en la televisión es un mentiroso y un charlatán. Se tienen que hacer a la idea de que tendrán que arrastrar a su hijo en un carro de ruedas el resto de su vida. Nunca volverá a ser el mismo. Se ha ido y la ciencia no puede traerlo de vuelta. Su enfermedad, por desgracia, es incurable. No hay nada que hacer. Nada. ¿Lo entienden?
La madre apretó el brazo de su marido y se echó a llorar. El padre, por su parte, intentó responder pero no quería que le flaquease la voz delante de aquel hombre, así que se limitó a mirarle fijamente.
—Cuanto antes lo acepten será mejor para todos.
La enfermera les puso la mano en la espalda con suavidad. Los sacó de aquel despacho y les acompañó hasta la puerta. El padre no pronunció ni una sola palabra, se limitó a andar muy recto. Las manos le temblaban.
Vorín sobrevivió cinco años en estado de coma profundo, alimentado por sondas nasales, constantemente atendido por su madre. Algunas tardes ella se sentaba a su lado y charlaba con él y le contaba cómo transcurrían las cosas y le decía que no debía preocuparse por nada, que no debía tener miedo porque era un niño muy valiente, le decía que tanto ella como su padre le protegerían siempre y nada malo podría ocurrirle.