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Las suertes del destino
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A lo largo de su trayectoria literaria, Merino se ha venido mostrando como un escritor inquieto e insatisfecho, enredado siempre entre los pliegues de la ficción y buscando nuevos resquicios para contar sus historias. El punto de partida de este nuevo libro, aparecido en el 2011 en la editorial Alfaguara, fue un relato, “El meteorito”, publicado en el 2009 como homenaje al profesor Ricardo Senabre. Pero cuando el autor quiso agruparlo junto con otros textos narrativos breves le pareció que había algo en el conjunto que no funcionaba del todo, que aquel primer relato precisaba otras compañías y sus personajes, un desarrollo algo mayor.
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El caso es que el citado cuento, con leves variantes, aparece iniciando este volumen. En él nos encontramos ya con los tres protagonistas principales de nuestra historia: el matrimonio formado por Pedro y Mónica, y su viejo amigo Fran; el mismo espacio físico, el viejo chalet del abuelo del protagonista; y el conflicto del que surgirá el resto de la trama. Así, mientras los personajes se hallan tomando el fresco, una estrella fugaz recorre el cielo, fenómeno que curiosamente solo detecta Pedro, llevándolo a recordar una historia ocurrida muchos años antes, en una situación similar, cuando veraneaban en la misma casa y observaron el paso de la estela rojiza que dejaba un meteorito. Ahora, cuando concluya agosto, Pedro va a ser operado de una grave enfermedad, de la que no se sabe si saldrá con vida, por lo que tienen una cierta sensación de despedida. Son estas circunstancias especiales las que llevan al protagonista a contar un extraño episodio que presenció en aquel verano de su juventud, cuando él era novio de Mónica, y creyó descubrir un hecho grave que silenció siempre y cuyo pormenorizado relato inquietará a sus interlocutores. Pero, de inmediato, en el capítulo 3, todo ello queda desmentido con lo que Mónica le espeta a su marido. ¿Qué ha pasado entonces? Pues que Merino nos ha situado ante uno de los malentendidos que todavía hoy planean sobre las relaciones entre la realidad y la ficción. De tal forma que entre los objetivos de esta narración, sin que sea el principal, se halla el mostrarnos por medio de un ejemplo concreto que “la literatura es Otra realidad” (p. 67), por lo que las figuraciones de Pedro no tienen por qué coincidir exactamente con las experiencias vividas con sus amigos. El caso es que tanto a Fran como a Mónica, al reconocerse en la ficción, y comprobar que los hechos no se muestran según sucedieron en la realidad, les cuesta aceptar este peculiar estatuto de lo imaginario; algo comprensible, por otra parte, dado el poco agradecido papel que les ha tocado representar en las imaginaciones del protagonista.
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Igual que le ocurre a Pedro en nuestra obra, quien ante la inminencia de una grave operación, dado lo hipocondríaco y neurasténico que se reconoce, se dedica a la escritura para aliviar la espera, como una forma de consuelo, en la Novela de Andrés Choz (1976), primera narración extensa que publicó Merino, un hombre al que le habían pronosticado que podía morir dedica el tiempo que le queda de vida a escribir una novela. El marco general del relato se completa con diversas historias que afectan a los principales protagonistas, pues intervienen o están protagonizadas por sus familiares o allegados cercanos; sobre todo, por los avatares que protagoniza Noemí, la novia de Fran. De este marco, decíamos, dimanan numerosos textos breves en forma de cuentos o microrrelatos. Así, Pedro transcribe sus propios sueños, o pesadillas (“La otra casa”), o va escribiendo lo que se le ocurre, sean relatos realistas o fantásticos, dándoselos a leer a su mujer o comentándoselos a Fran, por lo que surge, a veces, un enfrentamiento entre ellos, sobre todo cuando en uno de los textos ambos aparecen como amantes. Esas narraciones intercaladas están pespunteadas por las disquisiciones de un narrador en tercera persona. Semejante sistema de composición, lo ha aclarado el mismo autor, no surgió como producto de un plan preconcebido, sino como resultado de la misma escritura y de las necesidades del conjunto de la narración, para lograr una estructura equilibrada y una cierta relación entre las distintas partes.
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Por estos relatos iremos conociendo distintos estados de ánimo del protagonista, aunque lo que más pueda llamarnos la atención sea su impresión de estar siendo despojado de su propio cuerpo (p. 19), o cómo en un momento dado, un fulgor de forma vagamente elipsoidal, un skrtquo, entra dentro de él (p. 28), inspirándole historias como la protagonizada por un gigantesco arácnido extraterrestre, de la especie zambuliana, desde el instante en que se imagina que aquel meteorito era una nave espacial. A través de estas narraciones Pedro muestra sus miedos, júbilos y melancolías (pp. 30 y 31), aunque también sabemos, lo confiesa el extraterrestre, que compartimos con ellos el “gusto por la ficción, por los apólogos, los cuentos” (p. 50).
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Por lo que respecta a los textos insertados, podría decirse que aparecen dos tipos de microrrelatos, compuestos todos ellos en un cuerpo de letra distinto: los que están insertados en la narración general (pp. 50-53), y los que se nos presentan como independientes. Estos últimos, a su vez, se dividen en dos clases: los que pueden leerse al margen del contexto general (“El del espejo” o “Una revelación”) y los que necesitan el conjunto para alcanzar su sentido pleno, como le ocurre, por ejemplo, a “Desvelo” (p. 75).
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También debería llamar la atención de un lector atento la comodidad con la que Merino se mueve a través de diversos registros, como puedan ser la ciencia ficción, la narrativa de terror o fantástica. Lo que todos ellos tienen en común es una visión crítica de la realidad y un constante sentido del humor, lo que unas veces lleva a Merino al homenaje y otras a la parodia. De tal forma que bien alude, u homenajea las obras de Poe, Andersen, Monterroso y Asimov, o remeda algunas de las obsesiones y motivos de Gómez de la Serna (“Paraguada”); se burla del arte moderno (“El joven deconstructor” y “Arte sideral”); nos muestra lo bizantinas que pueden llegar a ser las discusiones en la Academia de la Lengua (“Calaveras”); alerta a la Monarquía contra la amenaza de la República (“Nube”); o, por último, contribuye a la prolongación de la existencia de una palabra a punto de desaparecer, en “Divina acercanza”.
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Como suele ser frecuente en la obra de Merino, la narración incluye también una reflexión sobre la escritura y sus diversos componentes; en este caso supone un viaje teórico y práctico al taller del escritor. Hasta tal punto que se nos muestra cómo el narrador parte de la realidad para transformarla a su antojo (“extraños impulsos de la imaginación”, los denomina, p. 27), aun a riesgo de molestar a sus seres queridos, según ya hemos apuntado que ocurre con la historia inicial. O en el caso del capítulo 14, “El gato azul”, en el que tras el cuento se explica de qué modo surgió la idea. Como buen ejemplo de la forma en que aparecen imbricados textos y paratextos, recordemos que para entender el capítulo 22, es necesario relacionarlo con las dedicatorias de la p. 205. El libro, en suma, debe leerse como un conjunto; pero, si queremos calibrar la lectura en toda su complejidad, resulta imprescindible tener en cuenta el sentido de aquellas piezas individuales, y aquí son muchas, que pesan por sí mismas, sin necesidad del marco (valgan como ejemplo “La rabia de Vulcano” y “El canto del cuco”), perfectamente aislables.
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El título del libro alude al tiempo de vida que Pedro cree que le resta; a la libre utilización del mismo, de las horas, que se hace en la narración; y, desde luego, en su sentido más obvio, a la cantidad de relatos distintos que lo componen, cuya estructura incluye, por ejemplo, “Una semana de ficción” y “Siete novelas al minuto” (la primera de ellas, titulada Las parejas imaginarias, se nos anuncia como la ganadora del I Premio Meteorito de Novela), que ocupan las partes 15 y 18 del conjunto.
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Podría afirmarse, además, que en El libro de las horas contadas muestra Merino, en síntesis, los impulsos de su imaginación, sus obsesiones narrativas, por medio de diversos géneros, estéticas, procedimientos, motivos o personajes. Además, juega con el “espacio, sueño y tiempo”, según ocurre en el capítulo 8. No en vano, a lo largo de los diversos textos volvemos a encontrarnos no sólo con algunos de sus espacios habituales, como esas viejas casonas montañesas, o las pozas para bañarse; sino también con espejos, identidades cambiantes, el trastocamiento del tiempo o el pasado que vuelve, mundos paralelos, la interrelación entre sueño y realidad, el motivo del despierto y el dormido, el insomnio, la invisibilidad o los artrópodos. E incluso en “Caperucitas”, a la manera que suele ser habitual en el microrrelato, Merino reelabora un cuento tradicional. Creo, por tanto, que no estamos meramente ante una novela híbrida, al uso, porque si bien tiene todas sus trazas, la inserción de cuentos y microrrelatos en páginas independientes lo convierten en lo que podríamos llamar un ciclo de narrativa breve, que podría ser una mixtura, no necesariamente monstruosa, entre el cada vez más frecuente ciclo de cuentos y el todavía poco habitual ciclo de microrrelatos. En suma, este excelente libro consigue ser un afortunado experimento y otro posible camino para mostrarnos la realidad y las aventuras de la imaginación en toda su complejidad.
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* Esta reseña ha aparecido en la revista Turia, núms. 101-102, marzo-mayo del 2012. En la foto de Gemma Pellicer, Merino aparece con Juan Pedro Aparicio y Luis Mateo Díez, junto al monumento al poeta Heine.
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