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El cuento es un género que Fernando Aramburu ha venido cultivando desde que empezó a escribir. El vigilante del fiordo es su tercer libro de relatos, tras No ser no duele (1997), recuérdese que su primera novela data de 1996, y el muy reconocido Los peces de la amargura (2006). Lo primero que llama la atención, en este nuevo volumen, es que algunas de sus piezas parecen desgajadas del libro anterior, pues en “Chavales con gorra” y “Los vigilantes del fiordo” vuelve a ocuparse del terrorismo vasco, mientras que en “Carne rota” trata de los atentados del 11-M.
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El primero muestra el miedo obsesivo que lleva a un matrimonio pudiente a huir sin descanso, acosados por ETA, en busca de un lugar para instalarse a vivir. El marido se siente constantemente “observado, perseguido, acorralado” por los chavales del título. Más ambiciosos, complejos y logrados resultan los cuentos que ocupan el centro del volumen: “Carne rota” y “El vigilante del fiordo”. En aquél, a lo largo de diez secuencias, separadas por blancos, se cuentan otras tantas historias que van enlazándose mediante el procedimiento de la concatenación (reiteración de la anadiplosis). En todas ellas se ocupa el autor de las trágicas consecuencias del atentado terrorista del 11-M, pero quizá destacaría tres de estas historias. La quinta, con la que podría hacerse un corto cinematográfico, en la que se relata el reencuentro de dos chicas que todos los días coincidían en el tren, sin llegar nunca a tratarse. Pero, tras el accidente, del que salen sanas y salvas, aunque a una le han quedado remordimientos por no haber prestado ayuda y a la otra una cicatriz, cada vez que vuelven a verse se abrazan, alegres por haber sobrevivido a la tragedia. En la octava historia, el narrador en tercera persona se alterna con el omnisciente, quien conoce la masacre que se avecina, para contarnos cómo un chico de rizos negros dejó en el tren 21.435 la mochila con los explosivos. Pero quizá sea la última secuencia una de las más patéticas, al mostrarnos la impotencia de Guzmán, quien tras observar la explosión desde su casa, se queda paralizado y ni siquiera se atreve a prestar ayuda, pues padece aún las secuelas de un reciente accidente de coche, del que fue responsable y en el que su padre perdió la vida. “Carne rota” es, en suma, una narración de protagonista colectivo, compuesta por secuencias concatenadas que desde distintos puntos de vista nos proporcionan una imagen tan variada y precisa como emotiva de los atentados del 11-M, sobre sus consecuencias en las víctimas o en sus allegados, así como de las distintas reacciones que provocan en las gentes que se hallan cerca del suceso.
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En “El vigilante del fiordo” el autor baraja con habilidad la narración y el diálogo teatral (procedimientos que reaparecerán en “Nardos en la cadera”), para contarnos la situación en que se encuentra Abelardo, funcionario de prisiones en Jaén, que ha perdido a su madre en un atentado terrorista, tras abrir un paquete bomba destinado a él. La tragedia lo ha trastornado hasta tal punto que lo encontramos internado en un centro psiquiátrico, donde dialoga con enfermeras y doctores, aunque en su delirio cree viajar –quizá por el sentimiento de culpa que lo embarga- de vez en cuando a Noruega para cumplir una misión. Se trata de la promesa que le ha hecho a su madre, a quien, además, le dirige una carta para acabar confesándole que la quiere. Allí habita en una cabaña, en compañía de una cabra, y se dedica a la pesca mientras vigila un fiordo, impidiendo la entrada de los terroristas. Pero no siempre sus reflexiones son las propias de un demente, como cuando critica a los políticos que se aprovechan del dolor de las víctimas del terrorismo para acaparar un protagonistas que no les corresponde. Al contraste entre lo real (le ha mordido a la doctora que lo trata), y lo imaginado, se suma también el encierro en el hospital, frente a los espacios abiertos del fiordo que, a pesar de la soledad, se atisban quizá como una alternativa vital, sólo compensada por la vecindad de una palestina, con la que consigue entablar un atisbo de comunicación. Los dos procedimientos que utiliza para contar, la narración en tercera persona y el diálogo teatral con sus correspondientes acotaciones, responden a otras tantas realidades que vive el protagonista.
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El caso es que en ninguno de estos relatos se nos presenta directamente la violencia de ETA; el autor prefiere mostrarnos sus consecuencias, las terribles secuelas que deja en la vida de las personas. En los restantes cuentos del libro también hallamos la misma variedad de registros, aunque quizá destacaría, entre todos ellos, “La mujer que lloraba en Alonso Martínez”, cuyo origen proviene de una escena que presencia el autor. Se compone de ocho secuencias y lo protagonizan los siguientes personajes: el divorciado Claudio B.; su hermana Lucrecia, viuda reciente; la anciana madre de ambos, quien ya no los reconoce; y la misteriosa mujer llorona. Al final, nos quedan más preguntas que respuestas: ¿por qué llora la mujer en el andén?, ¿cómo le han salido esas llagas supurantes?, ¿existe realmente la mujer llorona o sólo aparece en la imaginación del protagonista? Pero mientras que Claudio B. se muestra obsesionado por la mujer, su hermana, que sólo conoce la historia de oídas, observa la situación de la manera más prosaica posible.
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En “Mártir de la jornada”, cuya acción trancurre entre la medianoche y el mediodía siguiente, baraja Aramburu seis episodios distintos, cuyo único nexo de unión es la mera participación del protagonista en una especie de via crucis en el que se ve inmerso sin remedio: el picor que Arsuaga, el personaje principal, padece en los genitales a lo largo de toda la jornada; la compra de una tarta y unos merengues; el bautizo de su anciana madre, alentado por el cura del asilo, cuando ni siquiera puede reconocer a su hijo, la mantienen desaseada y cree –en realidad- que se ha casado; el rapto, por error, en la carretera; y el entierro de Rodríguez Beltrán, al que consigue llegar cuando ya ha concluido, con el consiguiente enfado de Victoria y su madre. Pero como anuncia el título, se trata de la relación de una serie de malentendidos o accidentes que sufre el protagonista a lo largo del día; de modo que va de uno a otro como si se tratara de un camino de expiación, o del mismísimo purgatorio, aunque al final su mujer no le perdone que llegue tarde y hecho un pordiosero al entierro, reafirmándose en el desprecio que siente por él. El caso es que no consigue salir airoso de los diversos lances que ha protagonizado. El tono del relato, en la tradición de la narrativa antirrealista, no sólo resulta jocoso, sino también disparatado, hasta el punto de que podría tacharse de ramoniano, a lo que también contribuye la aparición de personajes como el hombre gordo que barre el suelo en la iglesia, responsable del rapto por error, amenazándolo con una faca y atándolo a un árbol. El protagonista, en suma, es un pobre diablo, superado por una realidad que parece estar siempre en su contra, pues en cada uno de sus desaciertos se nos muestra como el desastre que es, el antihéroe de una película de cine mudo. Solo el lector, al fin y a la postre, se apiadará de este peculiar “mártir” que resulta ser Arsuaga, cuya jornada arranca en un bautizo y concluye en un entierro; aunque los auténticos mártires de la jornada sean los protagonistas de “Carne rota”, el cuento que sigue en el libro y del que ya nos hemos ocupado.
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En estos cuentos, Aramburu cultiva estéticas muy distintas que van del realismo descarnado a lo fantástico, barajando puntos de vista, temas, situaciones y personajes variados. Así, nos topamos con seres nobles, al lado de otros abyectos. La mayoría de las tramas sugieren más que muestran, desarrollándose mediante mecanismos narrativos relacionados con el simbolismo para, a veces, salirse de la lógica y la racionalidad e instalarse en el absurdo. En aquellos textos que sobresalen, ya los hemos señalado, vuelve el autor a ocuparse del terrorismo, del vasco y del islamista, aunque lo haga desde registros distintos, pero siempre con la máxima exigencia literaria.
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* Esta reseña ha aparecido publicada en la revista Turia (Teruel), núm. 100, noviembre del 2011-febrero del 2012, pp. 382-385, con el título de “La vida violenta”. La imagen es de José Romo Maíllo.
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