martes, 8 de agosto de 2023
Oda Sakunosuke: El signo de los tiempos
martes, 10 de enero de 2023
Concha Alós: Los enanos
Año de publicación: 1962
Valoración: recomendable
Al comienzo de Los enanos se nos narra una escena que bien podría resumir toda la novela: en el fondo del patio de luces de un edificio de pisos de Barcelona, donde se encuentra la pensión Eloísa, en la que se desarrolla la historia, entre un montón de desechos se mueven unas ratas, cuyos requiebros y peleas entretienen a los vecinos del inmueble y, sobre todo, a a los inquilinos de la pensión. La metáfora resulta más que clara, puesto que esta novela lo que nos cuenta son los quehaceres, sinsabores y enfrentamientos entre una serie de personajes, a cada cual más mísero y desgraciado. Sin embargo, y aunque la autora no renuncie a esa imagen de las ratas, el título del libro, aunque vaya en el mismo sentido, hace referencia a una reflexión que una de las pensionistas escribe en un cuaderno:
"Huir, locamente, alegremente, de ese gigante que nos fuerza a ser lo que somos y nos obliga a andar por donde él quiere. Somos enanos rodeados de enanos y los gigantes se esconden para reírse."
Tales "enanos", como he comentado, por tanto, son los habitantes de una cutre pensión de Barcelona allá en la época en que España comenzaba a salir, aun muy poco a poco, de los rigores de la larga posguerra; una colección de perdedores, ya sea por las circunstancias de la vidao de nacimiento, que han recalado allí por diversos motivos: el boxeador Mohatá, que un promotor utiliza como saco humano para impulsar la carrera de otros púgiles, el señor Alfredo, judío de Tánger y su esposa doña Cleo, que abandonaron la ciudad marroquí tras su independencia de España y sobreviven malvendiendo lo poco que salvaron de su anterior vida acomodada; la planchadora Sabina, huida de su pueblo y dispuesta a prosperar, aunque sea ofreciendo su cuerpo al mejor postor... y así todo un reguero de personajes no demasiado afortunados, en el mejor de los casos, o abocados a la miseria material y anímica, en los demás. El contrapunto, siquiera en el tono, a la narración de tantas cuitas y sinsabores cotidianos de estas vidas desgraciadas lo ponen las confesiones y reflexiones, en primera persona, que escribe en un cuaderno la señorita María, una joven de Mallorca, hermana de un cura, que en su momento escapó a Barcelona con su amante, un hombre casado, y ahora sobrevive cuidando niños de familias burguesas. Pero ya digo que es un contrapunto relativo, pues puede que ella sea la más desdichada de todas.
Es ésta una novela dura, no tanto por la truculencia de lo que nos cuenta o por un lenguaje áspero y chabacano, sino porque no da tregua al lector; en todo momento deja claro que a los personajes no les va a ir mejor e incluso, seguramente, su situación empeorará, con lo que, aunque algunos no sean demasiado simpáticos, es inevitable sentir lástima por ellos. Sin duda, se trata de una novela propia de su época, cuando estaba en auge el realismo social y deudora, sin demasiado disimulo, de La colmena, de Cela, aunque más limitada a un espacio concreto y a menos personajes (también se percibe un cierto regusto a Nada, por lo menos a su primera parte). Además, en Cela se aprecia un menor apego por sus criaturas, una mirada más fría, de entomólogo, mientras que Alós muestra una mayor empatía, una comprensión más acentuada, especialmente en lo que le ocurre a las mujeres de su novela, quienes, por otra parte, llevan el mayor peso de la historia.
Concha Alós, escritora valenciana (aunque criada en Castellón) que tuvo su mejor momento en los años 60 y 70, ha sido felizmente recuperada en los últimos tiempos por La Navaja Suiza, y fue, no cabe duda, una gran escritora, con un estilo limpio y directo, pero sin renunciar a la complejidad narrativa. Esperemos que no vuelva a caer en el olvido.
Como curiosidad, decir que Los enanos ganó el premio Planeta en 1962 (está claro que eran otros tiempos), pero su autora hubo de renunciar a él porque ya había comprometido la publicación de la novela con otra editorial. Quizá en compensación por este contratiempo, le volvieron a conceder premio dos años después, con Las hogueras esta vez sin problema alguno.
También de Concha Alós y reseñada en Un Libro Al Día: Las hogueras
jueves, 20 de mayo de 2021
Honoré de Balzac: Papá Goriot
Título original: Le père Goriot
Traducción: Joaquín de Zuazagoitia
Año de publicación: 1835
Valoración: Está bien
Hace mucho tiempo que leí Eugenia Grandet, y en su momento me dejó una estupenda sensación (no me pregunten porque no me acuerdo de nada, la mala memoria lectora es uno de los motivos por los que empecé a escribir reseñas, pero en esa época todavía no lo hacía. Perdón, sigo), hasta el punto de que lo conseguí en francés con idea de releerlo. Pero se me han quitado un poco las ganas tras leer Papá Goriot, a pesar de que sea uno de los títulos más reconocidos de este autor, cuyo nombre se cita de carrerilla junto con Stendhal, Flaubert y Zola si hablamos de la novela realista francesa (Yo creo que Balzac está algún peldaño por debajo de los otros, pero esa es otra historia).
Hecho el introito, pasemos a la novela. Si a veces decimos que una característica de los clásicos es que sus personajes resultan inolvidables, este es sin duda un caso claro: Goriot es un antiguo fabricante de fideos, o algo así, que en su momento debió manejar una fortuna bastante decente, y que ahora vive en la cutrísima pensión de Mme. Vauquer. La razón de ese contraste provoca habladurías sobre los posibles vicios que han hecho descender a Goriot hasta el fondo del escalafón social. Naturalmente, el cuadro lo completan los demás habitantes de la pensión, todos gentes a quien la suerte parece haber dado la espalda: la señorita Taillefer, desheredada en vida por su malvado padre; el misterioso Vautrin, de quien poco se sabe aparte de su vitalidad y carácter sarcástico; o el estudiante Eugène de Rastignac, un joven de provincias ansioso por abrirse paso en la alta sociedad parisiense.
Personajes en general bien dibujados, junto con eficaces descripciones que rápidamente ubican al lector en ese ambiente polvoriento de fracasados actuales o futuros. Por cierto, que el propio Balzac, aficionado a inversiones un poco locas, parece ser que vivió un proceso bastante semejante al de Goriot, y no es difícil que hubiera conocido alojamientos parecidos al que se presenta en la novela. El caso es que Rastignac se decide a maniobrar para dar el salto a los salones y la buena vida para lo que, además de un buen contacto, utiliza el trampolín de las conquistas femeninas de forma que recuerda un poco al Julien Sorel de Rojo y negro, escrita solo cinco años antes.
El nudo de la historia, aunque con un fuerte matiz folletinesco, se sitúa justamente en ese proceso de ascensión social protagonizado (o al menos pretendido) por el joven, algo que se puede resumir en las dos o tres páginas del devastador monólogo del huésped Vautrin, quien explica cómo funciona la buena sociedad parisina: la ambición sobre todo, el genial triunfador (trepa) que despierta por igual envidia, odio y admiración, cero escrúpulos, el placer y la posición social por encima de cualquier otra cosa. Es así como se triunfa en París, como se alcanza la posición envidiable, las mujeres más deseadas, el lujo, así es como la vida sonríe y se vive plenamente.
En definitiva tenemos el enfrentamiento entre el bien y el mal, el buen corazón de las gentes sencillas frente al mundo despiadado de la ostentación, la hipocresía y el desprecio a los sentimientos. El nudo se enreda en torno a Goriot y Rastignac, uno aferrado a sus pasiones familiares, el otro dubitativo ante lo que le atrae y todavía no conoce, y debatiéndose ante lo que parecen sus propias convicciones íntimas.
Esos personajes, como decía antes, se hacen difícilmente olvidables pero reciben tal vez demasiadas vueltas de tuerca. De forma que, al menos para este lector, la bonhomía de Goriot termina por transformarse en un dibujo grotesco, empalagoso y hasta con algún rasgo de cosas muy feas que seguro que Balzac nunca llegó a intuir, pero que sobrevuela en algunos momentos hasta producir una cierta grima. Goriot es lo que llamaríamos un perdedor, un tipo lloriqueante incapaz de entender (sólo al final lo hace) el inmenso error que le ha conducido a la perdición, ese error que cualquier lector detecta pronto y que por eso le hace, digo yo, más acreedor de crítica que de compasión.
En ese combate entre buenos y malos hasta Rastignac, con su ingenuo y bien retratado ímpetu juvenil, acaba perdiendo el atractivo de la volubilidad y adquiriendo cierto aire de pastelón, aunque hay que reconocer que se redime, en un giro sorprendente, justo al final del libro, apenas en un par de líneas.
Desde el punto de vista narrativo, al libro le pesan bastante esas largas parrafadas tan propias de la época, un estilo que a veces llega a exasperar un poco en especial en los diálogos, y que frena la acción de una forma que puede cargar bastante al lector poco paciente o demasiado acostumbrado a ritmos más vigorosos.
Así que conviene leerlo con una cierta perspectiva, siendo conscientes de que lo que tenemos entre manos responde a parámetros bastante diferentes a los que rigen en nuestro tiempo. De esta forma se pueden seguramente apreciar mejor sus virtudes, que las tiene, aunque siendo sincero creo que Balzac en general, y probablemente el Goriot en concreto, han podido envejecer peor que varios de sus contemporáneos.
P.S. Como dato anecdótico diré que el traductor de mi edición del libro, Joaquín de Zuazagoitia, fue un alcalde de Bilbao de quien tenía algunas referencias por cuestiones que, claro está, nada tenían que ver con la literatura. Y bueno, al margen de la traducción, que en general parece correcta aunque con algunos puntos oscuros, resulta gratificante apreciar cómo algunos políticos son (o eran) capaces de demostrar aptitudes para actividades muy diferentes de aquellas por las que son conocidos.
jueves, 4 de octubre de 2018
Benito Pérez Galdós: Marianela
- Las incursiones de un narrador en tercera persona que no tiene objeción en irrumpir para dar su opinión (narrador editorial) y que utiliza a algunos personajes para exponer sus argumentaciones, como sucede en este caso con Teodoro Golfín.
- La reiteración del discurso a lo largo de la novela: que la educación, la religión y el trato digno iguala a los individuos.
- El lenguaje solemne, plagado de ayayáis o de referencias a la religión cristiana. Sorprenden esos diálogos tan poco verosímiles y más tratándose de literatura realista, no obstante, se trata de una convención literaria presente no solo en las obra de Galdós si no en todas las de esa época:
«¡Oh! ¡cuán lamentable cosa es no haber visto nunca la bóveda azul del cielo en pleno día! —exclamó el doctor con espontaneidad suma—. Dígame usted, ¿este conducto donde las ideas de usted se desarrollan magníficamente, no se acaba nunca?»
- La ironía que subyace en toda la narración y que contribuye a aligerar el drama. El clímax y la confirmación de la mordacidad casi furibunda con la que el autor escribió Marianela se ve claramente en el epílogo final referido a la supuesta lectura de un artículo de The Times.
- El retrato minucioso de la sociedad rural de la época gracias a los distintos grupos humanos que aparecen en la obra como modelos contrapuestos: Los Centeno —la familia con la que malvive la Nela— son pobres y sin miras (a excepción de Celipín, del que hablaré más tarde). Los hermanos Golfín nacieron pobres pero su empeño y amplitud de miras les dio fortuna y una vida digna; no obstante, Carlos, el hermano menor, está casado con Sofía, una señorita de provincias que no ve más allá de sus narices. Y algo parecido sucede con la familia de Pablo, donde Florentina es la honrosa excepción.
- La fuerte presencia y simbología del lugar —un territorio agreste de grutas y acantilados y vestigios de una actividad minera en decadencia— gracias a unas descripciones precisas y poderosas:
«(…) Hallábase en un lugar hondo, semejante al cráter de un volcán, de suelo irregular, de paredes más irregulares aún. En los bordes y en el centro de la enorme caldera, cuya magnitud era aumentada por el engañoso claro-oscuro de la noche, se elevaban figuras colosales, hombres disformes, monstruos volcados y patas arriba, brazos inmensos desperezándose, pies truncados, desparramadas figuras semejantes a las que forma el caprichoso andar de las nubes en el cielo; pero quietas, inmobles, endurecidas. Era su color el de las momias, un color terroso tirando a rojo; su actitud la del movimiento febril sorprendido y atajado por la muerte. Parecía la petrificación de una orgía de gigantescos demonios; y sus manotadas, los burlones movimientos de sus desproporcionadas cabezas habían quedado fijos como las inalterables actitudes de la escultura. El silencio que llenaba el ámbito del supuesto cráter era un silencio que daba miedo. Creeríase que mil voces y aullidos habían quedado también hechos piedra, y piedra eran desde siglos de siglos».
«¡Ay, ay con el doctorcillo de tres por un cuarto!... Ya… cuando has querido hacerme creer que el sol está quieto y que la tierra da vueltas a la redonda… ¡cómo se conoce que no lo ves! ¡Madre del Señor! Que me muera en este momento si la tierra no se está más quieta que un peñón y el sol va corre que corre. Señorito mío, no se la eche de tan sabio que yo he pasado muchas horas de noche y de día mirando el cielo, y sé cómo está gobernada toda esa máquina… (…)»