Regalos de cumpleaños que te haces tú misma


Tenían que haber llegado hace una semana, pero parece ser que la aduana española no se fiaba y pensaba que estaba intentado colar en el país un alijo de armarios y fulares en una caja de quince kilos; eso o cocaína, no lo sé, pero el caso es que han tenido retenido el paquete tres días en Madrid, luego ha habido un fin de semana de por medio y menos mal que no tenía ningún compromiso con estos libros porque si no no hubiera llegado, pero ya están aquí. Son mis copias, mías, aunque en realidad no son mías porque tengo casi todas apalabradas. Muchas son para regalar, pero no todas, que lo del todo gratis tampoco es. Hay gente que aún no se fía de las compras de Internet (sí, todavía quedan) y me han pedido que se los traiga yo; a otros y otras no les gusta Amazon y prefieren saltarse al intermediario, y aún hay otros que creo que no se han enterado muy bien de qué es eso de un libro que has escrito, así que se lo presentaré en formato físico a ver si así me explico. Por supuesto, pretendo quedarme con alguno, tenerlo de adorno en mi librería, mirarlo y sobarlo y olerlo y desgastarlo de tanto tocarlo. Hasta que se pase la novedad, por lo menos, o hasta que me dé por sacar el siguiente. Aunque, claro, este siempre será especial por ser el primero. Todavía no me creo que exista. 

Ya han llegado, y estoy deseando sacarlos a ver mundo. Ayer salieron unos cuantos, y dos ya tienen casa. Solo quedan varias docenas por encontrar la suya. 

Inglés británico frente a inglés americano: rubber or eraser?

Si lo de los acentos en castellano (y en español apaga y vámonos) es un mundo y encontrar un modelo estándar que enseñar suele ser un poco pesadilla, ya no te digo nada en inglés, que tiene tantos acentos como hablantes, o al menos eso me parece a mí últimamente. Están los dos más conocidos, el inglés británico y el americano, pero es que dentro de estos hay una gama muy amplia, porque no es lo mismo hablar el inglés de Londres que el de Manchester, o el de Nueva York y el de Austin. Si ya nos metemos con las antiguas colonias inglesas, podemos hablar de las variantes asiáticas en India y Pakistán o el precioso acento australiano o neozelandés, que a mí me encanta y me hace mucha gracia (no sé por qué; no conozco a ningún humorista australiano, pero su acento me suena a chiste).

Quien dice acento, por supuesto, dice también léxico. Tras mi paso por Estados Unidos, donde trabajé siete años, me traje a Vitoria un acento que se parecía más al de Bush que al de la reina inglesa y un bagaje idiomático que poco tenía que ver con los libros que me habían hecho leer en la academia de inglés. Ya no decía biscuit, sino cookie; ya no eran chips, sino French fries, o fries a secas; nunca me subía en el lift, sino en el elevator, y el metro dejó de ser tube para convertirse en subway. Pero claro, ahora estaba en Europa, y el modelo a seguir de los libros y de todo el material disponible es el británico, que me parece un acento mucho más bonito y mucho más difícil de adquirir, así que hice lo posible por moldear mi forma de hablar, empecé a pronunciar de nuevo el sonido "t" intervocálico y recordé que hay que decir "Have you got a pen?" en lugar de "Do you have a pen?", que era lo que a mí me salía. Ahora mismo, mi acento es tal amalgama de sonidos y vocales raras que no tengo muy claro que alguien pudiera ubicarme en el mapa. Vasca, supongo. Ante la duda, siempre vasca.

Esta semana, en sexto, estamos viendo la ropa otra vez (hay temas que se repiten hasta la saciedad, y lo peor es que mis alumnos y alumnas no recuerdan ni una sola palabra de lo que han dado TODOS LOS AÑOS), y una de las prendas que se tienen que aprender es trousers. No me preguntéis por qué, pero esta es una palabra que no me gusta nada y que nunca utilizo, aun sabiendo que es típicamente British y que su equivalente americano, pants, se refiere a la ropa interior en inglés británico. Como me conozco y sé que se me suele escapar, les expliqué que, si alguna vez me oían decir pants, debían saber que quería decir trousers, que para mí eran intercambiables. Una niña de padres nigerianos que pasó sus primeros años de vida en Inglaterra se echó entonces a reír, y entre las dos les explicamos la diferencia de significado. La clase pidió más ejemplos, y a mí se me ocurrió contarles la anécdota que me contaron a mí nada más llegar a California y con la que me ahorré más de un disgusto.

--¿Cómo se dice "goma de borrar" en inglés?
--Rubber --contesta un crío (al resto le costó, ¡ay!).
--Bueno, pues en inglés americano es eraser, porque rubber es condón. Así que nunca se os ocurra pedir a alguien la goma de borrar en Estados Unidos, por si acaso.

En tres años que lleva esta clase conmigo, sé de buena tinta que un par de niños no han aprendido absolutamente nada, ni una sola palabra. Pero fíjate tú que eso sí se lo aprendieron, y se pasaron lo que quedaba de hora (la hora más larga de mi vida) preguntándose los unos a los otros "Have you got a rubber?" en lugar de hacer lo que les había mandado. Capeé el temporal con un número limitado de gritos y de "vale yas" y según salían de clase les dije, como pensando en voz alta:

--Veamos, ¿qué os he enseñado hoy? A pedir condones en inglés. Sí señor, una hora muy bien aprovechada.

Todos y todas me dieron la razón. A ver qué les enseño la semana que viene que vayan a recordar igual de bien.

Resaca electoral

No me digáis que no parece sacado de una película de terror

Hoy iba a publicar algo sobre la huelga de los deberes, pero la noticia del día me ha dejado tan impactada desde que me he levantado que no puedo hablar o pensar en otra cosa. Donald Trump es el nuevo presidente de Estados Unidos, el país más poderoso del mundo. Y yo me he enterado porque una amiga americana me ha mandado un mensaje pidiéndome perdón y rogando que le busque ofertas de trabajo. Las dos hemos decidido que mejor nos vamos a Canadá.

Ayer me acosté convencida de que iba a ganar Hillary. No es que sea santa de mi devoción (hace bueno a Bush), pero al menos es una mujer preparada que sabe qué es la política. Abogada y senadora, vivió ocho años en la Casa Blanca (y no creo que Bill y ella hablaran de a quién le toca limpiar el baño a la hora de la cena), y con Obama ha sido Secretaria de Estado, el segundo puesto más importante después del de presidente. Es la mujer más preparada del mundo, probablemente más que el propio Obama cuando entró en la presidencia, y ha sido derrotada por un fantoche que se ha hecho famoso en Estados Unidos y en el mundo entero por ser un millonario bocazas, racista, misógino, con más denuncias de agresión sexual que la mitad de los presos que están en la cárcel con ese cargo, defendido por el KuKluxKlan y que tiene línea directa con Putin, otro angelito. Vamos, que uno de los seres más despreciables del planeta ha sido elegido como el jefe de estado de la mayor potencia mundial.
Sí, las mujeres blancas han votado a
Trump. Esto merece otro post en sí mismo,
pero, tras siete años viviendo allí, he de
decir que no me sorprende.

Llevo todo el día en estado de shock (mi frase más repetida hoy en redes sociales ha sido "USA, what the fuck??") y mucha gente me está diciendo que no es para tanto, que al final los dos eran iguales (qué bien nos han vendido la moto, colega, qué bien nos engañan), que no es el fin del mundo y, sobre todo, que lo han elegido democráticamente, quién soy yo para hablar. Parece que la gente se olvida de que Hitler también fue elegido de forma limpia y legal, y también en su momento se dijo que el problema era de los alemanes, que qué más nos daba. De hecho, el problema en sí no es tanto Trump como lo que representa. Trump va a ser un pelele, como son todos los gobernantes (aunque con más poder del que me gustaría, porque han ganado el senado y el congreso y esto me acojona mucho), pero sus votantes no lo son tanto. Sus votantes, la gente de a pie que le quiere como presidente, le han elegido basándose en sus discursos llenos de odio, de violencia y de insultos. Los y las votantes de Trump lo han elegido porque han visto esperanzas de que sus sueños se conviertan en realidad, y los sueños que Trump ha vendido han sido:

  • Deportaciones en masa de todos los inmigrantes ilegales. 
  • Juzgar a la gente basándose en su religión (musulmana, se entiende). 
  • Supremacía blanca. 
  • Ilegalización del aborto. 
  • Curar la homosexualidad a base de descargas eléctricas.
  • Institucionalizar las agresiones sexuales (si el presidente lo hace y alardea de ello, ¡qué no harán los demás!).
  • Denigración de la mujer a niveles de los años cuarenta, o peor. 
  • Bombardeo indiscriminado de todo aquel país que no piense como él. 
  • Levantar muros para evitar la inmigración (de ciertos países, claro; mujeres eslovenas, que vengan las que quieran).
  • Etc, etc, etc. 
Nos llevamos las manos a la cabeza en su momento con el Brexit y ahora andamos escandalizados/as por los brotes de violencia racial que se están dando en el Reino Unido. Imaginaos eso mismo pero en un país en el que es legal que niños de quince años lleven pistola. Esos policías que disimulaban a la hora de repartir hostias en las manifestaciones para que no se notara que siempre pegaban a los negros ya no tienen necesidad de esconderse. ¿Blanco y violador? Chaval, vas para presidente. Hemos pasado de soñar con poder decir a nuestras niñas "puedes ser presidenta del país más poderoso" a tener que explicarles a los chicos que no, no se puede agarrar a una mujer del coño si ella no quiere, por más que el presidente lo haya hecho. 

Sé que es muy cómodo hablar de lo que pasa fuera en lugar de analizar lo que pasa en casa, y sé que aquí tampoco es que los resultados sean muy halagüeños. Sinceramente, creo que las comparaciones son odiosas, que "malo vendrá que bueno me hará" y que, por más asco que me dé decir esto, prefiero a Rajoy que a Trump. Dicen que los ciudadanos tienen lo que se merecen, y la verdad es que estoy de acuerdo. Exceptuando los estados colindantes con los océanos, no se puede decir que la población de Estados Unidos sea un ejemplo a seguir. Aún recuerdo el día en el que el director de mi escuela me llamó la atención por defender la teoría de la evolución de Darwin. Menos mal que no se me ocurrió hacerlo delante de mis alumnos, o hubiera tenido un problema serio. No tanto como ahora, eso está claro; hispanohablante, de izquierdas y vasca, me habrían metido en el primer avión de vuelta a casa con la señal de la bota en el culo.

Sueño cumplido (del todo): ¡Armarios y fulares ya está en papel!


Dios mío del amor hermoso, qué gran sorpresa me he llevado esta semana. Sorpresa relativa, claro, porque soy yo la encargada de hacerlo todo y ya sabía que estaba en camino, pero el miércoles, al abrir el buzón, me encontré con el ejemplar de prueba de Armarios y fulares que había encargado y casi me dio un pasmo. Lo estaba esperando, sí, pero yo pensaba que me iba a encontrar con el resguardo de la compañía de transportes y que iba a tener que ir a buscarlo, no que iba a estar esperándome en casa. De la emoción casi ni comí, o sea que fue un día de esos de win-win, que dicen los americanos, en los que todo sale bien (un kilito menos esta semana, empezamos la dieta con buen pie).

Y es que una cosa es saber que está publicado y saber que la gente se lo puede descargar y otra cosa es tenerlo en tus manos, poder tocarlo, olerlo, hojearlo (con hache, porque tiene hojas, páginas físicas, numeradas y todo). La edición es simple pero de buena calidad, de tapa blanda pero no cutre (no te quedas con las páginas en las manos, como me ha pasado alguna vez con libros nuevos de editoriales serias comprados en librerías físicas), y, sobe todo, es la representación física de un sueño, algo que pensaba que no iba a ocurrir nunca. El domingo es mi cumpleaños, pero mi regalo ya ha llegado, y la ilusión que me ha hecho supera a cualquiera que haya recibido nunca. 

Aunque, si he de ser sincera, lo que más ilusión me hace de todo el proceso es que alguien lo lea. En digital o papel, me da igual, lo que me encanta es recibir las opiniones de la gente (porque de momento son buenas, claro; cuando lleguen las malas otro gallo cantará). Saber que algo que empezó como una idea abstracta en mi cabeza ha tomado forma y se ha convertido en una historia que compartes y gusta es lo mejor que me ha pasado en la vida. No recuerdo haber estado tan emocionada como cuando recibí la primera reseña de alguien desconocido que dijo que le había gustado. Supongo que eso es señal de que he vivido una vida muy simple, o de que la simple soy yo y me emociono con cualquier cosa. Qué queréis, no me cambio por nadie, porque la felicidad que he sentido desde esa primera reseña bien merece el ser simplona. 

Así que ya lo tenéis. Si sois de las personas que solo leen libros físicos o queréis hacer un regalo, el libro está disponible donde siempre, en Amazon, junto con la copia digital por si la queréis descargar también. Yo, de momento, ya he hecho un pedido tan grande que no sé si va a pasar la aduana. Entre los que quiero regalar y los que me ha pedido gente que no se fía de comprar en internet (os lo creáis o no, todavía existen), me van a durar un suspiro. Todo sea por la ilusión de tener lectores y lectoras. Todo sea por vosotros y vosotras. 

Me voy a soñar despierta. Ah, no, que el sueño ya se ha cumplido; habrá que tener otro.

De por qué descuidar tu ortografía te cuesta lectores


Lo admito: soy muy picajosa con ciertas cosas. Me tengo por persona tolerante, pero la verdad es que cada vez me doy cuenta de que soy muy maniática, y algunas manías me sulfuran a más no poder. Por ejemplo, no soporto llegar tarde a los sitios y, aunque me voy calmando un poco con el tema (a la fuerza, porque si no me va a dar un mal), tampoco me gusta que me hagan esperar. Rechino los dientes cuando veo a alguien escribir en un libro con boli, no te digo ya subrayar con fluorescente, y me da mucha, mucha rabia, que no me devuelvan los bolis que presto, por mucho que no sean míos y solo tenga que ir a la sala de material a por más. Cierro los ojos como si me hubieran pegado cada vez que alguien dice "contestastes" o "si sería", y no soporto, NO SOPORTO, el olor a tabaco. Pero más que todo esto, por encima de cualquier otra cosa (incluso de fumar en los bares aun sabiendo que está prohibido, fíjate), no tolero algo que cada vez veo más: faltas de ortografía en documentos que han sido supuestamente corregidos.

Creo que no hay cosa que más me joda en el mundo que encontrarme una falta de ortografía en un libro editado por una editorial de las que se considera importantes (o no importantes, me da igual: todos los libros tienen que pasar una corrección, aunque lo publiques tú misma). Ya no me quedan dedos en la mano para contar las veces que me he encontrado con tildes mal puestas, comas entre sujeto y predicado o frases que, debido a la mala puntuación, no se entienden. Yo no sé si es cosa de que cada vez se gasta menos dinero en los correctores, o que yo cada vez sé más de ortografía y puntuación, pero juraría que los libros que se publicaban antes no tenían los errores que tienen hoy en día. Hablamos de cosas básicas, como no distinguir un "como lo oyes" de un "cómo lo oyes", que tienen significados y funciones distintas y exigen una respuesta muy diferente, vayan o no rodeadas de de signos de interrogación. Simplemente no me explico cómo la persona que corrige o la que lo ha escrito no es capaz de oír la diferencia. ¿Tanto dependemos ya del corrector automático que, si no nos lo marca, lo damos por bueno? ¿Hemos perdido ya la capacidad de corregir nuestros propios textos? ¿Tanto daño han hecho esas clases de lengua en las que nos enseñaron que las palabras "que", "como", "quien", "donde" y "cuando" siempre llevan tilde cuando van precedidas de un signo de interrogación? Si al final la culpa de todo va a ser de los maestros, como siempre.

Esa coma... ¡Esa coma!
Si me pasa eso con los libros, no te digo ya con los blogs. Hace ya años seguía a una escritora cuyo blog me gustaba mucho; publicó por su cuenta varios libros y sé que luego dio el salto a publicar con alguna editorial que la descubrió por los mundos de Amazon, pero no llegué a saberlo por su puño y letra. Dejé de leer su blog porque, aunque escribía muy bien, todas las frases que escribía, TODAS, tenían una coma entre el sujeto y el predicado (he llegado a tener su libro en la mano y no lo compré por ese recuerdo, aunque ni me molesté en mirar dentro). El otro día, en Twitter, una editorial escribió una supuesta cita de un famoso filósofo con coma entre sujeto y predicado, y el "dejar de seguir" por mi parte fue automático. Y es que esa es una falta que ya no es que me duela, sino que me molesta. He llegado a no entender frases porque tenían esa coma mal puesta. Si me tengo que parar y releer la frase para ver de qué demonios me estás hablando, no estás usando bien la puntuación. Lo mismo con las tildes que mencionaba antes. Que no es que me moleste, como me pueda molestar una uve en lugar de una be, es que no entiendo lo que leo. Las tildes, igual que las comas y la ortografía en general, no están hechas para suspender a los y las niñas en lengua, sino para entender lo escrito. No es lo mismo decir "¿como esta?" (= ¿igual que esta?) que "¿cómo esta?" (= ¿a qué te refieres con esta?, ¿no prefieres esta otra?) o "¿cómo está" (= ¿qué tal se encuentra?), pero a la gente parece que se la suda. Y a mí no. Yo confío en las tildes igual que creo en los intermitentes, y me estoy dando cuenta que la gente usa ambos como le da la gana (si los usa) y así no hay manera de entendernos. (Sí, algún día me va a pillar un coche, y culparé de ello a las tildes.)

Cuando compro un libro con faltas de ortografía suelo terminarlo, aunque me cueste, porque he pagado un dinero y yo vengo de una casa donde no se tira nada. Pero cuando leo un blog y encuentro una sola falta que impide la comprensión, dejo de leer y de seguir a esa persona automáticamente. Lo que ponemos en la red es un reflejo de nosotras y nosotros, y si nos las damos de gurús de la escritura, o de educación, o de hacer encaje de bolillos, o simplemente de alguien que tiene algo que compartir de forma escrita, tenemos que cuidar el medio. ¿Aceptaríamos a un fotógrafo que siempre sacara su dedo en las fotos, por muy bonito que fuera el contenido? Yo sé que solo miraría el dedo. Las faltas despistan y hacen que nos fijemos en algo que no tiene nada que ver con lo que estás diciendo. Por tu bien y por el mío, cuida lo que escribes. Aunque solo sea por no dejarme ciega, que bastante miope es una ya y me sangran los ojos cada vez que abro el Feedly.

Finlandia: ¿un espejismo inalcanzable? Va a ser que sí



Últimamente me está dando por pensar que la dichosa globalización solo nos ha traído cosas malas (a excepción de, quizás, estar más comunicados, aunque solo con gente que se nos parece o a quien nos queremos parecer). Doy una vuelta por mi ciudad y me cuesta horrores encontrar una tienda de lo que sea (ropa, zapatos, complementos, comida, muñecos) que no venda lo mismo que se vende en cualquier tienda de cualquier ciudad de cualquier país occidental. Las tiendas bohemias de toda la vida, el mismo mercado de Candem, tan vintage en su época, se han convertido en una amalgama de tiendas donde todo es "made in China" y es imposible encontrar algo realmente original que traer de recuerdo. Las cadenas de restaurantes son las mismas en Canadá y en Madrid, el Zara de Santa Mónica en California tiene hasta las mismas luces y la misma ambientación que el de Vitoria, y el día que encuentre en una tienda o un puesto callejero una manualidad realmente hecha a mano voy a llorar de alegría. Es como si todo estuviera hecho con un mismo molde que alguien ha mandado fabricar, no vaya a ser que alguien se individualice y se salga de madre y tengamos una revolución cultural o algo, válgame dios, porque qué haríamos hoy en día con tanto hippie.

Y lo mismo que pasa con los artículos y los objetos pasa con las ideas. Alguien dice algo que parece tener un poco de fondo (aunque luego arañes la superficie y te des cuenta de que tampoco mucho) y todo el mundo se pone a repetir esa idea, a ampliarla, a darle vueltas hasta marearla, sin preocuparse siquiera por pararse a pensar por sí mismos. "Si lo ha dicho Fulanito o Fulanita, que tanto saben de esto, será cierto", pensamos, y lo damos por bueno. Cuando llega la ocasión de lucirnos, soltamos ese pensamiento que ya está tan manido que ha perdido el sentido y a nuestro alrededor todo el mundo asiente, sí, ya te digo, a qué está llegando el mundo. Después lo hilamos con otra barrabasada que hemos oído o leído o imaginado oír o leer, y ya tenemos conversación en la que todos y todas estamos de acuerdo. O no, que siempre hay algún disidente que lleva la contraria porque sí, sin saber de qué habla, solo porque se aburre.

Una de esas ideas es Finlandia. Finlandia como concepto, Finlandia como término genérico que engloba todo lo que anhelamos y con el que nos comparamos constantemente, sobre todo en términos educativos. Esta semana se me han abierto las carnes con el puñado de artículos cuyo título he ojeado en las redes y que no he querido ni abrir porque ya sentía la presión de la sangre detrás de los ojos y temía que se me saltaran. Según los titulares, el sistema educativo de Finlandia es mucho mejor que el nuestro por dos simples motivos: no hay deberes y no hay reválidas. Fíjate. Tanto rompernos la cabeza y resulta que, con no mandar deberes a casa y no hacer reválidas, ya está. La simplificación del problema en su grado máximo.

Yo, que si algo no soy es simple, no he podido resistirme a hacer un análisis más profundo de las diferencias entre Finlandia y el resto del mundo (que ya no es solo por la LOMCE, en Estados Unidos se comen las tripas con el país del norte también). No pretende ser científico, y tampoco es muy profundo y seguro que mucha gente me puede acusar de simplista, pero os aseguro que va a tener mucho más fundamento que muchas de las cosas que leáis por ahí, aunque por supuesto me puedo equivocar y os permito que me tiréis alguna piedra (de cartón, por favor) si lo hago. Vayamos por partes. (Aclaro que estoy hablando de la educación primaria y secundaria, no la universitaria.)

En Finlandia llevan con la misma ley educativa más de veinte años. 

Algo impensable en un país como el nuestro donde cada vez que cambiamos gobierno se cambia la ley de educación. Antes de que empecemos a ver los frutos que está dando, ya nos la han cambiado (de arriba abajo), sin darnos opción a arreglar lo que no está bien del todo y fortalecer lo que funciona. La educación no es un ordenador o un móvil, donde el modelo nuevo siempre es mejor; hablamos de niños y niñas, no de chips y procesadores. En Finlandia lo tienen en cuenta, y gobierne quien gobierne llegan a consensos por el bien de todos y todas.

El gasto en educación va subiendo todos los años. 

En Finlandia, en lugar de recortar, todos los años amplían el prepuesto de educación. Los profesores tienen un sueldo más que digno, están muy bien preparados, reciben formación que sirve de algo y están muy bien considerados en la sociedad. Todas las escuelas son públicas, no existen las privadas (y mucho menos las concertadas) y ninguna familia se pelea por entrar en una escuela o en otra porque todas son igual de buenas. No hay colegios con mal nombre porque todo el alumnado y el profesorado es idéntico en unos y otros. 
También tienen auroras boreales. Igual ese
es el secreto de su éxito.

El inglés es la segunda lengua y todo el mundo es bilingüe. 

Como me decía una chica rusa con la que hice un curso una vez, "en Finlandia se pasan con el inglés y van a terminar perdiendo su idioma" (no llegará la sangre al río, pensé yo), lo que hace que entendamos por qué les cuesta tan poco aprenderlo (y junto con él, dos o tres más). Cuando los críos llegan al colegio (por lo que tengo entendido, por más que no lo encuentro y no puedo probarlo, empiezan en primero, sin escuela infantil), ya saben inglés y ya saben leer y escribir, no empiezan de cero ni vienen de familias donde la frase más oída es "o veo la película o leo los subtítulos", que es lo que pasa en el noventa por ciento de las casas que conozco. Tampoco se doblan las películas, por ejemplo, y hay costumbre de estudiar un año fuera, como mínimo. Los intercambios en el instituto son muy comunes, algo que aquí solo hacen los niños de papá (y mamá).

Apenas hay inmigración.

Y no seré yo quien eche la culpa del estado de la educación a la inmigración, porque ya estaba jodida antes de la explosión migratoria de los últimos años, solo digo que es más fácil dar clase con un grupo cerrado donde todo el mundo habla el idioma a que te vengan niños y niñas a mitad de curso que no pueden comunicarse contigo (y a veces no han estado escolarizados en toda su vida). Ciertas zonas de las grandes ciudades tienen tendencia a atraer este tipo de alumnado, que a su vez convierte el colegio de la zona en uno con un gran número de inmigrantes, lo que suele gustar a las familias locales, que buscan subterfugios para no llevar a sus peques a esa escuela. Y el estado, en vez de echar una mano a estos colegios donde hay más necesidad, termina convirtiéndolos en ghettos, sus alumnos y alumnas no se integran y salen a la sociedad sin tener un solo amigo o amiga local. Luego nos sorprendemos cuando hay problemas de racismo y pensamos que qué estamos haciendo mal. Lógico.

La renta per capita es mucho más alta que en España. 

La inteligencia no va de la mano del dinero, pero las experiencias que reciben los niños y niñas sí. Si tú tienes un alto poder adquisitivo, vas a poder llevar a tu familia de vacaciones al extranjero, les vas a comprar más libros, podrás ir al cine con ellos, les vas a poder dar la ayuda que necesitan en términos de profesores particulares, etc. El nivel sociocultural y socioeconómico está muy relacionado con los resultados académicos; en un país en el que el grueso de la clase trabajadora no llega a fin de mes, las posibilidades de enriquecimiento cultural son mucho menores. Y encima, en lugar de ayudar a esas familias y aumentar el número de becas, aquí se recortan y se da prioridad a los que ya tienen ayudas para conseguir las mejores notas. Súper lógico todo. 

Finlandia tiene la tasa de suicidios más alta de Europa. 

Así que quizás no queramos parecernos tanto a ellos, al menos no en todo. Digo yo. 


Ojalá fuera tan fácil como quitar los deberes o librarnos de las reválidas. Ojalá en lugar de copiar modelos educativos que no funcionan (como el británico o el americano) copiáramos a los que lo hacen bien. Pero siempre es más fácil echar la culpa al otro, al que pone los deberes, al que hace las leyes. Porque claro, educar es una tontería que puede hacer cualquiera, basta con una carrera universitaria y algo de paciencia. No es algo que tengamos que hacer a nivel social, con cambios significativos, con una revolución a nivel básico. No, solo hace falta quitar los deberes. 

Os dejo con un extracto de la nueva película de Michael Moore donde se explican algunas de las cosas que he escrito yo, y muchas otras que me dejo. La crisis en educación es global. Todos los países copiaron el mismo modelo y ahora todos están fracasando. Menos Finlandia, que supo salir del bache. Ya es hora de que en el resto del mundo nos pongamos las pilas, pero vale ya de ser simplistas y mentir directamente. Los deberes no tienen la culpa del fracaso escolar, y las reválidas tampoco (más que nada porque todavía no han empezado).


De reinvenciones, ensayos y errores.

No sé qué tienen los lunes este año que me dejan literalmente para el arrastre. Quizás sean las cinco horas de clase, o las dos horas de formación que vienen después, o las compras que suelo tener que hacer siempre nada más salir del colegio porque nunca aprenderé a hacer la previsión de mi despensa bien y siempre me quedaré sin algo en casa antes del miércoles, que es cuando suelo hacer la compra tranquila. No lo sé; solo sé que este curso los lunes llego a casa sobre las siete y lo único que me mantiene despierta y en posición vertical es la promesa de una cena rica y quizás un par de capítulos del libro que me esté leyendo en ese momento. El año pasado, según salía de trabajar, llegaba a casa, cogía una manzana y los libros y me iba a una hora de alemán. Os juro que no me reconozco.
Esta soy yo con la pila de libros que
debería estar leyendo.

Y es que empiezo a pensar que estoy haciendo algo mal, que estoy desaprendiendo lo que una vez supe, que no he adquirido ni una sola habilidad didáctica en los últimos veinte años, porque no es normal que mi lista de deseos de Amazon tenga más libros sobre educación que de ficción. Me estoy haciendo una interminable lista titulada "libros que leer antes de jubilarme para que me sirvan de algo" (no confundir con "libros que leer antes de quedarme ciega", que tiene mucho que ver con "libros que leer cuando empiece con el Alzheimer" y que probablemente, y al paso que vamos con lo de la jubilación, serán listas bastante parejas en el tiempo) que empieza a tomar proporciones bíblicas. Los libros que quiero leerme abarcan temas relacionados con (pero no limitados a):

  • La inteligencia emocional.
  • La creatividad en el aula.
  • La adquisición de lenguas en un entorno comunicativo.
  • El uso de las tecnologías en el aula. 
  • El juego didáctico y su uso en el aula de Lengua Extranjera. 
  • Cómo ser maestra y no morir en el intento.
Viendo la lista de títulos, no puedo evitar una profunda reflexión: ¿qué cojones aprendí yo en magisterio si a estas alturas de la película estoy así? La respuesta es inmediata: aprendí a hacer unidades didácticas, habilidad que solo me ha servido una vez en mi vida (aunque fue para aprobar unas oposiciones, no está mal) porque ya vienen hechas en el libro de inglés/lengua/conocimiento del medio/matemáticas/etc. Vale, sí, bien, me digo, pero llevas veinte años dando clase, la experiencia es un grado, que se dice siempre. ¿Qué he aprendido yo en veinte años soltando la chapa delante de una pizarra? Veamos:
  • Sé hacer fotocopias con prácticamente cualquier fotocopiadora del mercado (hoy me han puesto una nueva y me he lucido). 
  • Sé plastificar y buscar imágenes en Google. 
  • Consigo, más o menos, que ningún niño o niña se fugue de clase mientras están bajo mi tutela.
  • He aprendido a ser severa sin que mis alumnos y alumnas me odien (que no es moco de pavo). 
  • Por fin he conseguido controlar mi mala leche (jajajajaja, no, esta es coña).
De todo lo demás empiezo a pensar que no tengo ni idea. Cada día que pasa, en lugar de sentirme más segura en mi trabajo, me surgen más dudas. No porque yo vea que mis alumnos y alumnas no aprenden (lo hacen a pesar del docente, como decía una compañera); no porque no vengan a clase motivados/as y con ganas de hacer lo que les digo; no porque el día a día con ellos y ellas me diga que me estoy equivocando. Dentro del aula soy la persona más segura de sí misma que existe. Tengo el don de atraer la atención de veinte niños y niñas de cuatro años, y de no perder en ensoñaciones a niños y niñas de doce. Puedo hacer que una cría que no habla ni inglés, ni castellano, ni euskera se interese por lo que estoy diciendo, y conseguir que una niña que no había dado inglés hasta cuarto alcance a sus compañeros y compañeras de clase (y supere a muchos) para cuando llegue a sexto. Pero ¡ay!, no sé nada de gamificación. No tengo blog de aula, no utilizo las TIC a todas horas, soy severa con ellos y ellas y exijo resultados; pongo malas notas a los que se las merecen (pero no mando deberes, así que los críos me adoran), levanto la voz en clase y pongo negativos si no entregan los trabajos a tiempo. "¡¿Qué dices, insensata?! ¿No has oído hablar de que no hay que frustrar a los niños? ¿No te ha dicho nadie que hay que dejarles escoger la tarea que ellos y ellas quieran hacer en cualquier momento? ¡Y no usas pizarra digital! ¡Y les "obligas" a hablar en inglés! ¡Y sigues un libro de texto! ¡Anatema! ¡Excomunión! ¡De vuelta a las trincheras, y que las dinosaurias como tú desaparezcan!"
He aquí las ruedas que pretendemos usar a veces
para conducir el Formula 1 que debería ser
la educación. 

Me pregunto si nuestros profesores y profesoras tenían las mismas preocupaciones cuando nosotras éramos crías. Yo estudié en una escuela bilingüe en euskera en una época en la que el único ejemplo de bilingüismo venía de Quebec, pero no recuerdo que nadie experimentara conmigo. Ahora, sin embargo, tengo la sensación de que todo es ensayo y error, todo es deprisa y corriendo, todo es "deja de hacer eso y prueba esto otro, que seguro que sale mejor". No digo yo que tengamos que cerrarnos a las nuevas metodologías (estoy deseando trabajar por proyectos, dar al alumnado la opción de aprender a su propio ritmo, sin tener que estar todo el día sentados y escuchando a la chapas de turno), pero tampoco podemos pretender reinventar la rueda cada mes. Ya he perdido la cuenta de cuántas horas he metido en casa intentado empaparme de nuevas tecnologías que me sirvan en el aula (cuando ni siquiera tengo pizarra digital en la clase de inglés), de trucos y maneras de dar plástica en inglés, de cómo conseguir que mis alumnos y alumnas amplíen su vocabulario sin necesidad de mandarles deberes (no porque esté de moda no mandarlos, sino porque en muchas casas son inútiles y solo provocan discusiones). Y estamos en octubre, señoras y señores. Que como siga a este ritmo, yo no llego a Navidad. Y eso que me gusta mi trabajo y no me importa hacerlo gratis (si me pagaran las horas que meto en casa, sería millonaria), pero una tiene sus límites. Y sus obligaciones fuera del aula. Que más de un día me he ido de casa sin dar de comer a los pobres gatos por estar pensando en todas cosas, y los pobres mininos no tienen culpa de nada. Si hasta de alemán me he tenido que borrar porque no me da la vida, oigan. 

Y claro, a todo esto, la casa sin barrer. ¿Qué voy a cenar hoy?

Dis is fútbol, sabes, de kiss is the pipol

Cualquiera que tenga contacto con niños y niñas pequeñas sabe bien que su reacción ante el cansancio puede ser muy diferente dependiendo de la criatura. Hay niños que se tiran al suelo y berrean, o se niegan a hacer nada en clase; otros pelean, pegan patadas, muerden; y hay algún loco o loca a quien le da por correr y comportarse de forma similar a la niña del exorcista en sus momentos álgidos, antes de caer rendidos en una silla o apoyar la cabeza en la mesa y, directamente, quedarse dormidos (más de uno y más de dos se han quedado dormidos en mi clase. Me da qué pensar). A veces estas actitudes nos engañan y nos hacen creer que son hiperactivos, o tienen problemas de adaptación, o vaya usted a saber. No, simplemente están agotados. Pero hay que saber interpretar las señales.

Yo, como trabajo con criaturitas de cuatro a doce años, he aprendido de todos ellos y he creado mi propia escalera de color a lo que a cansancio se refiere. Tengo dos extremos: o arranco la cabeza al primero que se me cruza, o encuentro graciosísimo tonterías que otras veces no me arrancarían una sonrisa y acabo llorando y con dolor de tripa. Hoy me he levantado más cansada de lo que me acosté; lo primero que he hecho al salir de la cama ha sido contar las horas que me quedaban para volver a acostarme, para que os hagáis una idea. He encendido el teléfono y me he encontrado un vídeo que me han mandado a las doce de la noche, cuando yo ya llevaba dos horas durmiendo. Ha sido verlo y empezar con la risa floja, y tal ha sido la gracia que me ha hecho que he terminado enseñándoselo a mis alumnos. Mañana, o cuando se me pase el cansancio, analizaré el hecho de que un entrenador de fútbol puede trabajar en Australia con ese nivel de inglés pero al resto de los mortales nos piden un B2 hasta para comprar el pan en Londres, pero hoy me he reído a gusto.


Después de dejar reír a la clase de sexto un rato, uno de ellos me ha pedido que les pusiera otro vídeo. Tal era mi agotamiento mental y físico que, aunque en otras circunstancias me habría hasta enfadado porque a alguien le hiciera gracia este vídeo, hoy he terminado literalmente doblada y llorando apoyada en una mesa mientras la clase se tiraba por el suelo. Menos mal que no ha pasado la inspectora por allí en ese momento. Vamos, menos mal que no ha pasado nadie, porque me quitan la plaza "en el ipso-facto", que diría alguno.


Y es que, cuando la semana se te echa encima con la rabia y las ganas con las que se me ha echado esta, no puedes luchar contra ella. Solo te queda rendirte ante el hecho de que no puedes con todo y reírte, que es la mejor medicina. Y si encima con eso consigues ser la profa guay por un día, pues mejor que mejor, ¿no?

17 de octubre, día de las escritoras



Ayer fue diecisiete de octubre, día de las escritoras, que no sé si es algo nuevo este año o es que yo no me había enterado. También, por lo que parece ser, octubre es el mes en el que la gente está leyendo a autoras con la intención de darles más visibilidad. Como siempre que a alguien se le ocurre reservar un día o un mes para algo, les ha faltado tiempo a algunos para salir diciendo que vaya tontería, que no hace falta, que las mujeres tienen su hueco en la literatura desde siempre y que para qué darles más bombo cuando copan el mercado y todo parece estar escrito para ellas, ¿pues no acaba Dolores Redondo de ganar el Planeta? (El premio literario, se entiende, no La Tierra. Es que no sería la primera vez que esta frase se me malinterpreta.) Sí, las mujeres leemos más que los hombres según la estadística, pero ¿hay más mujeres que hombres publicadas? Eso ya no está tan claro.

A mí la iniciativa me pareció simpática, pero desde el principio pensé que yo no iba a entrar en ella porque no me hacía falta. Sus defensores dicen que es una buena manera de darnos cuenta de hasta qué punto las autoras están relegadas a ciertos géneros y qué difícil es encontrar nombres femeninos en según qué secciones. Normalmente no nos fijamos en quién escribe lo que leemos, así que no estaba de más fijarnos durante un mes. Pero yo no, me dije, porque yo sí que me fijo, y trato de intercalar hombres y mujeres, igual que combino lecturas en castellano, euskera e inglés, o ir variando los géneros. Yo no necesito leer a mujeres en octubre porque la mayoría de mis lecturas están escritas por mujeres. Creo. Me parece. Juraría que.
Sí, a esta la conoce todo el mundo,
pero no es suficiente.

Por suerte, soy de esas personas que guarda un registro de todo lo que lee, y no me ha sido difícil comprobarlo. En lo que va de año, he leído 27 libros, y de ellos solo 10 han sido escritos por mujeres. Diez. Ni la mitad. Yo, convencida de que leía más a mujeres que a hombres, me he llevado un zasca en toda la boca que me ha dejado patitiesa. "Será solo este año, yo estoy convencida de que las leo más a ellas". Veamos el registro. 2015: 34 libros leídos, 15 autoras; 2014: 33 libros leídos, 12 autoras;  2013: 36 libros leídos, 16 autoras. En ningún año me acerco siquiera a la mitad. Es más, si me fijo en los nombres veo autoras que se repiten todos los años: Zadie Smith, JK Rowling (y su versión masculina, Robert Galbraith, que he contado como mujer), Alice Munro, Virginia Wolf. Solo ellas suman tres cuartas partes de las autoras que leo, y muchos de sus libros los he leído varias veces (y apuntado cada vez). ¿Dónde está la superioridad numérica esa de la que tanto nos hablan? ¿No dicen que publican más mujeres que hombres? Sin embargo, si hacemos un pequeño análisis de lo que hay en venta en las librerías, como hizo ayer Iria G. Parente, nos damos cuenta de que no es verdad: de 782 libros que llegó a contar Iria (con un análisis detallado de cada género, como veréis en su hilo de Twitter), solo 251 estaban escritos por mujeres. A mí, cuando menos, me ha llamado la atención: me habían hecho creer algo muy distinto, y a la vista está que no es cierto.

Pensar que Zadie Smith tiene mi edad me deprime
lo que no está escrito.
¡¿QUÉ ESTOY HACIENDO CON MI VIDA?!
El día de ayer me paré también a pensar en un detalle, y es que la mayoría de las autoras que son conocidas a nivel de calle (no todo el mundo conoce a Zadie Smith, aunque no entiendo por qué, debía ser lectura obligatoria para ser persona) son escritoras de literatura de género. Sí, Dolores Redondo, Patricia Highsmith, JK Rowling son conocidas, pero son de un género concreto y poca gente es capaz de nombrar escritoras que poner a la altura de un Julian Barnes o un García Marquez, por mentar a alguien en castellano (y no, Isabel Allende NO). A mí ahora, sin pensar demasiado y con el rabillo del ojo en mi biblioteca, se me ocurren Alice Munro, Toni Morrison, Margaret Atwood y Zadie Smith (SÍ, SMITH TAMBIÉN). ¿Joyce Carol Oates, quizás? (No he leído nada suyo, no la conozco.) ¿Y en español? ¿Ana María Matute? (No es una pregunta retórica: os agradecería la ayuda, porque siempre ando buscando autoras en español de un nivel un poco alto y solo encuentro históricas.)

A mí, de entrada, el 17 de octubre me ha servido para hacer una reflexión. Si, como he leído por ahí, las editoriales aún ponen pegas a libros firmados con nombre de mujer, será que quizás las cosas no son tan bonitas como nos las han hecho creer. Si nosotras leemos más, ¿no es de cajón pensar que también escribimos más? ¿Dónde están las mujeres? En mi biblioteca, desde luego, aún hay huecos libres.

Frases de niños/as (I)

Todo el mundo sabe que la sinceridad de los niños y niñas no conoce límites. Algunos desarrollan el sentido de la ironía y el sarcasmo desde jovencitos, otros aprenden a mentir con gran facilidad, pero lo normal es que te suelten lo primero que les pasa por la cabeza, y nunca es algo que diría un adulto. Si a esto le sumamos su peculiar visión del mundo y su percepción del tiempo, comprenderéis que raro es el día que no sonrío o peor, suelto una carcajada delante de toda la clase, lo que suele llevar al caos absoluto y a mi completa desesperación. 

Como soy muy consciente de que tengo uno de los mejores trabajos del mundo (por más que me queje constantemente), he pensado que sería buena idea abrir en el blog una sección con frases de niños y niñas, porque la verdad es que tengo para escribir un libro y, como no las apunte, se me van a olvidar. Luego si eso haré una sobre frases de padres y madres, que esas son también de mear y no echar gota.

Os dejo hoy con unas pocas perlas que he acumulado este año (estamos a trece de octubre, que no se os olvide). Como sigamos así, saco un libro antes de Navidad.

                                    

Primera clase de inglés en el aula de cuatro años. Les leo un cuento en inglés y cambio al euskera para explicarles que, a partir de ahora, siempre que me vean vamos a hacer inglés, y que después del cuento vamos a ir al rincón de plástica.
--Vamos a dibujar, a hacer manualidades, a pintar... Todo en inglés, porque cuando esté yo es en inglés. ¿De acuerdo?
Todos gritan de alegría y allá nos vamos, al rincón de plástica, donde el niño más formal de la clase coge un papel, coge las pinturas, se sienta y me mira, expectante. El resto se ha puesto ya a hacer un dibujo y él no se mueve.
--Txiki, ¿qué pasa? ¿No sabes qué dibujar?
--Es que yo no sé dibujar en inglés.
La madre, el tutor y yo nos llevamos riendo un mes.

                                    

Clase de plástica con los de cuarto. Dibujo libre. Un grupo discute sobre algo y me llaman para aclarar una duda.
--Ruth, tú que eres una mujer del pasado, ¿cómo se llaman esos coches que tienen una estrella?
--Eh... ¿Mercedes?
--Sí, eso, los coches antiguos esos.


                                   

Mismo niño de la anécdota anterior (es que es genial). Estoy con un grupo pequeño de niños y niñas comentando qué quieren ser de mayores, qué van a estudiar. Hablamos de ser psicólogo, de ser abogada, médica, etc. Él sacude la cabeza.
--Yo no me voy a complicar, que todo eso es muy difícil. Yo algo sencillo. Maestro o así, me gusta vivir tranquilo.
Pues vas dado, querido.


Y luego me sorprendo de tener arrugas en la cara. ¡Si son de reír!

Confesiones de una maestra seriéfila

Veo muchas series. Quizás no muchas en el sentido de mucha cantidad ("¿y qué otro sentido hay, Ruth, so lista de las narices?"), sino en que siempre ando viendo alguna serie. Algunas las he visto varias veces (Lost y Six Feet Under, media docena cada una). Hago maratones. Ahora mismo, por ejemplo, me ha dado por Castle, serie que no terminé de ver porque me empalagaba la pareja protagonista y que he empezado desde el principio (qué buenas son las primeras cuatro temporadas, cuando el rollito entre ellos todavía es creíble). Hay diálogos que me sé de memoria ("we have to go back, Kate!"), y a veces me doy cuenta de que los represento en clase. Por ejemplo, estos días, en los que ha coincidido que hemos llegado a la página siete del libro en varias clases.

--Open your books at page seven.
--¿Qué?
--Open your books at page seven.
--¿Qué página ha dicho?
--Seven. Page seven.
--One, two, three, four, five... Eso es ocho, ¿no?
--Seven --escribo el número en la pizarra--. Page seven. Seven.
--Five?
--Seven. SEVEN. ¡SEVEN! --Ruth levanta siete dedos y la clase, por fin, abre el libro.

Y entonces me echo a reír. La clase me mira raro, pero yo no puedo evitarlo. Y es que cada vez que les pido que hagan algo con el número siete, me acuerdo de esta escena y no puedo evitar la carcajada.


Sí, soy lo peor.


Ya es homofobia en El Corte Inglés



Escribo esta entrada con recelo, porque cuanto más leo sobre lo que ha pasado estos últimos días con la campaña publicitaria de El Corte Inglés y la petición del grupo Hazte Oír de retirarla, más a chamusquina me huele este asunto. Y es que hay que ser muy gilipollas para hacer un anuncio donde una familia con dos padres forra los libros del chiquillo tan plácidamente y anularla a las primeras de cambio porque 20.000 orangutanes retrógrados se han sentido ofendidos. En los tiempos que corren, estas cosas solo se hacen para llamar la atención, y la verdad es que la propaganda que le estamos haciendo entre todos a la cadena del triangulito verde no se paga con dinero. Bien es cierto que es propaganda de la mala, de la que les pone a parir, de la que amenaza con boicots, pero ya decía aquel que no hay propaganda mala, y que mejor quince minutos en el candelero por algo malo que cincuenta años en la sombra con tus buenas obras. Organizar una campaña lleva tiempo y dinero, y cancelarla de la noche a la mañana digo yo que supondrá una pasta. ¿No se olían que no a todo el mundo le iba a gustar? Cuando haces algo así, ¿qué otra razón tienes si no pisar callos y juanetes y destacarte como "progre" y "moderno"? ¿Y lo cancelas por cuatro tontos del haba? Aquí huele a mierda, señores.

Lo peor es que no se me ocurre cuál ha podido ser la intención de la marca para hacer caso a lo más rancio del populacho. Popularidad no es que se esté llevando, porque la gran mayoría hemos amenazado con no comprar allí. Hacerse oír, sí (vaya ironía, ¿no?), pero ¿les sale a cuenta? Quizás hayan querido posicionarse entre las familias "de toda la vida" con "valores tradicionales" (o sea, a los votantes de VOX y La Falange, porque ya ni en el PP, que Alfonso Alonso se casó con Rajoy de invitado), pero no sé, me da a mí que por ganar cuatro están perdiendo cuatrocientos. ¿Puede ser que los dirigentes hayan puesto sus creencias homófobas por encima del suculento beneficio que hubiera supuesto ser gay friendly? ¿Se pueden tener "valores" tan férreos cuando te arriesgas a perder millones? No lo sé. No entiendo nada. Solo sé que me choca muchísimo que una megaempresa como El Corte Inglés la haya cagado de semejante manera. Algo hay detrás.

Yo, de momento, he firmado la petición para la que vuelva la campaña, aunque dudo mucho que sirva de algo. Me da a mí que es como hacer un Change.org para que la COPE eche a Los Santos. También me he propuesto no volver a comprar nada allí, y mira que me jode, porque lo tengo bien cerca de casa y me es muy cómodo tenerlo todo en el mismo sitio, pero me creo que les va a joder más que una funcionaria soltera y sin cargas familiares con poder adquisitivo por encima de la media deje de ser su cliente que una triste firma electrónica. Aunque llevo años boicoteando a Nestlé y no se han enterado, así que supongo que algo debo estar haciendo mal. No será por no intentarlo.

La maravilla de Internet


Llevo muchos años con un blog abierto (creo que este hace diez este año, o los ha hecho ya, vamos) y bastantes en las redes sociales, aunque no fui de las primeras en meterme en ninguna de las dos cosas. Estos días me estoy dando cuenta de que he tenido una suerte tremenda, porque rara vez me he encontrado con un troll o un anónimo de esos que te machacan la cuenta de Twitter o te inundan el blog con comentarios negativos; creo que una vez tuve uno, que no llegaba ni a troll, a quien espanté poniendo el control de los comentarios en marcha. Si alguien me toca las narices en Twitter, lo bloqueo o dejo de seguir, porque no me gusta crear polémica con tonterías. Insisto, rara vez me ha pasado. He tenido suerte.

Yo creo que es porque mi interacción en la red es la que espero de los demás, o sea, una relación de beneficio mutuo. Si lo que escribes me interesa y me parece que añade valor a mi vida y a la de los demás, voy a compartirlo siempre que pueda; si puedo hacerte un favor con un solo clic, cómo decirte que no. Eso de que "siembra y recogerás" se percibe también en las redes sociales o en los blogs, donde prestas más atención a esa persona que, sin conocerte de nada, ha compartido algo que tú has dicho, o ha comentado, o ha indicado que era interesante de alguna manera. No es favor por favor, o al menos yo no lo entiendo así. No es un "me sigues y te sigo", es un "te sigo porque me interesas y quizás yo también te interese, porque tenemos formas de pensar muy parecidas". Y así vas haciendo una pequeña familia, y llega un momento en el que te das cuenta de lo maravilloso que es tener esa pequeña familia en Internet.

Ese momento ha llegado para mí estos últimos días. El viernes, la estupendísima Dsdmona, a quien "conozco" virtualmente desde que abrí el blog, tuvo a bien escribir una reseña sobre Armarios y fulares en su blog. Me hizo una ilusión especial porque tenemos unos gustos muy parecidos en lo que a libros se refiere y coincidimos en muchos otros temas (ergo, nos seguimos mutuamente, claro). Además era la primera vez que alguien compartía su opinión del libro en la web, y no tuve que correr a esconderme bajo ninguna piedra. No estoy acostumbrada a que la gente me diga lo que piensa de mis escritos, pero con Dsdmona la experiencia fue genial. Cómo no quererla.

Y el lunes (el día que escribo esta entrada) llegó la reseña de Hedwig Kudo para Bloggerizados, un blog de reseñas que os recomiendo si estáis buscando nuevas lecturas (igual que el de Dsdmona, claro). Les escribí pidiéndoles el favor de reseñar la novela sin que me conocieran de nada, ni nos seguíamos ni habíamos intercambiado nunca ningún mensaje (aunque yo ya tenía fichado el blog desde hacía meses), y Hedwig me hizo el favor no solo de leerse el libro y darme su opinión (algo muy valioso cuando no has tenido una editorial que te diga que sí, que tu libro tiene calidad suficiente para ser publicado), sino de publicarla en el blog. Y encima es una señora reseña que me ha hecho una ilusión tremenda, porque, al igual que Dsdmona, ha captado cosas que yo ni siquiera era consciente de estar escribiendo.

Por supuesto, la gente que me conoce personalmente también me está dando su opinión, igualmente válida aunque no sea pública porque lo que yo busco ahora es saber si he hecho las cosas bien, pero el hecho de que gente que no me conoce, que no me debe nada, que no sabe de mí más que mi nombre haya hecho un esfuerzo por ayudarme significa mucho para mí. Y desde aquí quiero mandarles un beso a las dos, y a todas aquellas personas (como la compañera de trabajo esta mañana, que me ha hecho subir las escaleras a saltitos) que me está diciendo lo mucho que les gusta y lo están disfrutando. De verdad, no os hacéis una idea de la ilusión que me hace.

Eskerrik asko guztioi! ¡Gracias! Thank you! Gràcies!

Cosas que me quitan el sueño


Llevo unas semanas durmiendo fatal. Creo que hoy ha sido la primera noche en mucho tiempo que he conseguido dormir mis ocho horas seguidas sin despertarme ni a mear, y creedme que eso es raro de narices, porque tengo tendencia a despertarme a media noche, mirar el despertador, ver que aún me quedan cuatro horas hasta la hora de levantarme y volver a dormirme toda contenta (cada una es feliz con lo que le da la gana, qué pasa). Pero de un tiempo a esta parte no es ya que me despierte en mitad de la noche, sino que, simplemente, me dan las tres de la mañana y aún no me he dormido (y ahí ya no hace ni pizca de gracia mirar el reloj, qué queréis que os diga), y de tanto dar vueltas una termina más cansada de lo que estaba cuando se acostó. Me rodea mucha gente que es capaz de enfrentar el día durmiendo cuatro horas y sin siesta, y de verdad que los admiro, pero yo no soy persona con menos de siete. Y estos días está siendo imposible.

Primero fue una contractura que me tuvo prácticamente paralizada una semana (aunque al trabajo no falté ni un día, más que nada porque la peor postura era sentada o tumbada y para eso prefiero hacer algo útil). La médica me recetó diazepam, que en teoría debía haberme ayudado a dormir como un lirón, pero el dolor era tal y estar tumbada me era tan incómodo que atrapar el sueño era poco menos que imposible (eso sí, una vez que me dormía no me enteraba de nada). Luego recibí la visita esa que llega todos los meses, la de la señora de rojo que procura no perderse ninguno de tus viajes, que suele venir silenciosa y sin molestar mucho pero que este mes ha llegado con ganas de guerra y me mantuvo despierta un par de noches (sexo débil, los cojones: una regla mala, solo una en la vida, les deseo yo a todos esos machitos que se ríen de las mujeres cuando se quejan de dolores menstruales; nunca sabré cuánto duele una patada en los huevos, pero imaginaos eso durante dos o tres días, así, para haceros a la idea). Y, cuando ya parecía que todo volvía a la normalidad, empezaron las pesadillas. Nada de monstruos que me persiguen por los pasillos, o suelos que desaparecen de repente, o ladrones que entran en casa (bueno, esta sí, y fue tan vívida que me levanté de un brinco por la mañana a ver si me habían robado el ordenador). Mucho peor que eso: pesadillas sobre el trabajo. Pesadillas sobre niños y niñas que no me hacen caso, sobre padres que protestan, sobre tareas no hechas, sobre conversaciones imaginarias con compañeras que terminan en gritos. Cosas que no me han pasado nunca en este colegio, pero que obviamente temo, porque si no a qué viene esto. Si ya digo yo que trabajar es malo para la salud, y si no al tiempo, que ya vendrá la OMS a decirnos que lo evitemos en todo lo posible, y no la carne de cerdo, que vaya ocurrencia la suya.

Por suerte, también hay otra cosa que me quita un poco el sueño, y es la ilusión. Ilusión porque este sábado sale, ¡por fin!, Armarios y fulares, lo que significa que me convierto en escritora publicada. Mentiría si no dijera que estoy nerviosa, pero lo que realmente tengo son cosquillas de anticipación en el estómago (que sí, básicamente es la definición de "nerviosa", pero queda mucho más bonito decir "cosquillas de anticipación"). ¿Gustará? ¿No gustará? ¿Conseguiré que lo lea alguien más aparte de mis allegados? ¿Dejarán alguna reseña de cuatro o cinco estrellas en la página? ¿Tendría que haber cambiado algo, algún diálogo, alguna palabra, algún gesto? Completos desconocidos van a cotillear en algo que me es tan íntimo como un diario, por más que no hable de mí (o no lo a las claras, pero soy de las que cree que todos los libros hablan de quien los escribió). ¿Cómo me juzgarán? ¿Querrán seguir leyendo lo que escribo? ¿Se reirá alguien de mí en vez de conmigo? Todo a la vez y sin orden ni concierto en mi cabeza en ese espacio entre el sueño y la duermevela que cada día se está haciendo más largo.

Pero, qué queréis que os diga, si por esta última razón hay que perder sueño, bienvenidas las siestas. Media horita a la hora de comer y levantarse un poco tarde los fines de semana y listo, solucionado. Bueno, este fin de semana no creo que duerma mucho, porque me veo el sábado a las siete de la mañana delante del ordenador, pero sí, de verdad, pienso recuperar sueño. Cuando termine de escribir el siguiente libro, lo prometo. Quizás. Bueno, no sé.

Que vivan las siestas, sí.


Por qué escribo


Más de una vez me he parado a pensar por qué escribo. No es que lo haga a menudo, ni siquiera cuando estoy con una novela o una idea y no me sale y pienso en la de cosas que podría estar haciendo en lugar de mirar la pantalla en blanco y cagarme en todo lo que se menea, y para qué me levantaré yo a las seis y media de la mañana si podría estar durmiendo hasta las ocho, y quién me manda a mí hacer esto si a nadie le importa que yo escriba o no, si ya hay tantos libros que se necesitarán millones y millones de habitantes más en el mundo para que puedan leerse todos. No; simplemente de vez en cuando me da por pensar "¿y esto para qué?", sin realmente venir a cuento. Cada vez que me paro a pensar en ello, la respuesta es distinta. Unas veces es tan simple como "porque me gusta", otras "porque así espanto demonios", a veces "para conocerme mejor". Pero esta semana he descubierto la respuesta que las engloba todas.

Escribo porque me hace feliz. Y con eso me vale.

Soy una persona de temperamento introvertido, lo que significa que me gusta pasar tiempo conmigo misma y que recargo energía en soledad. Ojo, que esto no significa, necesariamente, que sea una persona tímida, porque no tengo problemas en entablar conversación con gente desconocida y últimamente he descubierto que hago amigos/as con relativa facilidad (todo lo fácil que es hacer amigos/as a partir de los cuarenta, vaya). Pero después de una comida con mucha gente, después de haberme codeado con desconocidos durante horas, después de un fin de semana por ahí con la familia o los amigos, para mí lo mejor del mundo es llegar a la soledad de mi casa y recargar pilas. Esto lo hago de dos maneras: en el sofá con un buen libro, o en el ordenador (o un cuaderno) descargando todo lo acumulado. Y todo lo acumulado pueden ser las sensaciones que me ha dejado el encuentro o volver a la historia que estaba escribiendo, hilar tramas, usar ese contacto que he tenido con el mundo real para hacer mi mundo imaginario más creíble. Y entonces me pierdo, me encierro de tal manera en mi cerebro que me cuesta distinguir lo que es real de lo que es ficticio, pierdo la noción del tiempo (pero del todo, hasta del calendario), olvido dónde estoy. Y cuando salgo de ese mundo que he creado, lo hago renovada, con el mismo subidón de endorfinas que si hubiera corrido una maratón (creo: nunca he corrido una maratón, pero afortunados y afortunadas todos y todas si sentís lo mismo que yo). Aunque me haya costado horrores escribir un párrafo o me haya atascado en un escenario imposible, no importa. Es como volver de una aventura en la que las condiciones las pones tú, aunque vuelvas sudorosa y con callos. Es mi cardio, que dirían los deportistas.

Ayer vi en un supermercado osos de peluche gigantes a la venta, y pensé: claro, se acerca San Valentín y ya están con el merchandising. Me costó diez minutos darme cuenta de que estamos en septiembre, que la que vive en febrero es la protagonista de la novela con la que me estoy peleando ahora. Solté una carcajada que asustó a la que estaba delante de mí en la fila del cajero y entré in the zone: bastó con eso para volver a hacerme pensar en la historia. Volví a casa sin ver ni los coches, no sé cómo no me atropellaron. No me senté a escribir, pero me pasé toda la tarde sumergida en la historia.

Para mí, el mejor antidepresivo del mundo. Y más barato no puede ser.

"¿De dónde sacas las ideas?", o de preguntas sin respuesta


Una vez, casi cuando acababa de empezar con el blog (y de eso hace ya diez años), una amiga me preguntó de dónde sacaba las ideas para los relatos y las pequeñas historias que escribía. "¿Cómo se te pueden ocurrir esas cosas?", me dijo, porque justo había publicado un instante en la vida de un niño y su madre que era un poco gore y no le cabía en la cabeza que yo pudiera ser tan macabra. No supe qué contestarle. ¿Cómo que de dónde salen las ideas? ¿Es que acaso no están a nuestro alrededor como las motas de polvo o el aire que respiramos? ¿No las ves tú? ¿No las ve todo el mundo?

Más tarde me di cuenta de que no, no todo el mundo las ve. Las ideas están ahí, sí, pero hay que saber verlas, y para ello necesitas saber cómo mirar. O quizás no sea tanto mirar como dejar que vengan a ti, dejar que te atrapen (a poder ser delante del ordenador, trabajando, o delante de un lienzo, o por lo menos un mal papel donde apuntarla), pero para eso tienes que estar abierta a esas ideas. Y normalmente no lo estamos. Normalmente pensamos que hay que concentrarse mucho para que se te ocurra una idea, dedicarte solo a eso durante un tiempo, cual pensador en el trono (léase "trono" como "wáter", el mejor lugar del mundo para tener ocurrencias), hasta que algo en tu cerebro fabrique esa idea brillante que llevar a cabo. En mi experiencia, nunca funciona así. Las ideas se me ocurren cuando me fijo en pequeños detalles de mi alrededor, cosas que parecen insignificantes pero que cambiadas de contexto pueden ser verdaderas joyas. Hay una técnica de escritura en la que tienes que utilizar dos conceptos que no tengan nada que ver entre ellos para crear una historia (Bernardo Atxaga tiene un cuento estupendo en Obabakoak, os recomiendo buscarlo, está por la red), y creo que ese es el germen que provoca la explosión que luego se convierte en un cuadro, en un cuento, en una novela. A veces no te das cuenta de dónde ha salido, parece que ha sido espontáneo, como si lo tuvieras guardado dentro y no lo hubieras sacado hasta entonces. Pero, en cuanto te pones a hurgar un poco, te das cuenta de que el origen no es otro que aquella tontería que pensaste hace tres años y la frase que dijo tu amiga del alma el otro día, o la escena de tu serie favorita que te hizo pensar en tu profe de lengua de primaria sumado a haber visto al chico que te gustaba cuando tenías quince años. Detalles, imágenes, chispazos. La suma de naranjas y coches teledirigidos.

A mí, personalmente, las ideas se me ocurren a docenas cuando me pongo a escribir. Es poner dedo sobre tecla y venir a mí cien historias que prometen ser mucho mejores que la que estoy escribiendo. La tentación de dejar lo que estoy haciendo es casi incontrolable; la atracción de una historia nueva, algo que promete ser fácil porque todavía no está trabajada, es tan sugerente que te apetece mandarlo todo a la porra y empezar de cero. Curiosamente, en las temporadas en las que estás en barbecho y no escribes, esto no pasa: ¡anda que no cuesta encontrar sobre qué escribir cuando llevas un tiempo sin hacerlo! Las buenas ideas se atraen unas a otras, como las hormigas exploradoras que luego vuelven a avisar a sus compañeras. "¡Eh, chatas, una que escribe! ¡Vamos a atacarla, a ver si se despista y conseguimos que no termine!" Es la ley de Murphy, supongo. No hay nada que hacer.

Ideas. Cuando tienes demasiadas, malo. Si no tienes, peor. Y distinguir una buena de una mala... Eso ya es tema para otro blog. O para ir al psicólogo directamente, que, por cierto, suele ser muy buena idea.

Cinco libros que no quiero que nadie me encuentre leyendo (pero que leo igual)

Leer libros "malos" es como comer fresas con chocolate:
al menos estás comiendo fruta, ¿no?
Lo reconozco: soy un poco elitista en lo que a literatura se refiere. Juzgo a la gente por sus lecturas, y, aunque me avergüenza reconocerlo, me río de aquellos y aquellas que tienen por favorito un autor o autora que a mí me parece malo. Una vez una compañera de trabajo me dijo que se había leído todo lo de Federico Moccia, que le encantaba, que releía sus libros y no podía esperar a que saliera uno nuevo; a punto estuve de dejar de hablarle, aunque me caía genial y es una mujer inteligentísima que vale un potosí. Huelga decir que nunca he leído a Moccia, y no creo que lo haga por dos sencillas razones: 1) no creo que me vaya a gustar, y sobre todo 2) si termina gustándome, me voy a querer un poco menos. Sé que son prejuicios, sé que está mal, sé que no es justo. Pero no puedo evitarlo. Soy una petarda.

Por supuesto, no soy yo quién para lapidar a nadie cuando tengo mi buena sarta de lecturas de "placer culpable", esas que leo cuando tengo la cabeza demasiado cansada o me apetece algo ligero para evadirme de la realidad. Algunas veces intento engañarme diciéndome que no son tan "lights" porque las leo en inglés, y al menos así practico el idioma, pero reconozco que sí, yo también leo basurilla literaria, por más que la definición de "buena" y "mala" literatura nunca me haya quedado del todo clara. Ojo, que no hablo de libros mal escritos o con una mala trama, sino de libros que quizás no muevan almas y levanten pasiones, ni nos hagan querer ser mejores personas. Mi excusa es que siempre será mejor leer un libro "malo" que enchufarme a ver cualquier porquería en la tele. Mejor Marian Keyes que el Sálvame, eso lo tengo claro.

He aquí alguna de mis vergüenzas:

El código DaVinci, Dan Brown



Sí, lo he leído. Sí, me encantó. Es más, me leí todas las obras que Brown tenía hasta entonces, que eran thrillers de lo peorcito, y no me arrepiento. En aquella época yo era joven e inconsciente y leía todo lo que caía en mi mano. Buscaba lecturas entretenidas, nada de rollos infumables. No lo he releído, porque creo que me sacaría los colores pensar que me podía gustar algo así. Curiosamente, recuerdo lo mal que me sentaba cuando la gente que no lo había leído lo criticaba y trataba de idiotas a los que nos había gustado. En mi defensa diré que la trama está muy bien hilada, aunque el final esté cogido con pinzas. Es el equivalente literario de ver CSI. No creo que una cosa tenga menos valor que la otra. 


El diablo se viste de Prada, Lauren Weisberg

Sufrí leyéndolo, pero me lo acabé. Por qué leí yo algo así es algo que todavía no entiendo, pero era verano, hacía calor, no quería pensar. Ya te digo yo que no había que pensar. Equivalente literario del Corazón, corazón, supongo. Malo, muy malo. Como comerte una rosquilla de anís, que en realidad no te gusta pero ya que te has puesto la acabas. 



The Fault in our Stars (Bajo la misma estrella), John Green

Meto este libro aquí porque sí, leer literatura juvenil a los cuarenta es placer culpable, pero la verdad es que el libro está genial. Aunque a primera vista parece que sea una historia de amor, el argumento va mucho más allá y trata la vida de adolescentes con cáncer. Lloré como una bellaca, me emocionó mucho. Curiosamente, lo leí porque descubrí uno de los canales de Youtube de Green, en el que hace vídeos de historia y demás para adolescentes, y me pareció tan majo que decidí leerle, pensando que era un completo desconocido. Cuando vi que salía la película basada en el libro, flipé. Desde luego, muy recomendable. 


Carrie, Stephen King

Durante años fui una acérrima enemiga de King. Sin haber leído nada suyo, me reía de la gente que leía a King, como si ser superventas fuera sinónimo de ser mal escritor (sigo teniendo ese vicio, pero me estoy quitando, de verdad). Después de leer On Writing empecé a leer sus libros de ficción, y me encantó. Este verano ha caído por fin Carrie, y la he gozado. Me ha gustado la estructura, la historia, la forma de contarlo, todo. No sé si entra en la categoría de "libros que no quiero que nadie me encuentre leyendo", pero admito que es algo que mi yo de hace unos años se hubiera avergonzado de leer. Hoy no; de hecho, han caído media docena de libros de King, y lo que te rondaré morena. 


Los pilares de la tierra, Ken Follet


No es que el libro sea malo, o que la historia no lo merezca, pero es que le he cogido tal manía al pobre Follet que ahora mismo no puedo ver un libro suyo ni en pintura. Al hombre se le ocurrió documentarse en la catedral de Vitoria para escribir Un mundo sin fin (que a punto estuve de tirar contra la pared de lo malo que me pareció) y ahora tenemos una estatua suya a tamaño natural en el centro de la ciudad. Durante meses no se habló más que de Follet y de que iba a poner a Vitoria en el mapa; al final lo único que hizo fue agradecer a la fundación que se ha encargado de la restauración de la catedral al final del libro. Que el libro me gustó en su momento, sí, pero luego te das cuenta de que es un hombre con un esquema concreto y una trama que repite sin cesar en cada libro, y ya no. No me pillarán otra vez, no. Este, para mí, sí que es un superventas de calidad cuestionable. 


Lo que más gracia me hace es que yo, siendo tan pija, haya terminado escribiendo un libro que no es más que eso, un pasatiempo que a más de uno le daría vergüenza dejarse ver leyendo en público. Desde luego no va a ocupar sitio en la librería de los elitistas como yo, aunque quizás lo escondan en algún cajón apartado. Y, como está en formato digital, nadie tiene por qué enterarse de lo que estás leyendo. Benditos readers, que nos han salvado de hacer el ridículo en más de una ocasión. Cuántas copias piratas de Cincuenta sombras de Grey han tenido que caer, y qué poca gente lo ha admitido, seguro. ¿Tenéis vosotras y vosotros un placer culpable? ¡Confesad, no voy a ser yo la única que quede mal!

Cuadernofilia




Hoy me ha dado por contar los cuadernos que tengo en casa. No solo los que tengo en la librería del despacho, que ya son unos cuantos, sino todos los que andan sueltos en distintos rincones del resto de las habitaciones. Los únicos que no he contado son los de dibujo, porque su labor es otra distinta a la de anotar cosas. Pero el resto los he contado. Y me ha costado un rato.

Tengo setenta cuadernos. Setenta. Cuadernos.

Algunos están escritos de cabo a rabo, pero son los menos. La mayoría son grandes, tamaño DIN-A4, pero también los hay pequeños, de media cuartilla, e incluso uno diminuto que llevo en el bolso por si acaso (aunque últimamente todo lo apunto en el móvil). Tengo cuadernos listados, cuadriculados y, sobre todo, lisos; milimetrados no, nunca me han gustado, e intento no usarlos tampoco con mis alumnos y alumnas. Tengo cuadernos idénticos porque a veces los uso para apuntar detalles de una historia, y me gusta que todos los que uso sean iguales, pero como tengo tendencia a escribir cien principios y no acabar ni la décima parte de lo que escribo no me fío de mí misma y no quiero empezar a escribir en la colección de cuadernos todavía, así que están intactos. Algunos son regalos (estoy viendo uno que tiene más de diez años), otros son de la carrera. Algunos contienen cosas que no quiero releer, otros no sé ni lo que tienen. Uno de ellos lo uso como diario cuando me apetece escribir a mano, porque ya hasta el diario lo escribo en el ordenador; otro es mi bitácora de libros leídos, donde apunto las impresiones que me dejan los libros que leo. Tres son los que usé revisando Armarios y fulares. Uno es un cuaderno de viaje. Tengo uno que me hace de diccionario de alemán y más de media docena llenos de apuntes de la universidad que no me atrevo a tirar. Guardo uno siempre al lado de la cama por si se me ocurre una idea brillante a media noche y quiero apuntarla. Al lado del ordenador hay tres.

Dicen las técnicas de minimalismo que, para que la casa esté en paz y tu feng-shui pueda fluir por los rincones sin obstáculos, lo ideal es librarse de cuadernos y papeles y digitalizarlo todo. Esta gente, obviamente, no me conoce, porque antes me mudo a una casa más grande que tirar los cuadernos que tengo. La gente habla de las fotos, de los álbumes como recuerdo, pero gran parte de mis recuerdos están de forma escrita. Ni con la llegada del ordenador, los procesadores de texto y Scrivener he conseguido librarme de mi amor por los cuadernos. Y es que no es lo mismo dejar volar los dedos sobre el ordenador que sentarte tranquilamente delante de un cuaderno y pensar, con un boli que te guste, qué es lo siguiente que vas a escribir.

(Y al igual que la gente que siente hambre cuando ve fotos de comida, a mí ahora me han entrado ganas de comprar un cuaderno bueno. ¿Me resistiré? Lo dudo.)