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Veinticinco años.

Me parece increíble, pero he llegado a una edad en la que ya puedo hablar de cosas que ocurrieron hace más de veinticinco años. Puedo decir, por ejemplo, que hace veinticinco años terminé octavo de EGB y dejé la ikastola donde había entrado con dos años (de eso hace ya treinta y seis, pero no puedo hablar de ello porque no tengo recuerdos de tan pequeña). Igual que yo, gente que me rodea tiene recuerdos tan antiguos que las fotos que los reflejan están desgastadas por el tiempo, o se han perdido, o se han estropeado con el pegamento de aquellas páginas de álbum en los que nuestras madres pegaban todas (porque siempre eran las madres, ¿verdad? ¿Qué tienen los recuerdos que son cosas de mujeres?). Nos vemos todos los días y nos da la sensación de que por nosotras no pasa el tiempo, pero vaya que si pasa, como por todas las demás. Y luego llega el día en que te juntas con las antiguas compañeras y piensas, ¿así de mayor estoy yo también? Sí. Por supuesto.
Este fin de semana nos hemos juntado siete antiguas compañeras de clase (también había un compañero, pero ya me conocéis, somos mayoría y hablo en femenino). Teníamos que haber sido más, pero una serie de desafortunadas circunstancias han llevado a la gente a cancelar la asistencia y al final nos juntamos unas pocas, pero suficientes para recordar anécdotas que mi subconsciente había alejado a los rincones más apartados de mi mente. No sé por qué no recuerdo la mitad de las cosas que se comentaron en la comida, porque tampoco son traumáticas ni algo que mi subconsciente debiera olvidar, pero la verdad es que a veces tenía la sensación de que estaban hablando de otra clase y de otra Ruth. Me gustó oírlas hablar con la tranquilidad que da el tiempo pasado, con una sinceridad que nos hubiera sido imposible incluso hace quince años. Me gustó saber que no fui yo la única que lo pasaba mal en clase con algunas personas, o que otras se sentían igual de inseguras que yo en lo académico. Me sorprendió saber que alguien a quien yo tenía por buena estudiante se sentía tonta y frustrada en clase. Pensé en cuántos traumas vivimos, cada una por su lado, en una clase de diecisiete personas en la que los chicos y las chicas no se juntaban nunca. Pensé en cómo hubiera cambiado la reunión si se hubieran animado a venir las “bullies” de aquella época. No mucho. Se lo hubiéramos dicho todo entre risas, porque ya hace veinticinco años de todo aquello y no merece la pena guardar rencores inútiles.
Hace veinticinco años que terminé octavo de EGB. Hace diecisiete que soy profesora. Hace ya ocho años que volví de Estados Unidos. Hace tres que me saqué la oposición. Y la vida va sumando en años y experiencias, y siempre es más y nunca menos, y al final del todo no seremos más que un saco de vivencias y una máquina de recordar. Si tenemos suerte. 

Nunca niegues un saludo.



A. y yo estudiamos juntas desde el preescolar hasta terminar octavo de EGB (sí, soy así de mayor, yo fui a EGB). Siempre nos llevamos bien, con las pequeñas rencillas, quizás, de alguien que pasa tantos años en la misma clase, pero sin nada que destacara. Por eso, cuando a principios de curso empecé a cruzarme con ella y no me saludó, me extrañó. Vale que iba en bici y yo andando, vale que las dos íbamos con prisa, pero esa manera de apartar la vista de mi cara y hacer como que no me había visto se me hacía extraña. “¿Qué le pasa a esta ahora?”, me preguntaba todos los días. Yo siempre mantenía la mirada, pero no había manera. Cada vez que nos cruzábamos apartaba la cara, y a mí me daba vergüenza saludar a su nuca. 
Hace poco, un compañero de EGB formó un grupo de watsapp para poder juntarnos todos en una cena y celebrar que este año se cumple el 25 aniversario desde que salimos de la ikastola (sí, soy así de mayor, se cumplen 25 años desde que terminé la EGB). A. está en el grupo y participa como todos los demás, sin aparentes problemas; aquel primer día todos nos saludamos, comentamos algunas tonterías e hicimos algún chiste malo, sin más. Yo pensé que todo estaba arreglado (sin tener muy claro que algo se hubiera roto) y al día siguiente, feliz, miré a A. cuando me la crucé en bicicleta, lista para saludar. Pero, horror, ella me miró con cara de espanto, giró la cabeza y mi “agur” salió casi muerto de mi garganta, confuso por sentirse tan solo. 
Pero no desesperé. Me parecía ridículo ser amigas por teléfono y no ser capaces de saludarnos por la calle. Al día siguiente, según la vi venir de lejos, le mantuve la mirada y, aunque ella la apartó, solté un saludo que hizo que la mujer que iba delante de mí se girara a ver a quién saludaba. A., entonces, me miró, pero su bicicleta ya había pasado y le fui imposible devolver el saludo. A la mañana siguiente, sin embargo, fue ella quien me saludó primero. A partir de entonces nos saludamos todos los días. 
Tranquila con mi triunfo, me di por satisfecha y seguí participando en el grupo de watsapp como una más. Empezamos a hablar de que hacía mucho que no nos veíamos. A. dijo que ella hacía mucho que no veía a cierta gente. “Ruth, a ti no te veo desde hace años”. 
—¿Cómo que no, si nos cruzamos todas las mañanas?
—¿Qué? No, qué va. ¿Seguro que soy yo?
—Pues claro. Igual no me conoces, ahora llevo el pelo tan corto como tú. 
—¿Corto? ¡Si lo llevo por debajo de los hombros! 
—¿Cómo que…? Y entonces, ¿a quién saludo yo todas las mañanas?
—Pues no sé, pero debe estar pensando “qué chica más maja, ésta que me saluda siempre”. 

Creo que he hecho una amiga nueva…

Primos

Íbamos camino al restaurante, dos primos que no se habían visto en quince años charlando como viejos amigos; detrás venía el resto de la familia, algunos completos desconocidos para mí a los que había tenido que preguntar el nombre al verles. Nosotros dos nos habíamos reconocido de inmediato, quizás por ser crercanos en edad, quizás porque ninguno de los dos había cambiado tanto. Hablábamos, y dentro de mí se fue formando una extraña sensación que empezaba a pesar como una losa.
-Qué triste, no tengo recuerdos de cuando éramos pequeños -dije al fin, animada por la frescura de mi primo-. Recuerdo momentos, frases sueltas y alguna imagen, como si fuera una foto, pero no me acuerdo de ninguna anécdota.
-Ah, ¿no? Yo me acuerdo mucho de ti. Me acuerdo un día que estuvimos hablando del año dos mil. Imaginábamos que iba a haber naves voladoras, viajes al espacio, tele transporte... Y luego empezamos a hacer cuentas de los años que tendríamos entonces (bueno, las hiciste tú, porque yo no sabía ni sumar ni restar), y flipamos porque tú ibas a tener veinticinco y yo veintidós. Íbamos a ser viejos, decíamos.
Alguno de los que venía detrás nos llamó para decirnos algo y se cortó la conversación, y me alegro, porque aquel pequeño lapso permitió que la losa de dentro de mí se convirtiera en un calorcito agradable, y sonreí como una tonta sin poder creerme que alguien se hubiera acordado de algo así durante tantos años...

Feliz año a todos.

El retorno II




M. es una niña ucraniana de nacimiento y vasca por derecho propio. Fue adoptada cuando tenía un año; apenas pesaba seis kilos entonces, y dice su madre que lo único que hace desde que llegó es comer, aunque todavía sigue siendo una pelusilla diminuta. Es la única de su clase que aún lleva pañal, uno de esos supermodernos que son como braguitas y le permiten ir al baño si se acuerda de que tiene que ir. Su cara está siempre iluminada por una enorme sonrisa, y los ojillos -azules, muy azules- le chipean detrás de unas gafas rosas que la hacen incluso más guapa. Es tan rubia que no puede salir al recreo sin gorra. Es tan pálida que te da la sensación de que se quemaría con la luz de una cerilla. No se le entiende demasiado cuando habla, aunque ella comprende todo lo que se le dice tanto en euskera como en castellano. El año que viene empezará con el inglés. Y espero que la sonrisa no se le borre nunca (ojalá pudiera enseñaros su cara para que supierais que no exagero, pero os tendréis que conformar con su -precioso- cogote).



En otro orden de cosas: ¿a que nunca habíais visto a setenta y cinco niños de tres años en una fila tan recta? Me he quedado alucinada de todo lo que pueden hacer a esa edad, ¡y yo que pensaba que hasta los doce los niños no eran independientes!
Por cierto, el título de esta entrada se debe a que esta semana estoy en la ikastola que -casi- me vio nacer. Me acabo de enterar de que cuando yo empecé era ilegal y nos firmaba las actas y los informes otra que era legal. Oye, lo que aprende una treinta años más tarde.

Reencuentros

Siempre he sido de las personas que piensan que la vida da muchas vueltas y que es mejor llevarse bien con todo el mundo (o, de llevarte mal, saber por qué y tener razón) porque nunca sabes si vas a volver a encontrártelos por el camino o si vas a necesitar algo de ellos. Este primer año de regreso me ha dado varios ejemplos; me he reencontrado con algunas compañeras que trabajaron conmigo antes de que me fuera a Estados Unidos, y supongo que el hecho de que nos reconociéramos mutuamente y pudiéramos tener una conversación amigable dice bastante de nuestra antigua relación. Es algo bonito, saber que tu paso por el mundo no pasa completamente desapercibido.
Pero esta semana me ha pasado algo mucho más bonito que eso. Me han llamado para hacer una sustitución en un instituto, primer ciclo de la ESO, en un pueblo de la Rioja Alavesa (uy, no sé si se escribe con mayúscula o no, lo he visto de las dos maneras, perdonen ustedes si he metido la pata). Hace diez años, recién salidita yo de magisterio y sin más idea de enseñar que la que pueda tener un fontanero, trabajé durante casi un curso entero en un pueblo cercano que no tiene enseñanza secundaria; una de mis clases, a la que más cariño cogí, era la de tres años. Hoy me he reencontrado con mis alumnos de la manera más tonta. "¿Tú eres de tal sitio? ¿Y te llamas tal? Coño, pues yo fui profesora tuya". Me ha hecho mucha más ilusión a mí que a ellos, pero qué se le va a hacer. Están en esa edad.
Lo más gracioso ha sido darme cuenta de lo poco que han cambiado realmente estos chavales. El payaso de la clase de entonces sigue siendo un payaso ahora; el que tenía una personalidad arrolladora, la tiene aún hoy en día. El tímido es más tímido todavía, el tonto -que nunca llegaba al baño y siempre terminaba pidiéndome que le limpiara el culo, con perdón- es tan tonto como antes y la que era lista entonces lo sigue siendo ahora. Sólo ella, que de pequeña era la mandona de clase, parece haber cambiado ahora y se ha convertido en una niña tranquila y atenta que trata de pasar desapercibida. El enamoradizo de la clase, que una vez le dijo a una compañera mientras jugaban a papás y a mamás debajo de la mesa "cuando sea mayor, me voy a casar contigo" y no recibió respuesta alguna, enseguida me ha recordado el nombre de su amada: "¿Y te acuerdas de Fulanita?" Por supuesto, me hubiera gustado decirles todo esto, y recordarles los besos y abrazos que me daban, y cuando se sentaban en mi regazo a oír el cuento de la tarde, y cuando me hablaban del coche de su papá nuevo (sí, lo he escrito bien, el papá era nuevo, el "viejo" se había muerto en un terrible accidente del que él fue testigo), y de lo contentos que se ponían cuando les cantaban el cumpleaños feliz (zorionak zuri, que era una ikastola) aunque no fuera su cumpleaños. Y quiero decirles que, diez años más tarde, aún guardo su foto enmarcada en mi cuarto, y que me he acordado mucho de ellos, y que muchas veces he pensado en qué sería de ellos, y que me alegro de haberles visto de nuevo...
Pero no puedo, porque tienen trece años y se les caería el mundo encima de la vergüenza que pasarían. Sólo puedo bromear con ellos (son una clase muy maja, adolescentes de los buenos, de los que todavía quedan) y comentar pequeñeces y detalles muy medidos que no vayan a herir su ego de púberes ni a ridiculizarles delante de la clase. Pero mañana les voy a llevar la foto y a recordar con ellos -por ellos- esos tiempos, diez años atrás, donde yo acababa de empezar y veía todo con la misma inocencia que ellos. Aquella época en la que todos teníamos tres años y lo más fácil del mundo era pedirle a tu mejor amiga que se casara contigo.