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De santas y abuelas

Mi abuela nació el cinco de febrero de 1899, lo que significa que hoy cumpliría 116 años. Cuando era pequeña me gustaba calcular su edad porque siempre era uno más que el año en el que vivíamos, y eso me hacía sentir importante. El otro día se lo conté a mis alumnos y se quedaron horrorizados al pensar que alguien que ellos conocían podía haber tenido una abuela nacida en el siglo diecinueve. A mí me sigue encantando calcular su edad y sumarle uno al siglo. 
Cuando tenía cuarenta y tres años, cinco hijas y un único hijo, mi abuela empezó a tener síntomas que encajaban con la menopausia. Al menos eso pensaba todo el mundo, porque ella tuvo claro que aquello de menopausia nada, lo que llegaba era un nuevo embarazo. Acertó, y por primera vez en su vida dio a luz en un hospital al segundo varón de la casa, el pequeño, el que sería mi padre treinta y tres años  más tarde. Al poco sería abuela, y mi padre fue una de las pocas personas que, después de casarse, se iría de vacaciones con su sobrina y su marido, los mejores amigos de mi padre y mi madre. Esa sobrina, mi prima, es mi madrina, y sus hijos tienen la misma edad que yo y mi hermano. Lo que significa que cuando mi abuela tuvo el último nieto, a los ochenta y dos años, ya llevaba un lustro siendo bisabuela. Para entonces ya había perdido la cabeza y llevaba tiempo en una residencia. Yo la vi en contadas ocasiones, porque a mis padres no les parecía que aquel fuera un sitio adecuado para una niña y a mí no me hacía ninguna ilusión ir a visitar a una señora que no sabía quien era yo. Dice la leyenda que, cuando yo nací, peleó porque me llamaran Rufina en vez de Ruth, que qué nombre era ese para una niña. En una de las visitas que le hice le llevé una flor, y cuando me fui me la devolvió. Otra vez la vi dormida, la inmensa mata de pelo blanco azulado apoyada en la almohada, murmurando en sueños (siempre me acuerdo de ese pelo, y de la suerte que he tenido al heredarlo; no hay nadie calvo en ese lado de la familia). Murió a los noventa y tantos, habiendo enterrado a su marido, a un hijo y a unos cuantos yernos y nietos. Su hija mayor tiene casi noventa y está en perfecta salud mental y física, y el resto de las hijas resiste el embate del tiempo; por contra, ninguno de sus dos hijos varones llegó a los setenta. 
Nació el cinco de febrero, día de Santa Águeda, y por supuesto se llamó Águeda. Aquí, la víspera es día de romería, o por lo menos lo era, cuando los hombres que estaban a punto de ir a la “mili” paseaban por la calle cantando y pidiendo para una última noche de juerga (al menos ese creo que es el origen de la tradición). Hoy en día la costumbre casi se ha perdido en las ciudades, aunque en los colegios se siga manteniendo y sigamos cantando la canción y saliendo con los chavales y chavalas por el barrio (si el tiempo lo permite). Por eso me acuerdo siempre de su cumpleaños, porque coincide con la santa más festejada en Euskadi. Y en esos días me entra morriña, y veo la nieve caer, y pienso en todo lo que vivió la mujer de pelo blanco apoyado sobre la almohada que hoy cumpliría ciento dieciséis años. 

Veinticinco años.

Me parece increíble, pero he llegado a una edad en la que ya puedo hablar de cosas que ocurrieron hace más de veinticinco años. Puedo decir, por ejemplo, que hace veinticinco años terminé octavo de EGB y dejé la ikastola donde había entrado con dos años (de eso hace ya treinta y seis, pero no puedo hablar de ello porque no tengo recuerdos de tan pequeña). Igual que yo, gente que me rodea tiene recuerdos tan antiguos que las fotos que los reflejan están desgastadas por el tiempo, o se han perdido, o se han estropeado con el pegamento de aquellas páginas de álbum en los que nuestras madres pegaban todas (porque siempre eran las madres, ¿verdad? ¿Qué tienen los recuerdos que son cosas de mujeres?). Nos vemos todos los días y nos da la sensación de que por nosotras no pasa el tiempo, pero vaya que si pasa, como por todas las demás. Y luego llega el día en que te juntas con las antiguas compañeras y piensas, ¿así de mayor estoy yo también? Sí. Por supuesto.
Este fin de semana nos hemos juntado siete antiguas compañeras de clase (también había un compañero, pero ya me conocéis, somos mayoría y hablo en femenino). Teníamos que haber sido más, pero una serie de desafortunadas circunstancias han llevado a la gente a cancelar la asistencia y al final nos juntamos unas pocas, pero suficientes para recordar anécdotas que mi subconsciente había alejado a los rincones más apartados de mi mente. No sé por qué no recuerdo la mitad de las cosas que se comentaron en la comida, porque tampoco son traumáticas ni algo que mi subconsciente debiera olvidar, pero la verdad es que a veces tenía la sensación de que estaban hablando de otra clase y de otra Ruth. Me gustó oírlas hablar con la tranquilidad que da el tiempo pasado, con una sinceridad que nos hubiera sido imposible incluso hace quince años. Me gustó saber que no fui yo la única que lo pasaba mal en clase con algunas personas, o que otras se sentían igual de inseguras que yo en lo académico. Me sorprendió saber que alguien a quien yo tenía por buena estudiante se sentía tonta y frustrada en clase. Pensé en cuántos traumas vivimos, cada una por su lado, en una clase de diecisiete personas en la que los chicos y las chicas no se juntaban nunca. Pensé en cómo hubiera cambiado la reunión si se hubieran animado a venir las “bullies” de aquella época. No mucho. Se lo hubiéramos dicho todo entre risas, porque ya hace veinticinco años de todo aquello y no merece la pena guardar rencores inútiles.
Hace veinticinco años que terminé octavo de EGB. Hace diecisiete que soy profesora. Hace ya ocho años que volví de Estados Unidos. Hace tres que me saqué la oposición. Y la vida va sumando en años y experiencias, y siempre es más y nunca menos, y al final del todo no seremos más que un saco de vivencias y una máquina de recordar. Si tenemos suerte. 

Virutas



Debíamos estar en sexto o séptimo de EGB y dábamos el tema de los imanes y las atracciones de los metales en ciencias naturales. Nuestro profesor era joven (ahora me doy cuenta de que era muy, muy joven, casi recién salido de la universidad, y la mitad de las chicas de mi clase “estaban por él” pero a mí me da asquete porque, puaj, tenía por lo menos veinticinco años) y le gustaba darle a la asignatura un toque práctico, así que con todos los temas hacíamos un pequeño experimento. Nos pidió que trajéramos muestras de distintos metales para comprobar cuáles eran atraídos por el imán y cuáles no. Todos protestamos. ¿De dónde íbamos a sacar metales, a no ser que le trajéramos clips? “Bueno, traed lo que podáis”. 
Fui a casa y le pregunté a mi padre si podía traerme algún metal del taller. Mi padre era delineante y siempre me estaba hablando de las máquinas que diseñaba. Mi hermano y yo debíamos ser los únicos niños del barrio que sabían qué era una fresadora, aunque solo las hubiéramos visto en fotos o de lejos algún sábado que fuimos a buscar a mi padre al trabajo. Aquel día mi padre se sonrió y me dijo que sí, que podía traerme metales. No sé qué máquina nueva estaban probando o qué proyecto tenían entre manos, pero al día siguiente mi padre volvió con una enorme bolsa llena de virutas de distintos metales separadas en sobres con sus nombres. Había de todo: cobre, acero, hierro, aluminio, plomo, cinc, estaño, al menos una docena de sobres llenos de virutas, todas de formas distintas, porque según me explicó mi padre cada metal tiene una configuración distinta que hace que, aunque la cuchilla que las corta sea la misma, la viruta salga con forma distinta. Había tirabuzones perfectos, ondas, diminutas chispas del tamaño del serrín; metales dorados, grisáceos, plateados y con brillos rojizos. Me pasé la tarde mirando aquel pequeño tesoro, tocando todas las virutas con la yema de los dedos y sintiendo el polvo del hierro resbalar en la palma de mi mano. Han pasado más de veinticinco años y todavía recuerdo el tacto de aquellas virutas. 
Al día siguiente se lo enseñé a mi profesor y los ojos casi le dieron vuelta en las órbitas. Nos pasamos la hora comprobando qué metales atraen los imanes y cuáles no, divididos en grupos y con una mísera cantidad de virutas en la mesa porque el profesor no quería perder ni una pizca de aquel tesoro. Al terminar la clase me preguntó si podía quedárselas y yo le dije que sí, porque hay un límite de cosas que una niña de diez años puede hacer con una colección de virutas de metal y ya me había cansado de ellas. Él las guardó con codicia en los ojos, y solo hoy, casi treinta años más tarde, entiendo el pedazo de regalo que aquellas virutas supusieron para un profesor de ciencias. Cuando fui tutora de sexto de primaria le volví a pedir a mi padre que me trajera virutas, pero habían cambiado las máquinas, o ya no soltaban virutas por cuestiones de seguridad, o no sé qué pasó pero no me las pudo traer. Solo entonces me arrepentí de haberle dado los sobres a mi profesor.
A veces me acuerdo de aquello y me pregunto si todavía las guarda. Supongo que no, lo más lógico es que no, pero a veces me dan ganas de llamarle y preguntarle “¿te acuerdas de aquella virutas que te llevé una vez y de las formas que hacía cada metal y de que el aluminio casi no pesaba nada y de cómo el hierro salía en chispitas pero el cobre no y de que el acero tenía un tono burdeos que venía del tratamiento que le habían dado? 
¿No? Pues yo sí”. 

De caras conocidas que traen recuerdos o viajes al pasado involuntarios


Hoy he vuelto a casa dando un rodeo por el casco viejo para hacer un recado y me he cruzado con un profesor de inglés que tuve en el instituto. Me ha hecho gracia porque en veinte años creo que es la primera vez que lo veo, o quizás no tanto, pero lo parece. Le recuerdo como a un buen profesor, de los pocos que me han hablado en inglés en clase (hoy en día es impensable, pero en mis tiempos dábamos inglés en euskera). Hace poco, qué cosas, me acordé de él porque hice lo mismo que él nos hizo en clase una vez: dio por supuesto que nosotros/as, almas cándidas que llevábamos cuatro o cinco años dando inglés (y todos los años empezábamos por el to be y los colores), íbamos a saber diferenciar el acento americano del británico. Le miramos con cara de pez y el pobre desistió, pero a mí me quedó la curiosidad de si realmente era o no tan distinto. Hace unos meses lo hice con críos de segundo de primaria y ellos sí lo distinguieron. Me pregunto qué tipo de alumnado se encontrará él hoy en día.

Pero el recuerdo que me ha venido a la mente nada más verle y que me ha dejado sin aliento un instante no tenía que ver con él, sino con mi padre. Este profesor fue mi tutor en segundo de BUP y mis padres asistieron a la reunión de principio de curso con él. Cuando mi padre volvió a casa, lo primero que me dijo de él fue "Qué boca más pequeña tiene, ¿no?" Y es cierto, la tiene pequeña, o más que pequeña fruncida en un eterno beso; como, además, las tres sílabas de su apellido tienen una u, la sensación de boca diminuta es mucho más exagerada, y las coñas con su nombre en el instituto eran infinitas. Desde aquella reunión, cada vez que en mi casa se hablaba de él había que añadirle la coletilla "el de la boquita pequeña", hasta que el pobre hombre perdió su identidad y ya nos referíamos a él solo por ese rasgo. Las pocas ocasiones en las que le veo u oigo un nombre similar al suyo (el de pila es común aquí, el apellido no tanto), me acuerdo de mi padre y del profesor de la boquita pequeña. En ese orden.

La semana pasada hizo tres años que mi padre murió. Juraría que cuanto más tiempo pasa más anécdotas recuerdo, o más situaciones me lo recuerdan. Supongo que es normal, pero a veces asusta. En ocasiones tengo la sensación de que aún puedo coger el teléfono y llamarle y decirle "me acabo de cruzar con el de inglés, el de la boquita pequeña, y me he acordado de ti"...

Cosas que una recuerda

Debíamos estar en sexto, porque nuestro profesor era Jordán, pero no éramos tan mayores como para estar en octavo y aún guardábamos algo de la ingenuidad de los diez años. Debía ser la clase de euskera, porque recuerdo las respuestas en euskera, pero no recuerdo exactamente la pregunta. Quién es tu mejor amigo, debió ser, nor da zure lagun hoberena, pero entonces no sé por qué Izaskun se confundió con quién es tu amigo más grande, porque hoberena es mejor, no grande. La cosa es que ella contestó que Iñaki, porque era el más alto de la clase, y todos nos quedamos un poco extrañados. Nunca supe quién era la mejor amiga de Izaskun. Cuando éramos pequeñas, en primero o así, era yo, pero luego crecimos. Y ya no lo fuimos más.

Es curioso lo que la mente recuerda, y por qué lo recuerda. Recuerdo la ronda que hicimos, y recuerdo lo atenta que yo estaba a las respuestas. Luis dijo que Aitor era su mejor amigo, y Aitor dijo Luis. Pero antes de eso, Andoni dijo Aitor y Unai dijo Luis, y a mí me dieron hasta pena, como quien ve a alguien intentando ligar con una que ya tiene novio. Luis y Aitor eran Pin y Pon, Zipi y Zape, Pepe Gotera y Otilio. A quién se le ocurre meterse en medio. Tenían que haberlo sabido.

Cuando llego mi turno, no dudé, dije Sonia sin mirar a nadie, pero nadie se extrañó, porque Sonia y yo éramos Pili y Mili, sal y pimienta, arroz con tomate. Pasaron varias personas más y le llegó el turno a Sonia, y me recuerdo pensando “por favor, que no diga Ainhoa, que no diga Ainhoa, que no diga Ainhoa”, en un ataque de celos injustificado porque Sonia dijo Ruth casi sin pensarlo, sin darle importancia, con un tono de “joder, vaya pregunta más tonta, si todo el mundo lo sabe ya”. Y yo me recuerdo dejando escapar el aire, respirando profundamente y sonriendo, porque nadie más había dicho Ruth pero sí había más gente que había dicho Sonia, pero Sonia había dicho Ruth. Y lo demás no importaba. Ni siquiera recuerdo si alguien dijo Nagore, con el asco que le tenía yo a esa chavala, pero sé que Nagore dijo Nélida, porque era muy guapa y les gustaba a todos los chicos (Nélida, no Nagore). No sé qué dijo Ainhoa. No sé qué dijo Maider. Yo estaba demasiado preocupada con lo mío.

Qué cosas vienen a la mente de vez en cuando. Qué cosas.

Unleserlich

Yo debía ser una enana, porque recuerdo a mi tío enorme y hoy en día es sólo un poco más alto que yo. No sé por qué le acompañé, debió ser uno de esos días en los que quiso actuar de padrino y me llevó con él a hacer algún papeleo y a fardar de sobrina, porque aquí donde me veis yo era muy mona y muy formal. Por aquel entonces le tenía por erudito, por un hombre sabio que sabía un poco de todo y era capaz de tener conversaciones interesantísimas sobre cualquier tema. Luego me enteré de que eso se debía a que había empezado tres o cuatro carreras (todas de letras, o de humanidades, que se diría ahora) aunque nunca había conseguido terminar ninguna. Personalmente creo que es un filósofo frustrado.

La señorita de la ventanilla le pidió que firmara un papel. Él cogió el bolígrafo y le preguntó si la firma tenía que ser inteligible. Ella dijo que no importaba, y él firmó con su garabato de siempre. Y en ese momento yo aprendí que inteligible e ilegible no eran sinónimos, como yo creía, sino que significaban justamente lo contrario. De ahí lo de ininteligible, me dije. Es el único momento de mi vida que me recuerdo aprendiendo algo.

Hoy he visto la palabra unleserlich en alemán, ilegilbe, y me he acordado de mi tío. Curioso, como funciona el cerebro. Y curioso, también, que un momento de hace al menos 25 años esté tan grabado a fuego en mi memoria.

Mi primer circuito electrico

Aquella pila estaba caliente, se pusiera como se pusiera el vendedor. La llevaba en el bolsillo -en el de la chaqueta, de lana, sin botones ni cremallera, sin una mala llave con la que hacer contacto siquiera- y estaba caliente. El vendedor me echó la culpa a mí.
-Algo le habrás hecho -insistía.
Mi madre se subía por las paredes.
-¿Pero qué se le puede hacer a una pila que aún tiene hasta el precinto de seguridad? Tóquela, oiga, que está ardiendo.
Era una pila de petaca, de esas grandes con dos barritas de metal en los polos que nos habían pedido en la ikastola para hacer un circuito eléctrico al día siguiente. Quemaba horrores, y, como bien decía mi madre, no le había quitado ni el precinto, no había salido de mi bolsillo en la escasa media hora que hacía que la había comprado. No pensaba usar aquella pila.
-Yo se la he vendido en buen estado, algo le habrá hecho la cría.
-Me da igual, una pila no tiene por qué calentarse. Cámbiemela, haga el favor.
La dependienta -él debía ser el jefe, por la manera en que ella se quedaba en un segundo plano y nos hacía gestos con la mirada- sugirió tímidamente que quizás tuviéramos razón, que no era muy normal que una pila se calentara así. El hombre se puso como una fiera.
-¿Pero no ves que es imposible, que si una pila no ha hecho contacto no tiene por qué descargar energía?
-Pero ésta sí que...
-A ver, ¿cuántas de vosotras habéis estudiado electricidad, eh? -Yo iba a decir que en ello estaba, aunque con aquella pila mal íbamos, pero sólo tenía doce años y aquel señor me daba miedito-. Tú -señaló a mi madre-, cero en electricidad, tú -señaló a la dependienta- cero en electricidad, tú -me señaló a mí- cero en electricidad, yo seis y medio. Así que a callar todas.
Yo tenía sólo doce años, pero incluso a esa edad me di cuenta de que aquella nota no era precisamente para ir haciendo callar a la gente. Aquel señor no conocía la mala leche que se gasta mi madre cuando le tocan la cartera o sus hijos -no en ese orden, pero os hacéis una idea- y, a pesar de su supuesto cero en electricidad (¿cómo sabía aquel señor que mi madre no era electricista, o ingeniera, o algo para lo que necesites un seis y medio en electricidad, como dependiente de una ferretería?), le sacó la pila nueva al final. Pues buena es ella.
Salimos de la tienda y no nos costó mucho echarnos a reír, porque es mucho más sano que enfadarse. No volví a ver a aquel hombre, y no hace falta deciros que tampoco volví a entrar en aquella ferretería; mi madre sí le ha visto, y recuerda cómo se cambiaba de acera para no cruzarse con ella antes de tener que cerrar por falta de clientela. Me pregunto por qué no entraba la gente.
Lo más curioso de todo es que aquel cascarrabias resultó tener algo de adivino, porque tres años después me cayó mi primer y único cero en un examen, precisamente en uno de electricidad. Aunque yo creo que más que adivino, fue un pájaro de mal agüero; claro, tanta historia para comprar una simple pila, al final le terminé cogiendo manía al tema. La ironía es que ahora la profe de electricidad sea yo y me dedique a tratar de hacer funcionar los circuitos de los críos.
Pero a ellos no se les calienta ninguna pila. Y si lo hiciera, les diría que fueran a cambiarla.

Grafologia


Hace muchos, muchos años (en un reino junto al mar, habitó una señorita... ah, no, que eso es otra cosa) me apunté a un curso de grafología. De hecho, no debería decir "curso", porque era una titulación homologada de siete años de duración (cuatro horas a la semana, no penséis que iba todos los días), pero como al año siguiente me fui a California no pude continuar. Una pena, porque me encantaba; si me llego a quedar, hoy sería grafóloga. Ahora me da pereza volver.
A pesar de lo que pueda parecer, en un año no da mucho tiempo para profundizar mucho en esta área. Nos dieron una visión muy general sobre los aspectos más importantes de la escritura: distancia entre líneas, tamaño de la letra, márgenes, inclinación, dirección de la línea... Yo me pasaba el día buscando textos ajenos y sacándoles hasta las entrañas; descubrí que mi abuela era estreñida (qué "b" más mala, madre), que Pablo Laso lo estaba pasando fatal en Vitoria (había un punto en su firma que le delataba), que Richard Nixon se sentía una mierda, que Franco estuvo enamorado cuando era cabo... Vamos, que me lo pasaba pipa.
Pipa, sí, siempre y cuando estudiara la letra de los demás, porque cuando llegaba a la mía, me obsesionaba. No me gustaba mi M, que delataba un complejo de inferioridad, ni mi A, que era demasiado cerrada y sólo dejaba pasar a los más cercanos a mí. Mi G (todas letras mayúsculas, las minúsculas eran más difíciles de ver y cambiar) era un desastre y, siendo la letra de la sexualidad por excelencia, le tuve que añadir el bucle bajo para no parecer una estrecha. Y ya que cambiaba la G, había que cambiar también la Z, esta tanto en minúscula como en mayúscula. La de El Zorro, con su palito y todo, es pésima, nula imaginación sexual, así que le puse el bucle bajo y empecé a hacer la mayúscula como la minúscula, pero más grande. Las "q" minúsculas perdieron su palito -cualquier elemento que rompa la letra, ya sea el palito de la q, de la z o del siete, es malo- y empecé a unirlas por abajo, sin levantar el boli del papel; en teoría, esto me ha convertido en mejor persona, y la verdad es que duermo mucho mejor por las noches, bendita "qu". La mayúscula, sin embargo, me es imposible cambiar, no me sale. No recuerdo por qué era importante añadirle su parte baja, pero he desistido.
Sigo manteniendo aquellos cambios, y a veces me acuerdo de algún detalle de las clases y me pongo a observar mi letra, por si algún vicio hubiera vuelto a hacer aparición. Después de diez años es difícil recordar lo poco que nos dijeron, pero sí vigilo que mis líneas sean rectas, o, incluso mejor, que vayan un poco hacia arriba; que mis letras se inclinen un poco hacia la derecha; que mis "a" minúsculas no estén cerradas del todo, y que mis "o" no tengan pinchos hacia dentro. Mis "e" han mejorado una barbaridad, y mi "d" y mi "l" tienen lacito (a veces, sólo a veces; los bucles altos son signo de creatividad, y sólo me siento creativa a ratos). Lo que significa que soy abierta, optimista, con las ideas claras y buena persona. Toma ya. Y todo eso lo sé por mi letra. Pena que el resto del mundo no sepa grafología.
El cambio de la G, sin embargo, no me ha servido de mucho, aunque la letra me gusta mucho más ahora. La Z también la he mantenido (menos cuando les escribo notas a los críos en las redacciones, que lo de la imaginación sexual no parece calar muy bien con ellos y no me entienden la letra), por más que esté segura de que mi mente sigue siendo tan calenturienta como antes del cambio. Aunque últimamente me he dado cuenta de que mi "g" minúscula se está desomponiendo y que mi "f" no es la que era. A ver si va a ser eso...

En la radio


Teníamos apenas dieciocho años y una obsesión enfermiza con los jugadores del Baskonia. Pablo Laso y Ramón Rivas hacían el Triple de Oro en Radio Vitoria y nosotras nos pegábamos a la radio todos los jueves a las nueve de la noche, porque entonces no había liga europea y nadie nos podía separar de nuestros ídolos; cualquier vitoriana de mi generación que se precie se ha derretido ante Pablo Laso, por más que lo niegue ahora -que los años pasan para todos, por más que hayas sido jugador internacional y todo lo que te dé la gana-. A veces tenían invitados de lujo: Ken Bannister, Kenny Green y, sobre todo, Ferran López y, ay madre, Marcelo Nicola.
Y a veces, qué valor da la adolescencia tardía, nos armábamos de coraje y escribíamos cartas interminables a nuestros ídolos, esperando que ellos nos mencionaran por la radio (que lo hicieron, por cierto, diez intensos minutos en los que nos creímos las reinas del mundo). Una vez, incluso, nos atrevimos a ir hasta el estudio, y, oh, madre, entramos en la cabina con ellos y compartimos unos minutos con los hombres que deseábamos fuesen los padres de nuestros hijos/as. Nicola nos regaló por error unos petates de Converse, los patrocinadores, que aún guardo por casa, y nos fuimos más contentas que si nos hubieran tocado los euromillones. Aún hoy recuerdo la sensación de estar convencida de que Ferrán se había enamorado locamente de nosotras, hasta que le vimos del brazo con una rubia pechugona e ignorándonos brutalmente (probablemente porque no habíamos causado la menor impresión en él, mindunguis que éramos). Nicola tuvo un hijo al poco, y también al poco se divorció (pero nosotras no tuvimos nada que ver, lo juro). Pablo Laso se casó y se fue al Madrid (ay, lo que lloré), y Ramón Rivas dejó Vitoria. Crecimos a base de hostias.
Pero el fetichismo ha quedado intacto. No puedo oír ninguno de esos nombres (ni el de Pedro Rodríguez, o Rafa Talaverón, o Lucio Angulo, o Santi Abad) sin recordar aquellos tiempos en los que todo mi universo giraba en torno a hombres poco mayores que yo, que tomaban decisiones sin contar conmigo (¿cómo se atrevió Marcelo a irse a la Benneton, ¡cómo!?), que huían espantados en cuanto nos veían aparecer por la calle; sin derretirme un poquito al cruzármelos por la calle (el hipnotismo que Vitoria ejerce sobre todo el que la ha experimentado intacto en ellos), sin sonreir, aunque solo sea un poquito, cuando veo que Santi Abad guarda el coche en el garaje de justo en frente de mi casa...