Mi abuela nació el cinco de febrero de 1899, lo que significa que hoy cumpliría 116 años. Cuando era pequeña me gustaba calcular su edad porque siempre era uno más que el año en el que vivíamos, y eso me hacía sentir importante. El otro día se lo conté a mis alumnos y se quedaron horrorizados al pensar que alguien que ellos conocían podía haber tenido una abuela nacida en el siglo diecinueve. A mí me sigue encantando calcular su edad y sumarle uno al siglo.
Cuando tenía cuarenta y tres años, cinco hijas y un único hijo, mi abuela empezó a tener síntomas que encajaban con la menopausia. Al menos eso pensaba todo el mundo, porque ella tuvo claro que aquello de menopausia nada, lo que llegaba era un nuevo embarazo. Acertó, y por primera vez en su vida dio a luz en un hospital al segundo varón de la casa, el pequeño, el que sería mi padre treinta y tres años más tarde. Al poco sería abuela, y mi padre fue una de las pocas personas que, después de casarse, se iría de vacaciones con su sobrina y su marido, los mejores amigos de mi padre y mi madre. Esa sobrina, mi prima, es mi madrina, y sus hijos tienen la misma edad que yo y mi hermano. Lo que significa que cuando mi abuela tuvo el último nieto, a los ochenta y dos años, ya llevaba un lustro siendo bisabuela. Para entonces ya había perdido la cabeza y llevaba tiempo en una residencia. Yo la vi en contadas ocasiones, porque a mis padres no les parecía que aquel fuera un sitio adecuado para una niña y a mí no me hacía ninguna ilusión ir a visitar a una señora que no sabía quien era yo. Dice la leyenda que, cuando yo nací, peleó porque me llamaran Rufina en vez de Ruth, que qué nombre era ese para una niña. En una de las visitas que le hice le llevé una flor, y cuando me fui me la devolvió. Otra vez la vi dormida, la inmensa mata de pelo blanco azulado apoyada en la almohada, murmurando en sueños (siempre me acuerdo de ese pelo, y de la suerte que he tenido al heredarlo; no hay nadie calvo en ese lado de la familia). Murió a los noventa y tantos, habiendo enterrado a su marido, a un hijo y a unos cuantos yernos y nietos. Su hija mayor tiene casi noventa y está en perfecta salud mental y física, y el resto de las hijas resiste el embate del tiempo; por contra, ninguno de sus dos hijos varones llegó a los setenta.
Nació el cinco de febrero, día de Santa Águeda, y por supuesto se llamó Águeda. Aquí, la víspera es día de romería, o por lo menos lo era, cuando los hombres que estaban a punto de ir a la “mili” paseaban por la calle cantando y pidiendo para una última noche de juerga (al menos ese creo que es el origen de la tradición). Hoy en día la costumbre casi se ha perdido en las ciudades, aunque en los colegios se siga manteniendo y sigamos cantando la canción y saliendo con los chavales y chavalas por el barrio (si el tiempo lo permite). Por eso me acuerdo siempre de su cumpleaños, porque coincide con la santa más festejada en Euskadi. Y en esos días me entra morriña, y veo la nieve caer, y pienso en todo lo que vivió la mujer de pelo blanco apoyado sobre la almohada que hoy cumpliría ciento dieciséis años.