Javi de Ríos lanzó el otro día en Twitter la idea de escribir un post sobre cinco libros que nos gustaría que nuestros hijos e hijas leyeran, y la idea me hizo gracia. Después de aclarar que lo de los hijos era circunstancial y que lo importante eran los libros, me puse a pensar qué libros de literatura infantil y juvenil me marcaron a mí en mi más tierna infancia, y terminé con una lista tan grande que tuve que comprarme un hacha. Reducirla a cinco me costó un esfuerzo, y no tengo muy claro que haya logrado el objetivo porque la mayoría de ellos no son literatura juvenil como tal, sino clásicos adecuados a los críos, pero allá va mi lista.
El primero no es un libro, sino una serie, pero creo que ninguna infancia en los ochenta se escapó de la lectura de Los Cinco, de Enid Blyton. Leí pocos, porque yo era más de la competencia americana (la serie que menciono más abajo), pero he de reconocer que los valores y las aventuras sanas de esta pandilla eran de lo mejor que había publicado en nuestro tiempo. Niñas que se comportan como chicos porque no les gusta ser ñoñas (faltaba un chico amanerado, supongo, pero no pidamos milagros), amor por la naturaleza y contar al perro como uno más de la pandilla, cómo no iba a atraer a los millones de niños y niñas que atrajo. No he vuelto a releerlos de adulta y me pregunto si todavía mantiene el gancho que tenía en nuestro tiempo. El otro día un niño de quinto estaba leyendo uno de ellos y me entró una morriña tremenda.
Los que devoraba uno tras otro sin cesar eran los libros de Los Hollister, la familia perfecta americana en la que todos eran guapos, formales, maravillosos, se iban a la cama a su hora y comían palomitas de maíz con melaza. Los cinco hermanos Hollister me acompañaron durante toda mi infancia, al punto de que mis amigos imaginarios se llamaban Pete, Pam, Ricky y Holly dependiendo de mi humor (Sue no, Sue era muy pequeña y no me hacía mucha gracia); yo estaba convencida de que era la única que leía aquellos libros y me llevé un disgusto del quince cuando oí a una librera recomendarlos a una señora que buscaba libros para su sobrino porque “estos gustan mucho, se venden muy bien”. Con los Hollister aprendí el valor de la amistad, la diferencia entre ser travieso y ser malo (o sea, un Ricky Hollister o un Joey Brill), que a una casa abandonada nunca hay que entrar solo y que en Estados Unidos se cambian el tenedor de mano cuando cortan el filete para llevárselo a la boca con la derecha. También que las madres abrazan a sus hijos y los padres solo les dan palmaditas en los hombros, y que las chicas no pueden ir solas a hacer recados de noche y siempre tienen que ir con su hermano mayor. Aún así, los recomendaría a cualquier niño o niña de nueve o diez años a quien le gusten los misterios sin toque de terror. Estoy convencida de que mi afición a la novela negra viene de ahí.
Fuera ya de la literatura escrita con niños y niñas en mente, un libro que aún recuerdo (aunque no lo leí entero porque nos daban capítulos sueltos en clase y nunca tuve el libro completo en la mano) es
El Camino, de Miguel Delibes. Todavía puedo citar frases enteras, quizás porque después, como profesora, he encontrado fragmentos en los libros de lengua, y me parece una pequeña joya literaria asequible que cualquier prepúber con afición a la lectura puede entender y disfrutar sin problemas. A mí me gustaba sobre todo el vocabulario que tenía, porque los personajes utilizaban palabras que yo había oído usar a mis abuelos pero nunca a la gente de mi alrededor. Si hay un clásico de la literatura castellana que se adapte bien a la infancia es éste.
Y otros dos clásicos que pueden hacer las delicias de los adolescentes (siempre y cuando se les venda bien, y no como me los vendieron a mí, “leed esto para el mes que viene y haced un trabajo de X páginas, y no se os ocurra ver la película”) son El guardián entre el centeno y El señor de las moscas. El primero, para mí, es la definición perfecta de la adolescencia, de ese momento de tu vida en el que no tienes ni idea de lo que estás sintiendo ni cómo explicarlo, y me gusta tanto que estoy dispuesta hasta a ignorar el toque misógino que destila a ratos. La historia de un crío que huye de todo, que quiere afecto y no sabe dónde encontrarlo, que tiene una familia pero no se siente comprendido, que aún es un niño pero niega serlo. No sé si está en el currículum de secundaria, y si así es yo lo sacaría de él. Éste es un libro que tener por casa, que ver ahí presente, siempre, al alcance de la mano para cuando a uno le apetezca leerlo, que puede ser a los quince o a los treinta y cinco. Mi copia tiene tantos párrafos subrayados y páginas marcadas que dudo que sea legible. Con cada lectura descubro algo nuevo.
El señor de las moscas, por su parte, es el libro de aventuras perfecto. Nada de Robinson Crusoe y su mejor amigo Viernes, nada de idílicos paisajes, sino un grupo de adolescentes solos en una isla desierta luchando por sobrevivir y sacando sus verdaderos colores al poco de llegar. Otro de esos libros que no fue escrito para adolescentes y que tiene una lectura mucho más profunda que la de una aventura en una isla desierta, y que no por ello deja de enganchar a un nivel superficial. La lucha entre el bien y el mal, la muerte de inocentes, la maldad en su versión más salvaje. ¿A qué adolescente no le gustan las aventuras? Eso sí, que nadie les haga hacer uno de esos trabajos de “dime el tema del libro y resúmelo en veinte líneas”, por favor. Cuánto daño se ha hecho a los grandes libros en la clase de literatura, madre.
Hasta aquí mis cinco, que ya digo que podrían ser muchos más pero se trataba de elegir cinco. Yo disfruté como una enana con La Regenta a mis tiernos quince años, pero reconozcámoslo, no es muy normal y no es un libro que recomendaría a un adolescente. Me dejo uno de mis favoritos en literatura infantil-juvenil por ser demasiado obvio y porque cualquiera de los que visita este blog o me conoce sabe que sería el primero en recomendar. Los libros de Harry Potter pasarán a la historia por haber revitalizado la literatura juvenil y por haber animado a muchos niños y niñas a coger un libro cuando lo que ellos preferían hacer era ver la tele o jugar con la Wii, aunque solo fuera por leer lo que todo el mundo estaba leyendo y no quedarse fuera de onda. JK Rowling devolvió la magia a la literatura y consiguió que miles de chavales dejaran al niño mago y cogieran otros libros que jamás hubieran tocado de no haber empezado con Harry. Solo por eso, ya merece mención aparte.