He llegado a casa y, bajo la penumbra de las seis de la tarde en una habitación que da al este, he encontrado un elemento no identificado en el suelo de la cocina. Más por vagancia que por respeto al cambio climático, me he acercado sin encender la luz e, imaginando que sería alguno de los descubrimientos de Sauron (la de porquerías que encuentra el bicho por los recovecos de la casa, madre), me he agachado y le he pegado un soplido -al elemento, no al gato-. Lo que quiera que fuera se ha movido y yo, gilipollas de mí, he pegado un respingo de campeonato pensando que era una araña gigante o cualquier bicho de tamaño considerable, antes de darme cuenta de que se trataba simplemente de un pellejo de ajo rescatado de vaya usted a saber dónde por el minino.
Y entonces, como de la nada y en menos de dos segundos, se ha formado en mi mente una mini escena con una mujer que hacía exactamente lo mismo que yo, solo que ella se caía de culo y tiraba al caer de un mantel que hacía que toda la vajilla de porcelana de la abuela se fuera al suelo con ella. Y así, sin venir a cuento, me he encontrado con un personaje con cara, nombre y hasta medidas, y una escena que podría, perfectamente, ser el principio de una historia.
Y me ha dado por pensar que quizás, sólo quizás, sí que tenga mente de escritora, aunque se quede todo dentro de ella. Porque escritor es, por definición, alguien que escribe, y si no pongo esas escenas -decenas de ellas, a veces- que se me ocurren a diario sobre un papel, es como si no existieran, como si nunca las hubiera imaginado. Y entonces dejo de ser escritora y me convierto en pensadora.
Y qué queréis que os diga, lo de ser pensadora no mola tanto.
P.D: Por cierto, entrada número 100. Felicidades, blog.
Mostrando entradas con la etiqueta 2007. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta 2007. Mostrar todas las entradas
Venganza
Me acerqué sin sigilo, porque sabía que no me prestaría la menor atención, que no huiría. Metí todo el ruido que quise sobre la hojarasca del parque, andando con el paso firme de quien tiene un propósito. Él levantó la cabeza y me miró un segundo antes de volver la vista hacia su perro, un chucho con el mismo gesto de desprecio por la vida ajena como su amo que olisqueaba la base de un árbol. No me reconoció. Sabía que no lo haría. En cuanto me dio la espalda, levanté el arma. Estaba lo bastante cerca para que mi pulso no me traicionara.
El primer disparo fue a la rodilla, para que cayera al suelo y no pudiera huir, para que se quedara postrado y supiera lo que era pedirle a Dios que acabara con el dolor. El chucho empezó a ladrar, se soltó de su amo y se abalanzó hacia mí; tuve que desperdiciar una bala en él para poder seguir con mi presa.
El segundo tiro se lo pegué en el costado. Me hubiera gustado dispararle al estómago, porque morir desangrado debe ser la manera más agonizante de morir, pero por su postura me fue imposible. Éste es para que sepas qué es dolor, como el que hemos sentido mi marido y yo, me dije, pero no en voz alta, porque no quería que oyera el odio en mi voz. Quería que fuera a sangre fría, que me creyera una justiciera en lugar de una madre vengativa. Qué tontería, lo sé, pero ya pocas ilusiones me quedaban.
El tercero fue en la mano, para que se sintiera inútil, para que de verdad viera lo que le estaba ocurriendo. Como mi nieto, su hijo, que iba a crecer sabiendo lo que le había pasado a su madre, sabiendo cómo él había llegado al mundo. Me coloqué a su lado y le propiné una patada para tumbarle sobre la espalda. El olor de sus heces me mareó. No le miré a los ojos porque sabía que él no había mirado a los ojos de mi hija. Oí un gorjeo extraño y me di cuenta de que de su boca salía sangre a borbotones. Bien, me dije. Te estás desangrando por dentro.
El cuarto dio con su entrepierna. Ahí empezaste a quitarle la vida, cabrón. Cuando la tomaste en plena calle, por la fuerza, con la navaja en el cuello, el peso de tu cuerpo sobre su cuerpecito de quince años, tus babas por todo su cuello. Le quitaste la vida, porque lo que le quedó después no fue más que un recuerdo de lo que tuvo y nunca pudo recuperar. El suicidio fue sólo un trámite para alguien que ya estaba muerto.
Me quedaba una bala, y él lo sabía. Podía darle el tiro de gracia y acabar con él de la misma manera que mi hija había acabado con sí misma, o podía dejarle ahí tirado para que le encontraran los perros de los vecinos. Sonreí y le miré a los ojos. Me suplicaban que le matara.
Giré la pistola y me volé la cabeza.
El primer disparo fue a la rodilla, para que cayera al suelo y no pudiera huir, para que se quedara postrado y supiera lo que era pedirle a Dios que acabara con el dolor. El chucho empezó a ladrar, se soltó de su amo y se abalanzó hacia mí; tuve que desperdiciar una bala en él para poder seguir con mi presa.
El segundo tiro se lo pegué en el costado. Me hubiera gustado dispararle al estómago, porque morir desangrado debe ser la manera más agonizante de morir, pero por su postura me fue imposible. Éste es para que sepas qué es dolor, como el que hemos sentido mi marido y yo, me dije, pero no en voz alta, porque no quería que oyera el odio en mi voz. Quería que fuera a sangre fría, que me creyera una justiciera en lugar de una madre vengativa. Qué tontería, lo sé, pero ya pocas ilusiones me quedaban.
El tercero fue en la mano, para que se sintiera inútil, para que de verdad viera lo que le estaba ocurriendo. Como mi nieto, su hijo, que iba a crecer sabiendo lo que le había pasado a su madre, sabiendo cómo él había llegado al mundo. Me coloqué a su lado y le propiné una patada para tumbarle sobre la espalda. El olor de sus heces me mareó. No le miré a los ojos porque sabía que él no había mirado a los ojos de mi hija. Oí un gorjeo extraño y me di cuenta de que de su boca salía sangre a borbotones. Bien, me dije. Te estás desangrando por dentro.
El cuarto dio con su entrepierna. Ahí empezaste a quitarle la vida, cabrón. Cuando la tomaste en plena calle, por la fuerza, con la navaja en el cuello, el peso de tu cuerpo sobre su cuerpecito de quince años, tus babas por todo su cuello. Le quitaste la vida, porque lo que le quedó después no fue más que un recuerdo de lo que tuvo y nunca pudo recuperar. El suicidio fue sólo un trámite para alguien que ya estaba muerto.
Me quedaba una bala, y él lo sabía. Podía darle el tiro de gracia y acabar con él de la misma manera que mi hija había acabado con sí misma, o podía dejarle ahí tirado para que le encontraran los perros de los vecinos. Sonreí y le miré a los ojos. Me suplicaban que le matara.
Giré la pistola y me volé la cabeza.
Hipérbole
Las clases de los jueves por la tarde son bastante duras -euskera y lengua- y suelo tratar de hacerlas entretenidas, así que hoy hemos dado la mayor parte de la lección de forma oral en lugar de pasarnos dos horas haciendo ejercicios en el cuaderno. Los niños participaban a gusto, yo estaba de buen humor y todo iba bien; creo que hasta se han enterado de lo que es una frase subordinada en euskera (y creedme, si en castellano tiene mérito, en euskera es casi un milagro).
En la clase de lengua nos hemos puesto a hablar de recursos literarios, dando ejemplos de hipérboles. Sólo se nos ocurrían a lo grande (una montaña de hombre, sonrisa que no cabe en la boca,...) y una niña me ha preguntado por un ejemplo de hipérbole en pequeño.
En mi cabeza, he pensado: Eres más corto que la manga de un chaleco.
Pero por la boca me ha salido: Eres más corto que la picha de un virus.
Huelga decir que la media hora que quedaba de clase no ha sido tal (clase, digo, media hora sí, la más larga de mi vida).
Si mañana me despiden, os lo haré saber.
En la clase de lengua nos hemos puesto a hablar de recursos literarios, dando ejemplos de hipérboles. Sólo se nos ocurrían a lo grande (una montaña de hombre, sonrisa que no cabe en la boca,...) y una niña me ha preguntado por un ejemplo de hipérbole en pequeño.
En mi cabeza, he pensado: Eres más corto que la manga de un chaleco.
Pero por la boca me ha salido: Eres más corto que la picha de un virus.
Huelga decir que la media hora que quedaba de clase no ha sido tal (clase, digo, media hora sí, la más larga de mi vida).
Si mañana me despiden, os lo haré saber.
Carta abierta a Hugh Grant
A ver, Hugh, pichón mío, cariñito de mis entretelas, terroncito de azúcar de mi corazón, ¿en qué fallamos tu difunta madre y yo contigo? ¿Qué se le puede pasar a uno de los cien hombres más sexys del mundo por la cabeza para hacer esto? ¿Es que no escarmentaste con Divine? ¿Cuántas putas más tienen que hacerse famosas a tu costa para que espabiles? En cuatro palabras, vamos: ¿EN QUÉ ESTABAS PENSANDO? Y no me sueltes otra vez lo de "I'm not one to blow my own trumpet", que tendría su gracia con Jay Lenno pero a mí no me hace ninguna. Licenciado en literatura inglesa por Oxford, nada más y nada menos, y de putas en Puerto Banús. Has interpretado a Lord Byron y tienes un acento inglés que hace que me tiemblen las rodillas, y pidiendo felaciones en mitad de la vía pública. Tienes un penthouse en frente del palacio de Buckingham con terraza de 400 metros cuadrados y pagas por sexo... ¡Pero tú eres tonto o es que te caiste al nacer! ¡Por dios, la de mujeres que estarían dispuestas a hacerte un favor completamente gratis (¡bajad todas las manos, yo lo vi primero!) y tú te vas de putas! Y ni siquiera a un puticlub discreto, no... ¡Hala! ¡En medio de la calle! ¡Como si los paparazzis no te tuvieran un asco que lo flipas y no controlaran todos tus movimientos!
Y lo más gracioso es que no tienes mal gusto en mujeres (que no cobran, debería añadir). Catorce años con Liz no son moco de pavo, más con una mujer como esta, que los tiene bien puestos. Y algo bueno debiste hacer para que una mujer así te tenga en tan alta estima aún después de mandarte a la mierda, porque cualquier mujer no te perdona -aunque fuera por un tiempo- que te pillen en la vía pública con la boca de otra en salvas sean tus partes, ni pide al padre de su hijo que se haga el test de paternidad para luego mandarle a la mierda y hacerte a ti el padrino de su hijo, ni te invita a su boda con otro. No sé si será tu encanto inglés, tu sonrisa inocente (¿inocente, tú? ¡anda ya!), tus patas de gallo, pero está visto que algo les das (nos das, y yo ni siquiera te conozco).
Luego vino esta, de la que solo sé que tenía uno o dos hijos de otro matrimonio, era una "socialite" (bonita manera de decir que no hacía absolutamente nada en todo el día porque estaba podrida de dinero por su divorcio) y mucho más joven que tú, lo que me dio esperanzas por un tiempo (es apenas un par de años mayor que yo, y a mí no me importa que nos llevemos quince añitos, Hughie de mi corazón). Pero resultó que te cansaste de ella, o ella de ti, y rompisteis amigablemente, qué cosa más inglesa y más fina. ¿Y para qué? ¡PARA PODER IRTE DE PUTAS A PUERTO BANÚS! Para darte y no parar, para darte y no parar...
Pero lo que más me revienta, Hugh John Mungo Grant, no es eso. No, lo que más me revienta es que me he pasado el fin de semana en Londres mirando por las ventanas de todas las casas del barrio pijo, fijándome en cuando Jaguar y Rolls Royce veía (aunque ya sé que conducías un Ashton Martin hace unos años, puedes haber cambiado de coche), para enterarme esta tarde de que ¡ESTABAS EN PUERTO BANÚS DE PUTAS! Esto a mí no se me hace, Hugh. ¿Sabes el aterrizaje que se cascó el piloto de Ryan Air en Santander? ¿Sabes la mojadura -de lluvia, ojo- que me pillé pateándome Notting Hill, Chelsea, Belgravia, South Kensington y demás barrios guays en los que pudieras estar? Todo para nada, aparte de para convencerme de que Londres es una de mis ciudades favoritas y empezar a planear una estancia más larga. Pero que sepas que esta vez no voy a ir a buscarte. Esta vez voy a ir a ver castillos, iglesias y monumentos de verdad, no remilgados actores ingleses de sangre azul y escocesa. No voy a ir a buscarte a ti porque me has decepcionado. Qué te hubiera costado asomarte a la terracita de tu humilde casa, salir un segundo de ese pedazo de jacuzzi y saludar... Ah, no, que no podías, ¡PORQUE ESTABAS DE PUTAS EN PUERTO BANÚS!
(Pero tú tranquilo, que te haré llegar mi plan de viaje para ver si coincidimos en algún rinconcito. Igual me podrías enseñar tú Oxford, ya que lo conoces tan bien, o darme un tour privado por el castillo de Leeds...)
Iker
Aquí llega Belén, lo sé antes de verla porque sus pasos son los que más retumban en los pasillos del centro. Hasta puedo adivinar de qué humor viene: pasos rápidos, incluso más fuertes que otros días... No falla, Iker ha vuelto a hacer una de las suyas y viene a quejarse, como siempre. Cara de póker, Alfredo, como si fuera la primera vez...
Abre la puerta sin llamar y entra con los brazos en jarra, sin molestarse en cerrar la puerta. No he levantado la vista del informe que finjo leer y ella ya está gritando. Dios, esta mujer necesita unas vacaciones.
-Este niño no puede quedarse aquí. Es insolente, maleducado, agresivo y peligroso. Tiene que irse.
Respiro profundamente, como todos los viernes por la tarde de los últimos cuatro años. Belén cree que soy Dios, no hay otra explicación. Cree que con mi mirada puedo fulminar a nuestros niños y mandarlos a una dimensión desconocida donde a ella no la molesten, o arreglar todos sus problemas con un toque de mi varita mágica e integrarlos en la sociedad. Mi suspiro la exaspera más.
-A ver, ¿qué excusa le vas a sacar ahora? ¿Sabes lo difícil que es hacer la terapia de grupo con ese salvaje pegando gritos y tirando todo lo que pilla a su paso? Me da igual lo que diga el informe, me da igual por lo que haya pasado. Este niño tiene que irse. O se va él, o me voy yo.
Belén, ay, Belén, tú y tu manía de hablar a voz en grito en un edificio antiguo de pasillos largos y techos altos donde reverbera hasta el vuelo de una mosca. Tú y tu manía de no cerrar nunca la puerta del despacho... Mierda.
Los ojos de Iker refulgen un segundo cuando me miran desde detrás de Belén. Hay ira, desprecio, insolencia, agresividad, pero también hay miedo, inseguridad, rabia, dolor. O quizás sólo esté en mi mente. Quizás sólo lo vea porque no quiero perder la esperanza de que existan.
No puedo más, esta vez me va a oír. Estoy hasta el gorro de sus excusas y sus teorías psicológicas, ese niño es un psicópata y aquí va a pasar algo gordo algún día. Si tanta pena le da, que lo trate él, yo no pienso cogerle más. ¿Pues no te jode, que me ha tirado el libro a la cabeza? Si no me agacho, me mata. Hala, él ahí, repantingadito en su mesa, haciendo que trabaja para no dar la cara, y luego va predicando vaya usted a saber qué chorradas sobre la paciencia y la comprensión y el cariño y no sé qué más soplapolleces. Hay niños a los que no se puede querer y punto. Y yo no quiero a Iker, ni quiero quererle, nunca. No le soporto. No aguanto más.
-Este niño no puede quedarse aquí. Es insolente, maleducado, agresivo y peligroso. Tiene que irse.
Suspirito, como todos los viernes. ¿Se creerá que así me va a callar? Belén, contrólate que te va a subir la tensión. Yo tenía que estar trabajando en un colegio, a poder ser privado, con niños normales y disciplinados, no con esta panda de cafres. ¡No lo soporto más!
-A ver, ¿qué excusa le vas a sacar ahora? ¿Sabes lo difícil que es hacer la terapia de grupo con ese salvaje pegando gritos y tirando todo lo que pilla a su paso? Me da igual lo que diga el informe, me da igual por lo que haya pasado. Este niño tiene que irse. O se va él, o me voy yo.
No me ha hecho falta ver la expresión de Alfredo para saber que estaba detrás de mí, he sentido su presencia, esa energía destructiva que transmite por donde pasa. Mira qué sonrisa, si es que da miedo hasta mirarle a la cara. Cualquier día trae una pistola y nos mata a todos. Cualquier día, ya verás...
Ya está la vieja chocha quejándose de mí. Qué pena no haberle dado con el libro, con un poco de suerte la dejo tonta y se tiene que ir a una clínica y nos deja en paz de una puta vez. ¿A quién quiere engañar? "Confiad en mí, estoy aquí para ayudaros...". Y una mierda. Le gustaría vernos a todos ahogados, la muy perra.
Pero por lo menos ésta es sincera y no disimula. A ésta se le nota que preferiría estar en cualquier sitio menos con nosotros, que hace este trabajo porque ya es muy mayor para cambiar, aunque no tenga capacidad para querer ni a una mosca, mucho menos a nosotros, vieja amargada. Pero el otro... ¿De qué va Alfredo? A veces casi me creo su rollo, parece que va en serio con eso de que le importamos y que quiere ayudarnos. Pero será como todos los demás: te da la mano y, en cuanto te descuides, te suelta y el ostión es más grande porque no te lo esperabas. Como mi madre. Como mi padre. Como ese profesor tan majo al que le gustaba más mi polla que yo.
Y, sin embargo, hay algo en su mirada que parece leer mi mente...
Abre la puerta sin llamar y entra con los brazos en jarra, sin molestarse en cerrar la puerta. No he levantado la vista del informe que finjo leer y ella ya está gritando. Dios, esta mujer necesita unas vacaciones.
-Este niño no puede quedarse aquí. Es insolente, maleducado, agresivo y peligroso. Tiene que irse.
Respiro profundamente, como todos los viernes por la tarde de los últimos cuatro años. Belén cree que soy Dios, no hay otra explicación. Cree que con mi mirada puedo fulminar a nuestros niños y mandarlos a una dimensión desconocida donde a ella no la molesten, o arreglar todos sus problemas con un toque de mi varita mágica e integrarlos en la sociedad. Mi suspiro la exaspera más.
-A ver, ¿qué excusa le vas a sacar ahora? ¿Sabes lo difícil que es hacer la terapia de grupo con ese salvaje pegando gritos y tirando todo lo que pilla a su paso? Me da igual lo que diga el informe, me da igual por lo que haya pasado. Este niño tiene que irse. O se va él, o me voy yo.
Belén, ay, Belén, tú y tu manía de hablar a voz en grito en un edificio antiguo de pasillos largos y techos altos donde reverbera hasta el vuelo de una mosca. Tú y tu manía de no cerrar nunca la puerta del despacho... Mierda.
Los ojos de Iker refulgen un segundo cuando me miran desde detrás de Belén. Hay ira, desprecio, insolencia, agresividad, pero también hay miedo, inseguridad, rabia, dolor. O quizás sólo esté en mi mente. Quizás sólo lo vea porque no quiero perder la esperanza de que existan.
No puedo más, esta vez me va a oír. Estoy hasta el gorro de sus excusas y sus teorías psicológicas, ese niño es un psicópata y aquí va a pasar algo gordo algún día. Si tanta pena le da, que lo trate él, yo no pienso cogerle más. ¿Pues no te jode, que me ha tirado el libro a la cabeza? Si no me agacho, me mata. Hala, él ahí, repantingadito en su mesa, haciendo que trabaja para no dar la cara, y luego va predicando vaya usted a saber qué chorradas sobre la paciencia y la comprensión y el cariño y no sé qué más soplapolleces. Hay niños a los que no se puede querer y punto. Y yo no quiero a Iker, ni quiero quererle, nunca. No le soporto. No aguanto más.
-Este niño no puede quedarse aquí. Es insolente, maleducado, agresivo y peligroso. Tiene que irse.
Suspirito, como todos los viernes. ¿Se creerá que así me va a callar? Belén, contrólate que te va a subir la tensión. Yo tenía que estar trabajando en un colegio, a poder ser privado, con niños normales y disciplinados, no con esta panda de cafres. ¡No lo soporto más!
-A ver, ¿qué excusa le vas a sacar ahora? ¿Sabes lo difícil que es hacer la terapia de grupo con ese salvaje pegando gritos y tirando todo lo que pilla a su paso? Me da igual lo que diga el informe, me da igual por lo que haya pasado. Este niño tiene que irse. O se va él, o me voy yo.
No me ha hecho falta ver la expresión de Alfredo para saber que estaba detrás de mí, he sentido su presencia, esa energía destructiva que transmite por donde pasa. Mira qué sonrisa, si es que da miedo hasta mirarle a la cara. Cualquier día trae una pistola y nos mata a todos. Cualquier día, ya verás...
Ya está la vieja chocha quejándose de mí. Qué pena no haberle dado con el libro, con un poco de suerte la dejo tonta y se tiene que ir a una clínica y nos deja en paz de una puta vez. ¿A quién quiere engañar? "Confiad en mí, estoy aquí para ayudaros...". Y una mierda. Le gustaría vernos a todos ahogados, la muy perra.
Pero por lo menos ésta es sincera y no disimula. A ésta se le nota que preferiría estar en cualquier sitio menos con nosotros, que hace este trabajo porque ya es muy mayor para cambiar, aunque no tenga capacidad para querer ni a una mosca, mucho menos a nosotros, vieja amargada. Pero el otro... ¿De qué va Alfredo? A veces casi me creo su rollo, parece que va en serio con eso de que le importamos y que quiere ayudarnos. Pero será como todos los demás: te da la mano y, en cuanto te descuides, te suelta y el ostión es más grande porque no te lo esperabas. Como mi madre. Como mi padre. Como ese profesor tan majo al que le gustaba más mi polla que yo.
Y, sin embargo, hay algo en su mirada que parece leer mi mente...
Lucia
Los libros debían ser ordenados por tamaño y autor, pero ninguno había salido todavía de su lugar. El polvo se acumulaba sobre la mesa, sobre las baldas, entre los lomos de los libros, pero el plumero parecía estar en huelga de brazos cruzados, tumbado en una esquina del despacho, sin atisbo siquiera de movimiento. Se suponía que era día de limpieza pero, dos horas más tarde, el desorden de la habitación se había multiplicado por mil.
La culpa era de aquella estantería, se dijo Lucía, sentada en el suelo con las piernas cruzadas y una manta sobre los hombros; su estantería de escritura, donde se iba acumulando todo lo que, por un motivo u otro, no era capaz de escribir en el ordenador. Viendo el suelo de su despacho, cualquiera hubiera pensado que un terremoto de magnitud siete había atacado sólo al piso de Lucía; no quedaba ni un centímetro cuadrado libre, y si alguien hubiera querido entrar sin pisar papeles, habría tenido que volar.Se encontraba rodeada de cuadernos con historias empezadas -muy pocas acabadas, ninguna revisada-; páginas y páginas de ideas para guiones que Lucía imaginó, en su momento, merecedores de un Óscar; primeros capítulos de novelas que en manos de cualquiera se hubieran convertido en seguros premios Planeta (pero no en las suyas, nunca en las suyas, que siempre perdían gas a medida que se acercaba un clímax), y un sinfín de descripciones de personajes que tenían más vida que la mayoría de gente que conocía. Nada estaba terminado, nada estaba definido: miles de árboles muertos irremediablemente para que ella, Lucía, los emborronara con tinta y los convirtiera en basura.
Y entonces se dio cuenta de lo que era, y el mundo entero se le vino abajo, y una lágrima que le ardió en la cara cayó sobre el papel que sostenía con la enésima idea para una novela, una idea tan buena que le dio miedo escribir porque sabía que nunca le haría justicia, nunca la convertiría en todo lo que podría ser.
Lucía lo supo entonces: no era escritora. Era escribidora.
Y una muy mala, por cierto.
La culpa era de aquella estantería, se dijo Lucía, sentada en el suelo con las piernas cruzadas y una manta sobre los hombros; su estantería de escritura, donde se iba acumulando todo lo que, por un motivo u otro, no era capaz de escribir en el ordenador. Viendo el suelo de su despacho, cualquiera hubiera pensado que un terremoto de magnitud siete había atacado sólo al piso de Lucía; no quedaba ni un centímetro cuadrado libre, y si alguien hubiera querido entrar sin pisar papeles, habría tenido que volar.Se encontraba rodeada de cuadernos con historias empezadas -muy pocas acabadas, ninguna revisada-; páginas y páginas de ideas para guiones que Lucía imaginó, en su momento, merecedores de un Óscar; primeros capítulos de novelas que en manos de cualquiera se hubieran convertido en seguros premios Planeta (pero no en las suyas, nunca en las suyas, que siempre perdían gas a medida que se acercaba un clímax), y un sinfín de descripciones de personajes que tenían más vida que la mayoría de gente que conocía. Nada estaba terminado, nada estaba definido: miles de árboles muertos irremediablemente para que ella, Lucía, los emborronara con tinta y los convirtiera en basura.
Y entonces se dio cuenta de lo que era, y el mundo entero se le vino abajo, y una lágrima que le ardió en la cara cayó sobre el papel que sostenía con la enésima idea para una novela, una idea tan buena que le dio miedo escribir porque sabía que nunca le haría justicia, nunca la convertiría en todo lo que podría ser.
Lucía lo supo entonces: no era escritora. Era escribidora.
Y una muy mala, por cierto.
Cita
El otro día fui a dar un paseo y un chaval me tendió un pequeño panfleto. Leí el título antes de hacerlo una bola y tirarlo a la papelera más cercana:
"Tienes una cita con Jesús en la otra vida".
Curioso, en ésta no consigo una ni pagando, pero en la próxima ya hay cola...
"Tienes una cita con Jesús en la otra vida".
Curioso, en ésta no consigo una ni pagando, pero en la próxima ya hay cola...
Mi principe azul
Una borrachísima -y aún así encantadora, por supuesto- Sandra Bullock besaba a un sorprendido -y como siempre encantador, galán, pícaro, atractivo- Hugh Grant mientras yo babeaba ante la pantalla con un bocadillo de tomate y queso fresco espolvoreado con albahaca sobre las rodillas y me preguntaba a cuánta gente le había pasado algo así en la vida real y si dos personas con el físico de Hugh y Sandra iban a tener tantos remilgos a la hora de darse un homenaje, cuando alguien llamó en mi puerta (y digo en mi puerta porque tuvieron que usar los nudillos, porque no tengo timbre; la casa vino sin él y, sinceramente, ¿qué necesidad se tiene de uno?). Los efluvios de la comedia romántica me hicieron dar un salto: ¿sería aquel mi príncipe azúl? ¿Mi Hugh Grant (pero el de las pelis, no el de la vida real, que debe ser un borde)? ¿Mi joven Alan Rickman? Hasta con el Clark Kent de Smallville me hubiera "conformado", por más pinta de marine americano que tenga a veces. Salí al pasillo con el corazón en un puño, preparando una escena romántica que hubiera hecho palidecer a la mismísima Bridget Jones.
Y entonces me vi reflejada en el espejo del pasillo, y hasta a mí se me cayó la líbido por mí misma al suelo. Pijama de felpa atado hasta el cuello; pelo recién lavado recogido en un torpe moño para no manchármelo con el bocata; gafas que necesitan un ajuste manteniéndose precariamente en la punta de mi nariz. Por dios, que no sea mi príncipe azul. Si lo es, no pienso abrirle.
No era, por supuesto, ningún príncipe -ni conde, ni duque, ni lacayo siquiera-, sino el vecino de abajo con un papelillo que necesitaba que le firmara. Suspiré tranquila, le firmé lo que me pedía y me despedí con un buenas noches. Me fijé de nuevo en mi reflejo. Vaya pintas. Espero que mi príncipe azul me llame por teléfono con una horita de adelanto antes de venir.
Pero, de todas maneras, creo que me voy a comprar un camisón de seda muy sugerente y muy sexy (sobre el cual me pondré una bata de felpa que será la envidia de cualquier foca). Por si las moscas... o los príncipes azúles.
Conocimientos inutiles
Ya sé que no hay conocimientos inútiles, bien dice el refrán que el saber no ocupa lugar (aunque mi madre discrepe, ahora que está haciendo limpieza y hay varios cientos de libros con los que no sabe qué hacer), pero digamos que hay conocimientos más útiles que otros, saberes que nos llevan más lejos que otros. Quien estudia ingeniería tiene su mente puesta en avanzar, en crear, en innovar, igual que un arquitecto, o un informático, o un científico de la clase que sea. Ellos miran al futuro; analizan los datos presentes para formular nuevas teorías con los que encontrar datos nuevos.
Yo no soy de esas personas. A mí me van los conocimientos, digamos, menos útiles. Me gustan los datos que no van a ayudar a nadie a erradicar la pobreza, que no van a curar el SIDA o encontrar una vacuna contra el cáncer. Yo soy de LETRAS, con mayúscula, anclada en el pasado y en los hechos que explican por qué somos como somos ahora, sin una mirada ni de refilón al cómo seremos el año que viene.
¿De qué me sirve saber que la uve no se pronuncia en castellano, a diferencia de otros idiomas latinos, por influencia del euskera? ¿Qué me aporta el conocimiento de que la palabra Hispania viene del fenicio y significa "tierra de conejos"? ¿Me es realmente indispensable saber que, antes de que el latín se convirtiera en lengua única en la península, había varios idiomas muy parecidos al euskera en toda la cornisa cantábrica? ¿O que la palabra "vascón" viene de un idioma paracelta y significa "hombre de las montañas" o, en sentido figurado, "hombre altivo"?
Mucha gente dirá que algo así no sirve para nada (aunque, Maritormes, yo sé que tú me entiendes). Yo discrepo. Sirve para entender qué soy, por qué soy como soy, de dónde vengo -aunque no tenga ni idea de a dónde voy- y, sobre todo, por qué los demás son como son. Me sirve para respetar y admirar culturas a las que ahora miramos por encima del hombro (¿qué sería de nosotros sin aceite, almohadas, alfombras y alhajas, por no mencionar una lista interminable de descubrimientos que no tendríamos sin la cultura musulmana?), para entender culturas que quiero hacer mías (¿sabíais que el poema inglés equivalente al "Cantar del mío Cid" es en realidad danés?), para sentirme orgullosa de ser la amalgama de culturas que soy.
Y, entre otras cosas, para poder explicárselo a mis alumnos y contribuir a que abran un poco más sus mentecillas.
Yo no soy de esas personas. A mí me van los conocimientos, digamos, menos útiles. Me gustan los datos que no van a ayudar a nadie a erradicar la pobreza, que no van a curar el SIDA o encontrar una vacuna contra el cáncer. Yo soy de LETRAS, con mayúscula, anclada en el pasado y en los hechos que explican por qué somos como somos ahora, sin una mirada ni de refilón al cómo seremos el año que viene.
¿De qué me sirve saber que la uve no se pronuncia en castellano, a diferencia de otros idiomas latinos, por influencia del euskera? ¿Qué me aporta el conocimiento de que la palabra Hispania viene del fenicio y significa "tierra de conejos"? ¿Me es realmente indispensable saber que, antes de que el latín se convirtiera en lengua única en la península, había varios idiomas muy parecidos al euskera en toda la cornisa cantábrica? ¿O que la palabra "vascón" viene de un idioma paracelta y significa "hombre de las montañas" o, en sentido figurado, "hombre altivo"?
Mucha gente dirá que algo así no sirve para nada (aunque, Maritormes, yo sé que tú me entiendes). Yo discrepo. Sirve para entender qué soy, por qué soy como soy, de dónde vengo -aunque no tenga ni idea de a dónde voy- y, sobre todo, por qué los demás son como son. Me sirve para respetar y admirar culturas a las que ahora miramos por encima del hombro (¿qué sería de nosotros sin aceite, almohadas, alfombras y alhajas, por no mencionar una lista interminable de descubrimientos que no tendríamos sin la cultura musulmana?), para entender culturas que quiero hacer mías (¿sabíais que el poema inglés equivalente al "Cantar del mío Cid" es en realidad danés?), para sentirme orgullosa de ser la amalgama de culturas que soy.
Y, entre otras cosas, para poder explicárselo a mis alumnos y contribuir a que abran un poco más sus mentecillas.
Los superdotados
(No puedo evitarlo. Mis "monstruos" me dan material para escribir un post todos los días, pero he decidido controlarme un poco y acumular unos cuantos para no aburrir a aquellos a los que mis desventuras con los niños os importen tres pepinos. Pero es que hay cosas que no puedo evitar compartir.)
El primer día que entré a trabajar, ya me dijeron que la clase que me había tocado era muy buena, probablemente la mejor que ninguno de los profesores allí presentes -y había unos cuantos- había conocido nunca. Yo estaba encantada, porque me daba pavor dar sexto -muy mayores para alguien acostumbrada a peques de primero-, pero no podía imaginarme lo que me esperaba. Son unos santos. Unos benditos. Divertidos, traviesos en su justa medida, buenos niños, trabajadores, listos... Me quedo sin adjetivos. Como muestra, un par de botones.
La semana pasada les dije -y era cierto- que un par de profesoras me habían dicho que el comportamiento general de la clase había empeorado un pelín (habían bajado de un 10 a un 8, vamos). Como la única variable que había cambiado de un año a otro era yo (aparte de la edad, me dijo otra compañera; son los mayores, los que más poder tienen en el centro), imaginé que el problema era que yo era mucho menos estricta que las profesoras que habían tenido anteriormente, así que tuve una charla con ellos y les dije que, o se comportaban mejor, o iba a tener que sacar el látigo y nos íbamos a limitar a lo académico y se acabaron las charlas, coloquios y bromas que muchas veces ocurren en clase. Todos me prometieron que se iban a portar mejor, pero que por favor no dejara de reírme en clase y amenizar un poco la carga lectiva. "La profesora del año pasado sólo sonrió tres veces en todo el curso. Y sólo cuando nos dejábamos los deberes o se nos olvidaban los libros en casa".
Así que ellos mismos decidieron que había que poner una serie de reglas y consecuencias para el que las rompiera. Cuatro faltas por hablar fuera de turno, 20 divisiones de dos cifras o copiar cuarenta veces "no volveré a hablar cuando no me toca". Llegar tarde a clase, recuperar el tiempo perdido en el recreo. Pelearse o jugar a "pressing catch", pérdida del recreo y carta de disculpa a la otra persona o a la andereño si estaban jugando. Yo no dije ni mú, fueron ellos los que decidieron las prendas.
Y hoy me ha llegado un niño con una tabla, hecha a mano, para que empiece a poner las faltas de las que hablamos el viernes. "A mi madre le ha parecido una idea estupenda, así que me ha dicho que te haga esta tabla". Curiosamente, es el niño de la carta porno. El más bicho de clase. La madre sabe lo que tiene en casa.
Este fin de semana, les he mandado dos redacciones de deberes, una en castellano y otra en euskera. Tema y formato libres, que se explayen, tienen imaginación para dar y tomar.
Sólo me ha dado tiempo de corregir las de euskera; la mayoría eran cuentos, muchos de ellos usando como personajes a los reyes visigodos (mañana tenemos examen de conocimiento del medio) y princesas de los reinos cristianos. Pero una de las redacciones me ha dejado muerta (creo que hasta me he sonrojado cuando la he leído, menos mal que estaba sola). El niño explicaba lo que hacía en la ikastola todos los días, hablaba de sus asignaturas favoritas y de las que más le aburrían: "Tenemos de todo un poco; asignaturas divertidas, como conocimiento del medio o plástica, y asignaturas aburridas, como lengua, euskera o matemáticas. Antes "cono" era un rollo, pero con Ruth se ha convertido en la asignatura favorita de la clase y estamos deseando que llegue para que nos cuente batallitas". Sin palabras.
Mis alumnos tienen mi email y yo tengo el suyo. Este fin de semana he recibido varios preguntándome cosas sobre los deberes. Mi padre no entiende que niños de 11 años sepan usar el correo electrónico. Ya le vale.
Z: -Ruth, ¿qué es un indígena?
Ruth: -A ver, ¿quién puede decirle a Z. lo que es un indígena?
X: -Pues como E.T.
Ruth: -INDIgena, X., no ALIENÍgena.
En fin, que me emociona mi clase. Lo único que me apena es saber que éste es el último año que están juntos y que ya no volveré a tener una clase como esta en mi vida, porque es imposible. Intentaré disfrutarlos todo lo que pueda y reírme con ellos como me he reído hasta ahora. Cómo los voy a echar de menos, madre...
El primer día que entré a trabajar, ya me dijeron que la clase que me había tocado era muy buena, probablemente la mejor que ninguno de los profesores allí presentes -y había unos cuantos- había conocido nunca. Yo estaba encantada, porque me daba pavor dar sexto -muy mayores para alguien acostumbrada a peques de primero-, pero no podía imaginarme lo que me esperaba. Son unos santos. Unos benditos. Divertidos, traviesos en su justa medida, buenos niños, trabajadores, listos... Me quedo sin adjetivos. Como muestra, un par de botones.
La semana pasada les dije -y era cierto- que un par de profesoras me habían dicho que el comportamiento general de la clase había empeorado un pelín (habían bajado de un 10 a un 8, vamos). Como la única variable que había cambiado de un año a otro era yo (aparte de la edad, me dijo otra compañera; son los mayores, los que más poder tienen en el centro), imaginé que el problema era que yo era mucho menos estricta que las profesoras que habían tenido anteriormente, así que tuve una charla con ellos y les dije que, o se comportaban mejor, o iba a tener que sacar el látigo y nos íbamos a limitar a lo académico y se acabaron las charlas, coloquios y bromas que muchas veces ocurren en clase. Todos me prometieron que se iban a portar mejor, pero que por favor no dejara de reírme en clase y amenizar un poco la carga lectiva. "La profesora del año pasado sólo sonrió tres veces en todo el curso. Y sólo cuando nos dejábamos los deberes o se nos olvidaban los libros en casa".
Así que ellos mismos decidieron que había que poner una serie de reglas y consecuencias para el que las rompiera. Cuatro faltas por hablar fuera de turno, 20 divisiones de dos cifras o copiar cuarenta veces "no volveré a hablar cuando no me toca". Llegar tarde a clase, recuperar el tiempo perdido en el recreo. Pelearse o jugar a "pressing catch", pérdida del recreo y carta de disculpa a la otra persona o a la andereño si estaban jugando. Yo no dije ni mú, fueron ellos los que decidieron las prendas.
Y hoy me ha llegado un niño con una tabla, hecha a mano, para que empiece a poner las faltas de las que hablamos el viernes. "A mi madre le ha parecido una idea estupenda, así que me ha dicho que te haga esta tabla". Curiosamente, es el niño de la carta porno. El más bicho de clase. La madre sabe lo que tiene en casa.
Este fin de semana, les he mandado dos redacciones de deberes, una en castellano y otra en euskera. Tema y formato libres, que se explayen, tienen imaginación para dar y tomar.
Sólo me ha dado tiempo de corregir las de euskera; la mayoría eran cuentos, muchos de ellos usando como personajes a los reyes visigodos (mañana tenemos examen de conocimiento del medio) y princesas de los reinos cristianos. Pero una de las redacciones me ha dejado muerta (creo que hasta me he sonrojado cuando la he leído, menos mal que estaba sola). El niño explicaba lo que hacía en la ikastola todos los días, hablaba de sus asignaturas favoritas y de las que más le aburrían: "Tenemos de todo un poco; asignaturas divertidas, como conocimiento del medio o plástica, y asignaturas aburridas, como lengua, euskera o matemáticas. Antes "cono" era un rollo, pero con Ruth se ha convertido en la asignatura favorita de la clase y estamos deseando que llegue para que nos cuente batallitas". Sin palabras.
Mis alumnos tienen mi email y yo tengo el suyo. Este fin de semana he recibido varios preguntándome cosas sobre los deberes. Mi padre no entiende que niños de 11 años sepan usar el correo electrónico. Ya le vale.
Z: -Ruth, ¿qué es un indígena?
Ruth: -A ver, ¿quién puede decirle a Z. lo que es un indígena?
X: -Pues como E.T.
Ruth: -INDIgena, X., no ALIENÍgena.
En fin, que me emociona mi clase. Lo único que me apena es saber que éste es el último año que están juntos y que ya no volveré a tener una clase como esta en mi vida, porque es imposible. Intentaré disfrutarlos todo lo que pueda y reírme con ellos como me he reído hasta ahora. Cómo los voy a echar de menos, madre...
¡MECAGUEN LA %$#@ UNED!
Un mes, UN MES, llevo esperando los libros de nuestra maravillosa Universidad Nacional de Educación a Distancia. Un mes, UN MES, sin poder ponerme a estudiar, con los exámenes, como quien dice, a la vuelta de la esquina. Un mes, UN MES, llamando día sí y día también a la $% librería de la universidad para que me manden los dichosos libros y limitarme a escuchar a Lionel Richie cantar el "Say you, say me" durante tres minutos para que me corten la llamada. Un mes aguantando la vocecita que me repite "En estos momentos todos nuestros agentes están ocupados. Por favor, continúe en espera y su llamada será atendida en breves instantes". ¡ODIO A ESA MUJER! ¡SI OIGO SU VOZ POR LA CALLE, JURO QUE LA APALEO!
Ni una mala página web donde presentar quejas. Ni una dirección de internet a la que dirigirme. Y luego que hay que formar a la gente, que hay que dar una educación global y barata...
¡MECAGÜEN LA $&%# UNED!
Ni una mala página web donde presentar quejas. Ni una dirección de internet a la que dirigirme. Y luego que hay que formar a la gente, que hay que dar una educación global y barata...
¡MECAGÜEN LA $&%# UNED!
Publicada, al fin
La revista literaria "La Botica" ha tenido a bien publicar una de las historias que les mandé hace unos meses. Revista gratuita de tirada bastante decente en Vitoria, se suele publicar semestralmente (aunque el último número ha tardado un año) y está al alcance de cualquiera en las grandes librerías. ¡Qué ilu!
También tiene formato digital, para aquellos de vosotros que no tenéis la suerte de vivir en nuestra maravillosa ciudad. Lo malo es que no sé qué le pasa al archivo que no hay quien se lo descargue. A ver si lo arreglan prontito para poder hacerme vista.
Os dejo la dirección por si queréis pasaros.
La Botica
También tiene formato digital, para aquellos de vosotros que no tenéis la suerte de vivir en nuestra maravillosa ciudad. Lo malo es que no sé qué le pasa al archivo que no hay quien se lo descargue. A ver si lo arreglan prontito para poder hacerme vista.
Os dejo la dirección por si queréis pasaros.
La Botica
Etiquetas:
2007,
la botica,
primera publicación,
revistas literarias
Obsesion
Le encontró por casualidad, en una de esas películas que no son buenas pero sí taquilleras, un domingo por la tarde en el que hubiera podido tragarse cualquier bodrio. Su personaje destacaba sobre los demás -malo, perverso, odioso-, pero no por mérito del guión, sino gracias al actor que le encarnaba. Su manera de andar, de moverse, esa mirada... Se sorprendió a sí misma siguiendo la acción de la película, absorbiendo cada escena en la que salía él y desechando el resto, impaciente por ver al alma de la película. ¿De dónde había salido aquel actor? ¿Cómo era posible no haberle visto antes, si ya tenía que tener más de cincuenta?
La segunda vez que le vio también fue por casualidad. Había ido al cine a ver una de miedo y se lo encontró de bueno esta vez; su angustia era tan real que ella quería cruzar la pantalla, abrazarle, consolarle. ¿Por qué tienen que pasarle cosas tan malas a este hombre que, salta a la vista, no se merece sufrir? Salió del cine con el corazón en un puño, furiosa con el asesino que le había robado más que la vida, y se supo capaz de matar por vengar su dolor, el de él. No, no podía ser fingido, una angustia así no se puede fingir. Aquel hombre era real. Su dolor era real.
Y entonces empezó a buscarle. Investigó en Internet y consiguió todas sus películas en orden inverso; primero las más recientes y después las de sus comienzos. Con cada fotograma, cada imagen, cada fotografía rescatada de números antiguos de revistas a las que ella jamás había prestado atención, se iba enganchando a él un poco más, sin darse cuenta de que el objeto de su obsesión cada vez tenía menos años en su mente, cada vez retrocedía más en el tiempo, cuando el de verdad estaba cerca de cumplir los sesenta. Encontró la página de su club de fans y consiguió hasta su dirección. Obvió el hecho de que estuviera casado. No quería nada con él, sólo adorarle, admirarle. Tenía que ir a buscarle.
Y lo hizo. Aprovechó un puente largo para plantarse en Inglaterra y se aposentó frente a la puerta de la que ella sabía era su casa, sin pasar siquiera por el hotel, aterrada de que un momento de descanso pudiera significar perderse su salida. Eran las cinco de la mañana; el frío era tan intenso que no sentía la cara, las manos se le habían helado dentro de los guantes de piel, pero ella no se movió. Al fin, a las ocho, la puerta se abrió y un labrador canela apareció tirando de un hombre mayor que su propio padre. El hombre se subió el cuello de un jersey marrón, se ajustó las gafas y echó a andar hacia donde ella estaba sentada, sin verla. El perro se le acercó, juguetón, y apoyó sus patas en sus rodillas. El hombre pegó un tirón de la correa y le pidió perdón. Ella vio sus ojos, esos ojos que tantas veces había observado en la pantalla, y sintió un tirón en el estómago; pero luego se fijó en las ojeras bajo ellos, en las mejillas caídas, en las arrugas que inundaban todo su rostro, y supo que no era él. Se había equivocado de casa. El club de fans tenía una dirección errónea.
Volvió a su ciudad en el vuelo siguiente. Y siguió buscando.
Aún lo hace.
Otra de niños
Me había prometido a mí misma no llenar este blog de anécdotas escolares e incluir más relatos y más temas relacionados con la escritura, que era para lo que fue ideado, pero es que no me puedo resistir. Permitidme este lápsus prevacacional.
Esta tarde, día previo a un puente, no tenía ganas de dar clase. Hemos intentado atacar el libro de euskera, pero tocaba gramática, y, si en todos los idiomas la gramática es un hueso, en euskera ni os cuento. Después de perderme dos veces y darme cuenta de que al menos cinco niños me miraban con ojos vidriosos y a mí se me caían los párpados, he decidido dejarlo, para gran alegría de la chavalería.
Ruth: En vez de seguir con el libro, me vais a escribir algo. Lo que sea. Tema completamente libre, la única condición es que sea en euskera.
J: ¿Puede ser una carta?
R: Te he dicho que sí, lo que sea.
I: ¿Una receta?
R: Que sí...
A (chaval con pendientes en las orejas que me trae música de Scorpions y Metallica a clase de plástica): ¿Y una carta porno?
R: ¿Una quééé?
A: Una carta porno.
Yo me quedo mirándole, sabiendo que es todo fachada, y le reto.
R: Vale. A ver si tienes valor.
Pero por el color de su cara, sé que no lo va a tener.
Una hora después, tras muchas risas y muchos "¡silencio, leñe, que aquí no hay quien se concentre!", todos han terminado y me piden leer los textos en clase. Van saliendo; escuchamos los cuentos típicos de los once años, una preciosa descripción de una amiga en un euskera impoluto que yo no tengo, un par de atentados contra la lengua que me hacen darme cuenta de que, me guste o no, tengo que dar esas clases de gramática, y una disertación algo cansina sobre la flora y la fauna de Euskadi que nos obliga a aplaudir ocultando un bostezo. La única mano que queda levantada es la de X., que me mira con cara de bueno. Lo que significa que está preparando alguna.
R: Vale, X., te toca.
X: Bueno, como has dicho que si nos atrevíamos podíamos hacerlo, yo he escrito una carta porno.
Carcajadas, caras rojas, ojos abiertos que miran en mi dirección. Yo mantengo rostro de póker, pensando en qué entenderá por porno un niño de once años. Asiento con la cabeza y X. empieza a leer. Sus compañeros y compañeras no pueden aguantar la risa -y todavía no ha empezado-, las lágrimas y la vergüenza. Todos están como tomates.
Querida Señorita Y:
Quiero hacer cosas eróticas contigo. ¿Cuánto cobras? ¿De qué sabores te gustan los condones? A mí de chocolate. Llámame y luego quedamos para hacer ñaca-ñaca. Tiene que ser más tarde de las siete, que tengo entrenamiento.
Sin más, se despide X.
Al César lo que es del César. Ha sido muy valiente leyendo la carta, pero le ha caído un puteo de narices por haberse pasado una hora para escribir cuatro líneas (tiene letra grande). Ahora, lo que me he reído con las caras de sus compañeros no se paga con dinero...
Ni qué decir tiene que ahora todos los críos quieren que los jueves sea día de escritura...
Esta tarde, día previo a un puente, no tenía ganas de dar clase. Hemos intentado atacar el libro de euskera, pero tocaba gramática, y, si en todos los idiomas la gramática es un hueso, en euskera ni os cuento. Después de perderme dos veces y darme cuenta de que al menos cinco niños me miraban con ojos vidriosos y a mí se me caían los párpados, he decidido dejarlo, para gran alegría de la chavalería.
Ruth: En vez de seguir con el libro, me vais a escribir algo. Lo que sea. Tema completamente libre, la única condición es que sea en euskera.
J: ¿Puede ser una carta?
R: Te he dicho que sí, lo que sea.
I: ¿Una receta?
R: Que sí...
A (chaval con pendientes en las orejas que me trae música de Scorpions y Metallica a clase de plástica): ¿Y una carta porno?
R: ¿Una quééé?
A: Una carta porno.
Yo me quedo mirándole, sabiendo que es todo fachada, y le reto.
R: Vale. A ver si tienes valor.
Pero por el color de su cara, sé que no lo va a tener.
Una hora después, tras muchas risas y muchos "¡silencio, leñe, que aquí no hay quien se concentre!", todos han terminado y me piden leer los textos en clase. Van saliendo; escuchamos los cuentos típicos de los once años, una preciosa descripción de una amiga en un euskera impoluto que yo no tengo, un par de atentados contra la lengua que me hacen darme cuenta de que, me guste o no, tengo que dar esas clases de gramática, y una disertación algo cansina sobre la flora y la fauna de Euskadi que nos obliga a aplaudir ocultando un bostezo. La única mano que queda levantada es la de X., que me mira con cara de bueno. Lo que significa que está preparando alguna.
R: Vale, X., te toca.
X: Bueno, como has dicho que si nos atrevíamos podíamos hacerlo, yo he escrito una carta porno.
Carcajadas, caras rojas, ojos abiertos que miran en mi dirección. Yo mantengo rostro de póker, pensando en qué entenderá por porno un niño de once años. Asiento con la cabeza y X. empieza a leer. Sus compañeros y compañeras no pueden aguantar la risa -y todavía no ha empezado-, las lágrimas y la vergüenza. Todos están como tomates.
Querida Señorita Y:
Quiero hacer cosas eróticas contigo. ¿Cuánto cobras? ¿De qué sabores te gustan los condones? A mí de chocolate. Llámame y luego quedamos para hacer ñaca-ñaca. Tiene que ser más tarde de las siete, que tengo entrenamiento.
Sin más, se despide X.
Al César lo que es del César. Ha sido muy valiente leyendo la carta, pero le ha caído un puteo de narices por haberse pasado una hora para escribir cuatro líneas (tiene letra grande). Ahora, lo que me he reído con las caras de sus compañeros no se paga con dinero...
Ni qué decir tiene que ahora todos los críos quieren que los jueves sea día de escritura...
Krhon
Siempre he querido ser delgada, algo que, por supuesto, me fue negado. Desde pequeña -tanto que no recuerdo la primera vez que sentí envidia por unos pómulos salientes- he despreciado mi aspecto, he deseado arrancarme los mofletes que todas mis tías pellizcaban con ansia, he soñado con librarme de los odiados michelines que sobresalían siempre por encima de los vaqueros de tiro bajo. Dieta tras dieta, régimen tras régimen, mi cuerpo nunca adquiría la forma que yo deseaba. Siempre había un cúmulo de grasa sobre mis muslos, una capa de piel fofa sobre mi vientre, hoyuelos en una cara demasiado ancha, demasiado gorda, demasiado asquerosa.
Hasta que cumplí los veintisiete y, como en los cuentos de hadas, mi deseo se vio cumplido. Me diagnosticaron la enfermedad de Krhon. Mi cuerpo empezó a no retener nada de lo que comía y poco a poco, la grasa que un metabolismo demasiado lento no había podido quemar empezó a desaparecer. Capa tras capa, rincón tras rincón, fui mermando hasta que incluso mis hoyuelos empequeñecieron. Por fin tenía los pómulos marcados. Por fin un vientre plano. Por fin unos muslos finos que no se rozaran al andar.
Y ahora me encuentro sentada en el sofá de mi casa, diez años después de aquel primer diagnóstico, demasiado débil para moverme. Y sólo puedo fijarme en las fotos de mi yo anterior, mi yo sano, y envidiar aquel rostro que sonreía con timidez, aquel cuerpo perfecto que escondía bajo camisas y jerseys demasiado anchos. Y vuelvo a desear, con todas mis fuerzas, aunque sé que mi hada madrina -o la malvada bruja del oeste- ya se ha ido y mis deseos no son escuchados: hazme gorda de nuevo. Hazme gorda de nuevo. Hazme gorda de nuevo...
Hasta que cumplí los veintisiete y, como en los cuentos de hadas, mi deseo se vio cumplido. Me diagnosticaron la enfermedad de Krhon. Mi cuerpo empezó a no retener nada de lo que comía y poco a poco, la grasa que un metabolismo demasiado lento no había podido quemar empezó a desaparecer. Capa tras capa, rincón tras rincón, fui mermando hasta que incluso mis hoyuelos empequeñecieron. Por fin tenía los pómulos marcados. Por fin un vientre plano. Por fin unos muslos finos que no se rozaran al andar.
Y ahora me encuentro sentada en el sofá de mi casa, diez años después de aquel primer diagnóstico, demasiado débil para moverme. Y sólo puedo fijarme en las fotos de mi yo anterior, mi yo sano, y envidiar aquel rostro que sonreía con timidez, aquel cuerpo perfecto que escondía bajo camisas y jerseys demasiado anchos. Y vuelvo a desear, con todas mis fuerzas, aunque sé que mi hada madrina -o la malvada bruja del oeste- ya se ha ido y mis deseos no son escuchados: hazme gorda de nuevo. Hazme gorda de nuevo. Hazme gorda de nuevo...
Retortijon
Llevaba sentado en aquel pupitre estrecho más de tres horas seguidas, con una pausa de diez minutos para ir al baño que no había podido aprovechar porque había demasiada gente para el número de servicios de la universidad. Me dolía el culo, por no hablar de las piernas, las rodillas, los codos y, por supuesto, la vegiga, que estaba a punto de estallarme. El profesor había dado por finalizada la clase, pero la gente seguía bombardeándole a preguntas y yo no me quería perder las respuestas. Era una clase interesante. Menos mal, pensé, porque si encima llega a ser un bodrio ni Rita aguanta diez horas en la universidad.
La gente se levantó al fin. Yo cogí mi mochila y salí corriendo, directo al baño, creyendo que me iba a mojar los pantalones antes de llegar. Mi autobús salía para Vitoria en diez minutos y tardaba cinco en llegar a la parada, así que tenía el tiempo justo. Pero fue ver el baño y sentí un tremendo retortijón que me envió directamente a uno de los cubículos a plantar un pino, con perdón; con lo estreñido que soy, prefiero perder el autobús a dejar escapar las ganas, así que traté de hacerlo deprisa. Oí pasos apresurados saliendo del baño al mismo tiempo que se me escapaba un pedo. Qué especialita es la gente, qué creerán que va uno a hacer al baño.
Fui rápido, lejos de mi cuarto de hora habitual. Sali corriendo al pasillo, subiéndome la bragueta y reajustándome la mochila sobre los hombros mientras andaba, y tardé unos segundos en darme cuenta de que el pasillo estaba demasiado oscuro. Todo el mundo había salido ya. Alguien había apagado las luces. El estómago me dio un vuelco (por un segundo creí que era otro retortijón, pero sólo eran nervios) y corrí hacia la salida. La puerta estaba cerrada con llave. De repente me vinieron a la mente cientos de escenas de las miles de películas de terror que había visto en mi vida, y me puse a sacudir la puerta como si así fuera a conseguir abrirla. Eran sólo las siete y media de la tarde, ¿cómo era posible que se cerrara una facultad tan pronto?
-Esto no me puede estar pasando a mí, esto no me puede estar pasando a mí... -casi grité.
Y entonces oí pasos a mi espalda, y el corazón me saltó a la garganta, y no supe si echar a correr o gritar pidiendo ayuda, o ponerme en guardia y darle un golpe con el libro de análisis de datos...
El bedel de la universidad se me quedó mirando como si nunca hubiera visto un alumno en su vida.
-¿Pero qué haces tú aquí todavía?
-Estaba cagando -gemí, temblando de pies a cabeza.
El bedel me miró, impávido, como si todos los días recibiera la misma respuesta a cualquiera de sus preguntas. Negó con la cabeza, soltó un suspiro y me abrió la puerta. Salí tan rápido que ni le di las gracias.
El chófer del autobús, el mismo que llevaba toda la semana llevándome de vuelta a casa, se había dado cuenta de que yo no había llegado y me había esperado cinco minutos. Llegué sin aliento ni para pedir el billete, pero él ya sabía mi recorrido. Me senté en el primer asiento que encontré y dejé escapar un gemido de alivio que hizo a la chica que iba a mi lado arrimarse más a la ventana.
Me quedé dormido antes de que el autobús saliera de Donostia.
Dedicado a ese al que siempre le pasan estas cosas. Historia verídica, por cierto
La gente se levantó al fin. Yo cogí mi mochila y salí corriendo, directo al baño, creyendo que me iba a mojar los pantalones antes de llegar. Mi autobús salía para Vitoria en diez minutos y tardaba cinco en llegar a la parada, así que tenía el tiempo justo. Pero fue ver el baño y sentí un tremendo retortijón que me envió directamente a uno de los cubículos a plantar un pino, con perdón; con lo estreñido que soy, prefiero perder el autobús a dejar escapar las ganas, así que traté de hacerlo deprisa. Oí pasos apresurados saliendo del baño al mismo tiempo que se me escapaba un pedo. Qué especialita es la gente, qué creerán que va uno a hacer al baño.
Fui rápido, lejos de mi cuarto de hora habitual. Sali corriendo al pasillo, subiéndome la bragueta y reajustándome la mochila sobre los hombros mientras andaba, y tardé unos segundos en darme cuenta de que el pasillo estaba demasiado oscuro. Todo el mundo había salido ya. Alguien había apagado las luces. El estómago me dio un vuelco (por un segundo creí que era otro retortijón, pero sólo eran nervios) y corrí hacia la salida. La puerta estaba cerrada con llave. De repente me vinieron a la mente cientos de escenas de las miles de películas de terror que había visto en mi vida, y me puse a sacudir la puerta como si así fuera a conseguir abrirla. Eran sólo las siete y media de la tarde, ¿cómo era posible que se cerrara una facultad tan pronto?
-Esto no me puede estar pasando a mí, esto no me puede estar pasando a mí... -casi grité.
Y entonces oí pasos a mi espalda, y el corazón me saltó a la garganta, y no supe si echar a correr o gritar pidiendo ayuda, o ponerme en guardia y darle un golpe con el libro de análisis de datos...
El bedel de la universidad se me quedó mirando como si nunca hubiera visto un alumno en su vida.
-¿Pero qué haces tú aquí todavía?
-Estaba cagando -gemí, temblando de pies a cabeza.
El bedel me miró, impávido, como si todos los días recibiera la misma respuesta a cualquiera de sus preguntas. Negó con la cabeza, soltó un suspiro y me abrió la puerta. Salí tan rápido que ni le di las gracias.
El chófer del autobús, el mismo que llevaba toda la semana llevándome de vuelta a casa, se había dado cuenta de que yo no había llegado y me había esperado cinco minutos. Llegué sin aliento ni para pedir el billete, pero él ya sabía mi recorrido. Me senté en el primer asiento que encontré y dejé escapar un gemido de alivio que hizo a la chica que iba a mi lado arrimarse más a la ventana.
Me quedé dormido antes de que el autobús saliera de Donostia.
Dedicado a ese al que siempre le pasan estas cosas. Historia verídica, por cierto
Todas las mañanas
Todas las mañanas amanece a la misma hora, o al menos lo hace para mí, porque qué me importa a mí que el sol salga antes de que yo me despierte si lo que a mí me interesa es no ir de noche a trabajar, y de momento puedo. A las ocho y diez en punto, mis pies tocan la calle y las caras de todos los días empiezan a desfilar ante mí. El grupito de púberes camino al instituto. La señora con el cuaderno debajo del brazo que parece ir a algún euskaltegi a desempolvar el euskera. El chaval con el que fui a la ikastola y a quien todavía hoy me niego a saludar por más que pase codo con codo a mi lado. Las señoras que limpian los portales. Las bicicletas. Los autobuses. La marabunta diaria de coches.
Pero hay una mujer que me llama la atención todas las mañanas, y todas las mañanas la sigo con la mirada, girando la cabeza ciento ochenta grados y arriesgándome a que un día se dé la vuelta y me diga algo. Es poco mayor que yo, andará lejos de los cuarenta; viste de punta en blanco, faldita pulcramente planchada y blusa cara, y unos zapatos con diez centímetros de tacón con los que apenas roza el metro sesenta. O quizás mida más, pero va tan encorvada que es difícil calcularlo. Anda siempre con la mirada fija en el suelo, el gesto vencido, los hombros caídos y la espalda completamente arqueada. El año pasado solía verla con gafas de sol a las ocho de la mañana en pleno invierno, cuando las farolas no daban luz suficiente para alumbrar la calle, aún oscura. Ahora al menos lleva la cara al descubierto. Y no puedo evitar pensar en qué tragedia asediará a una mujer tan joven para que se haya puesto, sin quizás darse cuenta, más de veinte años sobre los hombros y al menos cuarenta en la mirada.
Todas las mañanas la veo perderse entre las calles. Y todas las mañanas camino yo un poco más erguida, sonrisa en los labios y paso alegre
Pero hay una mujer que me llama la atención todas las mañanas, y todas las mañanas la sigo con la mirada, girando la cabeza ciento ochenta grados y arriesgándome a que un día se dé la vuelta y me diga algo. Es poco mayor que yo, andará lejos de los cuarenta; viste de punta en blanco, faldita pulcramente planchada y blusa cara, y unos zapatos con diez centímetros de tacón con los que apenas roza el metro sesenta. O quizás mida más, pero va tan encorvada que es difícil calcularlo. Anda siempre con la mirada fija en el suelo, el gesto vencido, los hombros caídos y la espalda completamente arqueada. El año pasado solía verla con gafas de sol a las ocho de la mañana en pleno invierno, cuando las farolas no daban luz suficiente para alumbrar la calle, aún oscura. Ahora al menos lleva la cara al descubierto. Y no puedo evitar pensar en qué tragedia asediará a una mujer tan joven para que se haya puesto, sin quizás darse cuenta, más de veinte años sobre los hombros y al menos cuarenta en la mirada.
Todas las mañanas la veo perderse entre las calles. Y todas las mañanas camino yo un poco más erguida, sonrisa en los labios y paso alegre
Año nuevo, cole nuevo
Qué pronto se pasan dos meses y medio cuando estás de vacaciones, oyes. Con lo que cuesta pasarlos cuando tienes que currar... Ya estoy pensando en el uno de noviembre, qué vida más triste esta.
Ayer tuve que ir a Bilbao a las adjudicaciones de principios de año. Los muy listos todavía no han quitado de las listas a los que han conseguido sacar plaza en la oposición, así que, en vez de llamar grupos a intervalos de diez puntos como todos los años, nos llamaron a intervalos de veinte para avanzar más rápido, ya que muchos de los convocados no iban a estar. Traducido: unas seiscientas personas apelotonadas en el salón de actos de una universidad, con treinta grados en el exterior y sin aire acondicionado. Nadie se desvaneció por el calor, será que aquello estaba lleno de bilbaínos y parecen hechos de otra pasta. A mí casi me da un pampurrio.
Después de tres horas oyendo pasar lista y escuchando nombres del pelo de Miren Jasone Iruretagoiena Urrutikoetxea o Koldobika Agirregomezkorta Iturriagaetxeberria (casi muero de vergüenza cuando dijeron el mío, qué poco vasca soy, ni una erre en mis apellidos), por fin me llegó el turno y pude coger plaza en el primero de los colegios que había seleccionado (todo el mundo quería Vizcaya y Guipuzcoa; de 25 colegios que había subrayado como apetecibles, tenía para elegir 22 después de que quinientas personas cogieran plaza antes que yo. A veces no está tan mal que desprecien tanto a los alaveses). Mi criterio de selección: que fuera una ikastola (todo en euskera) y que estuviera lo sufcientemente cerca de casa para poder ir andando pero no tanto como para encontrarme a mis alumnos cuando bajo a tomar la cerveza en el bar de abajo. Curso y asignatura, indiferentes.
Así que ya tengo trabajo para todo el año. Veinte minutitos de paseo tranquilo en línea recta que me ayudaran a despejarme por la mañana y a desconectar por la tarde. No sé qué curso -soy tutora, pero no sé más- ni qué horario tengo, pero me da igual. Voy a dejar de pegar saltos de aquí para allá y de estar pendiente del teléfono.
Estoy deseando que llegue el lunes para empezar. ¿Me estaré volviendo loca?
Ayer tuve que ir a Bilbao a las adjudicaciones de principios de año. Los muy listos todavía no han quitado de las listas a los que han conseguido sacar plaza en la oposición, así que, en vez de llamar grupos a intervalos de diez puntos como todos los años, nos llamaron a intervalos de veinte para avanzar más rápido, ya que muchos de los convocados no iban a estar. Traducido: unas seiscientas personas apelotonadas en el salón de actos de una universidad, con treinta grados en el exterior y sin aire acondicionado. Nadie se desvaneció por el calor, será que aquello estaba lleno de bilbaínos y parecen hechos de otra pasta. A mí casi me da un pampurrio.
Después de tres horas oyendo pasar lista y escuchando nombres del pelo de Miren Jasone Iruretagoiena Urrutikoetxea o Koldobika Agirregomezkorta Iturriagaetxeberria (casi muero de vergüenza cuando dijeron el mío, qué poco vasca soy, ni una erre en mis apellidos), por fin me llegó el turno y pude coger plaza en el primero de los colegios que había seleccionado (todo el mundo quería Vizcaya y Guipuzcoa; de 25 colegios que había subrayado como apetecibles, tenía para elegir 22 después de que quinientas personas cogieran plaza antes que yo. A veces no está tan mal que desprecien tanto a los alaveses). Mi criterio de selección: que fuera una ikastola (todo en euskera) y que estuviera lo sufcientemente cerca de casa para poder ir andando pero no tanto como para encontrarme a mis alumnos cuando bajo a tomar la cerveza en el bar de abajo. Curso y asignatura, indiferentes.
Así que ya tengo trabajo para todo el año. Veinte minutitos de paseo tranquilo en línea recta que me ayudaran a despejarme por la mañana y a desconectar por la tarde. No sé qué curso -soy tutora, pero no sé más- ni qué horario tengo, pero me da igual. Voy a dejar de pegar saltos de aquí para allá y de estar pendiente del teléfono.
Estoy deseando que llegue el lunes para empezar. ¿Me estaré volviendo loca?
Humor (muy) negro
Ayer dijeron en las noticias que el etarra que puso la furgoneta bomba en Durango se olvidó de accionar el detonador y tuvo que volver a hacerlo. Me imagino la conversación con el tipo que conducía el coche que fue a recogerle:
-¿Has aparcado bien pegado a los coches?
-Sí.
-¿Has echado el freno de mano?
-Sí.
-¿Has accionado el detonador?
-¡Ostia!
Y luego la bronca que le echaría la madre en casa -si es que tiene, porque seres así igual nacieron de un huevo-:
-¡Pero mira que eres despistao, Patxi! ¡Lo único que tenías que hacer era aparcar el coche y encender el detonador! Ay, hijo, si es que un día te dejas la cabeza. La mochila, los donuts, el detonador... ¿Ya has meao?
(Siento tomarme algo tan serio tan a la ligera, pero es que clama al cielo. No sólo son una pandilla de cobardes asesinos, sino que encima son gilipollas.)
-¿Has aparcado bien pegado a los coches?
-Sí.
-¿Has echado el freno de mano?
-Sí.
-¿Has accionado el detonador?
-¡Ostia!
Y luego la bronca que le echaría la madre en casa -si es que tiene, porque seres así igual nacieron de un huevo-:
-¡Pero mira que eres despistao, Patxi! ¡Lo único que tenías que hacer era aparcar el coche y encender el detonador! Ay, hijo, si es que un día te dejas la cabeza. La mochila, los donuts, el detonador... ¿Ya has meao?
(Siento tomarme algo tan serio tan a la ligera, pero es que clama al cielo. No sólo son una pandilla de cobardes asesinos, sino que encima son gilipollas.)
El infierno de los castradores
Soy atea, pero de esta voy al infierno como que hay dios, que diría mi madre...
Sauron ha perdido su virilidad. El viernes por la mañana pasó por el quirófano con anestesia general y me lo devolvieron sin cojoncillos, desorientado y con un collar isabelino -manda narices el nombrecito- para que no se lamiera la herida. Estaba completamente dopado, los ojos rojos, el cuerpo rígido, todo torpón, y al pobre no se le ocurrió otra cosa que pasearse por toda la casa, histérico porque se sentía extraño, y darse con todas las esquinas. Al final encontró la manera de andar sin darse golpes con el collarín: ir de culo. Yo creía que me moría de la risa, el gato andando de espaldas a todas partes. Le corto los huevos y encima me río de él. Lo que digo: al infierno de cabeza.
Hoy parece que está mejor y ya me siento menos culpable. El llevar dos días limpiando los marcajes antiguosdel bicho también ayuda, para qué nos vamos a engañar. Dice la veterinaria que puede que siga marcando esta semana. Espero que sólo sea una semana, o en vez de los huevos le saco los ojos esta vez.
Hay que ver, qué pronto se me ha pasado el disgusto.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)