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De filosofías de la vida o verdades que no gustan

Leo en internet una frase que me para en seco unos segundos:

La leo, y mi primera reacción es negar con la cabeza y decirme a mí misma "qué cínico, vaya manera de ir por la vida", aunque últimamente me ha dado por pensar que no entiendo el significado de "cínico" y que la mayoría de las veces es una palabra que se usa tan mal como "demagogia". Miro en mi interior, y trato de pensar en alguna ocasión en la que esta frase haya descrito alguna de mis acciones. Miro, busco y rebusco, y no encuentro un momento en el que pueda decir "sí, ahí fui mala, ahí fui a hacer daño a posta, por venganza o por odio". Alguna mala respuesta, algún mal gesto, pero más por salvarme yo de un mal rato que por herir a los demás. Y luego recuerdo esos gestos de bondad que hice sin pensar, esos detalles que nadie me pidió y nadie me agradeció, esos momentos en los que quise ser buena persona y pasé desapercibida. O peor, recuerdo querer ser buena persona y recibir solo una hostia (figurada o no tan figurada) del otro lado, porque hay gente que entiende la bondad como debilidad y una brillante ocasión para aprovecharse de una. 

Así que, si he de ser sincera, sí, me he arrepentido de ser buena persona, pero creo que nunca podría ser una hija de puta (primero porque odio la expresión, tan rematadamente sexista como es). Hay una gran gama de grises entre estos dos extremos, y creo que la mayoría de las personas estamos en ese término medio. Rara vez me salgo de mi camino para ayudar a alguien que no me lo pide, y en determinadas ocasiones quizás eso sea ser una hija de puta (si pasas de largo cuando alguien se cae de bruces en la calle, por ejemplo). Pero creo que la mayoría del tiempo soy simplemente egocéntrica, demasiado preocupada por mi propia vida y mis propios problemas para ocuparme de los demás. Ni buena ni mala persona, simplemente una más. Alguien a quien quizás le gustaría ser mejor persona, preocuparse más de los demás, pero que ha recibido demasiados plantes en la vida como para ser buena persona con cualquiera. 

Al menos puedo decir que nunca le he puesto la zancadilla a nadie, metafórica o literalmente (bueno, literalmente alguna que otra cuando era cría). No todo el mundo puede decir eso. Y sí, seguro que hay más de uno que lee esta entrada y piensa "qué cínica, mírala, se cree mejor que los demás". Pero como ya ha quedado claro que no entiendo muy bien esa palabra y pensar mal es un derecho, una se queda tan tranquila siendo como es. Ahora que hagan otros la lectura interior. Más de uno y más de una se llevará un buen susto.

Domingo

¿Qué tienen los domingos que cuesta tanto levantarse? Esa pereza, ese saber que no hay nada que hacer, esa desgana por poner un pie fuera de la cama. El mundo ahí fuera parece estar de fiesta, como si la vida se detuviera una vez cada siete días. Las calles vacías, silencio hasta de coches, cielo nublado que amenaza lluvia. Los domingos deberían ser siempre lluviosos. Es para lo único que sirven.
Me gustan los domingos. Ese levantarse tarde, ese aprovechar el día para hacer las cosas que dan demasiada pereza entre semanas. Leer un domingo es mucho más agradable que leer un lunes. Saber que tienes horas muertas que no puedes gastar en el supermercado o en la tienda de turno. Tomar un café. Charlar con alguien. Domingo pausado, domingo de relax, de jugar con los gatos y ver las horas pasar.
Domingo. Día perfecto si no fuera por el dichoso lunes.

Defínete en dos palabras


Feminista gafapasta (la de la foto no soy yo).

¿Y tú?

Terapia

Fin de semana largo. Mucho tiempo para hacer cosas, o para no hacer nada. Cuatro días en los que dedicarse a lo que una prefiera.

Ayer me dediqué a hacer el vago. No hice nada. Limpié un poco la casa y me pasé el resto del día jugando con el ordenador nuevo, bajándome de internet programas que probablemente no necesito, buscando tonterías en la red. Después lo utilicé para una charla de una hora con mis amigos de allende los mares (viva el skype), y salí a dar una vuelta.

Me sentí como una patata.

No me gusta hacer el vago. Me aburro. Me convierte en vaga. De repente, no me siento motivada para hacer nada, ni para ver la televisión. No hay nada que me llame la atención. Y después de un par de horas de no hacer nada, soy incapaz de ponerme a hacer algo serio. Me convierto en vaga. No valgo para nada.

Esta mañana he decidido que no iba a volver a hacerlo. Después de una ducha que me ha dejado como nueva, me he sentado otra vez frente al ordenador, pero esta vez para darle el uso para el que se compró: he escrito dos mil palabras de un tirón. Diciembre también va a ser mi NaNoWriMo, solo que esta vez aspiro a 30000 palabras en vez de las 50000 de noviembre, no nos pasemos, y hoy ya he cumplido por hoy y por ayer. Esta tarde toca estudiar, algo que no he hecho desde ya ni me acuerdo; tengo ganas de ponerme a hacer cosas porque ya he empezado, no me he permitido caer en la desidia de un día de fiesta.

He hecho terapia. La escritura es mi terapia. Me hace sentir renovada, me da ganas de seguir haciendo cosas, me hace pensar en todo lo que puedo hacer con los tres días de fiesta que me quedan.

El único dolor: haber tirado el sábado de mala manera. Pero aún tengo dos días más para compensar.

Domingo

Domingo. Todo cerrado. Fuera, un frío de mil demonios (pero sol, mucho sol). Lo único que hay hoy es tiempo. Horas y horas para mí sola. Me he pasado casi tres terminando los trabajos de literatura (Henry James, H.G. Wells, Oscar Wilde) y ahora voy a leer el libro que tengo que terminar para el siguiente tema. Una bolsa de pipas y A passage to India. Todavía queda mucho día.

Y he empezado la novela (que no era una historia corta lo que me daba miedo empezar, sino un pedazo de historia, un novelón, un dramón), aunque todavía con algo de susto en el cuerpo. Pero he hablado muy seriamente conmigo misma y me he dicho que basta de tonterías, que hay que seguir en la brecha, que cómo sabré si valgo si no me lanzo a la piscina. Así que hoy he madrugado y he escrito cuatro páginas. Ayer cayeron otras cuatro. Voy avanzando.

Gracias a todos por los ánimos. Me han venido de perlas, de verdad. Espero poder seguir trabajando un poco más en este día lleno de tiempo.

Domingo


Seguro que si todos los días fueran de fiesta al final terminaría hasta el moño de vacaciones, pero ahora no puedo pensar en otra cosa que no sea "qué suerte tienen los jubilados, coño". Cómo me gustan los domingos. Cómo me gusta tener todo un día para hacer lo que a mí me dé la gana.

Pero va cayendo la tarde, y yo no tengo ganas de hacer nada. He intentado estudiar, pero después de pasarme media hora marcando las páginas que tengo que leer en literatura inglesa, me he agobiado y lo he dejado. Ahí están los libros, por si me apetece volver. Lo dudo. Van a coger polvo, los pobres.

Mil y una ideas me rondan la cabeza, pero no puedo escribirlas hasta que no termine el proyecto que tengo entre manos. Apunto frases rápidas en papeles aquí y allá, y los meto en el sobre de las ideas que cada día está más lleno. Me siento creativa, aunque solo escribo una hora al día. Pero el resto del tiempo lo paso pensando en lo que estoy haciendo, o en lo que haré más tarde, y cuando por fin me siento ante el ordenador, las palabras tienen más poder que el día anterior y fluyen con soltura. Acerté al cambiar mi aproximación a la escritura, quizás consiga terminar algo que no me haga querer vomitar. No cantemos victoria todavía. Pasito a paso.

Intentémoslo otra vez. Vuelvo con la universalidad e individualidad del tiempo y el espacio y su simbología cervantina. Media horita. Y luego quizás me permita escribir algo.

Domingo

Domingo, uno de marzo. Electoral, encima. Y el cumpleaños de mi madre. Día completito, vamos.

Volvemos a la rutina lentamente. Las mañanas de los fines de semana para escribir y las tardes para estudiar. Al mediodía, votamos y comemos. A la noche, leemos, porque odio la programación de la tele. Me pregunto por qué hablaré de mi misma en primera persona del plural. Vaya ego tenemos, afirmo.

Después de un mes de no escribir una palabra, la semana pasada se me ocurrió releer lo que había escrito antes de que empezara la vorágine de los exámenes. No debí haberlo hecho, o sí, quizás debería haberlo hecho antes: quise llorar. Y no era el Monstruo el que lloraba, sino mi crítica interior, la que me suele tratar bien. No lo reconocí como mío. Me negaba a admitir que yo pudiera escribir tan mal. Nunca, jamás, en la vida, me había gustado tan poco algo escrito anteriormente. Me ha pasado, como a muchos (espero), que algo que al principio me pareció maravilloso no me lo pareciera tanto al repasarlo, pero tanto como para querer dejarlo todo y dedicarme a hacer encaje de bolillos en lugar de escribir, nunca. Hasta la semana pasada.

Así que he empezado de cero, porque me he dado cuenta de que el problema está en los cimientos: no tiene. No sé de qué pie cojea cada personaje, qué le pica a cada uno en cada momento, qué relación van a tener en el futuro, en qué punto van a cambiar... Y me está pasando algo muy curioso, y es que, cuando pienso en los personajes interactuando, veo las escenas como quien ve una película. No veo el principio, y luego la siguiente escena, y luego la tercera, sino que son escenas sueltas, imágenes perfectas sobre la relación de los personajes. Así que creo que voy a probar una nueva técnica (nueva para mí, claro está) y tratar de escribir la historia mediante escenas sueltas que luego uniré, a ver si así no me odio tanto y puedo seguir haciendo lo que más me gusta.

Porque, la verdad, sería una gran putada no poder seguir escribiendo después de tantos años de hacerlo. Si lo pienso, no he parado de escribir desde que aprendí a poner lápiz sobre papel. Luego vinieron el boli, la máquina de escribir y por fin el bendito ordenador, pero yo siempre escribí, fuera como fuera. Y no quiero dejar de hacerlo. Pero dejaré de hacerlo si veo que no voy a ninguna parte, porque tampoco es cuestión de desperdiciar tiempo y esfuerzo en algo que nunca será bueno. Así que tiene que ser bueno. Tengo que hacerlo bueno.

Por narices.

El angel


Iker Jiménez contó hace un par de meses a todos los oyentes de su programa radiofónico la leyenda del Ángel de la Muerte, una figura de mármol situada en mitad del cementerio de Santa Isabel de Vitoria. Según esta leyenda (que me juego media pela a que se la inventó él, porque yo nunca la había oído antes y soy de Vitoria de toda la vida), si al pasar junto al ángel ves que éste baja el brazo y te señala, debes saber que sólo te queda una semana de vida. Lo primero que pensé yo es que una semana era mucho tiempo; personalmente, si una figura de mármol moviera su brazo de mármol para señalarme con su dedo de mármol, caería redonda allí mismo, pero parece ser que yo no sé mucho de leyendas. Aprovechando que hoy había salido un día hermoso que se ha ido fastidiando según se echaba la tarde encima, que me he levantado con ánimo morboso y que no tengo cosa mejor que hacer un domingo por la tarde, me he adentrado en el cementerio a ver si debo empezar a preparar mi funeral. Como veis en la foto, el brazo está bien alto: no moriré en una semana. Puede que caiga fulminada esta misma tarde, o dentro de tres días, o el mes que viene, pero el domingo que viene, no.



Tuve que pasar una semana en Nueva Orleans para apreciar de verdad un cementerio. Allí los tienen (o tenían, antes del Katrina) como una de sus grandes atracciones turísticas, porque las tumbas están por encima del suelo en lugar de por debajo. En todas las guías que leí antes del viaje decían que era por las inundaciones que suelen asolar la ciudad, una manera de evitar que los cadáveres salieran flotando cada vez que caía una tormenta. Pero, como bien explicó el guía del tour -sí, tomé un tour de cementerio, y uno de vudú, y de tantas cosas...-, las tumbas por encima del suelo no son otra cosa que panteones y vienen, por supuesto, por la herencia española que pocas más cosas dejó por esa zona. A partir de entonces, me gusta pasear por los cementerios, siempre de día, por supuesto, y no porque tenga miedo a los muertos: tengo miedo de los vivos que se esconden entre las tumbas para hacer lo que quiera que haga la gente a escondidas de noche. Me gusta leer las inscripciones, fijarme en los panteones que no han sido usados en cien años, en los sólo llevan un nombre, en los que aún tienen flores frescas sobre la tumba. Recreo historias, imagino sus vidas, me fijo en las fechas y me maravillo de que sus cuerpos sigan allí, de alguna manera. Me gusta. Me relaja. Me produce sentimientos muy dispares, pero nunca miedo.



Y me maravilla el darme cuenta de que hasta en la muerte somos distintos. Al lado de panteones cayéndose a pedazos, grandes mausoleos o tumbas de mármol donde podría vivir cómodamente una familia de cinco miembros. Enormes ramos de flores que los muertos no olerán y los vivos sólo disfrutarán lo que dure el entierro, dejados a secar y a pudrirse, cientos de euros tirados por unos minutos. ¿Para qué tanta parafernalia? ¿Para qué semejantes obras de arte que nadie aprecia? ¿Ya va siquiera la familia a "verles"? Mientras paseaba, he intentado encontrar el panteón de mi familia, hazaña similar a buscar una aguja en un pajar, y por supuesto no lo he hecho. El estado de muchas tumbas, decrepitas y llenas de musgo, hablaban de pocas visitas a lo largo de los años. ¿Quién se va a molestar? ¿Para qué?
He salido del cementerio con la cámara llena de fotos y la mente tranquila. En cuanto he llegado a casa, he achuchado al gato y me he puesto a escribir. Creo que voy a hacer de la visita al cementerio una rutina.