Mostrando entradas con la etiqueta libros. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta libros. Mostrar todas las entradas

Cinco libros que no quiero que nadie me encuentre leyendo (pero que leo igual)

Leer libros "malos" es como comer fresas con chocolate:
al menos estás comiendo fruta, ¿no?
Lo reconozco: soy un poco elitista en lo que a literatura se refiere. Juzgo a la gente por sus lecturas, y, aunque me avergüenza reconocerlo, me río de aquellos y aquellas que tienen por favorito un autor o autora que a mí me parece malo. Una vez una compañera de trabajo me dijo que se había leído todo lo de Federico Moccia, que le encantaba, que releía sus libros y no podía esperar a que saliera uno nuevo; a punto estuve de dejar de hablarle, aunque me caía genial y es una mujer inteligentísima que vale un potosí. Huelga decir que nunca he leído a Moccia, y no creo que lo haga por dos sencillas razones: 1) no creo que me vaya a gustar, y sobre todo 2) si termina gustándome, me voy a querer un poco menos. Sé que son prejuicios, sé que está mal, sé que no es justo. Pero no puedo evitarlo. Soy una petarda.

Por supuesto, no soy yo quién para lapidar a nadie cuando tengo mi buena sarta de lecturas de "placer culpable", esas que leo cuando tengo la cabeza demasiado cansada o me apetece algo ligero para evadirme de la realidad. Algunas veces intento engañarme diciéndome que no son tan "lights" porque las leo en inglés, y al menos así practico el idioma, pero reconozco que sí, yo también leo basurilla literaria, por más que la definición de "buena" y "mala" literatura nunca me haya quedado del todo clara. Ojo, que no hablo de libros mal escritos o con una mala trama, sino de libros que quizás no muevan almas y levanten pasiones, ni nos hagan querer ser mejores personas. Mi excusa es que siempre será mejor leer un libro "malo" que enchufarme a ver cualquier porquería en la tele. Mejor Marian Keyes que el Sálvame, eso lo tengo claro.

He aquí alguna de mis vergüenzas:

El código DaVinci, Dan Brown



Sí, lo he leído. Sí, me encantó. Es más, me leí todas las obras que Brown tenía hasta entonces, que eran thrillers de lo peorcito, y no me arrepiento. En aquella época yo era joven e inconsciente y leía todo lo que caía en mi mano. Buscaba lecturas entretenidas, nada de rollos infumables. No lo he releído, porque creo que me sacaría los colores pensar que me podía gustar algo así. Curiosamente, recuerdo lo mal que me sentaba cuando la gente que no lo había leído lo criticaba y trataba de idiotas a los que nos había gustado. En mi defensa diré que la trama está muy bien hilada, aunque el final esté cogido con pinzas. Es el equivalente literario de ver CSI. No creo que una cosa tenga menos valor que la otra. 


El diablo se viste de Prada, Lauren Weisberg

Sufrí leyéndolo, pero me lo acabé. Por qué leí yo algo así es algo que todavía no entiendo, pero era verano, hacía calor, no quería pensar. Ya te digo yo que no había que pensar. Equivalente literario del Corazón, corazón, supongo. Malo, muy malo. Como comerte una rosquilla de anís, que en realidad no te gusta pero ya que te has puesto la acabas. 



The Fault in our Stars (Bajo la misma estrella), John Green

Meto este libro aquí porque sí, leer literatura juvenil a los cuarenta es placer culpable, pero la verdad es que el libro está genial. Aunque a primera vista parece que sea una historia de amor, el argumento va mucho más allá y trata la vida de adolescentes con cáncer. Lloré como una bellaca, me emocionó mucho. Curiosamente, lo leí porque descubrí uno de los canales de Youtube de Green, en el que hace vídeos de historia y demás para adolescentes, y me pareció tan majo que decidí leerle, pensando que era un completo desconocido. Cuando vi que salía la película basada en el libro, flipé. Desde luego, muy recomendable. 


Carrie, Stephen King

Durante años fui una acérrima enemiga de King. Sin haber leído nada suyo, me reía de la gente que leía a King, como si ser superventas fuera sinónimo de ser mal escritor (sigo teniendo ese vicio, pero me estoy quitando, de verdad). Después de leer On Writing empecé a leer sus libros de ficción, y me encantó. Este verano ha caído por fin Carrie, y la he gozado. Me ha gustado la estructura, la historia, la forma de contarlo, todo. No sé si entra en la categoría de "libros que no quiero que nadie me encuentre leyendo", pero admito que es algo que mi yo de hace unos años se hubiera avergonzado de leer. Hoy no; de hecho, han caído media docena de libros de King, y lo que te rondaré morena. 


Los pilares de la tierra, Ken Follet


No es que el libro sea malo, o que la historia no lo merezca, pero es que le he cogido tal manía al pobre Follet que ahora mismo no puedo ver un libro suyo ni en pintura. Al hombre se le ocurrió documentarse en la catedral de Vitoria para escribir Un mundo sin fin (que a punto estuve de tirar contra la pared de lo malo que me pareció) y ahora tenemos una estatua suya a tamaño natural en el centro de la ciudad. Durante meses no se habló más que de Follet y de que iba a poner a Vitoria en el mapa; al final lo único que hizo fue agradecer a la fundación que se ha encargado de la restauración de la catedral al final del libro. Que el libro me gustó en su momento, sí, pero luego te das cuenta de que es un hombre con un esquema concreto y una trama que repite sin cesar en cada libro, y ya no. No me pillarán otra vez, no. Este, para mí, sí que es un superventas de calidad cuestionable. 


Lo que más gracia me hace es que yo, siendo tan pija, haya terminado escribiendo un libro que no es más que eso, un pasatiempo que a más de uno le daría vergüenza dejarse ver leyendo en público. Desde luego no va a ocupar sitio en la librería de los elitistas como yo, aunque quizás lo escondan en algún cajón apartado. Y, como está en formato digital, nadie tiene por qué enterarse de lo que estás leyendo. Benditos readers, que nos han salvado de hacer el ridículo en más de una ocasión. Cuántas copias piratas de Cincuenta sombras de Grey han tenido que caer, y qué poca gente lo ha admitido, seguro. ¿Tenéis vosotras y vosotros un placer culpable? ¡Confesad, no voy a ser yo la única que quede mal!

Los diez libros más sobados de mi biblioteca

Soy de las que relee libros. No todos, por supuesto, pero sí los que más me han gustado, los que más cosas me han dicho. Hay libros que necesitan ser releídos para captar todo lo que nos están diciendo, porque no se puede pillar todo a la primera, no siempre al menos, no cuando un libro dice mucho. Otras veces es simplemente que me gusta la historia y quiero volver a sumergirme en ella, aun a riesgo de darme cuenta de que ya no me gusta tanto. Por lo general, en cuanto termino un libro tengo muy claro si alguna vez lo volveré a leer o no. En caso afirmativo lo guardo; si no, lo regalo o intento donarlo (pero como la mayoría de mis lecturas son en inglés, me es dificilísimo encontrar a alguien que los quiera y así está mi casa, llena de libros no tan buenos).

Creo sinceramente que los clásicos aguantan mejor una relectura que los bestsellers, aunque, si la historia es buena, a veces también lo merecen, sobre todo si hace ya tiempo que lo leíste y solo recuerdas que te gustó, pero no la trama. Esta es mi lista de libros más sobados; el orden es aleatorio, pero una se suele acordar sobre todo de los que más le gustaron, así que creo que me ha podido el subconsciente al hacer la lista:

1. Harry Potter (la serie entera), JK Rowling


No podía faltar, por supuesto. No sé cuántas veces me los he leído, pero debe andar por la docena. La razón es que, cada vez que salía libro nuevo, quería acordarme de todo lo que había pasado anteriormente, así que me leía todos los libros que habían salido hasta entonces. Aunque leer, lo que se dice leer, no hacía mucho: aproveché para comprarme las cintas (¡sí!, ¡cintas de cassette!) y las escuchaba por la noche. Eso sí: el sexto y séptimo libro me los leí tan rápido (un fin de semana cada uno) que, en cuanto los acabé, volví a releerlos para saborear cada escena y fijarme bien en qué demonios había pasado para llegar al final al que llegaron, porque del ansia no me había enterado de la mitad.

2. La Regenta, Leopoldo Alas Clarín 


La primera vez que lo leí fue por obligación, más o menos. Nuestra profesora de literatura en el instituto nos dio a elegir las lecturas del trimestre; era una mujer enfadada con el mundo que odiaba a sus alumnos (o esa sensación daba, aunque era una gran profesora), y cuando llegó a La Regenta nos soltó un "ya sé que nadie va a elegir este libro porque es el más largo y el más difícil, pero bueno, os lo tengo que dar también". Yo lo escogí sin dudar, y se convirtió en mi libro favorito durante décadas. Ese año me lo leí unas cuatro veces (cada vez que mi madre entraba en la habitación y me veía leyéndolo otra vez se desesperaba, no entiendo por qué. Ni que me hubiera pillado con una revista pornográfica o algo); cada poco tiempo lo rescato, y me alegra decir que no ha perdido ni un ápice de su encanto. Ahora me doy cuenta de que a los quince años no fui capaz de entender la mayoría de las cosas que se explican en el libro, pero lo poco que me llegó me hipnotizó. Sigue siendo uno de mis libros favoritos. 

3. Beloved, Toni Morrison


¿Cómo no querer este libro? Lo descubrí por el club de lectura en euskera al que asisto una vez al mes, con lo que la primera vez que lo leí fue en euskera, no en su idioma original. Poco me costó encontrar el ebook y devorarlo otra vez en inglés (y con él toda la bibliografía de Morrison, que por desgracia no es muy extensa). Este verano me voy a regalar la copia en papel del libro, porque merece ser leído, marcado y machacado. Aparte de mi obsesión por el tema de la esclavitud en Estados Unidos, es un maravilloso libro que debería ser de obligada lectura para todos los amantes de la literatura. 

4. El guardián entre el centeno, JD Salinger


Curiosamente, cuando lo leí de adolescente no me quedé con gran cosa. Quizás porque yo tuve una adolescencia muy tardía (creo que todavía no la he superado del todo), quizás porque es un libro muy americano y no conseguí identificarme con el protagonista; quizás porque es la historia de un chico, muy distinta a la que sería la historia de una chica. Hace unos años lo volví a leer, esta vez en inglés, y me enamoré del libro. Han caído dos lecturas más, y creo que caerán otras cuantas en breve. Me encantaría tener a un adolescente en mi círculo cercano para poder recomendarle este libro que tanto me emociona. 

5. Al este del Edén, John Steinbeck


Es pensar en este libro y emocionarme. Ya no solo por la historia que cuenta (que es bestial, universal, eterna, maravillosa), sino porque el libro ocurre en la zona de California que fue mi hogar durante siete años. Cada vez que veo el nombre de King City en la página se me nublan los ojos (lo cual no deja de ser irónico, porque cuando vivía allí me parecía un agujero en el mapa, y ahora mismo es el lugar más peligroso de toda California); cuando mencionan Greenfield, Salinas, Lompock, yo salto un poco en el sofá y le digo a la página ¡ahí he estado yo!, ¡ahí se nos paró el coche!, ¡ahí me invitaron a  una fiesta!, como si alguien pudiera oírme. Es el libro que retomo cuando me siento melancólica, y el libro al que recurro después de haber leído algo muy malo, como quien se quita el mal sabor de una almendra amarga con un trago de buen café. Está tan marcado que reconocería mi copia en cualquier lugar del mundo si me la robaran. Es el libro que nunca, nunca saldrá de mi casa (a no ser para ir a un parque y leer tranquilamente a la sombra de un árbol una tarde de verano). Por cierto: qué mala es la película. De lo peor que he visto.

6. Las uvas de la ira, John Steinbeck


A diferencia del anterior, este libro me produce tal desazón que tengo que tener mucho cuidado con cuándo lo leo, porque me afecta mucho. La última vez que lo releí lo tuve que dejar a medias en la mesa, casi a mitad de una frase, durante un par de días, porque sabía lo que venía y no tenía fuerzas para leerlo. Es crudo, es gráfico, es bestial, y lo peor de todo, está basado en hechos reales. Parece mentira que un libro escrito a principios del siglo veinte sea tan actual como este. A más de uno se lo daría yo a leer. 

7. Middlesex, Jeffrey Eugenides



Este libro me lo regaló una amiga y estuvo en mi pila de libros por leer durante años. Cuando al final me animé a leerlo, no podía creerme que algo tan maravilloso hubiera estado delante de mis narices tanto tiempo y que yo no lo hubiera visto. Me encanta Eugenides y su arte de contar una historia desde el final hacia el principio, yendo atrás en el tiempo para explicar por qué el protagonista de la historia es como es. Maravilloso. De hecho, creo que le voy a echar otro vistazo antes de que acabe agosto. También digno de mención es Las vírgenes suicidas, que solo he leído una vez pero que me dejó helada por su manera de manejar un punto de vista múltiple. 

8. Dientes blancos, Zadie Smith


Mi amor por esta mujer no tiene límites, y mi envidia tampoco. Con veintipocos años escribió una de las obras más importantes de la literatura contemporánea británica, y se ha convertido en una de las voces más escuchadas, ya sea en literatura, política o encaje de bolillos. He leído todos los libros que ha publicado, incluso uno de no ficción, y espero con ansia que siga escribiendo. Dientes blancos es, para mí, lo mejor que ha escrito, aunque cualquier cosa de esta mujer hace que me derrita de gusto.

9. Ana Karenina, Lev N. Tolstói


Incluyo este libro que me he leído varias veces, aunque estoy convencida de que no volveré a releerlo jamás. Cayó en mis manos cuando era una cría porque estaba entre la colección de premios Nobel que mis padres tenían en el salón. Mi profesor de octavo de EGB se quedó de piedra cuando le dije que lo estaba leyendo, y le dijo a mi madre que estaba bien que leyera cosas de esas, pero que no iba a entender nada. Efectivamente, tenía razón. Hace unos meses volví a leerlo y aprecié la grandeza de Tolstói, pero también me di cuenta de que no me gustan los realistas rusos. Si a esto le añadimos que me he leído Guerra y Paz también este año, apaga y vámonos. 

10. On Writing, Stephen King


No había leído nada de King hasta que leí este libro, mitad autobiografía mitad manual de escritura.  A partir de ahí le cogí cierto cariño y empecé a respetarle mucho más. Lo he leído un par de veces, y la verdad es que guarda unas pequeñas joyas en su interior que merecen la pena ser leídas de vez en cuando. Ahí lo guardo, para cuando me dé el bajón y necesite que alguien me anime. O para reírme un rato, que también ayuda. 


No son los mejores libros que existen, pero a mí me dicen algo. Son importantes para mí por un motivo u otro (menos Ana Karenina, claro), y sé que volverán a mis manos más pronto que tarde. De hecho, escribiendo esta lista he descubierto alguna que otra joya en mi estantería que lleva años sin ser leída. Si sumamos a estas relecturas la lista de libros que me estoy haciendo este verano y la que caerá en cuanto eche un vistazo a las novedades de 2017, creo que tengo lecturas para rato. Y feliz, oye. 

De lecturas veraniegas o confesiones lectoras.



En verano no se leen los mismos libros que se leen a lo largo del curso, o al menos yo no lo hago. El buen tiempo y el cuerpo festivo no me permiten concentrarme en lecturas que disfrutaría como una enana en invierno, cuando el temporal azota las ventanas y no te queda otra que quedarte en casa un domingo, con un té calentito al lado, los gatos en el regazo y ese tomo de buena literatura que te deja atada al sofá durante horas. La buena literatura (lo que quiera que eso signifique) es para disfrutarla despacio y con mucho tiempo de lectura; dos horas seguidas leyendo en silencio, sin más sonido que el de la lluvia afuera, los cinco sentidos puestos en lo que estás leyendo. Bajar el libro, pensar en una frase que acabas de leer y soltar un “ostrás” de admiración. Eso en verano no me sale. 
En verano leo libros que yo considero de encefalograma plano. Libros que, digámoslo abiertamente, me daría vergüenza que alguien me viera leer en público (benditos libros electrónicos, por qué no los habrán inventado antes). Tienen que ser lecturas que me permitan levantar la cabeza del libro, mirar a la cuadrilla de adolescentes que pavonean con las plumas bien extendidas al pasar delante de la terraza del bar, sonreír con nostalgia y volver a la lectura sin la sensación de haberme perdido nada; lecturas que me permitan hacer planes mientras leo (¿voy esta tarde a la piscina o llamo a las amigas?) o pensar en lo que me voy a poner de cena que esté rico y no engorde, y aún así poder seguir el hilo de lo que estoy leyendo. Lo mejor son las lecturas de playa, esas que puedes dejar a media frase para ir al chiringuito y luego retomar dos frases más adelante o más atrás como si no hubiera pasado nada. Eso no lo puedes hacer con algo profundo. 
Este verano llevo leídos una docena de libros, aunque la cifra es engañosa porque algunos tenían más de ochocientas páginas y deberían contar como dos. No todo ha sido lectura veraniega (los libros “fáciles” son como los chuches, llegas a empacharte), también he leído a Irene Nermirovsky, a Ana María Matute (¡por fin!) y hasta me dio por leer a Nietzche (lo empecé justo antes de que me dieran las vacaciones y después de los exámenes, cuando todavía estaba en modo empollón), pero el resto han sido tan de pasar el rato que no sería capaz de decir de qué iban. Ahora estoy con uno de Stephen King, a quien no había leído nunca y me está sorprendiendo porque, superventas o no, el tío sabe escribir (y enganchar; cómo si no iba a poder permitirse libros de mil páginas). Cuando lo acabe… Quién sabe. Ahí me esperan Ulysses en su versión original en inglés, Crimen y castigo, Guerra y paz, A tale of two cities y un librito pequeño con un cuento de Virginia Wolf, entre otros. También tengo toda la bibliografía de Stephen King en el libro electrónico, así que vaya usted a saber. 
Se va acercando septiembre, el tiempo en Vitoria es un asco y mis neuronas me piden ya platos finos. He hecho acopio de tés variados, tengo ya la manta preparada y, lo que es mejor, no tengo que preocuparme por las asignaturas de filología inglesa que vaya a coger este año. Sí, creo que cuando termine lo que estoy leyendo voy a coger, por fin, un libro físico y a sacarlo a pasear, o mejor, aprovechar los últimos días de asueto para poder encerrarme con él y dar buena cuenta de sus páginas. Aunque, como haga bueno, algún otro “chuche” caerá. Que Dostoievsky no mezcla bien con los grupitos de adolescentes disfrutando los últimos días de verano. 

Relecturas



Me gusta hablar de libros. Me gusta casi tanto como leerlos, qué os voy a contar. Esa camaradería que se siente cuando alguien menciona un libro que le ha encantado y resulta ser uno que a ti también te encantó es sólo comparable a la de descubrir que alguien comparte tu año de nacimiento. Recomendar libros, escuchar recomendaciones ajenas o, casi mejor, despotricar contra libros que no han gustado a nadie y darte cuenta de que para los no-gustos también hay colores. Me encanta saber que no soy la única que no pudo terminar La conjura de los necios. 
El otro día estuve hablando de libros con un grupo de nuevas amigas. De cuatro que estábamos, tres éramos acérrimas lectoras en varios idiomas y la cuarta dijo que no le gustaba leer. Estuvimos comparando lecturas un buen rato y descubrimos, para mi inmensa alegría, que tenemos gustos muy parecidos y que nos gustan y no nos gustan más o menos las mismas obras y los mismos autores. Hablando de algún libro en concreto, yo dije que me había gustado tanto que me lo había leído tres veces, y la no-lectora me miró con cara de sorpresa. “¿Para qué, si ya sabes cómo acaba?” “Por la literatura”, contesté yo, sin pensar. Y luego me di cuenta de que esa respuesta es como decir “por el sexo de los ángeles”, porque aparte de ser un concepto ambiguo, alguien que no lee nunca podría entenderlo. 
Releo libros por el placer de las palabras. La primera lectura va buscando siempre la conclusión, el final, el motivo por el que fue escrito el libro (o no; vaya usted a saber por qué escribe uno un libro), aunque una también se pare en según que párrafos y piense “qué bonito”. Pero la curiosidad por saber qué pasa te frena a veces de poner toda la atención que merece el texto y se te escapan detalles que solo una segunda lectura te proporciona. Cuando lees por segunda vez, ya no hay prisa. Te detienes en párrafos, bajas el libro y piensas: ¿Cómo demonios tiene esta persona cableado el cerebro? ¿A quién se le puede ocurrir semejante comparación, descripción o manera de contar las cosas? La segunda lectura confirma las primeras impresiones y te ayuda a entenderlas, te da la oportunidad de ver por qué el libro terminó como terminó, o atrapar matices de los protagonistas que justifican su desarrollo. Suele decirse que nada sale bien a la primera, y leer no es una excepción. Hace poco terminé Al Este del Edén y, aunque la primera vez que lo leí ya se quedó grabado como uno de mis libros favoritos, al releerlo he descubierto cosas que se me escaparon, y estoy convencida de que si lo leo cuando lo lea una tercera sacaré aún más miga. Me pasó con La Regenta, el libro que más veces he leído a lo largo de los años, con Las uvas de la ira, con Middlesex, con La señora Dallaway. Son libros que nunca saldrán de mi biblioteca porque sé que no importa cuántas veces los lea, nunca me cansaré de ellos y sé que, cuando el regusto que me han dejado en mis papilas lectoras desaparezca, volveré a cogerlos. No tiene nada que ver con saber el final o no, tiene que ver con disfrutar con el proceso. Y respetar la obra del autor o autora. Me los imagino escribiendo y pensando “¿gustará este párrafo?, ¿les llegará tanto como me llega a mí?” Releer te da la oportunidad de fijarte en ese párrafo, sin prisa. 
Todo esto me hubiera gustado explicárselo a la que me hizo la pregunta, pero no lo hice. Me faltaron las palabras. Igual que necesito tiempo para apreciar la literatura, necesito tiempo para explicarme. Quizás la próxima vez que la vea se lo cuente. Mira, le diré, el placer que saco yo de una frase bien escrita le da cien vueltas al subidón de llegar al final y saber que la prota se suicida. Lo malo es que no tengo muy claro que me vaya a entender. 

Cinco libros que me gustaría que mis hijos leyeran (si los tuviera)






Javi de Ríos lanzó el otro día en Twitter la idea de escribir un post sobre cinco libros que nos gustaría que nuestros hijos e hijas leyeran, y la idea me hizo gracia. Después de aclarar que lo de los hijos era circunstancial y que lo importante eran los libros, me puse a pensar qué libros de literatura infantil y juvenil me marcaron a mí en mi más tierna infancia, y terminé con una lista tan grande que tuve que comprarme un hacha. Reducirla a cinco me costó un esfuerzo, y no tengo muy claro que haya logrado el objetivo porque la mayoría de ellos no son literatura juvenil como tal, sino clásicos adecuados a los críos, pero allá va mi lista. 
El primero no es un libro, sino una serie, pero creo que ninguna infancia en los ochenta se escapó de la lectura de Los Cinco, de Enid Blyton. Leí pocos, porque yo era más de la competencia americana (la serie que menciono más abajo), pero he de reconocer que los valores y las aventuras sanas de esta pandilla eran de lo mejor que había publicado en nuestro tiempo. Niñas que se comportan como chicos porque no les gusta ser ñoñas (faltaba un chico amanerado, supongo, pero no pidamos milagros), amor por la naturaleza y contar al perro como uno más de la pandilla, cómo no iba a atraer a los millones de niños y niñas que atrajo. No he vuelto a releerlos de adulta y me pregunto si todavía mantiene el gancho que tenía en nuestro tiempo. El otro día un niño de quinto estaba leyendo uno de ellos y me entró una morriña tremenda. 
Los que devoraba uno tras otro sin cesar eran los libros de Los Hollister, la familia perfecta americana en la que todos eran guapos, formales, maravillosos, se iban a la cama a su hora y comían palomitas de maíz con melaza. Los cinco hermanos Hollister me acompañaron durante toda mi infancia, al punto de que mis amigos imaginarios se llamaban Pete, Pam, Ricky y Holly dependiendo de mi humor (Sue no, Sue era muy pequeña y no me hacía mucha gracia); yo estaba convencida de que era la única que leía aquellos libros y me llevé un disgusto del quince cuando oí a una librera recomendarlos a una señora que buscaba libros para su sobrino porque “estos gustan mucho, se venden muy bien”. Con los Hollister aprendí el valor de la amistad, la diferencia entre ser travieso y ser malo (o sea, un Ricky Hollister o un Joey Brill), que a una casa abandonada nunca hay que entrar solo y que en Estados Unidos se cambian el tenedor de mano cuando cortan el filete para llevárselo a la boca con la derecha. También que las madres abrazan a sus hijos y los padres solo les dan palmaditas en los hombros, y que las chicas no pueden ir solas a hacer recados de noche y siempre tienen que ir con su hermano mayor. Aún así, los recomendaría a cualquier niño o niña de nueve o diez años a quien le gusten los misterios sin toque de terror. Estoy convencida de que mi afición a la novela negra viene de ahí. 

Fuera ya de la literatura escrita con niños y niñas en mente, un libro que aún recuerdo (aunque no lo leí entero porque nos daban capítulos sueltos en clase y nunca tuve el libro completo en la mano) es El Camino, de Miguel Delibes. Todavía puedo citar frases enteras, quizás porque después, como profesora, he encontrado fragmentos en los libros de lengua, y me parece una pequeña joya literaria asequible que cualquier prepúber con afición a la lectura puede entender y disfrutar sin problemas. A mí me gustaba sobre todo el vocabulario que tenía, porque los personajes utilizaban palabras que yo había oído usar a mis abuelos pero nunca a la gente de mi alrededor. Si hay un clásico de la literatura castellana que se adapte bien a la infancia es éste.
Y otros dos clásicos que pueden hacer las delicias de los adolescentes (siempre y cuando se les venda bien, y no como me los vendieron a mí, “leed esto para el mes que viene y haced un trabajo de X páginas, y no se os ocurra ver la película”) son El guardián entre el centeno y El señor de las moscas. El primero, para mí, es la definición perfecta de la adolescencia, de ese momento de tu vida en el que no tienes ni idea de lo que estás sintiendo ni cómo explicarlo, y me gusta tanto que estoy dispuesta hasta a ignorar el toque misógino que destila a ratos. La historia de un crío que huye de todo, que quiere afecto y no sabe dónde encontrarlo, que tiene una familia pero no se siente comprendido, que aún es un niño pero niega serlo. No sé si está en el currículum de secundaria, y si así es yo lo sacaría de él. Éste es un libro que tener por casa, que ver ahí presente, siempre, al alcance de la mano para cuando a uno le apetezca leerlo, que puede ser a los quince o a los treinta y cinco. Mi copia tiene tantos párrafos subrayados y páginas marcadas que dudo que sea legible. Con cada lectura descubro algo nuevo.

El señor de las moscas, por su parte, es el libro de aventuras perfecto. Nada de Robinson Crusoe y su mejor amigo Viernes, nada de idílicos paisajes, sino un grupo de adolescentes solos en una isla desierta luchando por sobrevivir y sacando sus verdaderos colores al poco de llegar. Otro de esos libros que no fue escrito para adolescentes y que tiene una lectura mucho más profunda que la de una aventura en una isla desierta, y que no por ello deja de enganchar a un nivel superficial. La lucha entre el bien y el mal, la muerte de inocentes, la maldad en su versión más salvaje. ¿A qué adolescente no le gustan las aventuras? Eso sí, que nadie les haga hacer uno de esos trabajos de “dime el tema del libro y resúmelo en veinte líneas”, por favor. Cuánto daño se ha hecho a los grandes libros en la clase de literatura, madre. 

Hasta aquí mis cinco, que ya digo que podrían ser muchos más pero se trataba de elegir cinco. Yo disfruté como una enana con La Regenta a mis tiernos quince años, pero reconozcámoslo, no es muy normal y no es un libro que recomendaría a un adolescente. Me dejo uno de mis favoritos en literatura infantil-juvenil por ser demasiado obvio y porque cualquiera de los que visita este blog o me conoce sabe que sería el primero en recomendar. Los libros de Harry Potter pasarán a la historia por haber revitalizado la literatura juvenil y por haber animado a muchos niños y niñas a coger un libro cuando lo que ellos preferían hacer era ver la tele o jugar con la Wii, aunque solo fuera por leer lo que todo el mundo estaba leyendo y no quedarse fuera de onda. JK Rowling devolvió la magia a la literatura y consiguió que miles de chavales dejaran al niño mago y cogieran otros libros que jamás hubieran tocado de no haber empezado con Harry. Solo por eso, ya merece mención aparte. 

Libros de 2012 (II)



Y aquí llega mi lista de libros de ficción, que, como siempre, van en tres idiomas. Me hizo gracia darme cuenta a principios de diciembre que no había leído en castellano desde agosto; no creo que eso sea ni bueno ni malo, pero me pareció curioso.

(Otra vez ha quedado eterna: voy a dividirla en dos, aquí va de enero a junio.)

Ficción: 

  • Los cuatro primeros libros de Canción de Hielo y Fuego, en inglés: Game of Thrones, A Clash of Kings, A Storm of Swords, A Feast  for Crows, George RR Martin: Al César lo que es del César: el tío sabe enganchar al lector, al menos hasta que te cansa tanto enganche. Me leí los tres primeros más o menos a gusto, pero en el cuarto me di cuenta de que solo me interesaban las doscientas primeras páginas y las doscientas últimas. Lo que, en una novela normal, no estaría mal porque te interesaría todo el libro, pero es que en medio había unas mil más, ¡en cada entrega! Además, me cansé de violaciones, ataques violentos hacia mujeres y que las muertes más gores fueran siempre las de ellas. Por no decir que al señor Martin alguien debería explicarle que dos mujeres que se ven desnudas no sienten deseo sexual la una por la otra al punto de meterse los dedos por salva sea la parte, a no ser que sean homosexuales. Curioso, que la homosexualidad masculina solo se insinúe sin nombrar pero la femenina sea tan corriente como el agua en los ríos. Canso, que eres un canso. Y misógino. Y un poco enfermo. 
  • The Bluest Eyes, Toni Morrison: Segunda lectura de un libro que, aunque no le llega ni a la altura del zapato a Beloved, no deja de ser una genialidad. Lo bueno de estudiar una filología es que te hacen leer cosas como ésta varias veces y desde puntos de vista distintos. Genial. 
  • Hau gizon bat bada (Se questo è un uomo), Primo Levi: La historia más o menos verídica del paso del autor por el campo de concentración nazi más famoso de la historia. Espeluznante, sobre todo por el tono alejado del narrador, que lo cuenta como si no hubiera sido gran cosa. Uno de los primeros testimonios de los judíos presos y uno de los que más se valoran hoy en día. 
  • The Handmaid's Tale, Margaret Atwood: La novela que me ha reconciliado con la autora. Distopia futurista en la línea del 1984 de Orwell que me terminé en un par de días y todavía resuena en mi mente. Genial. 
  • On Beauty, Zadie Smith: Creí que después de White Teeth, ningún libro de esta autora podría gustarme más, pero me equivoqué. Destila, como siempre, un ácido humor, personajes que no son ni blanco ni negro (literalmente: muchos son de raza mulata) y con quienes te identificas porque ni son perfectos ni lo quieren ser. Libro que pasa a mi lista de "para releer algún día, espero que pronto". 
  • Sin noticias de Gurb, Eduardo Mendoza: A mí me gustaba Mendoza, me gustaba mucho... Y entonces leí este libro. Y le grité (al libro). Y le llamé de todo (a Mendoza). Y lo tiré contra la pared (el libro). Una tomadura de pelo con todas las letras. El autor no deja de serme simpático, pero me pregunto qué respuesta hubiera recibido cualquier autor que entregara semejante manuscrito en una editorial sin estar respaldado por el nombre de Mendoza. Que sí, que será un superventas, pero Sálvame también es el programa más visto de la televisión, así que no me vale como vara de medir. Puaj. 
  • The Diviners, Margaret Laurence: La vida de una novelista en una cabaña perdida en un bosque canadiense y su relación con su hija y el padre de ésta. Precioso no, lo siguiente. El gran descubrimiento, para mí, de la literatura canadiense (Atwood no cuenta, todo el mundo conoce a Atwood). 
  • Etorkizuna, Iban Zaldua: Quince relatos (y uno de propina, en la contraportada) que tienen como nexo el futuro, título del libro, visto desde distintos puntos de vista. Viajes al pasado, recuerdos, relatos futuristas... Zaldua es un cuentista profesional y lo borda. Lo más divertido, para mí, fue el hecho de que era el primer libro suyo que leía desde que le conozco en persona, y al leerlos oía su voz dentro de mi cabeza. Una experiencia curiosa, cuando menos. 
  • Principiantes, Raymond Carver: Libro de relatos que no sé muy bien por qué leí en castellano, porque lo único que me llamó la atención fueron los fallos en la traducción. Traducir frases hechas literalmente del inglés al castellano consiguiendo que la frase pierda su sentido debería ser delito en pleno siglo veintiuno. 
  • The English Patient, Michael Ondaatje: Me costó horrores terminar este libro, por más que supiera que tenía una pequeña obra de arte entre las manos y viera su grandeza, sus giros postmodernistas, todo su encanto, sí, lo que quieras. Pero demasiado lírico, demasiado romántico (en el sentido moderno de la palabra; ñoño, vaya), demasiado lento. No he visto la película y dudo que sea mejor que el libro. El final, soberbio, eso sí. 
  • Believing the Lie, Elizabeth George: ¡Ay, mi Elizabeth, que nunca falla! Entretenimiento sin culpabilidad, pero con ese puntito de buena literatura que pone George en todo lo que toca. El inspector Linley ha empezado a pensar de nuevo con la cabeza en lugar de con lo que le cuelga entre las piernas, y su inseparable Barbara Havers se sale. El final, como siempre, duro, muy duro para mi Barbie. A ver si saca ya el siguiente de la serie, que hace más de diez meses que escribió el último... 
  • The Marriage Plot, Jeffrey Eugenides: No se puede decir que este libro me defraudara, pero después de Middlesex todo lo que haga me va a parecer mediocre. Entretenido, divertido, con un trasfondo crítico, pero nada que ver con su Premio Pulitzer.
  • Heart of Darkness, Joseph Conrad: Relectura de un libro que ya tuve que leer anteriormente en la carrera y que no me gustó en su momento, mucho menos aún la segunda vez, en que lo tuve que leer desde el punto de vista postcolonial. Conrad podía ser muy crítico con el país cuya nacionalidad ostentaba (Reino Unido), pero eso no quitaba para que fuera un racista de aupa. Un clásico, sí, pero se deberían enseñar sus pecados además de sus virtudes. 
  • El estado de las almas, Giorgio Todde: Nunca había leído novela negra italiana, y la verdad, me gustó mucho. Otro estilo, otros problemas, otros personajes. El final, fantástico. Buscaré a este autor. 
En el próximo post, los últimos seis meses del año, que dieron para mucho. 

Feria de Durango

 Ayer estuve echando una mano a una amiga en la Feria del Libro de Durango, una feria dedicada exclusivamente a la literatura en euskera o sobre tema vasco (y sí, soy consciente de lo ridículo que es escribir un post sobre semejante feria en castellano, pero qué le vamos a hacer, estoy llena de contradicciones). Es el segundo año que voy al stand de UEU y el segundo año que salgo de allí convencida de que yo en otra vida fui librera y que, cuando me jubile y/o me toque la lotería, pienso montar una librería/tienda de patchwork/Starbucks/bar irlandés con restaurante indio al lado (o similar), un negocio de esos que no da dinero pero te hace pasar un buen rato, vamos.

Los relatos de Katherine Mansfield para el
irakurle kluba (club de lectura)
De diez y media de la mañana a tres de la tarde ahí estuvimos, vendiendo libros de formación continua  con títulos tan atrayentes como "Tratamiento del género en psicología", "Educación especial y sus necesidades" y un tocho de unas ocho o nueve mil páginas (así, a ojo) sobre cálculo diferencial, todo esto en euskera. Como alumna de aquellas primeras ikastolas ilegales que tuvo que estudiar material traducido de mala manera por sus propios profesores, aprecio mucho ferias y libros de este tipo porque me doy cuenta de lo lejos que hemos llegado en la defensa del idioma propio, mal que les pese a Wert y a sus súbditos (sin olvidar a Adolfoo Suarez, allende los tiempos, que se reía ante la idea de que el euskera pudiera utilizarse como lengua de transmisión cultural en la universidad). Ver los best-sellers y los clásicos de la literatura traducidos en ediciones que no tienen nada que envidiar a cualquiera de corte internacional hace que a una se le caiga la lagrimilla, qué queréis que os diga. Yo estudié con fotocopias y tuve que leer a Atxaga todos los años de mi vida porque no había otro. Eso de literatura de entretenimiento en euskera era una utopía cuando yo era adolescente, y ahora las editoriales tienen cientos de títulos, tanto traducciones como escritos directamente en euskera, para cualquier edad. El nuevo libro de J.K. Rowling va a salir a la vez en euskera y en castellano, no os digo más. Sí, Wert, hasta eso hemos llegado, fíjate tú, y basta que nos lo quieras quitar para que lo defendamos más a capa y espada todavía.

Pero un momento, yo estaba hablando de otra cosa...

El escritor que escribe que escribe, de Iban Zaldua,
un "porque yo lo valgo"
Estuve, decía, vendiendo libros en la feria, y aunque también tuve tiempo para comprar alguno (solo dos, que no da el presupuesto para lujos; hice bien en llevar el dinero justo, porque hubiera vuelto a casa con una docena), lo más divertido fue observar a la gente que compraba. De ahora en adelante creo que me voy a llevar guantes a las librerías, tanto por mí como por el resto de la gente. Había muchas personas tan cuidadosas como pretendo ser yo, que cogían el libro con cuidado y abrían la portada con dos dedos, como si tuvieran miedo a romperlo, pero eran las menos. La mayoría apartaban tres libros para alcanzar el que querían, que luego manoseaban de mala manera y dejaban más o menos donde lo habían encontrado, aunque no siempre. Luego estaban los niños, ay, los niños, que pasaban por nuestro pasillo (a un lado, la Universidad Pública Vasca; al otro lado, la de Deusto) y toqueteaban todo solo por el mero hecho de toquetear, con los padres pasando olímpicamente de nuestros libros porque solo estaban ahí para huir del pasillo de las grandes editoriales, donde Toti Martínez de Lezea firmaba libros y era imposible dar dos pasos. Pero lo mejor, ay, lo mejor, fue la señora que, tras limpiarse los mocos de la forma más sonora y asquerosa que fue capaz, apoyó las dos manos sobre los libros de la primera fila para poder ver más de cerca los de atrás, que también toqueteó a placer. No tenía toallitas desinfectantes, pero a gusto hubiera pasado una por todos los libros cada cinco minutos. Manías, supongo, pero en serio os digo que a partir de ahora voy a andar con mucho más cuidado en las librerías.
Toti Martínez de Lezea firmando libros.
Todo un stand dedicado a sus obras. 

Al final de la mañana, mi amiga y yo vendimos quince libros, compramos siete entre las dos y estuvimos meditando qué era más importante, si comer o gastarnos los pocos euros que habíamos reservado para un bocadillo en un último libro. Al final optamos por el bocadillo porque no hay tiempo material en el mundo para leer todo lo que nos hubiéramos llevado de la feria. Entre novelas, ensayos y libros para niños, fue difícil resistirse. Habría caído una docena larga más de libros.

El próximo año repito. A ver si para entonces mi paga extra está un poco más segura y puedo gastarme parte del sueldo en lo que más me gusta, que la tentación es grande pero la fuerza de voluntad, de momento, gana. Ay, qué duro es hacerse mayor...

El guardián entre el centeno

El guardián entre el centeno es uno de esos libros que no importa cuántas veces leas, siempre encuentras algo nuevo en él. A pesar de que el protagonista es un chaval de dieciséis años interno en un colegio de Nueva York, cualquier persona, adolescente o adulta, hombre o mujer, europeo, americano o asiático, puede encontrar algo que le emocione en este libro. Lo estoy leyendo de nuevo, marcando las páginas que me gustan mediante el viejo método de doblar la esquinita, y os puedo decir que hay más páginas marcadas que sin marcar. He llorado -de nuevo- con la parte en la que habla de cómo reaccionó cuando murió su hermano. Se me han puesto los pelos como escarpias -otra vez- en el trozo en el que besa a Jane "en toda la cara, menos en la boca" al sospechar que el novio de su madre abusa de ella. La imagen de Holden Caulfield, con su gorro de caza rojo, paseando por Nueva York y preguntando a taxistas a dónde van los patos del lago cuando el agua se congela en invierno, está grabada a fuego en mi subconsciente literario. No hace mucho alguien me dijo que había leído el libro y que no le había parecido para tanto. No le entendí. No le entenderé en la vida.
No sé nada de JD Salinger. No sé nada de su vida, ni si fue buena persona, ni si trató bien a su familia. No me importa. No quiero saberlo. Porque soy de esas personas que, si saben que el autor es tal o cual, ya no leo su obra, o deja de gustarme. Y este libro es uno de mis favoritos, de esos que leería una y otra y otra vez, así que no quiero cagarla encontrándome que Salinger era partidario de los nazis o que violó a una mujer en su juventud. Fijaos si me gusta este libro, que lo prefiero a la serie de Harry Potter. Sí, lo he dicho. Y está en internet, así que no lo puedo retirar.
Os dejo una joyita que he encontrado en Youtube y que fue lo que me animó a leer otra vez el libro. Que sepáis que este hombre es mi alter-ego, yo quiero ser él cuando me reencarne en hombre blanco estadounidense; de momento, me conformo con seguirle en youtube y pretender ser tan "nerd" como él. Que no lo soy. Ni de coña.
(Por cierto, mi edición del libro es la misma que la suya. Cosas tan nimias como esa me hacen una ilusión terrible.)





La obsesión de leer o cómo frustrarse una misma


He llegado a la terrible conclusión de que nunca llegaré a leer todo lo que quiero. Ni aunque consiguiera una velocidad de 2000 palabras por minuto (dicen que es posible, yo no termino de creérmelo, pobre cerebro), ni aunque leyera diez horas al día, ni aunque consiguiera liquidarme un libro al día. Porque esto es como lo de "cuanto más aprendes, menos sabes". Por cada libro que leo, salen media docena más de debajo de las piedras de mi ignorancia que me apetece leer. Descubrir a una autora significa descubrir todas aquellas que la influenciaron, y a su vez todas aquellas sobre las que ella influye. El otro día leí que se publican mil libros al año. No sé si era en un país concreto (me parecerían muchos) o en el mundo en general (me parecerían pocos), pero solo con esos mil, voy dada.

He tenido verano gafapasta. Durante el curso he estado muy agobiada y no he conseguido encontrar tiempo para leer, así que han llegado las vacaciones y hala, a empacharme. Y nada de libros de encefalograma plano, no; libros "densos" (habría que definir "denso", pero en fin), premios Nobel, clásicos... Algo que alimente el alma, aunque entre plato y plato también ha caído algún sorbete en forma de cómic (o novela gráfica, o libro con viñetas, llamémosle equis). No soy buena separando el grano de la paja; a lo largo de mi historia como lectora se me han colado unos cuantos ñordos en la biblioteca, ñordos que me he leído porque qué iba a hacer, no los voy a tirar, con el dineral que me han costado (con alguno no he podido; ha sido superior a mí). Así que ahora me ha dado por ir a tiro fijo, que no siempre lo es. Voy de cultureta. Voy de "yo leo a Nabokov porque la literatura moderna me aburre". Voy de "al próximo que me miente el Código DaVinci se lo hago merendar". Voy de "alternativa, ¿yo? No, perdona, eso está passé, ahora se lleva la vuelta a las raíces". Y oculto como si de un cadáver maloliente habláramos el libro de Lucía Echevarría que espera a ser leído, o los de Marian Keyes que compré el verano pasado, o los terribles vampiros de Christopher Moore. En mi sala me esperan Ana Karenina, Crimen y Castigo, Guerra y Paz y uno de Proust y de Antonio Gala. Os lo juro. Soy así de pedante.

Pero, como os decía, no hay tiempo en la vida de una persona, por más que viva cien años y no se dedique a otra cosa, para leer todo lo que merece la pena. Mi intención había sido atacar The Scarlet Letter, así, en inglés, que queda mucho mejor, dónde vas a parar, pero el otro día, ¡ay!, el otro día un libro me encontró y tuve que dejar el que tenía entre manos. Y sí, digo bien, me encontró, porque yo no lo buscaba. Sabía de su existencia, había leído cosas de él, conocía a su autora, pero tengo treinta libros, ¡treinta! esperando a ser leídos y no tenía intención de comprar más. Pero entré en la librería por hacer tiempo mientras esperaba a unas amigas, me acerqué a la mesa donde colocan los libros que quieren que te llamen la atención, y allí estaba, solo, abandonado, fuera de su lugar en la estantería, sin un hermano gemelo que lo acompañara... Las niñas perdidas, de Cristina Fallarás, me reclamaba su atención desde un lugar que no era el suyo, ahí, delante de mis ojos y a milímetros de mis dedos. Y yo, por supuesto, no pude dejarlo estar. Así que ahora tengo treinta y un libros para leer, aunque este último ya está casi finiquitado y caerá reseña pronto, porque es uno de esos libros que quieres que todo el mundo lea para poder comentar y sacarte el grito que llevas dentro y la frustración de decir "¿cómo un libro que me ha dado tanto asco y me ha parecido tan bestia puede atraparme tanto?" Para que luego hablen del sexo débil.

Me queda una semana de vacaciones. Al ritmo que voy, y teniendo en cuenta que leo despacio, calculo que terminaré el que tengo entre manos y luego quizás caiga el clásico de Hawthorne (osea, tojuro, que me sé hasta el autor). Y luego, quién sabe, espero seguir leyendo por lo menos un par de libros al mes, a ver si el curso empieza tranquilito y me puedo permitir domingos ociosos tirados en el sofá con las aventuras de alguna dama rusa en apuros.
Ya os contaré.

(Por cierto, que los libros de Richard Castle de la foto no son míos. Una es friki, pero no para tanto. Aunque he de reconocer que la foto de Nathan Fillion en la contraportada era muy tentadora...)

Necesidad de ficción

Me quedan dos semanas para los exámenes. Dos semanas que deberían estar dedicadas exclusivamente al estudio -sobre todo de vocabulario de alemán- y en las que no debería pensar en otra cosa que en George Orwell, James Joyce y Virginia Woolf. Por supuesto, estoy haciendo de todo menos estudiar. Bueno, estudiar también, pero sólo la mitad de las horas que podría dedicarle. Mi excusa es que estoy cansada y aunque me ponga con los libros, no me aprovecha. Yo sé que la verdad es otra.

Me he enganchado a una serie de la que no puedo ver sólo un episodio y meterme a la cama (Flashforward, ríete tú de Perdidos, que también sigo). Y me he leído dos libros en una semana. Dos libros gordos, de los que no puedes llevar en el bolso porque pesan. En una semana. Una. Semana. También es cierto que estaba de vacaciones, pero eso no es excusa. Y no leo rápido. Es más, creo que soy bastante lenta (pero mi comprensión es perfecta, ¡ja!).

Y creo que sé por qué es. Necesito ficción a mi alrededor. Mi vida es demasiado anodina, demasiado rutinaria para llenar mi mente. Si me pasaran cosas excitantes todos los días (si trabajara en la NASA, vaya, o en el FBI, porque ya me dirás tú quién tiene movimiento todos los días), me encantaría llegar a casa y ponerme a leer un montón de datos sobre lexicografía y la confección de diccionarios. Si viviera al máximo mi tiempo, buscaría un remanso de paz en los libros. Pero, como mi vida es lo más soso que se ha descrito jamás, lo que busco es acción. En los libros, en la televisión, hasta en los periódicos. Vida. Otra que no sea la mía.

Ahora estoy con la biografía de Stephen Fry. Después llegará alguna novela negra, o quizás algo de chic lit para descansar la mente. Me esperan Paul Auster y una larga lista de clásicos que ahora no tengo cuerpo para leer. Luego... Luego llegará el verano, y las excursiones a la librería serán diarias. Que me conozco. Qué miedo me doy.

Dicen que leer es bueno y todo eso, pero creo que todo en exceso es malo. No sé cómo se mide el exceso, no sé cuántos libros representan haber leído "demasiado". Supongo que cuando dejas de hacer otras cosas para leer, es que se ha convertido en adicción. Yo todavía no he llegado a eso. Pero todo se andará.

Nada nuevo que contar

No sé qué contar. Ni en el blog ni en mi vida diaria. Hace días que no escribo. Ayer, por primera vez en una semana, fui capaz de coger el boli y anotar a vuela pluma unas cuantas escenas (creo que estoy a punto de dar a luz un guión, aunque ya se verá). No se me ocurre nada nuevo. Todo es un refrito de cosas que he leído, que otros han dicho antes. Debo estar incubando algo. Espero que sea la semilla del genio.

Hoy debería escribir sobre la muerte de Delibes, pero no quiero ser una falsa. Lo cierto es que yo creía que estaba muerto, imaginaos lo que sé yo de literatos. Delibes me trae recuerdos de la ikastola, del instituto, de horas intempestivas leyendo por la noche porque simplemente no podía dejar Cinco horas con Mario. Recuerdo a mis compañeros de clase rezongando por lo coñazo que era el libro; yo volvía atrás y releía párrafos enteros, y saboreaba las palabras, porque sonaban reales, sonaban auténticas. ¿Y El camino? Tendría diez u once años cuando leía las fotocopias que nos daban en sexto o séptimo, con el Moñigo y el Mochuelo haciendo de las suyas, y creo que aún recuerdo pasajes de memoria, como lo de que las heridas saben a metal cuando te las has hecho con algo metálico, pero ninguno de los dos podía explicar por qué sabían también a metal cuando te rozabas la rodilla con la grava del camino. Delibes cambió mi manera de mirar la literatura. Desde que le leí a él quise lograr escribir con esa naturalidad que él lucía. Todavía sigo buscando una voz que se parezca a las suyas, frescas, ligeras, honradas. Reales. De momento, búsqueda infructuosa.

Ahora estoy leyendo a Virginia Woolf, y mi pobre y maltrecho ego está más de bajón que nunca. Después de leer Mrs Dalloway y A Room of One's Own, me pregunto a qué juego yo, qué pretendo hacer pasando horas delante del ordenador. Leer a los clásicos es lo que tiene. Me pasó también con Henry James, aunque quizás no tanto. Con Virginia me siento diminuta. Una pulga en un inmenso desierto. En mi mesilla de noche descansa una novela de Marian Keyes que apenas he sido capaz de empezar. Después de llevar semanas de comida de chef, no me apetece un MacDonalds. Creo que voy a ir directa a James Joyce y dejaré la "chic-lit" para verano.

Nada más en mi horizonte. Todo en calma. Calma chicha.

Regalar libros

Me gusta comprar libros. Me gusta abrir un libro que no ha abierto nadie antes, tocar las páginas a estrenar y saber que es mío. No me gusta leer libros de la biblioteca, que huelen a usado y a veces tienen manchas de gente que -horror- come mientras lee. Acumulo libros. Aunque en mi casa esto todavía no es un problema -me aseguré de tener una habitación con una pared cubierta de baldas-, sé que más pronto que tarde terminará siéndolo. Tendré que buscar una solución.

La solución más lógica es regalar libros. Ya sea a amigas o a la biblioteca local, lo más fácil es darlos. El problema es que yo soy de las que relee libros, por lo que mis favoritos no van a poder salir de esta casa nunca. He leído un par de veces muchos libros de Elizabeth George. Middlesex ha caído tres veces. Al Este del Edén espera su turno de nuevo este verano. Son libros que no me podrán abandonar nunca. Y los que no me gustaron... ¿A quién regalo yo algo que no me gusta? Sí, podría venderlos a la librería de viejo de la esquina, pero los libros de segunda mano me producen rechazo (por eso de que el autor no se lleva un duro; no me pasa con la música, pero sí con los libros). Hace poco leí de una mujer que cada vez que compraba un libro se deshacía de uno de los que ya tenía. Debería empezar a hacer algo así. Lo malo es que son como mis niños, y me duele verlos marchar. Hasta aquellos que no me gustaron dejan un poso amargo si salen de casa. ¿Quién sabe? Quizás algún día me decida a releerlos y encuentre que me encantan.

Toca ir de compras. Las rebajas de verano no afectan a los libros, pero al paso que estoy leyendo mi colección de volúmenes sin abrir desciende rápidamente. Es lo que tiene estar de vacaciones y que haga buen tiempo, que te apetece sentarte fuera con un libro y dejar que el sol te acaricie la cara. Pronto voy a cubrir cada espacio libre con un libro nuevo.

Qué peligro tengo, madre.

It's okay to be different


No sé por qué, pero estas fiestas me estoy acordando de este libro un montón. Es mi libro infantil favorito, con unas ilustraciones preciosas y un mensaje todavía más estupendo: está bien ser diferente. Entre las bellezas que se pueden encontrar, un par de páginas dedicadas a que está bien tener más de una mamá o más de un papá (recordemos que este libro es americano, y por tanto se refiere a padres divorciados que vuelven a casarse, pero se les puede explicar de otra manera a los críos), o que está bien tener amigos invisibles, o pasar vergüenza, o comer espagueti en la bañera.

Pero no tiene las hojas que yo necesito. Yo necesito un libro que me diga que "it's okay to wish for a different family" urgentemente. A poder ser, ya mismo.

Best sellers

La literatura que más se vende parece llevar siempre el sanbenito de mala. Todo aquel libro que venda más de X copias es acusado de seguir un patrón, un "one size fits all" que a muchos les parece denigrante y nocivo para la literatura. Se acusa a la mayoría de la gente de no tener gusto leyendo, de elegir libros facilones, libros que yo llamo de "encefalograma plano". Pero, ¿hasta qué punto tiene la culpa el consumidor?

Para empezar, los libros no son baratos. Cuando una persona con presupuesto ajustado va a comprar un libro, se basa en las experiencias de otros que hayan leído ese libro, porque no se va a lanzar a la aventura y gastarse veinte eurazos en un completo desconocido. Si hay mucha gente que lo ha comprado y de esa gente un pequeño porcentaje le da buenas críticas, adquirir ese libro parece una inversión segura. Quizás no sea una obra de arte, pero con que no nos obligue a cerrarlo por la mitad nos conformamos; es como ir al cine y quedarte dormido viendo una película muda japonesa con la que te atreves por probar algo nuevo (aquí la menda, que se las da de friki pero no lo es tanto), en lugar de tragarte una comedia romántica que no te convierte en un lumbrera pero te entretiene un rato. Porque para eso leemos (o, al menos, para eso leo yo), para entretenernos, aunque supongo que alguno habrá que lea para poder decir que ha descubierto a tal o cual autor, al que conocen solo en su pueblo a la hora de comer pero que nos hace quedar muy bien.

Y luego está la distribución de esos libros. Yo, lo confieso, me dejo llevar por las portadas, los títulos y la síntesis de las contraportadas, pero sobre todo me llama la atención la colocación del libro. Si tengo que girar el cuello para buscar un título en una estantería repleta de volúmenes tan ajustados que es difícil sacar uno sin tirar tres, seguramente no lo compre. Si me lo presentan en una mesa, con un cartel bien grande que llame mi atención, sin envoltura que valga y con una pegatina que proclama "20% de descuento" (aunque sea mentira), hay más posibilidades de que lo adquiera. Qué le vamos a hacer, me gusta ojear en las librerías, pero ando justa de tiempo y no me gusta cansarme. Soy vaga. Me va lo fácil. Y como yo, cientos de miles de personas.

Las editoriales con poder adquisitivo colocan sus libros en las mesas y las que no lo tienen, en las estanterías. El rico se hace más rico y el pobre se queda como estaba. Los bestsellers venden más porque se ven más, no necesariamente porque la gente no sepa distinguir entre lo bueno y lo malo. La distribución lo es todo. Saber vender lo es todo. Y yo, lo siento mucho, seguiré leyendo bestsellers y colando algún experimento -que, por cierto, suelen salirme rana-, porque si el próximo libro que me compro se parece lo más mínimo a Mil Soles espléndidos o Middlesex, me merecerá la pena. Que alguno hay también que se escapa y nos alegra el día a los lectores más remolones.

Lo siento

Leo en la red que las librerías (que no la venta de libros) están en crisis. Que últimamente se vende más, pero "de peor" calidad (volvemos al interminable debate de quién decide si algo es bueno), que se venden muchos más libros en los kioscos y en hipermercados que antes, y que estos son sobre todo best-sellers y libros infantiles.
Y a mí esto me da pena, porque me gustaría vivir en un mundo en el que no sólo se leyera más, sino también más selectivamente. Que no nos dejáramos guiar por el primer libro que nos pusieran delante, el más barato o el que más anuncian por la tele, sino que tuviéramos algo de crítica y nos lanzáramos a la aventura de leer autores noveles, o por lo menos grandes contemporáneos (aunque cualquiera corre el riesgo, con el precio que tienen los libros). Por eso yo pongo mi granito de arena y compro los libros en las librerías, siempre después de pasearme por algunas páginas y leer recomendaciones de gente que no se lleva un duro por hablar bien de un libro. Paso de largo la mesa de los más vendidos y curioseo entre las nuevas adquisiciones, o trato de llevarme un par de clásicos. Cada vez que entro en una librería, aun mirando los precios y usando un poco de juicio, no me gasto menos de sesenta euros, lo que no me duele porque no tengo otro vicio que la lectura y el estudio (y puedo ir andando a trabajar, y como en casa de mis padres, y no soy de llevar ropa de marca ni renovar mi vestuario cada temporada) y me lo puedo permitir.
Pero yo sola no puedo levantar la crisis (perdón, el desaceleramiento económico). No me importa comprar libros, eso es fácil y siempre puedo recurrir a las ediciones de bolsillo o a los chollos de Amazon (¿eso cuenta como librería?, creo que no), pero es que NO TENGO TIEMPO para leer todo lo que compro. Que tengo la casa llena de deberes, jopé. Que por más que lea -por gusto, con deleite-, siempre tengo una docena de libros esperando su turno. Que no doy más de mí. Que no puedo volver a comprarme un libro hasta septiembre por lo menos, porque sería ridículo seguir comprando si no puedo leerlos.
Que lo siento, vaya. Señores libreros, yo lo intento, de verdad, pero mi apretada agenda no me permite llegar a leer veinte libros al año, aunque compre treinta. Y, la verdad, para que estén cogiendo polvo en mi casa, que lo cojan en la suya, oiga, que mi piso es pequeño y al gato lo tengo ya en lo alto del armario porque no me cabe en ningún otro sitio...