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Virutas



Debíamos estar en sexto o séptimo de EGB y dábamos el tema de los imanes y las atracciones de los metales en ciencias naturales. Nuestro profesor era joven (ahora me doy cuenta de que era muy, muy joven, casi recién salido de la universidad, y la mitad de las chicas de mi clase “estaban por él” pero a mí me da asquete porque, puaj, tenía por lo menos veinticinco años) y le gustaba darle a la asignatura un toque práctico, así que con todos los temas hacíamos un pequeño experimento. Nos pidió que trajéramos muestras de distintos metales para comprobar cuáles eran atraídos por el imán y cuáles no. Todos protestamos. ¿De dónde íbamos a sacar metales, a no ser que le trajéramos clips? “Bueno, traed lo que podáis”. 
Fui a casa y le pregunté a mi padre si podía traerme algún metal del taller. Mi padre era delineante y siempre me estaba hablando de las máquinas que diseñaba. Mi hermano y yo debíamos ser los únicos niños del barrio que sabían qué era una fresadora, aunque solo las hubiéramos visto en fotos o de lejos algún sábado que fuimos a buscar a mi padre al trabajo. Aquel día mi padre se sonrió y me dijo que sí, que podía traerme metales. No sé qué máquina nueva estaban probando o qué proyecto tenían entre manos, pero al día siguiente mi padre volvió con una enorme bolsa llena de virutas de distintos metales separadas en sobres con sus nombres. Había de todo: cobre, acero, hierro, aluminio, plomo, cinc, estaño, al menos una docena de sobres llenos de virutas, todas de formas distintas, porque según me explicó mi padre cada metal tiene una configuración distinta que hace que, aunque la cuchilla que las corta sea la misma, la viruta salga con forma distinta. Había tirabuzones perfectos, ondas, diminutas chispas del tamaño del serrín; metales dorados, grisáceos, plateados y con brillos rojizos. Me pasé la tarde mirando aquel pequeño tesoro, tocando todas las virutas con la yema de los dedos y sintiendo el polvo del hierro resbalar en la palma de mi mano. Han pasado más de veinticinco años y todavía recuerdo el tacto de aquellas virutas. 
Al día siguiente se lo enseñé a mi profesor y los ojos casi le dieron vuelta en las órbitas. Nos pasamos la hora comprobando qué metales atraen los imanes y cuáles no, divididos en grupos y con una mísera cantidad de virutas en la mesa porque el profesor no quería perder ni una pizca de aquel tesoro. Al terminar la clase me preguntó si podía quedárselas y yo le dije que sí, porque hay un límite de cosas que una niña de diez años puede hacer con una colección de virutas de metal y ya me había cansado de ellas. Él las guardó con codicia en los ojos, y solo hoy, casi treinta años más tarde, entiendo el pedazo de regalo que aquellas virutas supusieron para un profesor de ciencias. Cuando fui tutora de sexto de primaria le volví a pedir a mi padre que me trajera virutas, pero habían cambiado las máquinas, o ya no soltaban virutas por cuestiones de seguridad, o no sé qué pasó pero no me las pudo traer. Solo entonces me arrepentí de haberle dado los sobres a mi profesor.
A veces me acuerdo de aquello y me pregunto si todavía las guarda. Supongo que no, lo más lógico es que no, pero a veces me dan ganas de llamarle y preguntarle “¿te acuerdas de aquella virutas que te llevé una vez y de las formas que hacía cada metal y de que el aluminio casi no pesaba nada y de cómo el hierro salía en chispitas pero el cobre no y de que el acero tenía un tono burdeos que venía del tratamiento que le habían dado? 
¿No? Pues yo sí”. 

De por qué algunas profesoras deberían trabajar en la mina

Últimamente estoy zen. No sé si es la expresión apropiada, si se puede "estar" zen o se debe "llegar" al zen. Me da igual. Estoy zen. Estoy feliz, llena de vibraciones positivas, optimista, dispuesta a ver solo lo mejor de las personas que me rodean. Pero a veces es difícil.

Hoy a la hora del recreo charlábamos sobre lo humano y lo divino, sobre el gimnasio y la peluquería, sobre las galletas y sobre los niños, y también, un poco, sobre temas educativos y demás. Una profesora a la que, por decirlo fino, no respeto mucho como profesional, decía que ella solo llamaba a los padres de los niños que iban mal, y que se negaba a dar entrevistas a los que iban bien. Yo le he dicho que, cuando era tutora, no llamaba a los que iban bien, pero que si querían hablar conmigo nunca me negaba porque también está bien dar buenas noticias y decirles lo que hacen bien (tanto para ellos como para mí). Y ella ha dicho que sí, que ella, cuando era joven e idealista, también pensaba que podía tener alguna influencia en los niños y "perdía el tiempo" (tal cual) hablando con los que no lo necesitaban, pero que con los años se había dado cuenta de que no podía cambiar nada; así que ahora se limitaba a hablar con los padres "por llenar el expediente, porque ya sé que van a seguir igual".

-El día que yo llegue a eso -le he dicho-, me meto minera. Yo no podría trabajar pensando que lo que hago no marca una diferencia.

Y se ha picado. (Normal; entiendo que mis palabras no han sido las más adecuadas, pero es que me ha salido del alma.)

Y entonces ha empezado a despotricar sobre lo poco que se ayuda a los profesores, sobre cómo hay que ayudar a los que peor van "y no a esos con los que te juntas tú, porque a los buenos les enseña cualquiera" (casi me la como, pero en fin), sobre el hecho de que no tenemos suficientes horas de apoyo para los inmigrantes que han llegado este año y no hablan castellano (ya no entramos en el euskera) y las horas libres que ha "desperdiciado" quejándose en secretaría... Y yo me he tenido que callar y no recordarle sus comentarios de "a esas, que las ayuden sus padres, si no quieren que repitan, yo me lavo las manos; ah, no, yo no pienso modificar los exámenes que doy a toda la clase para los cuatro disléxicos que tengo, de eso que se encargue el de apoyo; uy, sí, para darles deberes estoy yo, ¿y luego quién los corrige?", y un largo etcétera con el que me torturó todos los recreos el año pasado y que ha conseguido que se me atragante cosa mala.

Es cierto que han reducido el personal. Es cierto que nos han dado 15 horas de especialista de lenguas, que se quedan en siete lectivas porque la profesora tiene permiso de lactancia hasta enero y nadie cubre esas horas. Es cierto que tenemos los horarios copados y no hay personal ni para sustituir a los profesores que se ponen enfermos. Pero yo no puedo evitar pensar que esa profesora que se ha pasado las horas protestando en la secretaría (que, no olvidemos, está compuesta por profesores liberados que ni pinchan ni cortan) podía haber empleado su tiempo en adaptar material para esos dos niños de su clase que no hablan el idioma, o haberlos sacado ella misma de la clase de inglés/música/gimnasia para darles ese apoyo que tanto pide. Parece haber olvidado que la tutora es ella, y que si tiene un niño con problemas, la responsabilidad es suya. Y con gritarme a mí que "todas hacemos lo que podemos y lo mejor que sabemos" (cuando no es verdad, pero en fin) no va a solucionar absolutamente nada.

Se ha llevado el tema a la comisión pedagógica y se ha llegado a la única conclusión posible: vamos a tener que organizar las horas libres del profesorado para cubrir esas ayudas que se nos niegan desde la administración. A ver qué cara pone la tía cuando se entere. Mañana intentaré sentarme lo más lejos posible de ella, no vaya a ser que las malas vibraciones se contagien.

Neandertales


Y a mí que me da que todavía quedan muchos por ahí...

Un poquito por favor. Por favor.

Conversación en el patio. Llovizna. Los niños no molestan demasiado.

Profesor A: Jo, estoy hecho polvo. A la madre de un amigo mío le han diagnosticado un cáncer y está muy mal.
Profesora B: Ay, pobre, ya lo siento.
Yo: Sí, se pasa mal, pero tranquilo, que hay tratamiento. A mi padre le diagnosticaron un cáncer en mayo, pero ahí está, aguantando.
Profesora B: Uy, pues a mí la semana pasada me dijeron que un vecino mío tenía cáncer. Qué susto, maja, no tienes ni idea de la impresión que te llevas.

No. Qué va. Ni la más mínima, vaya.

Dime cómo les tratas y te diré en qué se convierten

J.K. Rowling ha dicho alguna vez que no le gusta cómo son tratados los adolescentes en su país, como si fueran criminales en potencia o lo único que tuvieran en mente fuera joder al personal. Siempre he estado de acuerdo con ella, pero con excepciones; creo que hay adolescentes que realmente son criminales en potencia, y con algunos hay muy poco que hacer. Igual me paso de pesimista, pero es que he visto a verdaderos bárbaros de ocho años que ya me daban miedo a esa edad.
Hoy, sin embargo, estoy más de acuerdo con la Rowling que nunca. Ayer pedí permiso en la ikastola para acompañar a mi padre a hacerse unas pruebas médicas en Bilbao, que el hombre es peor que Alfredo Landa y si le sueltas solo en el metro la puede liar. Mis alumnos se quedaron a cargo de las profesoras que tenían guardia en ese momento y con tarea asignada: tenían que escribir unos bertsos en parejas y luego escribir una redacción. Les dije, con intención de facilitar las cosas a mis compañeras, que ya sabían lo que tenían que hacer y que no necesitaban que nadie les pusiera a trabajar, lo hacían ellos y listo.
Craso error. La primera hora fue bien, todos trabajaron y no hubo mayor problema. Cuando llegó la segunda profesora, por tanto, ya estaban todos sentados en parejas, con el aumento de ruido que eso suele conllevar. Ella intentó que se sentara cada uno en su silla, y ellos le dijeron (toda la clase, hasta los más benditos que nunca mienten, me aseguran que sin faltarle al respeto) que estaban haciendo lo que yo les había dicho que hicieran. Pero la profesora empezó a decir que ahí mandaba ella, así que que cada uno volvía a su sitio porque ella lo decía y listo. Una niña que jamás, JAMÁS, ha llevado la contraria a ninguna profesora y que es la favorita de todos los profes que pasan por esa clase, le indicó que yo había dejado escrito lo que tenían que hacer. Ella castigó a la cría a quedarse después de clase, ignoró mi nota y les hizo sacar el libro de matemáticas. Lo abrió por la última hoja del último tema y les obligó a "hacer" los ejercicios. Todo aquel que le dijo que no habíamos dado ese tema fue castigado; todo aquel que le preguntó porque no podían seguir con lo que habían estado haciendo fue castigado. Una de mis alumnas, probablemente la más brillante de todas, fue castigada "por chula, porque a mí nadie me habla así" (palabras textuales que me ha dicho la profesora esta mañana). Resulta que la profesora le preguntó "Qué pasa, ¿te quieres quedar castigada a la una y media?", y la niña no respondió. "Pues te quedas. ¿Te quieres quedar mañana también?", a lo que la niña, viendo que el silencio no era respuesta adecuada, contestó que no. "¡Pues te quedas también!"
Así que hoy vengo lívida, furiosa, rabiosa, encabritada, cabreada y todos los sinónimos que estas palabras conllevan. Porque no se puede juzgar a un niño o a una niña a primera vista; porque no se puede abusar del poder; porque no es justo castigar a alguien por responder a una pregunta que no tiene respuesta adecuada. Y, sobre todo, porque no se puede castigar a chavales de doce años sin avisar en sus casas de que van a llegar tarde. Cuatro padres llamaron ayer para quejarse, y uno ha venido hoy a hablar conmigo en persona.
Esa profesora se ha dedicado a decirle a todo el que se ha parado a escucharla que mi clase es un nido de víboras, de seres maleducados, de chulos y de respondones. Menos mal que todo el mundo conoce mi clase de otros años y saben que no es así; menos mal que la jefa de estudios tiene a su hija en mi clase y sabe que no es así.
Menos mal, ¡menos mal!, que me queda menos de un mes en esta ikastola y no voy a volver a ver a la pedazo de bruja esta.

La profa de dibujo me tiene mania


La profesora de dibujo me tiene manía. Y no lo disimula, encima.
Llego yo a clase, puntual como un reloj porque me emociona el pastel que hemos empezado esta semana, toda contenta y con diez dibujos más para copiar. Saco el Monet que empecé el otro día, llamo a la profa y le pido que me arregle el jetón que le hice el miércoles, que me ha quedado fatal. Ris-ras, en dos trazos expertos la mujer de azul tiene un rostro angelical. "Te ha quedado muy bien. Termínale el velo, dale el fijador y ya lo tienes".
Yo, toda contenta, lo termino y lo dejo sobre la mesa para que ella lo coja y lo ponga en la pared con los demás. Pasa por detrás de mí y no lo coge. No lo habrá visto. Me pongo a dibujar el Sorolla. El de al lado termina su cuadro (que, no es porque yo lo diga, pero está mucho peor que el mío). "¡Uy, qué mono! Trae, que lo cuelgo". Yo muevo el mío, no vaya a ser que no lo haya visto porque esté mal puesto (estaba a escasos centímetros del de mi compañero, pero oye, igual es corta de vista). Me pasa de largo y va hacia la que está a mi derecha. "Esto está fenomenal. Vamos a hacerle un hueco".

Ni lo pienses, Ruth, no importa que no le guste, tú sabes que está genial, no sólo para ser el primer trabajo a pastel que haces en tu vida, sino así, en general. La profa pasa un par de veces más por detrás de mí y yo me digo a mí misma que no me importa, que me concentre en el que estoy haciendo ahora, que me encanta el Sorolla que he encontrado (pintor que no conocía hasta hoy, por cierto, inculta que es una). Perfilo las figuras con el lápiz y anticipo el gustazo que me va a dar sacar todos los pliegues del vestido de la hermana mayor y las tonalidades del agua y del cielo. Me paso veinte minutos con la cara de la hermana pequeña, no es tan fácil como parece y quiero que quede perfecta. Cuando termino, llamo a la profa y le pido su visto bueno.
-A la niña pequeña la veo muy grande en comparación con la mayor.
Yo le digo que no, que he puesto mucho cuidado en no hacerla más alta que el codo de la hermana, que he medido bien las referencias, que si se fija en el original está todo proporcional. Ella pone cara rara.
-Pues entonces es que la has hecho más gordita. La cabeza es muy grande. Qué pena, la carica te había quedado muy bien.
Y ris-ras, en dos gomazos expertos me borra la cara, y yo contengo la respiración y todo de la impresión que me da. Huelga decir que en mi interior la estoy llamando de todo, que en ese momento la odio, que quiero ir a casa de mis padres y entrar llorando y gritando "amatxooooo, la andereño de dibujo me tiene maníaaaaaaa". Pero no. Sonrío y cojo otra vez el lápiz. Soy una profesional de la educación y sé que las manías... existen, pero soy adulta y no voy a dejar que puedan conmigo. Hoy, al menos.
Arreglo a la niña según sus parámetros, pero, por más que me esfuerzo, la cabeza no me sale. Termino haciéndola igual que antes y la vuelvo a llamar.
-No me sale más pequeña. Es imposible.
Y entonces coge el lápiz, mide las distancias, y me dice que tengo razón, que la medida está bien cogida. Al levantarse de mi sitio, ve el Monet.
-Uy, qué preciosidad. A la pared. Mira, si visto de lejos parece la muestra en vez del dibujo. Te ha quedado genial.

Qué maja es la de dibujo. Qué bien explica. Qué pedazo de artista.
Impresionista, digoooo, impresionante.

De buenos y malos profesores


Es curioso cómo una persona en la que no has pensado desde hace años te aborda de pronto y parece que todo a tu alrededor te recuerda a ella: la ves en un lugar inesperado, sale en una conversación sin venir a cuento, recuerdas alguna anécdota relacionada con ella...
Hablando hoy con mi hermano sobre profesores del instituto, los dos nos hemos acordado de Yolanda. Yolanda fue mi profesora de literatura en tercero de BUP. Era una mujer apasionada por su asignatura y con unos enormes conocimientos sobre ella, pero tenía el pequeño gran defecto de creer que ella era la única capaz de comprender la grandeza de la literatura que enseñaba. Sus clases, para alguien que adorara la asignatura, eran amenas; sabía mucho y sabía expresar su sabiduría, buscaba siempre los mejores ejemplos, te hacía disfrutar de un texto. Pero no lo hacía así porque fuera la mejor manera de que nosotros aprendiéramos, sino porque ella era así, teníamos la suerte de que se explicaba así. A nosotros, sus alumnos de letras que habíamos elegido estar allí porque nos gustaba la literatura y no porque no nos quedara otro remedio, nos dedicaba perlas como "aunque no sé para qué os cuento esto, porque no creo que estéis entendiendo una sola palabra", o "y luego en el examen me lo ponéis todo al revés, porque nunca escucháis", o "a vosotros no os importa, ya lo sé: si no tiene que ver con kalimotxo o el fin de semana, os da igual".
Pero no nos daba igual, o al menos a mí no. Yo absorbía todo lo que aquella mujer nos decía -hablando para el cuello de su camisa y muy rápido, como queriendo soltar lo que tenía que contar lo más rápido posible para salir de allí cuanto antes-, apuntaba hasta la última coma, quería saber tanto como sabía ella. Le escribía trabajos con los que me pasaba horas, quería que me dijera "muy bien", "lo vas pillando", "me alegra ver que alguien aprovecha lo que digo", o que simplemente no me llamara idiota a la cara. Todo fue en vano. Una vez le escribí una redacción de tres folios, tres, a mano y letra diminuta. No me puso nota (ni a mí ni a nadie) y la única marca de boli rojo que encontré como prueba de que lo había leído fue una "b". Sobre la palabra "oveja". Se me cayó un ídolo. Y no tuve huevos para ir a decirle que se había equivocado.
En la tercera evaluación, nos dio a elegir entre una selección de libros para que le hiciéramos un trabajo. No recuerdo cuáles eran (Fortunata y Jacinta y algún otro), pero recuerdo que La Regenta era, con mucho, el más largo. "Por supuesto, ya sé que nadie va a elegir La Regenta, aparte de una o dos personas (miradita al grupo que siempre contestaba bien a sus preguntas -yo no lo hacía porque me daba pavor equivocarme-); sois hijos del mínimo esfuerzo". Yo escogí La Regenta, claro, aún quería un "bien hecho, Ruth" que nunca llegó. Le hice un trabajo de sobresaliente. Me leí el libro dos veces. Pasé horas asegurándome que hasta la última coma estaba en su sitio. Ella corrigió los trabajos. "Algunos me habéis hecho una presentación de universidad (los cuatro que tenían ordenador, que eran también los que siempre contestaban bien) y otros habéis copiado la sinópsis de la cubierta del libro. Os debéis creer que soy tonta". Me dio mi trabajo. Me había puesto un bien, y en la sinópsis una gran nota en rojo: Copiado letra por letra de la contraportada.
Aunque ahora considero un priropo que creyera que lo había copiado, cuando salí de clase, lloré. Y no tuve narices de decirle que lo había escrito yo.
El otro día, en el sarao en el que le dieron el premio a mi hermano, estaba ella. A su hija (hija que tuvo cuando era mi profesora, se cogió la baja un viernes y dio a luz el sábado; hija a la que le di extraescolares mientras estudiaba magisterio, cosas tiene la vida) le habían dado un premio en la categoría de los pubertillos, como no podía ser de otra manera con semejante madre. Yolanda estaba a dos asientos de mi hermano, justo detrás de mí. Ni me planteé el darme la vuelta, sabía que no me iba a conocer. A Yolanda le encantaba la literatura, pero nosotros, no. Nosotros éramos, sin duda, lo peor de su trabajo.
Una pena. Podía haber recordado a Yolanda como la mejor profesora de literatura que he tenido, pero la recuerdo como lo que pudo ser y no fue. El título al mejor profe se lo llevó el del año siguiente, que sabía tanto como Yolanda y transmitía incluso mejor, pero que además sabía mi nombre, me paró en mitad de la calle para felicitarme por un premio que me habían dado y me puso el notable que merecía mi esfuerzo.
Una pena, ya digo. Con todo, al que me pregunta le digo que Yolanda era buena profesora. Si te gustaba la literatura, claro.