Mostrando entradas con la etiqueta maestra. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta maestra. Mostrar todas las entradas

De reinvenciones, ensayos y errores.

No sé qué tienen los lunes este año que me dejan literalmente para el arrastre. Quizás sean las cinco horas de clase, o las dos horas de formación que vienen después, o las compras que suelo tener que hacer siempre nada más salir del colegio porque nunca aprenderé a hacer la previsión de mi despensa bien y siempre me quedaré sin algo en casa antes del miércoles, que es cuando suelo hacer la compra tranquila. No lo sé; solo sé que este curso los lunes llego a casa sobre las siete y lo único que me mantiene despierta y en posición vertical es la promesa de una cena rica y quizás un par de capítulos del libro que me esté leyendo en ese momento. El año pasado, según salía de trabajar, llegaba a casa, cogía una manzana y los libros y me iba a una hora de alemán. Os juro que no me reconozco.
Esta soy yo con la pila de libros que
debería estar leyendo.

Y es que empiezo a pensar que estoy haciendo algo mal, que estoy desaprendiendo lo que una vez supe, que no he adquirido ni una sola habilidad didáctica en los últimos veinte años, porque no es normal que mi lista de deseos de Amazon tenga más libros sobre educación que de ficción. Me estoy haciendo una interminable lista titulada "libros que leer antes de jubilarme para que me sirvan de algo" (no confundir con "libros que leer antes de quedarme ciega", que tiene mucho que ver con "libros que leer cuando empiece con el Alzheimer" y que probablemente, y al paso que vamos con lo de la jubilación, serán listas bastante parejas en el tiempo) que empieza a tomar proporciones bíblicas. Los libros que quiero leerme abarcan temas relacionados con (pero no limitados a):

  • La inteligencia emocional.
  • La creatividad en el aula.
  • La adquisición de lenguas en un entorno comunicativo.
  • El uso de las tecnologías en el aula. 
  • El juego didáctico y su uso en el aula de Lengua Extranjera. 
  • Cómo ser maestra y no morir en el intento.
Viendo la lista de títulos, no puedo evitar una profunda reflexión: ¿qué cojones aprendí yo en magisterio si a estas alturas de la película estoy así? La respuesta es inmediata: aprendí a hacer unidades didácticas, habilidad que solo me ha servido una vez en mi vida (aunque fue para aprobar unas oposiciones, no está mal) porque ya vienen hechas en el libro de inglés/lengua/conocimiento del medio/matemáticas/etc. Vale, sí, bien, me digo, pero llevas veinte años dando clase, la experiencia es un grado, que se dice siempre. ¿Qué he aprendido yo en veinte años soltando la chapa delante de una pizarra? Veamos:
  • Sé hacer fotocopias con prácticamente cualquier fotocopiadora del mercado (hoy me han puesto una nueva y me he lucido). 
  • Sé plastificar y buscar imágenes en Google. 
  • Consigo, más o menos, que ningún niño o niña se fugue de clase mientras están bajo mi tutela.
  • He aprendido a ser severa sin que mis alumnos y alumnas me odien (que no es moco de pavo). 
  • Por fin he conseguido controlar mi mala leche (jajajajaja, no, esta es coña).
De todo lo demás empiezo a pensar que no tengo ni idea. Cada día que pasa, en lugar de sentirme más segura en mi trabajo, me surgen más dudas. No porque yo vea que mis alumnos y alumnas no aprenden (lo hacen a pesar del docente, como decía una compañera); no porque no vengan a clase motivados/as y con ganas de hacer lo que les digo; no porque el día a día con ellos y ellas me diga que me estoy equivocando. Dentro del aula soy la persona más segura de sí misma que existe. Tengo el don de atraer la atención de veinte niños y niñas de cuatro años, y de no perder en ensoñaciones a niños y niñas de doce. Puedo hacer que una cría que no habla ni inglés, ni castellano, ni euskera se interese por lo que estoy diciendo, y conseguir que una niña que no había dado inglés hasta cuarto alcance a sus compañeros y compañeras de clase (y supere a muchos) para cuando llegue a sexto. Pero ¡ay!, no sé nada de gamificación. No tengo blog de aula, no utilizo las TIC a todas horas, soy severa con ellos y ellas y exijo resultados; pongo malas notas a los que se las merecen (pero no mando deberes, así que los críos me adoran), levanto la voz en clase y pongo negativos si no entregan los trabajos a tiempo. "¡¿Qué dices, insensata?! ¿No has oído hablar de que no hay que frustrar a los niños? ¿No te ha dicho nadie que hay que dejarles escoger la tarea que ellos y ellas quieran hacer en cualquier momento? ¡Y no usas pizarra digital! ¡Y les "obligas" a hablar en inglés! ¡Y sigues un libro de texto! ¡Anatema! ¡Excomunión! ¡De vuelta a las trincheras, y que las dinosaurias como tú desaparezcan!"
He aquí las ruedas que pretendemos usar a veces
para conducir el Formula 1 que debería ser
la educación. 

Me pregunto si nuestros profesores y profesoras tenían las mismas preocupaciones cuando nosotras éramos crías. Yo estudié en una escuela bilingüe en euskera en una época en la que el único ejemplo de bilingüismo venía de Quebec, pero no recuerdo que nadie experimentara conmigo. Ahora, sin embargo, tengo la sensación de que todo es ensayo y error, todo es deprisa y corriendo, todo es "deja de hacer eso y prueba esto otro, que seguro que sale mejor". No digo yo que tengamos que cerrarnos a las nuevas metodologías (estoy deseando trabajar por proyectos, dar al alumnado la opción de aprender a su propio ritmo, sin tener que estar todo el día sentados y escuchando a la chapas de turno), pero tampoco podemos pretender reinventar la rueda cada mes. Ya he perdido la cuenta de cuántas horas he metido en casa intentado empaparme de nuevas tecnologías que me sirvan en el aula (cuando ni siquiera tengo pizarra digital en la clase de inglés), de trucos y maneras de dar plástica en inglés, de cómo conseguir que mis alumnos y alumnas amplíen su vocabulario sin necesidad de mandarles deberes (no porque esté de moda no mandarlos, sino porque en muchas casas son inútiles y solo provocan discusiones). Y estamos en octubre, señoras y señores. Que como siga a este ritmo, yo no llego a Navidad. Y eso que me gusta mi trabajo y no me importa hacerlo gratis (si me pagaran las horas que meto en casa, sería millonaria), pero una tiene sus límites. Y sus obligaciones fuera del aula. Que más de un día me he ido de casa sin dar de comer a los pobres gatos por estar pensando en todas cosas, y los pobres mininos no tienen culpa de nada. Si hasta de alemán me he tenido que borrar porque no me da la vida, oigan. 

Y claro, a todo esto, la casa sin barrer. ¿Qué voy a cenar hoy?

¿Y tú qué a qué te dedicas?

El otro día me dio por entrar en una de esas páginas de Internet que tanto abundan últimamente con consejos de todo tipo. Esta en particular era "consejos para ser feliz", y, aunque una no está lo que se dice depre en este momento, terminé leyéndola para ver si estaba haciendo las cosas bien (léase con ironía) o tenían algún consejo de esos que te encuentras en el lugar menos insospechado y te hace decir "ostrás" (léase sin tanta ironía). He de reconocer que, de los diez consejos que daba, solo me acuerdo de dos: haz ejercicio (eso ya lo sabía, pero de la teoría a la práctica va un mundo) y, cuando te describas, no te identifiques con tu trabajo. "Eres más que tu trabajo", decía el artículo. Y ahí me paré en seco.

Hace ya meses que lo leí, pero ayer, viendo un capítulo antiguo de una serie que me encanta, lo volví a oír. La protagonista de turno le decía a su marido que ella era psiquiatra, que era lo que le definía, y él le contestaba que no, que era también madre y esposa. Ella insistía y al final los dos se iban enfadados, y yo le gritaba a la tele que ella tenía razón. No porque piense que definirse como madre y esposa sea algo malo (aunque son calificativos que dependen de otra persona, y definirte en referencia a tus relaciones no me parece muy positivo), sino porque yo pienso igual que ella: si hay algo que me defina, es mi trabajo. Soy profesora. Cuando alguien me pregunta "¿y tú qué haces?", no le doy una lista de mis muchos hobbies, o le digo que soy hija, hermana y amiga. Les digo que soy profesora, y enseguida empiezo a dar detalles de mi asignatura, de mi colegio, de mis obligaciones y pasiones. El artículo decía que no era buena idea definirse por el trabajo, pero ¿qué otra cosa habla tanto de mí como lo que hago?

Tengo la grandísima suerte de trabajar en lo que me gusta desde los diez años, cuando enseñé a leer a mi hermano. No todos los días me doy cuenta de esto, pero en cuanto hablo con gente que está a disgusto en el trabajo me doy cuenta de lo afortunada que soy. Estoy a gusto en el colegio en el que trabajo, y eso lo estoy notando en mi nivel de energía: no me importa meter más horas, no me importa preparar cosas en casa, no me importa llegar veinte minutos antes un lunes por la mañana. Busco maneras de ser mejor en lo mío todos los días. Los ojos se me van a los artículos de educación, a las charlas de expertos pedagogos, a los vídeos de Youtube en los que sale Ken Robinson (grande, muy grande). No soy maestra seis horas al día, lo soy siempre. Tengo grandísimas amigas que me aguantan las chapas que les suelto cuando algo me ha salido bien o mal, cuando tengo un mal día o uno excepcionalmente bueno. Ser maestra me define, como me define el saber inglés a un nivel alto o haber vivido parte de mi vida en extranjero. Y todo esto está relacionado con mi trabajo. No hablaría inglés como lo hablo si no me hubiera ido fuera a mejorarlo, y jamás habría tenido la oportunidad de hacerlo si no llego a ser maestra de inglés. Cuando me preguntan "¿qué eres?", mi primera respuesta es siempre maestra. Podría decir mujer, podría decir filóloga. No. Digo maestra. Porque es lo que me define.

No sé si el artículo tiene razón con más gente, pero desde luego conmigo no. A mí mi trabajo me hace feliz. Son incontables los días que he llegado a casa pensando que he disfrutado tanto en clase que lo hubiera hecho gratis (también son muchos, aunque no tantos, los días que pienso que igual en la mina de carbón se sufre menos, así que lo comido por lo servido). Hoy, sábado después del día del trabajo, estoy más convencida que nunca de que la única opción por la que cambiaría mi profesión sería por la de millonaria, y a ver quién es el guapo o la guapa que me dice que no. Eso sí, me escaparía de vez en cuando al cole (lo tengo aquí al lado) para preparar algún proyecto o un teatro con los pequeños, porque la alegría que me dan los niños (cuando están majos) no creo que me la vayan a dar los millones que voy a ganar en la lotería. O igual sí, vaya usted a saber. Os mantendré informadas/os. Cuando me toque.