Por qué escribo


Más de una vez me he parado a pensar por qué escribo. No es que lo haga a menudo, ni siquiera cuando estoy con una novela o una idea y no me sale y pienso en la de cosas que podría estar haciendo en lugar de mirar la pantalla en blanco y cagarme en todo lo que se menea, y para qué me levantaré yo a las seis y media de la mañana si podría estar durmiendo hasta las ocho, y quién me manda a mí hacer esto si a nadie le importa que yo escriba o no, si ya hay tantos libros que se necesitarán millones y millones de habitantes más en el mundo para que puedan leerse todos. No; simplemente de vez en cuando me da por pensar "¿y esto para qué?", sin realmente venir a cuento. Cada vez que me paro a pensar en ello, la respuesta es distinta. Unas veces es tan simple como "porque me gusta", otras "porque así espanto demonios", a veces "para conocerme mejor". Pero esta semana he descubierto la respuesta que las engloba todas.

Escribo porque me hace feliz. Y con eso me vale.

Soy una persona de temperamento introvertido, lo que significa que me gusta pasar tiempo conmigo misma y que recargo energía en soledad. Ojo, que esto no significa, necesariamente, que sea una persona tímida, porque no tengo problemas en entablar conversación con gente desconocida y últimamente he descubierto que hago amigos/as con relativa facilidad (todo lo fácil que es hacer amigos/as a partir de los cuarenta, vaya). Pero después de una comida con mucha gente, después de haberme codeado con desconocidos durante horas, después de un fin de semana por ahí con la familia o los amigos, para mí lo mejor del mundo es llegar a la soledad de mi casa y recargar pilas. Esto lo hago de dos maneras: en el sofá con un buen libro, o en el ordenador (o un cuaderno) descargando todo lo acumulado. Y todo lo acumulado pueden ser las sensaciones que me ha dejado el encuentro o volver a la historia que estaba escribiendo, hilar tramas, usar ese contacto que he tenido con el mundo real para hacer mi mundo imaginario más creíble. Y entonces me pierdo, me encierro de tal manera en mi cerebro que me cuesta distinguir lo que es real de lo que es ficticio, pierdo la noción del tiempo (pero del todo, hasta del calendario), olvido dónde estoy. Y cuando salgo de ese mundo que he creado, lo hago renovada, con el mismo subidón de endorfinas que si hubiera corrido una maratón (creo: nunca he corrido una maratón, pero afortunados y afortunadas todos y todas si sentís lo mismo que yo). Aunque me haya costado horrores escribir un párrafo o me haya atascado en un escenario imposible, no importa. Es como volver de una aventura en la que las condiciones las pones tú, aunque vuelvas sudorosa y con callos. Es mi cardio, que dirían los deportistas.

Ayer vi en un supermercado osos de peluche gigantes a la venta, y pensé: claro, se acerca San Valentín y ya están con el merchandising. Me costó diez minutos darme cuenta de que estamos en septiembre, que la que vive en febrero es la protagonista de la novela con la que me estoy peleando ahora. Solté una carcajada que asustó a la que estaba delante de mí en la fila del cajero y entré in the zone: bastó con eso para volver a hacerme pensar en la historia. Volví a casa sin ver ni los coches, no sé cómo no me atropellaron. No me senté a escribir, pero me pasé toda la tarde sumergida en la historia.

Para mí, el mejor antidepresivo del mundo. Y más barato no puede ser.

1 comentario:

Antonia Amez dijo...

No me extraña que te haga feliz, es maravilloso escribir. Besos