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sábado, 23 de marzo de 2024

Simplezas



            Hace unos meses que he presenciado la enésima puesta en escena postmoderna, en este caso la ópera de Tchaikovski Yevgeni Onyegin. Esta ópera (1878), originada a partir de Pushkin (1832) ilustra una manera de hacer teatro típicamente rusa que florecería posteriormente con Chejov y que también se desarrollaría en la novelística con Dostoievski (no en vano el tchaikovskiano Onyeguin fue altamente considerada por Meyerhold y los grandes renovadores del teatro ruso a principios del S XX). La acción de la ópera se desarrolla así en el interior de los personajes. Ciertamente que esto también se da en las óperas de Mozart, Verdi y Wagner, pero aquí el desarrollo es totalmente diferente. Los protagonistas pasan la mayor parte del tiempo pensando en su futuro, pensando en su pasado o en su presente, y éste es el verdadero tema de la ópera: el anhelo, el arrepentimiento, la aceptación o la desdicha. Este balance hacia el mundo interior puede dar pie al eventual regisseur a desfigurar la puesta en escena hasta el punto de la sobreexplicación. Una puesta en escena puede alterar la época y lugar de la acción hasta límites insospechados sin por ello cambiar de forma radical la riqueza de contenidos de la obra. Cuando, en época postmoderna, los regisseurs no dirigen sino que comentan las obras, la riqueza de significados se pierde en pos de una interpretación concreta (el 90% de las cuales de una simpleza intelectual y referencial apabullante). En esta versión, los sirvientes juegan un papel visual en primer plano, queriendo representar escenas de instintos reprimidos de los personajes de la nobleza. Quizás si la escena se hubiera trasladado lo suficiente la visión de las aproximaciones sexuales de todo tipo entre criados y criadas encima de la mesa en plena fiesta del primer acto no resultaría tan grotesca. El cadáver de Lenski (a quien Oneguin abraza antes de dispararle el tiro mortal), yaciendo a un lado del escenario durante la polonesa (convertida en una especie de galop-Conga de Jalisco), aun queriendo ofrecer un contraste explícito, resulta de una planaridad infantil. Regisseurs postmodernos: tenéis vocación de maestro de escuela de párvulos.

 

domingo, 18 de agosto de 2019

Subrayados


                  Uno de los mayores errores que se pueden cometer sobre un escenario (error que se acerca ya al “pecado mortal”) es el de subrayar. Es un pecado que pueden cometer los actores, los músicos, los bailarines, pero también los monologuistas o las stripteuses. Cuando uno subraya abandona su posición y se sitúa en el espacio propio del espectador para solicitar la aprobación sobre-explicando la narración, lo cual destruye el discurso, la elegancia y la poesía de la representación. Como cuando alguien que explica chistes ríe antes de comenzar. El subrayado no es una técnica de ruptura de la cuarta pared sino su torpe derrumbe como consecuencia de haberse apoyado en ella inadvertidamente. Los cantantes líricos son particularmente propensos al subrayado. Cuando se detienen en todas las notas agudas que encuentran a su paso, cuando golpean con desparpajo algunas sílabas -para delicia de algunos públicos- están subrayando. Este fenómeno se agrava cuando estos cantantes visitan repertorios ajenos a su sensibilidad (¿a que la canción no tiene nada que ver en las dos versiones?). Los instrumentistas también subrayan cuando, teniendo en sus manos un pasaje particularmente famoso, como la frase inicial de la Raphsody in Blue, lo estrujan de manera exhibicionista en vez de voltearlo y lanzarlo al espacio (¿a que en el segundo caso el glissando del clarinete produce salivación y en el primero hastío?). Y en la vida diaria … ¿también subrayamos? …

lunes, 11 de marzo de 2019

Paredes



                    La cuarta pared es el nombre con que se conoce la barrera imaginaria que separa una narración dramática –teatral, cinematográfica, televisiva e incluso en la literatura escrita- de su audiencia. En sentido metafórico, por tanto, es el límite entre un perceptor y el objeto por él percibido. El simbolismo de la cuarta pared tiene una correspondencia directa con el modelo perceptual sujeto/objeto y la ruptura de la cuarta pared, por tanto, con la difuminación de tal dualidad. La superación del canon platónico-kantiano, del cartesianismo y, con ello, de la Modernidad, pasa necesariamente por la creación de metaposiciones por modificación del esquema clásico. Aunque la ruptura de la cuarta pared se ha venido practicando desde principios de la Modernidad (la auto-cita al inicio de la segunda parte del Don Quijote y los vaudevilles o moralejas finales del teatro dieciochesco valgan como ejemplo) la fijación de tales instancias en la pantalla cinematográfica ha supuesto un eficacísimo recurso dramático que hace temblar a los partidarios de posiciones fijas. En la historia del cine la ruptura de la cuarta pared ya se utilizó frecuentemente por los cómicos de la época heroica (Chaplin, Laurel&Hardy y Groucho Marx, quien establecía en ocasiones diálogos con el putativo público –“algunas veces la gente, para mi desconcierto, me responde”, explica en su autobiografía). Fuera del ámbito de la comedia, donde la acción resulta más fácil de situar en un metaespacio, una simple mirada a la cámara puede romper con fuerza la cuarta pared. La primera mirada a la cámara del cine moderno si sitúa en 1953, en el film de I Bergman Un verano con Mónica, (este film también fue pionero presentando por primera vez fuera del negocio porno un –suave- desnudo femenino). Todavía con más fuerza dramática –rara vez en el cine se han dicho más cosas sin utilizar el lenguaje hablado-, la liberadora mirada dirigida al alma del espectador al final de Le notti di Cabiria supone un giro total respecto a la historia que se ha venido contando hasta ese momento. El mismo Fellini utiliza de nuevo el abatimiento de la cuarta pared –esta vez con objeto de encontrar un camino evolutivo de salida- al final de E la nave va, cuando la cámara retrocede y deja al descubierto la aparatosa maquinaria que sostiene todo el decorado del film (dicho sea de paso, tal procedimiento hace que cuando se retoma brevemente el hilo de la acción antes de acabar ésta sea observada como un cartoon americano de los años treinta). Siguiendo otra vez con Fellini –uno de mis mitos personales- el final de 81/2 no rompe la cuarta pared pero establece una nueva perspectiva entre lo narrado y su narrador de manera que los observadores nos vemos arrastrados hacia el metaespacio que el autor hace aparecer como un prestidigitador cuando saca un conejo de su chistera. Moraleja: necesitamos romper nuestra cuarta pared de aprehensión del mundo para poder encontrar el hilo del camino que, por momentos, estamos perdiendo.

sábado, 1 de octubre de 2016

Venenos


                        El teatro -como la cocaína, el alcohol, el trabajo, el sexo o la música- puede llegar a envenenar la sangre, como se dice popularmente. Y cuando uno está envenenado está, en mayor o menor medida, en brazos de la seducción y la adicción. Como toda plataforma a-racional, el teatro crea sus propios mitos, que a su vez configuran una constelación de ritos, dogmas y tabúes. El paso por un escenario –como por un estadio o una cancha deportiva- une a sus ocupantes como a los pasajeros de un crucero o un viaje aéreo transcontinental. La ejecución dramática, musical, coreográfica y cualquier otra (en determinados casos también la deportiva) supone un movimiento y gestión de energías psíquicas capaces de canalizar una correcta psicomotricidad y expresividad. Y ésta gestión no siempre viene dada de forma automática. Es más: cuanto más se discurre y se duda acerca de ella más elusiva se nos presenta. Como lo último que se desea antes de salir a un escenario es lastimar las emociones o impedir los flujos energéticos, los viajeros del escenario optan por recurrir a la magia y efectuar rituales de superstición que de alguna manera les hagan suponer que la gestión psíquica no está en sus manos sino que depende de algo tan simple como una acción ritual. De ahí también toda la retahíla de frases con que se bendice a alguien a punto de salir a escena que, por mucha explicación histórica que tengan, constituyen básicamente un ritual protector.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Comedias



En una apreciación que reconozco muy personal y no generalizable, considero que las obras literarias –especialmente el teatro y, particularmente, el teatro musical- que no ocultan su gusto por la comedia y el humor alcanzan en ocasiones  zonas del espíritu que son más difícilmente accedidas por las obras que carecen de tal ingrediente. Quizás la idea sea fruto de la mayor asociación de las obras trágicas con ciertos ribetes sentimentales que no ayudan ciertamente a la interiorización profunda. Aun en obras muy anteriores al Romanticismo, la declamación de la tragedia invita a un histrionismo que parece ir en contra de la sutileza del jeu d’esprit. Me doy cuenta de que en el fondo estoy categorizando evolutivamente razón y sentimiento y de hecho el tema es mucho más complejo que todo ello. El clásico texto del joven Nietzsche El Nacimiento de la Tragedia del Espíritu de la Música, de hecho, trata de este tema, contraponiendo a la usual visión clasicizante –apolínea- de la antigüedad griega una visión adicional emocionalmente más compleja –dionisíaca-, la unión de las cuales daría el fruto de la tragedia antigua. La finalidad de tal fruto –como la de sus mitos contemporáneos- sería la de ejercer una catarsis y mostrar así a su público una historia que pudiera resonar en su interior sin necesidad de experimentar directamente los trágicos sucesos descritos en ella. Este efecto curativo todavía se hace visible en obras muy posteriores, escritas ya en el período mental-racional, en el cual la estructura mítica de comprensión del mundo ya había sedimentado. Hamlet podría ser el ejemplo clásico, en el cual asistimos -modernísima versión de catarsis- a un auténtico psicodrama que ejerce su efecto dentro de la obra. Pero por muy grandes que sean –lo son- las tragedias shakesperianas, con su honda caracterización de trazos universales (sean los celos de Otelo/Escorpio ó las dudas –Edipo incluído- de Hamlet/Libra), en una cosa al menos, The Tempest ó A Midsummer Night’s Dream pueden llegar a superarlas: su capacidad de autocita, de auto-reflexión. Las emociones que experimentan el príncipe de Dinamarca ó el embajador de Venecia en Chipre, por universales que sean, quedan aprisionadas dentro de los personajes. Resuenan en nosotros de forma a-racional. Las emociones que experimentan el gobernador de Milan ó las parejas de la Atenas de cartón-piedra son relativizadas y reflexionadas en su contexto e incluso fuera de él. Y una condición absolutamente necesaria para la evolución consiste en la objetivación.  Solamente podemos ir más allá de nuestro ego cuando somos capaces de contemplarlo de manera más ó menos objetiva. Y esta capacidad de auto-análisis rara vez se da en los géneros trágicos. Ése es también uno de los triunfos de la ópera mozartiana respecto a la ópera seria barroca, a pesar de las obras extraordinarias que también conforman éste género. En los últimos años se ha puesto de moda alabar sobremanera la otrora minusvalorada Clemenza di Tito mozartiana, ejemplo de prolongación de la opera seria hasta el mismo corazón de la Ilustración. Personalmente creo que, por muchas que sean las virtudes de esta obra (compuesta al mismo tiempo que Die Zauberflöte –verdadero epítome de la Ilustración-) resulta pálida y convencional al lado de sus hermanas mayores. Don Giovanni, seguramente una de las óperas más importantes jamás escritas (y una de las mejores versiones del mito de Don Juan), riza el rizo ya que presenta -avant la lettre- la angustia existencial de la humanidad post-ilustrada. Y lo hace utilizando un lenguaje que todavía invita al desapego, a la autocontemplación, lenguaje que el posterior Romanticismo eliminaría de raíz con su negación de la razón y su retorno a los supuestamente prístinos orígenes. La mezcla de elementos trágicos y cómicos hace posible tal milagro. Don Giovanni –en una de las mejores escenas de la obra- desafía a la estatua invitándola a cenar con el consiguiente contrapunto cómico del aterrorizado Leporello (distancia-objetivización) hasta que él mismo reconoce que el asunto es extraño, situación prolongada en la escena final (“Non l’avevva mai creduto, ma farò quel che potrò”). La moraleja final –eliminada por inaceptable durante el S XIX- vuelve a poner la distancia y observar la situación desde fuera, utilizando incluso mezclas de lenguaje clasicizante y modismos populares (así la insólita rima del genial da Ponte “Resti dunque quel briccon / Fra Proserpina e Pluton”). Siguiendo con el mismo tipo de argumentación, Hans Sachs reflexiona no solamente sobre la vida y sus avatares, sino sobre su arte y en definitiva sobre la propia Meistersinger von Nürnberg, cosa que el pobre Tristan no puede llegar a hacer ya que el filtro del amor lo ha cegado para siempre. Algo parecido sucede con Falstaff y la Mariscala: pueden hacer cosas que Rigoletto ó Salomé, atrapados en sus respectivos karmas, no saben ni que existen.

jueves, 15 de abril de 2010

Voces

A pesar de que la forma de teatro musical que conocemos por opera tenga una historia de tan sólo poco más de cuatrocientos años, a lo largo de su desarrollo podemos asistir a numerosos cambios en la forma ligados a la correspondiente weltanschaaung de cada momento histórico particular. Y no estoy pensando ahora en las cuestiones formales más profundas sino en las que se podrían considerar como puramente adscritas a la moda del momento. Un ejemplo de ello lo constituye la elección de cada tipo de voz para cada determinado tipo de personaje. Esta elección viene además condicionada por factores que podríamos tildar de externos. El mundo de la ópera barroca, por ejemplo, viene fuertemente condicionado por la presencia de castrati y contratenores ocupando las voces de soprano y mezzosoprano, hecho paralelo al que hallamos en la música religiosa en algunos momentos de este período. Y como la transexualidad se hace tan común –hecho muy apreciado, por cierto, en nuestra época-, no es de extrañar que en las óperas barrocas el protagonista masculino se vea confiado a un contratenor ó en su caso a una mezzosoprano. El hecho de representar a un héroe con una voz feminizante cayó en desuso a mediados del XVIII y se hizo inimaginable en el XIX. En el mundo del clasicismo los protagonistas masculinos tendían a tener voces más bien graves, aunque los tenores de tipo craneal (líricos-ligeros) también se hicieron favoritos de público y compositores. A medida que el XIX fue avanzando apareció la necesidad de una gama vocal más de acuerdo con el nuevo teatro y se inventaron los tenores de peso, destinados desde el principio a papeles heroicos, y que Verdi y Wagner supieron explotar hasta la saciedad. Digo hasta la saciedad porque el propio Verdi llegó a vislumbrar los albores del nuevo cambio y en su última y magistral ópera, Falstaff, utilizó tenores ligeros para rodear al baritonal protagonista. En el XX –a pesar del relativo declive del género-, las voces de peso prácticamente desaparecieron después de la Guerra Europea y los tenores ligeros volvieron a dominar la escena, una elección que mostraba una vez más un claro rechazo para con la época anterior. Los papeles más serios ó nobles –e incluso los protagonistas, empezando por Pelléas et Mélisande- se volvieron a encomendar a las voces graves, que en la época anterior representaban a personajes de edad respetable. Los propios personajes sobrenaturales también subieron su tesitura; así el Lucifer del stravinskiano The Flood (voz de tenor pederástico, según su autor; contraste total con los Mefistófeles bajos de Gounod y Boito) ó el Oberon del Midsummer Night’s Dream de Britten, escrito para el moderno recuperador de la voz de contratenor, Alfred Deller. Aunque quizás el ejemplo más sorprendente de nuestra época sea el personaje de Gepopo, jefe de la policía secreta de Breughelland, en el Grand Macabre de Ligeti, confiado a ¡una soprano ligera!

jueves, 23 de abril de 2009

Deconstructores de escena


Uno de los terrenos más abonados para el florecimiento y desarrollo de las manifestaciones postmodernas es el constituido por el mundo de la dirección escénica. La dramaturgia, mucho más que otras artes interpretativas como la música (que tiene –al menos, por el momento- menos margen de maniobra) ó la danza (que se halla, en general, menos fijada históricamente por lo que muchas interpretaciones están más cerca de la creación que de la propia interpretación), se encuentra a merced de la actualización de que sea objeto en cada ocasión. La propia palabra interpretación puede, en este caso, ser aplicada tanto a la tarea que ejercen los actores como los directores escénicos. Rara vez, por eso, se utiliza en la actualidad el verbo interpretar en su acepción hermenéutica, es decir, la de buscar un significado tomando como referencia un período histórico (tanto el del autor de la obra como el nuestro), unos referentes concretos y un fondo universal sobre el que tramar esta interpretación. Si algo no admite la postmodernidad es la existencia de significados cerrados y, evidentemente, mucho menos de universales. Entonces se decanta por deconstruir el pasado, haciéndonos partícipes de la relatividad de todos nuestros constructos, en cualquier campo de estudio. La conciencia de que la modernidad, como todo período evolutivo, tiene unos límites reales a los cuales se ha llegado, es el gran descubrimiento de la postmodernidad. Pero ésta no hace nada por franquear estos límites; únicamente se dedica, cual rabieta infantil, a ilustrar la relatividad de lo que le parece el todo y solamente es la modernidad. Por eso en alguna otra ocasión he comentado que la postmodernidad no deja de ser la conciencia de decrepitud de la modernidad. Es decir, se trata de una visión desde el punto de vista interno; por eso confunde la modernidad con la totalidad de las posibles manifestaciones. Volviendo al campo del teatro, los nuevos metteurs en scène que parecen dominar el terreno en la actualidad no están tan interesados en darnos su versión –con la que ofrecer su perspectiva, atienda ó no a un proceso de investigación, interiorización ó maduración- como en ridiculizar cualquier contenido, independientemente del punto de vista desde el que se perciba la obra. Y dentro de los contenidos incluyen también los formalismos y hasta el lenguaje propio del medio. El lenguaje del teatro es una convención, evidentemente, pero no mayor que los lenguajes de cualquiera de las artes y, no solo eso. Podemos extender la red de convenciones hasta donde queramos. También el estudio de los objetos de la naturaleza emplea un lenguaje convencional. Los términos convencional ó relativo no invalidan, sin embargo, una perspectiva. Simplemente, la acotan, la contextualizan pero no para desarticular las diferentes perspectivas sino para llevarnos a un sistema mayor de inclusión. La conocida convención teatral que implica que algunos personajes en la escena no sean capaces de ver u oír lo que hasta el público más alejado del escenario puede hacer es en ocasiones objeto de deconstrucción y entonces vemos a los personajes envueltos en tal situación situados frente a frente, como para denunciar una convención. Un campo dramático favorito de los démoleurs en scène –debido a una causa multifactorial: convención más limitante, grandes presupuestos y, todavía más importante, gran exhibición y despliegue publicitarios- es el mundo de la ópera. La característica óntica por antonomasia del género operístico es la fijación del tempo dramático y expresivo por parte de la música. O sea, que es el género teatral perfecto para –pongamos por caso- ser retransmitido por radio. La escenografía y despliegue ópticos son más accesorios que en otros géneros teatrales y, sin embargo, se sigue creyendo lo contrario. Es ahí donde los deconstructores profesionales tienen en la actualidad su tienda plantada. Además, se trata de un género en el que, en el seno de su multiforme público, habita todavía un tipo de espectador susceptible de escandalizarse, no ya por una deconstrucción postmoderna, sino simplemente por una puesta en escena moderna que amenace su más rancia apreciación. Mientras tanto, otra parte del público percibe las deconstrucciones como lecciones para niños y sienten insultada su inteligencia. El agente inconsciente que mueve a estos régisseurs no es otro que el de poder tomar como objeto cualquier perspectiva ó interpretación de la obra. Ello les ofrece una supuesta superioridad que no es más, otra vez, que un narcisismo mal encubierto. Puntualizo para acabar que no tengo nada en contra –más bien todo lo contrario- de los montajes novedosos, y tampoco de la postmodernidad. Simplemente la sitúo en su sitio, más como enfermedad/crisis de la modernidad que como nueva estructura transmoderna.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Artículos, fábulas, moralejas


La naturaleza de los artículos gramaticales –definido e indefinido- no solamente nos ilustra sobre el carácter de los objetos que tengamos en consideración clasificándolos en concretos y abstractos, sino que, además, nos delimita mundos muy diferentes: el mundo del cuento, la fábula, el sueño ó el mito por un lado y el mundo de la noticia, la novela psicológica, la vigilia ó la narración histórica por el otro. El primer mundo está situado en un lugar fuera del tiempo (normalmente en una localización pre-temporal –sueño, mito- ó con una parcela de temporalidad bastante limitada –fábula, cuento-). Como hace notar Gregory Bateson, en el mundo onírico no existen ni la negación ni el condicional. Por la misma razón no existe el artículo indefinido: el mundo absolutamente subjetivo también se presenta como absolutamente concreto. Hace un tiempo colgué un post haciendo referencia a las (malas) traducciones de los títulos de determinadas obras. Traducir la stravinskiana L’Histoire du soldat (El cuento del soldado) por Historia de un soldado es tan desacertado como hablar de Un gato con botas o Una bella durmiente. En el caso de las fábulas lo que se pretende es abstraer ó aislar determinados comportamientos, ideas, procesos, etc., de su contexto y generar ciertos prototipos universales que después se puedan inyectar en un medio buscadamente neutro, como el mundo animal. Pero dicho soporte no es condición sine qua non para tal género literario. Una narración que contenga elementos fantásticos, como el film de De Sica Miracolo a Milano, puede ser considerada también una fábula porque confronta al espectador con patrones universales que le hacen despertar su conciencia adormecida, hecho que en las fábulas clásicas corría a cargo de la consabida lección moral. Dicha moraleja se encargaba también de poner distancia y objetivar aún más la fábula. La moraleja la hallamos también en los finales del teatro dieciochesco, como en las óperas de Da Ponte/Mozart, donde reina el espíritu de la Ilustración:

Fortunato l’uom che prende
Ogni cosa pel buon verso,
E tra i casi e le vicende
Da ragion guidar si fa.


(Da Ponte/Mozart: Cosi fan tutte)

El siglo XIX conoció la máxima resistencia que opuso la temporalidad convencional a ser superada por los nuevos conceptos transtemporales. El tiempo como flecha hacia un futuro del cual no se puede escapar; el devenir sin fin del judío errante que sin embargo es presa del tiempo. Por eso, hablando de óperas mozartianas, se estableció entonces la costumbre de suprimir el final de la obra en las representaciones de Don Giovanni, porque la moraleja sitúa cada cosa en su sitio, hecho que tiende a desmontar el histrionismo propio del Romanticismo. Cuando la transtemporalidad hizo acto de presencia se restableció el evitado final e incluso fue imitado por otros grandes creadores:

So, let’s sing as one:
At all times, in all lands,
Beneath the sun and moon,
This proverb has proved true
Since Eve went out with Adam:
For idle hands and hearts and minds
The devil finds a work to do,
A work, dear sir, fair madam’,
For you, and you.


(Auden/Stravinsky: The Rake’s Progress)

La moraleja final –especialmente en los géneros dramáticos- tiende también un puente hacia un metaespacio desde el que poder contemplar la acción presenciada de manera objetiva. Todavía hoy se emplea un viejo truco con la misma efectividad de antaño que consiste en encender las luces de la sala cuando Dorabella, Don Alfonso, Zerlina, Leporello, Anne Truelove ó Tom Rakewell advierten al espectador sobre los eventos que han visto representados sobre la escena. Por un lado el personaje se despoja de su máscara y por otro el espectador se involucra en la historia. Durante la Ilustración esta zona era contemplada como un espacio seguro –firmemente sujetado por la moraleja- pero a medida que el siglo XIX avanzaba se llegaron a introducir prólogos (I Pagliacci, Los intereses creados) en los que el metaespacio se utilizaba en sentido contrario: “ya no somos las máscaras de antaño que decían antes de la representación: no temáis, amable público, porque esto es sólo una representación teatral; no, nosotros somos seres humanos de carne y hueso…”. No se niega entonces totalmente la posibilidad del metaespacio, pero se lo supedita al devenir único e inapelable del espacio principal. El artículo indefinido se hace entonces el rey porque denota contingencia, discontinuidad y devenir. La postmodernidad, mucho más tarde, también negará la posibilidad de metaespacios, pero esta vez no por supeditación a un espacio principal sino, al contrario, por el desdoblamiento en infinitos espacios subjetivos con infinitas visiones alternativas y no privilegiadas.

martes, 14 de febrero de 2006

Cotidianeidad


De adolescente conocí, gracias a la TV, algunas de las grandes obras del teatro universal. Reí mucho con Le Bourgeois Gentilhomme, me llegó muy adentro The Time and the Conways, quedé muy impresionado con The Witches of Salem y me removió superlativamente La Visita de la Vieja Dama. Lo que en aquel momento no hubiera dicho nunca es que las situaciones descritas corresponden a hechos reales y, en ocasiones, casi cotidianos.