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jueves, 15 de abril de 2010
Voces
A pesar de que la forma de teatro musical que conocemos por opera tenga una historia de tan sólo poco más de cuatrocientos años, a lo largo de su desarrollo podemos asistir a numerosos cambios en la forma ligados a la correspondiente weltanschaaung de cada momento histórico particular. Y no estoy pensando ahora en las cuestiones formales más profundas sino en las que se podrían considerar como puramente adscritas a la moda del momento. Un ejemplo de ello lo constituye la elección de cada tipo de voz para cada determinado tipo de personaje. Esta elección viene además condicionada por factores que podríamos tildar de externos. El mundo de la ópera barroca, por ejemplo, viene fuertemente condicionado por la presencia de castrati y contratenores ocupando las voces de soprano y mezzosoprano, hecho paralelo al que hallamos en la música religiosa en algunos momentos de este período. Y como la transexualidad se hace tan común –hecho muy apreciado, por cierto, en nuestra época-, no es de extrañar que en las óperas barrocas el protagonista masculino se vea confiado a un contratenor ó en su caso a una mezzosoprano. El hecho de representar a un héroe con una voz feminizante cayó en desuso a mediados del XVIII y se hizo inimaginable en el XIX. En el mundo del clasicismo los protagonistas masculinos tendían a tener voces más bien graves, aunque los tenores de tipo craneal (líricos-ligeros) también se hicieron favoritos de público y compositores. A medida que el XIX fue avanzando apareció la necesidad de una gama vocal más de acuerdo con el nuevo teatro y se inventaron los tenores de peso, destinados desde el principio a papeles heroicos, y que Verdi y Wagner supieron explotar hasta la saciedad. Digo hasta la saciedad porque el propio Verdi llegó a vislumbrar los albores del nuevo cambio y en su última y magistral ópera, Falstaff, utilizó tenores ligeros para rodear al baritonal protagonista. En el XX –a pesar del relativo declive del género-, las voces de peso prácticamente desaparecieron después de la Guerra Europea y los tenores ligeros volvieron a dominar la escena, una elección que mostraba una vez más un claro rechazo para con la época anterior. Los papeles más serios ó nobles –e incluso los protagonistas, empezando por Pelléas et Mélisande- se volvieron a encomendar a las voces graves, que en la época anterior representaban a personajes de edad respetable. Los propios personajes sobrenaturales también subieron su tesitura; así el Lucifer del stravinskiano The Flood (voz de tenor pederástico, según su autor; contraste total con los Mefistófeles bajos de Gounod y Boito) ó el Oberon del Midsummer Night’s Dream de Britten, escrito para el moderno recuperador de la voz de contratenor, Alfred Deller. Aunque quizás el ejemplo más sorprendente de nuestra época sea el personaje de Gepopo, jefe de la policía secreta de Breughelland, en el Grand Macabre de Ligeti, confiado a ¡una soprano ligera!
jueves, 23 de abril de 2009
Deconstructores de escena
Uno de los terrenos más abonados para el florecimiento y desarrollo de las manifestaciones postmodernas es el constituido por el mundo de la dirección escénica. La dramaturgia, mucho más que otras artes interpretativas como la música (que tiene –al menos, por el momento- menos margen de maniobra) ó la danza (que se halla, en general, menos fijada históricamente por lo que muchas interpretaciones están más cerca de la creación que de la propia interpretación), se encuentra a merced de la actualización de que sea objeto en cada ocasión. La propia palabra interpretación puede, en este caso, ser aplicada tanto a la tarea que ejercen los actores como los directores escénicos. Rara vez, por eso, se utiliza en la actualidad el verbo interpretar en su acepción hermenéutica, es decir, la de buscar un significado tomando como referencia un período histórico (tanto el del autor de la obra como el nuestro), unos referentes concretos y un fondo universal sobre el que tramar esta interpretación. Si algo no admite la postmodernidad es la existencia de significados cerrados y, evidentemente, mucho menos de universales. Entonces se decanta por deconstruir el pasado, haciéndonos partícipes de la relatividad de todos nuestros constructos, en cualquier campo de estudio. La conciencia de que la modernidad, como todo período evolutivo, tiene unos límites reales a los cuales se ha llegado, es el gran descubrimiento de la postmodernidad. Pero ésta no hace nada por franquear estos límites; únicamente se dedica, cual rabieta infantil, a ilustrar la relatividad de lo que le parece el todo y solamente es la modernidad. Por eso en alguna otra ocasión he comentado que la postmodernidad no deja de ser la conciencia de decrepitud de la modernidad. Es decir, se trata de una visión desde el punto de vista interno; por eso confunde la modernidad con la totalidad de las posibles manifestaciones. Volviendo al campo del teatro, los nuevos metteurs en scène que parecen dominar el terreno en la actualidad no están tan interesados en darnos su versión –con la que ofrecer su perspectiva, atienda ó no a un proceso de investigación, interiorización ó maduración- como en ridiculizar cualquier contenido, independientemente del punto de vista desde el que se perciba la obra. Y dentro de los contenidos incluyen también los formalismos y hasta el lenguaje propio del medio. El lenguaje del teatro es una convención, evidentemente, pero no mayor que los lenguajes de cualquiera de las artes y, no solo eso. Podemos extender la red de convenciones hasta donde queramos. También el estudio de los objetos de la naturaleza emplea un lenguaje convencional. Los términos convencional ó relativo no invalidan, sin embargo, una perspectiva. Simplemente, la acotan, la contextualizan pero no para desarticular las diferentes perspectivas sino para llevarnos a un sistema mayor de inclusión. La conocida convención teatral que implica que algunos personajes en la escena no sean capaces de ver u oír lo que hasta el público más alejado del escenario puede hacer es en ocasiones objeto de deconstrucción y entonces vemos a los personajes envueltos en tal situación situados frente a frente, como para denunciar una convención. Un campo dramático favorito de los démoleurs en scène –debido a una causa multifactorial: convención más limitante, grandes presupuestos y, todavía más importante, gran exhibición y despliegue publicitarios- es el mundo de la ópera. La característica óntica por antonomasia del género operístico es la fijación del tempo dramático y expresivo por parte de la música. O sea, que es el género teatral perfecto para –pongamos por caso- ser retransmitido por radio. La escenografía y despliegue ópticos son más accesorios que en otros géneros teatrales y, sin embargo, se sigue creyendo lo contrario. Es ahí donde los deconstructores profesionales tienen en la actualidad su tienda plantada. Además, se trata de un género en el que, en el seno de su multiforme público, habita todavía un tipo de espectador susceptible de escandalizarse, no ya por una deconstrucción postmoderna, sino simplemente por una puesta en escena moderna que amenace su más rancia apreciación. Mientras tanto, otra parte del público percibe las deconstrucciones como lecciones para niños y sienten insultada su inteligencia. El agente inconsciente que mueve a estos régisseurs no es otro que el de poder tomar como objeto cualquier perspectiva ó interpretación de la obra. Ello les ofrece una supuesta superioridad que no es más, otra vez, que un narcisismo mal encubierto. Puntualizo para acabar que no tengo nada en contra –más bien todo lo contrario- de los montajes novedosos, y tampoco de la postmodernidad. Simplemente la sitúo en su sitio, más como enfermedad/crisis de la modernidad que como nueva estructura transmoderna.
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