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sábado, 12 de octubre de 2013

Operas XII - Don Giovanni

 
                     Don Giovanni ha sido considerada –junto con Tristan und Isolde, Boris Godunov, Pelleas et Melisande y Wozzeck- como una de las óperas históricamente más innovadoras y que han dado lugar a un nuevo desarrollo en el género. La verdad es que cualquiera de estas cinco óperas se erige como una cima aislada no solo dentro de la obra de los respectivos autores sino también en su contexto histórico. Quizás su influencia ha sido efectiva a un nivel lo suficientemente profundo como para resultar poco evidente. Desde ese punto de vista virtualmente todas las óperas tras Don Giovanni han bebido de ella; todas las óperas tras Tristan han bebido de ella; y lo mismo con las otras tres. Si comparamos Don Giovanni con las otras dos óperas de Da Ponte-Mozart podemos hallar –junto con muchos puntos comunes- algunas claras divergencias. La primera es el trasfondo no diré trágico pero sí más grave del asunto (aunque comparte el epígrafe de “dramma gioccoso” con Cosi fan Tutte, se distingue de la “commedia per música” asignada a Le Nozze di Figaro). La mezcla de elementos de comedia y de tragedia, mezcla común en el teatro musical de la época, sigue mostrándose en nuestros días como un elemento vivo e interesante. El elemento trágico de la ópera parece de esta manera adentrarse en una nueva época, un Noveau Règime. No tanto el Romanticismo –por supuesto, nada del Sturm und Drang tan caro a Goethe y Haydn- como el Existencialismo, el hombre como fenómeno y como conciencia aparentemente completadas. Casi se podría decir, de forma exagerada, que se trata de una ópera post-moderna avant la lèttre. Es en la escena del cementerio, y después de la conversación con la estatua del Commendattore, donde tenemos la clave del personaje protagonista. Aunque la razón le impide creer lo que ha visto y oído, concede que la situación es extraña. El resto de los personajes no nos puede dejar indiferentes: por la parte femenina una digamos poco equilibrada Donna Elvira, futura clienta del Dr Freud un siglo y pico más tarde, una altiva Donna Anna, prima hermana de Fiordiligi y más defensora en el fondo de las apariencias que del honor, y una rústica Zerlina, qui etait simple et trés sage, como la Margot de Brassens, que se convertía en el foco de atención del pueblo cuando daba de mamar a su protegido gatito. Las tres –cada cual a su manera- atraídas por el encanto demoníaco del libertino –que consiste más en rebelión que en verdadero sex-appeal- quien a su vez, como diríamos ahora, no se come un rosco en toda la ópera. El resto de los personajes masculinos está menos dibujado: Leporello, el criado, es la copia cómica de su amo, mientras que el más que pasivo Don Ottavio queda siempre a la sombra de su prometida (tal como expresa en sus dos arias), mientras que por su parte Massetto puede ser también la contrapartida cómica de Don Ottavio. La estructura dramático-musical de la ópera también resulta bastante original ya que consta de una multitud de números relativamente cortos que no guardan, en muchos casos, lazos dramáticos entre sí. El resultado –como sucede también con el verdiano Trovatore- produce una sensación de falta de unidad espacio-temporal a la que, a la larga, el espectador se acostumbra e incluso hace progresar la trama de forma efectiva. La propia obertura de la ópera –escrita la noche antes del estreno- desemboca, sin concluir y tras una súbita y lejana modulación, en el primer número. Si el S XVIII le quedaba corto a la ópera, la ópera le quedaba corta al S XIX, que a pesar de considerarla como la mejor ópera de su autor, suprimía eventualmente el conjunto final, ingenuamente considerado como demasiado dieciochesco. La aparentemente más convencional moraleja final todavía nos reserva grandes sorpresas, desde la atrevida mezcla de estilos literarios que propone Da Ponte (‘resti dunque quel briccon / Tra Proserpina e Pluton’) hasta el engaño musical del fugato que se desvanece a cada momento en un finale alla italiana y que, en palabras de E.J. Dent, sirve para que el auditorio pueda ir a cenar, edificado, pero no tanto como para olvidar que se ha divertido mucho.

domingo, 19 de mayo de 2013

Operas II Le nozze di Figaro

 
La gestación de Le Nozze di Figaro no va despareja al sentido de la oportunidad publicitaria, cosa harto natural en su libretista Lorenzo da Ponte. La homónima obra teatral de Beaumarchais, de fuerte contenido político prerevolucionario, había sido prohibida en Viena, y el astuto escritor veneciano, que ocupaba el cargo de ‘libretista de cámara del emperador’ consiguió un permiso de José II para utilizar la obra como base para un libreto destinado a Mozart, con el consiguiente ‘suavizado’ previo. Por un lado el público acudió en masa a ver el ‘espectáculo prohibido’ y por otro se produjo el milagro. Una vez aplicada la tijera sobre los monólogos más crudos que Fígaro profiere contra su feudal señor, la habilidad de da Ponte y la música de Mozart consiguieron el resto. La operación de ‘suavizado’ convirtió un manifiesto político en un compendio sobre las relaciones amorosas humanas, universalizando aún más el tema de fondo. La exhibición de afectos es realmente extensa (sin contar con lo que en su entorno espaciotemporal se hubieran considerado perversiones mayores, claro está), desde el amor tierno de joven pareja enamorada a la pasión libertina del poderoso, a medio camino entre el deseo y el poder; desde el amor filial hasta el narcisismo del adolescente (con su velada referencia onanista del “E se non ho chi m’oda, parlo d’amor con me”). El milagro de la ópera está en la forma, no en el fondo de la historia. La profundidad psicológica que el team da Ponte/Mozart consigue por primera vez en esta ópera genera una serie de personajes memorables, entre los que destaca el de la condesa, uno de los personajes –junto con los de Hans Sachs de Meistersinger y de la Mariscala de Rosenkavalier- más memorables de la historia de la ópera alemana. Cuando, al final de la obra, la Condesa cede una vez más y otorga su perdón nos situamos en el mismísimo epicentro del milagro. A una música que expresa simultáneamente deseo y plenitud (o sea, una música auténticamente “celestial” pese a la sencillez de los medios que utiliza; pensemos que la sensación psicológica de deseo viene asociada a la simple cadencia interrumpida) sigue la distanciadora y reparadora coda, restauradora del flujo:
           
Questo giorno di tormenti,
Di capricci e di follia,
In contenti ed allegria,
Solo amor puo terminar.
             Sposi! Amici! Al ballo! Al gioco!
             Alle mine date fuoco!
             Ed al son di lieta marcia
             Corriam tutti a festeggiar!
 
¡Cuan sólido resulta el mensaje de la Ilustración y a la vez cuan frágil su consecución histórica!

viernes, 2 de septiembre de 2011

Comedias



En una apreciación que reconozco muy personal y no generalizable, considero que las obras literarias –especialmente el teatro y, particularmente, el teatro musical- que no ocultan su gusto por la comedia y el humor alcanzan en ocasiones  zonas del espíritu que son más difícilmente accedidas por las obras que carecen de tal ingrediente. Quizás la idea sea fruto de la mayor asociación de las obras trágicas con ciertos ribetes sentimentales que no ayudan ciertamente a la interiorización profunda. Aun en obras muy anteriores al Romanticismo, la declamación de la tragedia invita a un histrionismo que parece ir en contra de la sutileza del jeu d’esprit. Me doy cuenta de que en el fondo estoy categorizando evolutivamente razón y sentimiento y de hecho el tema es mucho más complejo que todo ello. El clásico texto del joven Nietzsche El Nacimiento de la Tragedia del Espíritu de la Música, de hecho, trata de este tema, contraponiendo a la usual visión clasicizante –apolínea- de la antigüedad griega una visión adicional emocionalmente más compleja –dionisíaca-, la unión de las cuales daría el fruto de la tragedia antigua. La finalidad de tal fruto –como la de sus mitos contemporáneos- sería la de ejercer una catarsis y mostrar así a su público una historia que pudiera resonar en su interior sin necesidad de experimentar directamente los trágicos sucesos descritos en ella. Este efecto curativo todavía se hace visible en obras muy posteriores, escritas ya en el período mental-racional, en el cual la estructura mítica de comprensión del mundo ya había sedimentado. Hamlet podría ser el ejemplo clásico, en el cual asistimos -modernísima versión de catarsis- a un auténtico psicodrama que ejerce su efecto dentro de la obra. Pero por muy grandes que sean –lo son- las tragedias shakesperianas, con su honda caracterización de trazos universales (sean los celos de Otelo/Escorpio ó las dudas –Edipo incluído- de Hamlet/Libra), en una cosa al menos, The Tempest ó A Midsummer Night’s Dream pueden llegar a superarlas: su capacidad de autocita, de auto-reflexión. Las emociones que experimentan el príncipe de Dinamarca ó el embajador de Venecia en Chipre, por universales que sean, quedan aprisionadas dentro de los personajes. Resuenan en nosotros de forma a-racional. Las emociones que experimentan el gobernador de Milan ó las parejas de la Atenas de cartón-piedra son relativizadas y reflexionadas en su contexto e incluso fuera de él. Y una condición absolutamente necesaria para la evolución consiste en la objetivación.  Solamente podemos ir más allá de nuestro ego cuando somos capaces de contemplarlo de manera más ó menos objetiva. Y esta capacidad de auto-análisis rara vez se da en los géneros trágicos. Ése es también uno de los triunfos de la ópera mozartiana respecto a la ópera seria barroca, a pesar de las obras extraordinarias que también conforman éste género. En los últimos años se ha puesto de moda alabar sobremanera la otrora minusvalorada Clemenza di Tito mozartiana, ejemplo de prolongación de la opera seria hasta el mismo corazón de la Ilustración. Personalmente creo que, por muchas que sean las virtudes de esta obra (compuesta al mismo tiempo que Die Zauberflöte –verdadero epítome de la Ilustración-) resulta pálida y convencional al lado de sus hermanas mayores. Don Giovanni, seguramente una de las óperas más importantes jamás escritas (y una de las mejores versiones del mito de Don Juan), riza el rizo ya que presenta -avant la lettre- la angustia existencial de la humanidad post-ilustrada. Y lo hace utilizando un lenguaje que todavía invita al desapego, a la autocontemplación, lenguaje que el posterior Romanticismo eliminaría de raíz con su negación de la razón y su retorno a los supuestamente prístinos orígenes. La mezcla de elementos trágicos y cómicos hace posible tal milagro. Don Giovanni –en una de las mejores escenas de la obra- desafía a la estatua invitándola a cenar con el consiguiente contrapunto cómico del aterrorizado Leporello (distancia-objetivización) hasta que él mismo reconoce que el asunto es extraño, situación prolongada en la escena final (“Non l’avevva mai creduto, ma farò quel che potrò”). La moraleja final –eliminada por inaceptable durante el S XIX- vuelve a poner la distancia y observar la situación desde fuera, utilizando incluso mezclas de lenguaje clasicizante y modismos populares (así la insólita rima del genial da Ponte “Resti dunque quel briccon / Fra Proserpina e Pluton”). Siguiendo con el mismo tipo de argumentación, Hans Sachs reflexiona no solamente sobre la vida y sus avatares, sino sobre su arte y en definitiva sobre la propia Meistersinger von Nürnberg, cosa que el pobre Tristan no puede llegar a hacer ya que el filtro del amor lo ha cegado para siempre. Algo parecido sucede con Falstaff y la Mariscala: pueden hacer cosas que Rigoletto ó Salomé, atrapados en sus respectivos karmas, no saben ni que existen.