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martes, 15 de mayo de 2018

Simplicidad



                   Acabo de leer una reseña (gràcies, Fratello!) sobre un libro recién aparecido que no tiene precio. Se trata de “la muerte de la muerte” (curiosamente el título no es demasiado original: un temprano ciclo de canciones de Paul Hindemith de 1922 se titula precisamente así). La (¿peregrina?) tesis del libro es que en 2045 la vejez será una enfermedad curable, y la muerte, un asunto opcional (a no ser que tengas un accidente, claro). Así, uno de los autores del libro declaró, en la presentación del mismo en Barcelona, que él no pensaba morir nunca. A mí lo que más me choca de este tipo de declaraciones, más que el contenido en sí, es la ligereza con que se dejan ir. Desde tiempos inmemoriales una de las peores maldiciones con que los dioses podían castigar a un mortal era privándolo de la muerte. No invitándolo a unirse a ellos en el monte Olimpo sino condenándolos a errar sin fin en este proceloso mundo. El judío errante, el holandés errante son mitos-leyendas favoritas sobre este tema, que también tiene sus ecos en El CasoMakropulos o Volviendo a Matusalem. En nuestros días, en que la vida se ha vuelto transparente –como diría el omnipresente Han- la perspectiva de la inmortalidad simplemente hace referencia a la posibilidad de esquivar la muerte biológica. De hecho, los autores del libro hablan de la inmortalidad de las líneas de células cancerosas arguyendo que se trata de un tema que la gente desconoce (¡Pues mira que no se ha escrito y trabajado con la telomerasa!). Ni por un momento a tales autores se les ha pasado por la cabeza qué supondría la acumulación infinita de experiencias o la capacidad para evolucionar cognitivamente de forma ilimitada. Por no hablar de factores sociológicos: la muerte ya no podría igualar al mendigo y al emperador, que danzan juntos al son de la parca en los frescos medievales. Una mendicidad eterna y un imperio eterno son lo más parecido que conozco a una condena eterna. Por no hablar de la situación terrorífica a la que se expondría la humanidad cuando se dé la posibilidad a la existencia de asesinos inmortales. Terrible.

sábado, 28 de mayo de 2011

Vida


                        Hace exactamente cuarenta años uno de los padres fundadores de la moderna biología molecular, Jacques Monod, postuló (o quizás, pontificó, en una opinión personal y poco basada en modelos científicos), que la vida era un fenómeno absolutamente singular y fruto del azar, con un bajísimo grado de posibilidad de que se pueda repetir en otro lugar o época en el vastísimo universo. Hoy, apoyándonos en modelos científicos renovados por la teoría de sistemas, las matemáticas de la complejidad, el estudio de los sistemas disipativos y la autopoiesis, creemos precisamente todo lo contrario: que la vida es un término hacia el que, dadas unas mínimas condiciones iniciales, se tiende de forma natural por autocatálisis si se da al sistema el tiempo suficiente para ello. La afirmación de Monod, sin embargo, tenía más de postura tripera que de conclusión epistemológica, igual que la última afirmación de Stephen Hawking sobre la inexistencia de algo más allá de la muerte cerebral. Ambas están formuladas con la misma seguridad con la que un miembro del sacro colegio cardenalicio defendería lo contrario (o con la que el presente máximo gestor de la Banca Vaticana denosta más que respetables tradiciones espirituales). Respecto al anuncio de Hawking habría que acotar que este tipo de afirmación siempre hace referencia a la existencia individual de cada psique, y es ahí donde puede radicar el malentendido. La tradición judeocristiana, al igual que la posterior tradición musulmana, hace referencia a la vida más allá de la muerte en relación con las personas individualmente tratadas, en un plano de existencia análogo al terrenal, pero transfigurado. La visión hinduista-budista recoge también (especialmente la hinduista) los azares de una existencia individual que se va purificando a través de la metempsicosis hasta llegar a desvanecerse en un nirvana desprovisto de de cualquier forma (y, por tanto, de cualquier individualidad). La visión taoísta establece desde el principio la existencia no-nacida ni perecedera del Tao, única realidad absoluta que da lugar a las diferentes realidades relativas. La existencia individual, recordémoslo, no apareció con la vida, sino con estructuras más evolucionadas. Los organismos monocelulares procariotas representan una forma de vida muy arcaica (sin núcleo celular y sin capacidad de generar organismos pluricelulares) cuyos “individuos” se reproducen mayormente de forma asexual (es decir, sin intercambio de ADN), por simple división, cosa que los hace “inmortales”. Con la aparición de la reproducción sexual apareció, por tanto, la muerte individual. Y ya no recuerdo hacia donde se dirigía esta frustada y supuestamente grave reflexión…

viernes, 23 de noviembre de 2007

La Ballade des Cimitières


Ayer falleció a los 80 años el coreógrafo Maurice Béjart. Béjart fue durante décadas un referente en el mundo de la danza. Su Sacre du printemps -que llegó a complacer, tras horrorizarlo inicialmente, al propio Stravinsky-, su Boléro –recogido para la memoria popular en el film de C. Lelouch Les Uns et les Autres-, y tantísimas otras coreografías lo sitúan en un parnaso creativo al que realmente pocos artistas pueden acceder. Hoy, los periódicos recogen el dato y recuerdan al ilustre desaparecido con minuciosa puntualidad. La sección de obituarios de los periódicos ha adquirido últimamente una gran entidad. Quizás para lanzar un último cohete sobre una vida que ha resultado particularmente significativa para la comunidad y así tratar de reconstruir en la memoria colectiva una época pasada (¿mejor?). O quizá por contrarrestar el fenómeno de ocultación de la muerte como destino individual de todo bicho viviente. O, por el contrario, quizás por alinearse con el momento desmitificador y habilitar una desmitificación más, en este caso la del gran viaje. La tendencia a la clasificación, ordenación y etiquetaje, así como al establecimiento de récords -pienso en el revuelo cultural que se está preparando para celebrar el próximo cien aniversario de un compositor en activo -Elliott Carter- también juega un papel en este fenómeno. Quizás el culto a la muerte sirva también para exorcizar a nuestros demonios y alejar la inquietud, como le pasaba al bizarro coleccionista de la canción de Brassens:

J’ai de tombeaux en abondance,
Des sépultures à discrétion
Dans tout cimetière de quelque importance
J’ai ma petite concesión...

...Mais je n’ai pas la moindre trace,
Le plus humble petit soupçon,
Au cimetière de Montparnasse,
A quatre pas de ma maison,
A quatre pas de ma maison...