Se acaba 2016, ¡por fin!


El fin de año se acerca, y creo que no soy la única en pensar que menos mal. No puedo decir que en lo personal haya sido un mal año (tampoco bueno, simplemente "aceptable", "normal", "uno más"), pero en lo que a noticias internacionales se refiere ha sido horrendo. Era el año en el que teníamos que celebrar a la primera presidenta de los Estados Unidos, y en lugar de eso hemos visto cómo ganaba Trump (he empezado a poner adjetivos en lugar de su nombre y me he asustado de mí misma, así que vamos a dejarlo en Trump a secas). Nuestra querida Europa, que siempre ha alardeado de mente y puertas abiertas, cierra fronteras en los morros de la gente que huye de la guerra y se cruza de brazos ante el mayor holocausto de las últimas décadas. Reino Unido decide independizarse de Europa, la extrema derecha sube posiciones, decenas de mujeres siguen siendo asesinadas a manos de sus parejas en España (pero esto no es nuevo, y total son mujeres, si fueran futbolistas estaríamos en la calle con bates de béisbol), y en febrero se murió Alan Rickman. Que sí, que entre todo lo que he dicho esto es lo de menos, pero el año ya apuntaba maneras y no ha decepcionado.

¿Será mejor 2017? No lo sé. La verdad, lo dudo, porque hay tantos frentes abiertos ahora mismo que solo un milagro puede salvar el año. Me conformo con que sea el año en el que se acabe la guerra en Siria; si Trump tuviera, digamos, un pequeño problema de salud o una denuncia que le impidiera ser presidente, 2017 sería recordado como el mejor año de la década, como mínimo.

Yo, que soy de naturaleza optimista, he decidido que no me voy a dejar llevar por las malas noticias. Me concentro en que 2016 fue el año en que publiqué mi primera novela, con lo que cumplí uno de mis sueños más antiguos. Estos días de fiesta he empezado a hacer mi lista de buenos propósitos, y por primera vez en mi vida solo he apuntado dos:

  • Ser mejor. 
  • Estar mejor. 
Y ya. No pido más. Objetivos humildes son, aunque no sencillos, por más que sean escuetos. Nada de listas interminables, nada de promesas que no voy a cumplir. Evaluación continua, como en el cole, pasito a paso hasta el objetivo final. Ya os contaré. 

Pero os lo contaré en otro lugar, porque mucho me temo que esta es la última entrada de este blog, o mejor dicho la penúltima. No me voy, solo me mudo; mudo de dirección en todos los sentidos, tanto física (todo lo físico que puede ser una dirección de internet) como temática. Seguiré al pie del cañón, pero de otra manera, una que me ayude a cumplir los objetivos de este año. Pasaré a anunciar dónde podréis encontrarme, y hasta entonces os deseo todo lo mejor. Espero que 2017 sea mejor que el año que nos deja, algo que, la verdad, no tiene difícil. Nos veremos en el nuevo año con más fuerza que nunca. 

ZORIONAK ETA URTE BERRI ON!!



Cómo razonar con peques de cuatro años y no perder la cordura en el intento


A lo largo de mis veinte años de experiencia en las aulas he pasado por muchas fases como maestra. Cuando salí de la universidad tenía todas las respuestas; sabía que en mi clase nunca iba a haber fracaso escolar, que ningún niño o niña se iba a sentir frustrado o frustrada en su proceso de aprendizaje y que, sobre todo, yo nunca iba a ser como esas dinosaurias que pululan por las aulas con las gafas de ver de cerca en la punta de la nariz paseando con el ceño fruncido entre las filas de pupitres en una clase donde reina un silencio sepulcral y todo el mundo se centra en su libro sin levantar la cabeza. Jamás iba a alzar la voz, nunca iba a echar a alguien de clase, no iba a poner exámenes y, sobre todo, nunca iba a ser una bruja que dijera a todo que no y no dejara a las criaturas expresarse en clase.

A los pocos años de empezar a trabajar en el aula, sin embargo, me di cuenta de que me estaba pasando algo muy curioso: todas esas respuestas que tenía cuando salí de la universidad se me estaban olvidando. De repente me encontré con que yo no sabía más que las dichosas dinosaurias con las gafas de ver de cerca en la punta de la nariz, y aún no había cumplido los treinta cuando me di cuenta de que me pasaba la mayor parte del tiempo pegando unos alaridos dignos de Pedro Picapiedra. A pesar de que todos los años me propongo no poner exámenes (más que nada porque odio corregirlos), todavía no he encontrado la manera de evaluar a esos niños y niñas que se quedan sentados cual setas en su silla y no participan, no se mueven, no dan ninguna señal de que están entendiendo o necesitan ayuda, si no es con un examen. De lo que sí me he jactado siempre es de que en mi clase los niños y niñas siempre se han sentido seguros a la hora de expresar sus deseos, miedos y necesidades. Por muy enfadada que esté con alguien, sé cómo tomar aire y sentarme a su altura para escuchar por qué se ha portado así, qué ha pasado en el recreo (o en casa, o en la clase anterior) y qué necesita en ese momento. A veces es solo un abrazo, a veces es ir al baño a refrescarse la cara. Y a veces es dejarlo estar en un rincón hasta que se le pase el disgusto.

Imaginaos esto por 24. Haces lo que sea.
Pero todo cambió cuando empecé a trabajar en infantil unas horas a la semana. Yo, que venía de primaria, donde hasta el más canijo o canija de primero puede entender que esta vida no es justa y no pueden hacer lo que quieran en el momento que se les antoje, me di de bruces con la realidad de los niños y niñas de cuatro años. Mi primera conversación con ellos y ellas fue algo así:

Niño/a: --Quiero hacer un dibujo.
Yo: --No, cielo, ahora es la hora de inglés y vamos a leer el cuento. Luego he traído una ficha y la vamos a colorear.
N: --Quiero hacer un dibujo.
Y: --Pero he traído un cuento muy bonito. ¿Ves? Hay mariposas.
N: --QUIERO HACER UN DIBUJO.
Y: --Pero si haces el dibujo no vas a poder escuchar el cuento.
N: --¡¡QUIERO HACER UN DIBUJO!!
Y: --Bueno, vale, pero mañana escuchas el cuento, ¿eh?

Más tarde, harta de que me tomaran por el pito del sereno, desarrollé otra estrategia que bien llevada puede ser muy eficaz y solo necesita implementarse los primeros meses del año. Lo malo era que esos primeros meses del año terminaban siempre con una baja por migraña, o una gripe de esas que te cogen cuando tus defensas están más despistadas, que suele ser cuando tienes bajón anímico. Mi jugada era algo así.

N: --Quiero hacer un dibujo.
Y: --No.
N: --Quiero hacer un dibujo.
Y: --No.
N: --QUIERO HACER UN DIBUJO.
Y: --No.
N: --¡¡QUIERO HACER UN DIBUJO!!
Y: No.
En este estadio, la criatura en cuestión se suele tirar al suelo y yo saco a Mr Monkey para contarles el cuento al resto de los críos y crías. Cuando se ve ignorado/a, se acerca al grupo y se sienta a escuchar el cuento (o se queda de morros en una esquina, que al final funciona igual). Claro que siempre tienes la criatura a la que no le han dicho que no en su vida y en vez de quedarse sentada se pone a pegar patadas a las sillas, a tirar del pelo a la gente, a escupir... No siempre funciona.

Tenía que buscar una alternativa. Ya había aprendido que no se puede razonar con un crío o cría de cuatro años y que la que manda soy yo, pero tenía que haber otra manera de ganarme a la chavalería. Y entonces me puse a observar a las profesionales de la etapa: las profesoras de infantil.

N: --Quiero hacer un dibujo.
P: --Ah, ¿sí? ¿Y qué quieres dibujar?
N: --Un perro.
P: --Ah, qué bien. ¿Te gustan los perros?
N: --Sí.
P: --Pues mira, aquí tengo un cuento de un perro. ¿Quieres que te lo lea? Así ves el dibujo y aprendes cómo hacerlo.
N: --Vale.

Tan fácil como eso. Sin gritos, sin lágrimas, sin perder la paciencia, sin sufrir migrañas. Hace falta otro tipo de personalidad para dar clase en infantil, supongo, una que, yo creo, se trae de serie pero que también se puede adquirir con los años. Calculo que tardaré otros veinte en ser como ellas, pero aspiro por lo menos a no tener migrañas este curso. Teniendo en cuenta que hace más de diez meses que no tengo una, creo que he empezado a hacer las cosas bien.

**Ruth toca madera para no provocar la ira de los duendes de la migraña y rebusca entre sus apuntes de magisterio para volver a encontrar todas esas respuestas que se han ido quedando por el camino.**

De lecturas que te llevan a otras, o cómo he acabado yo aquí

Que leer un libro te lleva a otro es algo que toda buena lectora y todo buen lector saben desde hace mucho. Hay por ahí una frase del tipo "leer a Cortazar te hace querer leer a Poe" (o viceversa, soy terrible para las citas) que creo que resume muy bien esa ansiedad que sientes cuando terminas de leer un libro que hace referencia a otro, o cuando investigas un poco sobre un autor o autora y descubres qué lecturas les influenciaron (o, sin más, porque te gusta el tema y quieres profundizar más en él). Cuando leí a Munro sentí curiosidad por Atwood solo porque eran amigas; después de 1984 vino, irremediablemente, Fahrenheit 451. Toni Morrison me hizo sentir curiosidad por la América negra, e Isabel Allende me llevó a Gabriel García Márquez (ahora Allende me da urticaria, pero reconozco que mi adolescencia no hubiera sido la misma sin ella). Incluso El código DaVinci me hizo sentir curiosidad por la teología, no os digo más. Las redes que pueden surgir de un solo libro son infinitas, y el agobio que siento cuando pienso en todo lo que quiero leer y seguramente nunca conseguiré es indescriptible.

Ayer me metí en una librería sin ánimo de comprar nada, solo por ver si había algo que me llamara la atención (para no comprarlo; sí, muy lógico todo), porque últimamente solo veo los bestsellers de siempre y empiezo a hartarme. Por variar mi ruta de todos los fines de semana, me colé un momento en la sección de filosofía y recordé por un instante que me había propuesto leer al menos un libro de no ficción al mes que tuviera que ver con filosofía, pedagogía, educación o cualquier otro tema del millón que me interesan. Me costó treinta segundos desesperarme al ver los títulos y autores de muchos de los libros, no os digo ya nada al ver su precio (ninguno bajaba de veinte eurazos, y me niego a que los herederos de Nietzsche y compañía se lleven mi dinero); calculé que me haría falta otra vida y una lotería de las gordas para conseguir siquiera un mínimo conocimiento sobre filosofía, por no hablar de pedagogía y demás. Y entonces, en la mesa de novedades, vi este libro. Y, por supuesto, no me pude resistir.


Creo que los que os pasáis por aquí con cierta asiduidad ya sabéis que soy capaz de gastarme un dineral en cualquier cosa que lleve el nombre de Harry Potter en el título, pero es que lo que tuve con este libro fue un flechazo descomunal. Ahí estaba yo, buscando una especie de guía de iniciación a la filosofía, cuando de repente me encuentro con una colección de artículos que tratan temas filosóficos desde las páginas de la saga. Acabo de empezarlo y ya tengo una idea muy general sobre las distintas visiones del alma que se han dado a través de la historia de la filosofía (¿qué se llevan los dementores cuando se llevan el alma?, ¿tus recuerdos, tu forma de ser, tu personalidad, tu energía vital?) y me he tragado un artículo muy interesante sobre la dualidad cuerpo/mente de Descartes basándose en la figura de Sirius/Padfoot (me niego a decir Canuto, ¿a quién se le ocurrió traducir Padfoot como Canuto?). No es la lectura más amena que he tenido entre las manos, pero desde luego es una buena manera de sumergirme en los libros de no ficción y leer algo con relativa consistencia para variar (que no digo yo que leer a Julian Barnes no lo sea, pero creo que me he empachado de ficción y necesito un cambio). Mientras tanto, voy haciendo una lista en el móvil de libros que buscar en librerías de viejo y en las secciones baratas de librerías varias, pero creo que he acertado con el punto de partida. Ahora a ver si soy capaz de terminarlo y digerirlo, sobre todo el capítulo dedicado a la redención de Snape, que sabéis que voy a devorar con ansia. 

Un libro lleva a otro, una lectura te anima a querer seguir leyendo. Las conexiones entre ellas a veces son incomprensibles, y tan variadas como las personas que las leen. Por eso me resulta tan crucial y tan importante leer: nunca sabes a qué nuevo puerto te va a llevar. Y este viaje, al igual que los físicos en barco y avión, es lo que nos convierte realmente en humanos y en máquinas de aprender. 

La letra jugando entra

Esta semana pasada he estado con los críos en un campamento de inglés. Durante cinco días, diez niños y niñas de sexto han estado haciendo actividades a media hora de Vitoria con cinco monitores nativos con los que se han tenido que comunicar en inglés sí o sí (aunque el último día descubrieron que dos hablaban castellano casi mejor que ellos y se llevaron un sorpresón de infarto). Han hecho todo tipo de actividades, incluido sentarse a escribir un diario todos los días (algo inimaginable en el aula); han plantado una lechuga en una botella de plástico y visitado el valle salado de Salinas de Añana, a tiro de piedra del albergue donde estábamos, con los niños y niñas de otro colegio con el que han hecho una amistad muy bonita. Se han esforzado como nunca por hablar inglés y no les ha quedado otro remedio que entenderse con los monitores, ya fuera por señas o pidiendo ayuda. Cinco días no dan para mucho y no creo que hayan aprendido más que la letra de un par de canciones que han bailado y cantado hasta la saciedad (si vuelvo a oír la de "What does the fox say" voy a matar a alguien), pero la experiencia ha sido genial. Como todos los años.

Salinas de Añana, donde se produce sal de manera tradicional que luego
se puede comprar a precio de oro blanco. Visita muy recomendada.

Genial para ellos, claro, porque a mí me ha entrado un agobio del quince. No puedo evitar comparar lo que han hecho en el campamento con lo que hacemos en clase, y me apena decir que no hay ni el más mínimo parecido. Intento trabajar canciones con ellos y ellas, hacer algún teatro, dar plástica en inglés, pero al final la mayor parte del tiempo están sentados/as delante del libro y haciendo ejercicios siempre fuera de contexto. Sé que cada año mejoro un poco y les doy más contextos comunicativos, más excusas para hablar en inglés, pero es difícil cuando las notas están basadas en contenidos lingüísticos, sobre todo en sexto, cuando empieza mi canguelo personal por mandarlos con un nivel decente al instituto. ¿Entiende el texto? ¿Ha sabido elegir las respuestas correctas en el "listening"? ¿Les ha puesto la "-s" a todos los verbos de la tercera persona? ¿Sabe describir correctamente la ropa que lleva su compañera? Pues igual no, pero entiende todo lo que le digo en clase, trata de comunicarse conmigo en inglés aunque a veces suene a telegrama codificado y le encanta venir a clase. Incluso ha empezado a ver los dibujos animados en inglés en casa, lo que me deja de piedra. Se supone que los idiomas están para comunicarse, pero cuando la prisa aprieta y los resultados se miden cuantitativamente, nos lanzamos al libro y a repetir como loritos. Y no seré yo la que se queje de los temas que trabajan los libros (cómo han cambiado y qué amenos son ahora), pero de vez en cuando no estaría mal preguntarles qué necesitan decir y cómo les puedo ayudar yo a aprenderlo.

Yo doy inglés y me doy cuenta de las lagunas que hay en mi clase, pero supongo que todo esto es extrapolable a cualquier asignatura. Me muero por una escuela en la que no se trabaje por asignaturas, sino simplemente por objetivos y competencias, pero sin clasificar. Construir un barco a escala leyendo las instrucciones en inglés; intentar adivinar el tiempo de la semana que viene basándose en pronósticos antiguos; organizar una recogida de fondos para cualquier grupo que necesite ayuda en su ciudad; crear un libro de recetas en los tres idiomas que ya hablan. Hay tantas, tantísimas cosas que se pueden llevar a cabo sin necesidad de tenerlos sentados con la mirada fija en la pizarra que me pongo a escribirlas y me emociono. Pero seguir un libro de texto es más fácil, y lo que es peor, es lo que van a seguir haciendo cuando pasen al instituto. Con un poco de suerte, las cosas cambiaran para los y las que lleguen a la universidad, pero para muchos y muchas será ya demasiado tarde y se habrán quedado por el camino por el simple hecho de que nunca aprendieron a ponerle la "-s" a la tercera persona del inglés. Al menos recordarán el día que plantaron lechugas en una botella y aprendieron a hacer fuego sin cerillas. O esa esperanza me queda.

Docentes tecnológicamente analfabetos: una especie sin peligro de extinción


Voy a confesar algo: la mayor parte del tiempo no uso las tecnologías en mi aula, aparte del CD y música de Youtube. Más que nada porque no tengo pizarra digital en mi clase, porque el programa que uso no lo pide y porque me da mucha pereza estrenar la sala de ordenadores nueva que nos han puesto en el cole (y llegar media hora antes, comprobar que todos los ordenadores funcionan, poner a los y las peques por parejas, vigilar que no se me vayan a una página de juegos y que no se peleen por coger el ratón, enseñarles uno a uno cómo guardar un documento en la red del centro, comprobar que no han llenado el teclado de cualquier substancia pringosa que hayan comido a la hora del recreo...). Podría quedarme en las clases donde sí tienen pizarra, pero, la verdad, verde y de tiza o blanca y digital, una pizarra sigue siendo una pizarra y no me parece que hayamos adelantado tanto. Prefiero sacarlos al pasillo, vendarles los ojos y jugar a darles instrucciones en inglés para llegar al baño, como hicimos el jueves; o crear un teatrillo, grabarlo y, entonces sí, echarnos unas risas viéndolo en la pantalla. Llamadme antigua. Sé que no soy la única. La gran mayoría de los y las docentes de mi centro no usan las TIC, aunque el motivo sea muy diferente.

La diferencia es que yo sí sé usarlas, aunque no me obsesione con ellas. Utilizo el correo electrónico para comunicarme con mis compañeras y he creado un calendario para reservar las salas del centro (aunque luego las profesoras ponen un post-it en la puerta para asegurarse de que todo el mundo sabe que está cogida). A pesar de no tener pizarra digital, sé usarla con un mínimo de confianza, y no se me caen los anillos si tengo que instalar un programa nuevo en el ordenador o renovar el Adobe Flash Player. Mi reto de este año es crear una página web para el centro donde padres y madres puedan tener acceso directo a la información y los y las profesoras puedan acceder a documentos cuando lo necesiten (es un reto considerable porque no tengo ni idea de cómo hacerlo; otro día hablaremos de por qué estas labores que no tienen nada que ver con educar e impartir conocimientos recaen también en los y las maestras, en vez de contratar a profesionales que lo hagan en una fracción del tiempo que me va a costar a mí y mucho mejor, dónde vamos a parar). Cuando decido no usar la tecnología, lo hago porque considero que hay otros medios que cumplen mejor los objetivos de la lección, no porque me dé miedo o no sepa.

Usar bien las apps del móvil
no te convierten en experta/o
tecnológico.
Tenemos un número muy importante de docentes tecnológicamente analfabetos, y la verdad es que las nuevas generaciones no me dan ninguna tranquilidad. Hace unos días hablaba con una informática que hizo también magisterio y me contaba lo mucho que había alucinado con el desconocimiento de sus compañeros y compañeras de facultad en cuestiones informáticas básicas. Sí, controlaban Whattsapp y Facebook con facilidad, pero no sabían qué era Dropbox o Drive y se les escapaban funciones básicas de Word, como hacer un índice al principio del documento sin necesidad de ir cambiando el número de páginas si cambias el contenido. Todavía me encuentro gente que no ha entrado nunca en la página de Educación del Gobierno Vasco porque no tiene la contraseña (página donde está toda tu información laboral, tus nóminas, tus títulos, tu correo electrónico del trabajo, tu puntuación, la información y plazos para el cambio de destino...), y el colmo es cuando te dicen que no lo necesitan, que siempre encuentran a una persona al otro lado del teléfono que les soluciona el marrón cuando llaman. Queremos empezar a comunicarnos por correo electrónico con las familias (algunas profesoras ya lo hacen) y nos damos cuenta de que nuestras compañeras nunca han abierto el correo que les dimos de la escuela el curso pasado. Luego vienen desesperadas a que les eches una mano grabando CDs con los vídeos de los niños y niñas de su clase para pasárselos a las familias, y te miran como las vacas al tren cuando les explicas que es más fácil meterlo todo en Drive y compartirlo con ellos a través de Google Suite. Prefieren pasar horas (muchas horas) grabando los vídeos que mandar un simple email. No sé si tienen miedo al ordenador, a Gmail, a aprender algo nuevo o a hacer el ridículo delante de las familias. Probablemente sea una mezcla de todo.

El año pasado fui a un curso donde una ponente terminó su presentación con una afirmación tajante: no podemos permitir que un docente sea analfabeto tecnológico. Creo que tiene razón. No ya por ese razonamiento sobre que los niños y niñas saben más que nosotras, sino porque la cantidad de horas ahorradas cuando eres hábil frente al ordenador suponen un ahorro de tiempo, esfuerzo y dinero más que digno de tener en cuenta. Algo tan sencillo como aprender a escribir a máquina en un mundo en el que todo, absolutamente todo, se hace ya a través de un teclado debería ser obligatorio para conseguir el título de profesor o profesora. Mucho idioma, mucho inglés, mucha teoría que luego no vuelves a usar ni a ver, pero luego no sabemos explicarles a los críos cómo hacer una búsqueda eficiente en Google. Peor: no sabemos nosotras. Y eso, en un sistema educativo en el que al profesorado se le exige más y se le da menos recursos (incluido el tiempo para preparar sus clases), es mortal.

Libros de lectura obligatoria para ser persona

Me había propuesto firmemente escribir una reseña cada viernes (no en este blog, sino en este otro blog de reseñas al que últimamente le estoy dando algo más de vida), pero entre que no leo rápido y que ahora mismo estoy con una colección de cuentos de Chéjòv que no es que sean lectura fácil precisamente, esta semana tampoco llego a la cita (y para mañana dudo mucho que consiga terminarme el libro). Para no dejaros con las ganas a los tres o cuatro pobres incautos que llegáis al blog de casualidad, os voy a regalar un pequeño listado de libros que considero de lectura obligatoria para cualquiera que se considere un ser humano. Son ese tipo de libros que, aparte de su calidad literaria, te incitan a ser mejor persona y cuando los terminas te entran ganas de arreglar el mundo. No suelo encontrarlos y cuando lo hago tiendo a releerlos como loca.

El guardián entre el centeno, J.D. Salinger

Por cierto: qué maravilloso
resulta leerlo en su versión
original. 
Ser adolescente es difícil, muy difícil. Lo es si eres un niño o niña normal, con una familia estable en un entorno comprensivo, así que si eres un chaval conflictivo al que sus padres han mandado a un internado tras la muerte del hermano pequeño porque ya no te pueden controlar, imagínate hasta qué punto puede llegar a ser tu adolescencia una mierda. El que no empatice con el protagonista de este libro es que no tiene corazón; el que no se emocione cuando Holden Caulfield recuerda a su hermano muerto o dice aquello de "aunque supiera explicarlo, no lo haría" es de piedra o tiene su propia adolescencia tan bloqueada que lo que necesita no es un libro, sino un psicólogo. A mí me afectó tanto que tuve que colarlo en la única obra de ficción que he publicado nunca, porque creo que cualquier adulto que trabaje con adolescentes tiene que saberse este libro como mi madre se sabía el catecismo (y Alan no iba a ser menos).

Matar a un ruiseñor, Harper Lee


La gran mayoría de las veces, hacer lo que una cree que es correcto es mucho más difícil que hacer algo que sabes que está mal pero está aceptado por el resto del mundo. Atticus Finch es un héroe que se juega la vida y pone en peligro a su familia por algo que cree justo, aunque desde el principio sabe que tiene las de perder y que no va a poder luchar contra el mundo. Su heroísmo se nos muestra a través de los ojos de su hija, que, imaginamos, aprenderá lo que significa la valentía gracias a su ejemplo. Y sí, la película mola y Gregory Peck es el Atticus Finch perfecto, pero cualquier buen/a lector/a sabe que el libro siempre, SIEMPRE, es mejor. (La segunda parte, que no es segunda parte sino el primer borrador de la primera, no refleja ni con mucho la grandeza de Atticus, ni el amor y el orgullo que su hija siente por él. Si no la habéis leído, ni os molestéis; yo me lleve un chasco de impresión y hasta le cogí un poco de manía a Atticus, lo que me dio mucha rabia.)

Muerte de un viajante, Arthur Miller


Si os digo que este libro me cambió la vida igual me quedo corta. Esta obra de teatro nos habla de esperanzas, de esperar a un futuro mejor que nunca termina de llegar, de soñar con lo que se tendrá dentro de unos años, cuando me jubile, cuando los niños sean mayores, cuando ahorremos, cuando las cosas vayan mejor... Pero ese futuro, a veces, no llega nunca, y cuando nos damos cuenta de ello ya es demasiado tarde y nos hemos pasado la vida viviéndola con la vista puesta en ese "cuando..." que cada vez se aleja más. Aunque sigue en mi estantería y no saldrá de ahí nunca, no creo que pueda ser capaz de leerlo otra vez, no al menos en breve; me emocionó de tal manera que, incluso escribiendo esto, se me pone la piel de gallina solo de recordarlo. No es que sea difícil hacerme llorar con un libro bien escrito, pero la congoja que me provocó este me dijo bien a las claras que había tocado una fibra muy, muy sensible. 


Los libros tienen el poder de hacernos soñar, de ayudarnos a olvidar o trasladarnos a otros lugares, pero algunos pocos también tienen el poder de cambiarnos. No me quiero ni imaginar qué grado de genialidad tiene que haber detrás de la pluma que escribe estos textos para conseguir producir ese deseo de cambio, ese impulso que te haga querer ser mejor persona, o al menos mejorar tu propia vida. Espero que siga naciendo gente capaz de hacerme sentir así a través de las palabras, porque creo que de eso trata la literatura. Sí, también la necesitamos para pasar el tiempo, pero encontrarte de vez en cuando con algo que te llena de esta manera es casi místico. 

Regalos de cumpleaños que te haces tú misma


Tenían que haber llegado hace una semana, pero parece ser que la aduana española no se fiaba y pensaba que estaba intentado colar en el país un alijo de armarios y fulares en una caja de quince kilos; eso o cocaína, no lo sé, pero el caso es que han tenido retenido el paquete tres días en Madrid, luego ha habido un fin de semana de por medio y menos mal que no tenía ningún compromiso con estos libros porque si no no hubiera llegado, pero ya están aquí. Son mis copias, mías, aunque en realidad no son mías porque tengo casi todas apalabradas. Muchas son para regalar, pero no todas, que lo del todo gratis tampoco es. Hay gente que aún no se fía de las compras de Internet (sí, todavía quedan) y me han pedido que se los traiga yo; a otros y otras no les gusta Amazon y prefieren saltarse al intermediario, y aún hay otros que creo que no se han enterado muy bien de qué es eso de un libro que has escrito, así que se lo presentaré en formato físico a ver si así me explico. Por supuesto, pretendo quedarme con alguno, tenerlo de adorno en mi librería, mirarlo y sobarlo y olerlo y desgastarlo de tanto tocarlo. Hasta que se pase la novedad, por lo menos, o hasta que me dé por sacar el siguiente. Aunque, claro, este siempre será especial por ser el primero. Todavía no me creo que exista. 

Ya han llegado, y estoy deseando sacarlos a ver mundo. Ayer salieron unos cuantos, y dos ya tienen casa. Solo quedan varias docenas por encontrar la suya. 

Inglés británico frente a inglés americano: rubber or eraser?

Si lo de los acentos en castellano (y en español apaga y vámonos) es un mundo y encontrar un modelo estándar que enseñar suele ser un poco pesadilla, ya no te digo nada en inglés, que tiene tantos acentos como hablantes, o al menos eso me parece a mí últimamente. Están los dos más conocidos, el inglés británico y el americano, pero es que dentro de estos hay una gama muy amplia, porque no es lo mismo hablar el inglés de Londres que el de Manchester, o el de Nueva York y el de Austin. Si ya nos metemos con las antiguas colonias inglesas, podemos hablar de las variantes asiáticas en India y Pakistán o el precioso acento australiano o neozelandés, que a mí me encanta y me hace mucha gracia (no sé por qué; no conozco a ningún humorista australiano, pero su acento me suena a chiste).

Quien dice acento, por supuesto, dice también léxico. Tras mi paso por Estados Unidos, donde trabajé siete años, me traje a Vitoria un acento que se parecía más al de Bush que al de la reina inglesa y un bagaje idiomático que poco tenía que ver con los libros que me habían hecho leer en la academia de inglés. Ya no decía biscuit, sino cookie; ya no eran chips, sino French fries, o fries a secas; nunca me subía en el lift, sino en el elevator, y el metro dejó de ser tube para convertirse en subway. Pero claro, ahora estaba en Europa, y el modelo a seguir de los libros y de todo el material disponible es el británico, que me parece un acento mucho más bonito y mucho más difícil de adquirir, así que hice lo posible por moldear mi forma de hablar, empecé a pronunciar de nuevo el sonido "t" intervocálico y recordé que hay que decir "Have you got a pen?" en lugar de "Do you have a pen?", que era lo que a mí me salía. Ahora mismo, mi acento es tal amalgama de sonidos y vocales raras que no tengo muy claro que alguien pudiera ubicarme en el mapa. Vasca, supongo. Ante la duda, siempre vasca.

Esta semana, en sexto, estamos viendo la ropa otra vez (hay temas que se repiten hasta la saciedad, y lo peor es que mis alumnos y alumnas no recuerdan ni una sola palabra de lo que han dado TODOS LOS AÑOS), y una de las prendas que se tienen que aprender es trousers. No me preguntéis por qué, pero esta es una palabra que no me gusta nada y que nunca utilizo, aun sabiendo que es típicamente British y que su equivalente americano, pants, se refiere a la ropa interior en inglés británico. Como me conozco y sé que se me suele escapar, les expliqué que, si alguna vez me oían decir pants, debían saber que quería decir trousers, que para mí eran intercambiables. Una niña de padres nigerianos que pasó sus primeros años de vida en Inglaterra se echó entonces a reír, y entre las dos les explicamos la diferencia de significado. La clase pidió más ejemplos, y a mí se me ocurrió contarles la anécdota que me contaron a mí nada más llegar a California y con la que me ahorré más de un disgusto.

--¿Cómo se dice "goma de borrar" en inglés?
--Rubber --contesta un crío (al resto le costó, ¡ay!).
--Bueno, pues en inglés americano es eraser, porque rubber es condón. Así que nunca se os ocurra pedir a alguien la goma de borrar en Estados Unidos, por si acaso.

En tres años que lleva esta clase conmigo, sé de buena tinta que un par de niños no han aprendido absolutamente nada, ni una sola palabra. Pero fíjate tú que eso sí se lo aprendieron, y se pasaron lo que quedaba de hora (la hora más larga de mi vida) preguntándose los unos a los otros "Have you got a rubber?" en lugar de hacer lo que les había mandado. Capeé el temporal con un número limitado de gritos y de "vale yas" y según salían de clase les dije, como pensando en voz alta:

--Veamos, ¿qué os he enseñado hoy? A pedir condones en inglés. Sí señor, una hora muy bien aprovechada.

Todos y todas me dieron la razón. A ver qué les enseño la semana que viene que vayan a recordar igual de bien.

Resaca electoral

No me digáis que no parece sacado de una película de terror

Hoy iba a publicar algo sobre la huelga de los deberes, pero la noticia del día me ha dejado tan impactada desde que me he levantado que no puedo hablar o pensar en otra cosa. Donald Trump es el nuevo presidente de Estados Unidos, el país más poderoso del mundo. Y yo me he enterado porque una amiga americana me ha mandado un mensaje pidiéndome perdón y rogando que le busque ofertas de trabajo. Las dos hemos decidido que mejor nos vamos a Canadá.

Ayer me acosté convencida de que iba a ganar Hillary. No es que sea santa de mi devoción (hace bueno a Bush), pero al menos es una mujer preparada que sabe qué es la política. Abogada y senadora, vivió ocho años en la Casa Blanca (y no creo que Bill y ella hablaran de a quién le toca limpiar el baño a la hora de la cena), y con Obama ha sido Secretaria de Estado, el segundo puesto más importante después del de presidente. Es la mujer más preparada del mundo, probablemente más que el propio Obama cuando entró en la presidencia, y ha sido derrotada por un fantoche que se ha hecho famoso en Estados Unidos y en el mundo entero por ser un millonario bocazas, racista, misógino, con más denuncias de agresión sexual que la mitad de los presos que están en la cárcel con ese cargo, defendido por el KuKluxKlan y que tiene línea directa con Putin, otro angelito. Vamos, que uno de los seres más despreciables del planeta ha sido elegido como el jefe de estado de la mayor potencia mundial.
Sí, las mujeres blancas han votado a
Trump. Esto merece otro post en sí mismo,
pero, tras siete años viviendo allí, he de
decir que no me sorprende.

Llevo todo el día en estado de shock (mi frase más repetida hoy en redes sociales ha sido "USA, what the fuck??") y mucha gente me está diciendo que no es para tanto, que al final los dos eran iguales (qué bien nos han vendido la moto, colega, qué bien nos engañan), que no es el fin del mundo y, sobre todo, que lo han elegido democráticamente, quién soy yo para hablar. Parece que la gente se olvida de que Hitler también fue elegido de forma limpia y legal, y también en su momento se dijo que el problema era de los alemanes, que qué más nos daba. De hecho, el problema en sí no es tanto Trump como lo que representa. Trump va a ser un pelele, como son todos los gobernantes (aunque con más poder del que me gustaría, porque han ganado el senado y el congreso y esto me acojona mucho), pero sus votantes no lo son tanto. Sus votantes, la gente de a pie que le quiere como presidente, le han elegido basándose en sus discursos llenos de odio, de violencia y de insultos. Los y las votantes de Trump lo han elegido porque han visto esperanzas de que sus sueños se conviertan en realidad, y los sueños que Trump ha vendido han sido:

  • Deportaciones en masa de todos los inmigrantes ilegales. 
  • Juzgar a la gente basándose en su religión (musulmana, se entiende). 
  • Supremacía blanca. 
  • Ilegalización del aborto. 
  • Curar la homosexualidad a base de descargas eléctricas.
  • Institucionalizar las agresiones sexuales (si el presidente lo hace y alardea de ello, ¡qué no harán los demás!).
  • Denigración de la mujer a niveles de los años cuarenta, o peor. 
  • Bombardeo indiscriminado de todo aquel país que no piense como él. 
  • Levantar muros para evitar la inmigración (de ciertos países, claro; mujeres eslovenas, que vengan las que quieran).
  • Etc, etc, etc. 
Nos llevamos las manos a la cabeza en su momento con el Brexit y ahora andamos escandalizados/as por los brotes de violencia racial que se están dando en el Reino Unido. Imaginaos eso mismo pero en un país en el que es legal que niños de quince años lleven pistola. Esos policías que disimulaban a la hora de repartir hostias en las manifestaciones para que no se notara que siempre pegaban a los negros ya no tienen necesidad de esconderse. ¿Blanco y violador? Chaval, vas para presidente. Hemos pasado de soñar con poder decir a nuestras niñas "puedes ser presidenta del país más poderoso" a tener que explicarles a los chicos que no, no se puede agarrar a una mujer del coño si ella no quiere, por más que el presidente lo haya hecho. 

Sé que es muy cómodo hablar de lo que pasa fuera en lugar de analizar lo que pasa en casa, y sé que aquí tampoco es que los resultados sean muy halagüeños. Sinceramente, creo que las comparaciones son odiosas, que "malo vendrá que bueno me hará" y que, por más asco que me dé decir esto, prefiero a Rajoy que a Trump. Dicen que los ciudadanos tienen lo que se merecen, y la verdad es que estoy de acuerdo. Exceptuando los estados colindantes con los océanos, no se puede decir que la población de Estados Unidos sea un ejemplo a seguir. Aún recuerdo el día en el que el director de mi escuela me llamó la atención por defender la teoría de la evolución de Darwin. Menos mal que no se me ocurrió hacerlo delante de mis alumnos, o hubiera tenido un problema serio. No tanto como ahora, eso está claro; hispanohablante, de izquierdas y vasca, me habrían metido en el primer avión de vuelta a casa con la señal de la bota en el culo.

Sueño cumplido (del todo): ¡Armarios y fulares ya está en papel!


Dios mío del amor hermoso, qué gran sorpresa me he llevado esta semana. Sorpresa relativa, claro, porque soy yo la encargada de hacerlo todo y ya sabía que estaba en camino, pero el miércoles, al abrir el buzón, me encontré con el ejemplar de prueba de Armarios y fulares que había encargado y casi me dio un pasmo. Lo estaba esperando, sí, pero yo pensaba que me iba a encontrar con el resguardo de la compañía de transportes y que iba a tener que ir a buscarlo, no que iba a estar esperándome en casa. De la emoción casi ni comí, o sea que fue un día de esos de win-win, que dicen los americanos, en los que todo sale bien (un kilito menos esta semana, empezamos la dieta con buen pie).

Y es que una cosa es saber que está publicado y saber que la gente se lo puede descargar y otra cosa es tenerlo en tus manos, poder tocarlo, olerlo, hojearlo (con hache, porque tiene hojas, páginas físicas, numeradas y todo). La edición es simple pero de buena calidad, de tapa blanda pero no cutre (no te quedas con las páginas en las manos, como me ha pasado alguna vez con libros nuevos de editoriales serias comprados en librerías físicas), y, sobe todo, es la representación física de un sueño, algo que pensaba que no iba a ocurrir nunca. El domingo es mi cumpleaños, pero mi regalo ya ha llegado, y la ilusión que me ha hecho supera a cualquiera que haya recibido nunca. 

Aunque, si he de ser sincera, lo que más ilusión me hace de todo el proceso es que alguien lo lea. En digital o papel, me da igual, lo que me encanta es recibir las opiniones de la gente (porque de momento son buenas, claro; cuando lleguen las malas otro gallo cantará). Saber que algo que empezó como una idea abstracta en mi cabeza ha tomado forma y se ha convertido en una historia que compartes y gusta es lo mejor que me ha pasado en la vida. No recuerdo haber estado tan emocionada como cuando recibí la primera reseña de alguien desconocido que dijo que le había gustado. Supongo que eso es señal de que he vivido una vida muy simple, o de que la simple soy yo y me emociono con cualquier cosa. Qué queréis, no me cambio por nadie, porque la felicidad que he sentido desde esa primera reseña bien merece el ser simplona. 

Así que ya lo tenéis. Si sois de las personas que solo leen libros físicos o queréis hacer un regalo, el libro está disponible donde siempre, en Amazon, junto con la copia digital por si la queréis descargar también. Yo, de momento, ya he hecho un pedido tan grande que no sé si va a pasar la aduana. Entre los que quiero regalar y los que me ha pedido gente que no se fía de comprar en internet (os lo creáis o no, todavía existen), me van a durar un suspiro. Todo sea por la ilusión de tener lectores y lectoras. Todo sea por vosotros y vosotras. 

Me voy a soñar despierta. Ah, no, que el sueño ya se ha cumplido; habrá que tener otro.

De por qué descuidar tu ortografía te cuesta lectores


Lo admito: soy muy picajosa con ciertas cosas. Me tengo por persona tolerante, pero la verdad es que cada vez me doy cuenta de que soy muy maniática, y algunas manías me sulfuran a más no poder. Por ejemplo, no soporto llegar tarde a los sitios y, aunque me voy calmando un poco con el tema (a la fuerza, porque si no me va a dar un mal), tampoco me gusta que me hagan esperar. Rechino los dientes cuando veo a alguien escribir en un libro con boli, no te digo ya subrayar con fluorescente, y me da mucha, mucha rabia, que no me devuelvan los bolis que presto, por mucho que no sean míos y solo tenga que ir a la sala de material a por más. Cierro los ojos como si me hubieran pegado cada vez que alguien dice "contestastes" o "si sería", y no soporto, NO SOPORTO, el olor a tabaco. Pero más que todo esto, por encima de cualquier otra cosa (incluso de fumar en los bares aun sabiendo que está prohibido, fíjate), no tolero algo que cada vez veo más: faltas de ortografía en documentos que han sido supuestamente corregidos.

Creo que no hay cosa que más me joda en el mundo que encontrarme una falta de ortografía en un libro editado por una editorial de las que se considera importantes (o no importantes, me da igual: todos los libros tienen que pasar una corrección, aunque lo publiques tú misma). Ya no me quedan dedos en la mano para contar las veces que me he encontrado con tildes mal puestas, comas entre sujeto y predicado o frases que, debido a la mala puntuación, no se entienden. Yo no sé si es cosa de que cada vez se gasta menos dinero en los correctores, o que yo cada vez sé más de ortografía y puntuación, pero juraría que los libros que se publicaban antes no tenían los errores que tienen hoy en día. Hablamos de cosas básicas, como no distinguir un "como lo oyes" de un "cómo lo oyes", que tienen significados y funciones distintas y exigen una respuesta muy diferente, vayan o no rodeadas de de signos de interrogación. Simplemente no me explico cómo la persona que corrige o la que lo ha escrito no es capaz de oír la diferencia. ¿Tanto dependemos ya del corrector automático que, si no nos lo marca, lo damos por bueno? ¿Hemos perdido ya la capacidad de corregir nuestros propios textos? ¿Tanto daño han hecho esas clases de lengua en las que nos enseñaron que las palabras "que", "como", "quien", "donde" y "cuando" siempre llevan tilde cuando van precedidas de un signo de interrogación? Si al final la culpa de todo va a ser de los maestros, como siempre.

Esa coma... ¡Esa coma!
Si me pasa eso con los libros, no te digo ya con los blogs. Hace ya años seguía a una escritora cuyo blog me gustaba mucho; publicó por su cuenta varios libros y sé que luego dio el salto a publicar con alguna editorial que la descubrió por los mundos de Amazon, pero no llegué a saberlo por su puño y letra. Dejé de leer su blog porque, aunque escribía muy bien, todas las frases que escribía, TODAS, tenían una coma entre el sujeto y el predicado (he llegado a tener su libro en la mano y no lo compré por ese recuerdo, aunque ni me molesté en mirar dentro). El otro día, en Twitter, una editorial escribió una supuesta cita de un famoso filósofo con coma entre sujeto y predicado, y el "dejar de seguir" por mi parte fue automático. Y es que esa es una falta que ya no es que me duela, sino que me molesta. He llegado a no entender frases porque tenían esa coma mal puesta. Si me tengo que parar y releer la frase para ver de qué demonios me estás hablando, no estás usando bien la puntuación. Lo mismo con las tildes que mencionaba antes. Que no es que me moleste, como me pueda molestar una uve en lugar de una be, es que no entiendo lo que leo. Las tildes, igual que las comas y la ortografía en general, no están hechas para suspender a los y las niñas en lengua, sino para entender lo escrito. No es lo mismo decir "¿como esta?" (= ¿igual que esta?) que "¿cómo esta?" (= ¿a qué te refieres con esta?, ¿no prefieres esta otra?) o "¿cómo está" (= ¿qué tal se encuentra?), pero a la gente parece que se la suda. Y a mí no. Yo confío en las tildes igual que creo en los intermitentes, y me estoy dando cuenta que la gente usa ambos como le da la gana (si los usa) y así no hay manera de entendernos. (Sí, algún día me va a pillar un coche, y culparé de ello a las tildes.)

Cuando compro un libro con faltas de ortografía suelo terminarlo, aunque me cueste, porque he pagado un dinero y yo vengo de una casa donde no se tira nada. Pero cuando leo un blog y encuentro una sola falta que impide la comprensión, dejo de leer y de seguir a esa persona automáticamente. Lo que ponemos en la red es un reflejo de nosotras y nosotros, y si nos las damos de gurús de la escritura, o de educación, o de hacer encaje de bolillos, o simplemente de alguien que tiene algo que compartir de forma escrita, tenemos que cuidar el medio. ¿Aceptaríamos a un fotógrafo que siempre sacara su dedo en las fotos, por muy bonito que fuera el contenido? Yo sé que solo miraría el dedo. Las faltas despistan y hacen que nos fijemos en algo que no tiene nada que ver con lo que estás diciendo. Por tu bien y por el mío, cuida lo que escribes. Aunque solo sea por no dejarme ciega, que bastante miope es una ya y me sangran los ojos cada vez que abro el Feedly.

Finlandia: ¿un espejismo inalcanzable? Va a ser que sí



Últimamente me está dando por pensar que la dichosa globalización solo nos ha traído cosas malas (a excepción de, quizás, estar más comunicados, aunque solo con gente que se nos parece o a quien nos queremos parecer). Doy una vuelta por mi ciudad y me cuesta horrores encontrar una tienda de lo que sea (ropa, zapatos, complementos, comida, muñecos) que no venda lo mismo que se vende en cualquier tienda de cualquier ciudad de cualquier país occidental. Las tiendas bohemias de toda la vida, el mismo mercado de Candem, tan vintage en su época, se han convertido en una amalgama de tiendas donde todo es "made in China" y es imposible encontrar algo realmente original que traer de recuerdo. Las cadenas de restaurantes son las mismas en Canadá y en Madrid, el Zara de Santa Mónica en California tiene hasta las mismas luces y la misma ambientación que el de Vitoria, y el día que encuentre en una tienda o un puesto callejero una manualidad realmente hecha a mano voy a llorar de alegría. Es como si todo estuviera hecho con un mismo molde que alguien ha mandado fabricar, no vaya a ser que alguien se individualice y se salga de madre y tengamos una revolución cultural o algo, válgame dios, porque qué haríamos hoy en día con tanto hippie.

Y lo mismo que pasa con los artículos y los objetos pasa con las ideas. Alguien dice algo que parece tener un poco de fondo (aunque luego arañes la superficie y te des cuenta de que tampoco mucho) y todo el mundo se pone a repetir esa idea, a ampliarla, a darle vueltas hasta marearla, sin preocuparse siquiera por pararse a pensar por sí mismos. "Si lo ha dicho Fulanito o Fulanita, que tanto saben de esto, será cierto", pensamos, y lo damos por bueno. Cuando llega la ocasión de lucirnos, soltamos ese pensamiento que ya está tan manido que ha perdido el sentido y a nuestro alrededor todo el mundo asiente, sí, ya te digo, a qué está llegando el mundo. Después lo hilamos con otra barrabasada que hemos oído o leído o imaginado oír o leer, y ya tenemos conversación en la que todos y todas estamos de acuerdo. O no, que siempre hay algún disidente que lleva la contraria porque sí, sin saber de qué habla, solo porque se aburre.

Una de esas ideas es Finlandia. Finlandia como concepto, Finlandia como término genérico que engloba todo lo que anhelamos y con el que nos comparamos constantemente, sobre todo en términos educativos. Esta semana se me han abierto las carnes con el puñado de artículos cuyo título he ojeado en las redes y que no he querido ni abrir porque ya sentía la presión de la sangre detrás de los ojos y temía que se me saltaran. Según los titulares, el sistema educativo de Finlandia es mucho mejor que el nuestro por dos simples motivos: no hay deberes y no hay reválidas. Fíjate. Tanto rompernos la cabeza y resulta que, con no mandar deberes a casa y no hacer reválidas, ya está. La simplificación del problema en su grado máximo.

Yo, que si algo no soy es simple, no he podido resistirme a hacer un análisis más profundo de las diferencias entre Finlandia y el resto del mundo (que ya no es solo por la LOMCE, en Estados Unidos se comen las tripas con el país del norte también). No pretende ser científico, y tampoco es muy profundo y seguro que mucha gente me puede acusar de simplista, pero os aseguro que va a tener mucho más fundamento que muchas de las cosas que leáis por ahí, aunque por supuesto me puedo equivocar y os permito que me tiréis alguna piedra (de cartón, por favor) si lo hago. Vayamos por partes. (Aclaro que estoy hablando de la educación primaria y secundaria, no la universitaria.)

En Finlandia llevan con la misma ley educativa más de veinte años. 

Algo impensable en un país como el nuestro donde cada vez que cambiamos gobierno se cambia la ley de educación. Antes de que empecemos a ver los frutos que está dando, ya nos la han cambiado (de arriba abajo), sin darnos opción a arreglar lo que no está bien del todo y fortalecer lo que funciona. La educación no es un ordenador o un móvil, donde el modelo nuevo siempre es mejor; hablamos de niños y niñas, no de chips y procesadores. En Finlandia lo tienen en cuenta, y gobierne quien gobierne llegan a consensos por el bien de todos y todas.

El gasto en educación va subiendo todos los años. 

En Finlandia, en lugar de recortar, todos los años amplían el prepuesto de educación. Los profesores tienen un sueldo más que digno, están muy bien preparados, reciben formación que sirve de algo y están muy bien considerados en la sociedad. Todas las escuelas son públicas, no existen las privadas (y mucho menos las concertadas) y ninguna familia se pelea por entrar en una escuela o en otra porque todas son igual de buenas. No hay colegios con mal nombre porque todo el alumnado y el profesorado es idéntico en unos y otros. 
También tienen auroras boreales. Igual ese
es el secreto de su éxito.

El inglés es la segunda lengua y todo el mundo es bilingüe. 

Como me decía una chica rusa con la que hice un curso una vez, "en Finlandia se pasan con el inglés y van a terminar perdiendo su idioma" (no llegará la sangre al río, pensé yo), lo que hace que entendamos por qué les cuesta tan poco aprenderlo (y junto con él, dos o tres más). Cuando los críos llegan al colegio (por lo que tengo entendido, por más que no lo encuentro y no puedo probarlo, empiezan en primero, sin escuela infantil), ya saben inglés y ya saben leer y escribir, no empiezan de cero ni vienen de familias donde la frase más oída es "o veo la película o leo los subtítulos", que es lo que pasa en el noventa por ciento de las casas que conozco. Tampoco se doblan las películas, por ejemplo, y hay costumbre de estudiar un año fuera, como mínimo. Los intercambios en el instituto son muy comunes, algo que aquí solo hacen los niños de papá (y mamá).

Apenas hay inmigración.

Y no seré yo quien eche la culpa del estado de la educación a la inmigración, porque ya estaba jodida antes de la explosión migratoria de los últimos años, solo digo que es más fácil dar clase con un grupo cerrado donde todo el mundo habla el idioma a que te vengan niños y niñas a mitad de curso que no pueden comunicarse contigo (y a veces no han estado escolarizados en toda su vida). Ciertas zonas de las grandes ciudades tienen tendencia a atraer este tipo de alumnado, que a su vez convierte el colegio de la zona en uno con un gran número de inmigrantes, lo que suele gustar a las familias locales, que buscan subterfugios para no llevar a sus peques a esa escuela. Y el estado, en vez de echar una mano a estos colegios donde hay más necesidad, termina convirtiéndolos en ghettos, sus alumnos y alumnas no se integran y salen a la sociedad sin tener un solo amigo o amiga local. Luego nos sorprendemos cuando hay problemas de racismo y pensamos que qué estamos haciendo mal. Lógico.

La renta per capita es mucho más alta que en España. 

La inteligencia no va de la mano del dinero, pero las experiencias que reciben los niños y niñas sí. Si tú tienes un alto poder adquisitivo, vas a poder llevar a tu familia de vacaciones al extranjero, les vas a comprar más libros, podrás ir al cine con ellos, les vas a poder dar la ayuda que necesitan en términos de profesores particulares, etc. El nivel sociocultural y socioeconómico está muy relacionado con los resultados académicos; en un país en el que el grueso de la clase trabajadora no llega a fin de mes, las posibilidades de enriquecimiento cultural son mucho menores. Y encima, en lugar de ayudar a esas familias y aumentar el número de becas, aquí se recortan y se da prioridad a los que ya tienen ayudas para conseguir las mejores notas. Súper lógico todo. 

Finlandia tiene la tasa de suicidios más alta de Europa. 

Así que quizás no queramos parecernos tanto a ellos, al menos no en todo. Digo yo. 


Ojalá fuera tan fácil como quitar los deberes o librarnos de las reválidas. Ojalá en lugar de copiar modelos educativos que no funcionan (como el británico o el americano) copiáramos a los que lo hacen bien. Pero siempre es más fácil echar la culpa al otro, al que pone los deberes, al que hace las leyes. Porque claro, educar es una tontería que puede hacer cualquiera, basta con una carrera universitaria y algo de paciencia. No es algo que tengamos que hacer a nivel social, con cambios significativos, con una revolución a nivel básico. No, solo hace falta quitar los deberes. 

Os dejo con un extracto de la nueva película de Michael Moore donde se explican algunas de las cosas que he escrito yo, y muchas otras que me dejo. La crisis en educación es global. Todos los países copiaron el mismo modelo y ahora todos están fracasando. Menos Finlandia, que supo salir del bache. Ya es hora de que en el resto del mundo nos pongamos las pilas, pero vale ya de ser simplistas y mentir directamente. Los deberes no tienen la culpa del fracaso escolar, y las reválidas tampoco (más que nada porque todavía no han empezado).


De reinvenciones, ensayos y errores.

No sé qué tienen los lunes este año que me dejan literalmente para el arrastre. Quizás sean las cinco horas de clase, o las dos horas de formación que vienen después, o las compras que suelo tener que hacer siempre nada más salir del colegio porque nunca aprenderé a hacer la previsión de mi despensa bien y siempre me quedaré sin algo en casa antes del miércoles, que es cuando suelo hacer la compra tranquila. No lo sé; solo sé que este curso los lunes llego a casa sobre las siete y lo único que me mantiene despierta y en posición vertical es la promesa de una cena rica y quizás un par de capítulos del libro que me esté leyendo en ese momento. El año pasado, según salía de trabajar, llegaba a casa, cogía una manzana y los libros y me iba a una hora de alemán. Os juro que no me reconozco.
Esta soy yo con la pila de libros que
debería estar leyendo.

Y es que empiezo a pensar que estoy haciendo algo mal, que estoy desaprendiendo lo que una vez supe, que no he adquirido ni una sola habilidad didáctica en los últimos veinte años, porque no es normal que mi lista de deseos de Amazon tenga más libros sobre educación que de ficción. Me estoy haciendo una interminable lista titulada "libros que leer antes de jubilarme para que me sirvan de algo" (no confundir con "libros que leer antes de quedarme ciega", que tiene mucho que ver con "libros que leer cuando empiece con el Alzheimer" y que probablemente, y al paso que vamos con lo de la jubilación, serán listas bastante parejas en el tiempo) que empieza a tomar proporciones bíblicas. Los libros que quiero leerme abarcan temas relacionados con (pero no limitados a):

  • La inteligencia emocional.
  • La creatividad en el aula.
  • La adquisición de lenguas en un entorno comunicativo.
  • El uso de las tecnologías en el aula. 
  • El juego didáctico y su uso en el aula de Lengua Extranjera. 
  • Cómo ser maestra y no morir en el intento.
Viendo la lista de títulos, no puedo evitar una profunda reflexión: ¿qué cojones aprendí yo en magisterio si a estas alturas de la película estoy así? La respuesta es inmediata: aprendí a hacer unidades didácticas, habilidad que solo me ha servido una vez en mi vida (aunque fue para aprobar unas oposiciones, no está mal) porque ya vienen hechas en el libro de inglés/lengua/conocimiento del medio/matemáticas/etc. Vale, sí, bien, me digo, pero llevas veinte años dando clase, la experiencia es un grado, que se dice siempre. ¿Qué he aprendido yo en veinte años soltando la chapa delante de una pizarra? Veamos:
  • Sé hacer fotocopias con prácticamente cualquier fotocopiadora del mercado (hoy me han puesto una nueva y me he lucido). 
  • Sé plastificar y buscar imágenes en Google. 
  • Consigo, más o menos, que ningún niño o niña se fugue de clase mientras están bajo mi tutela.
  • He aprendido a ser severa sin que mis alumnos y alumnas me odien (que no es moco de pavo). 
  • Por fin he conseguido controlar mi mala leche (jajajajaja, no, esta es coña).
De todo lo demás empiezo a pensar que no tengo ni idea. Cada día que pasa, en lugar de sentirme más segura en mi trabajo, me surgen más dudas. No porque yo vea que mis alumnos y alumnas no aprenden (lo hacen a pesar del docente, como decía una compañera); no porque no vengan a clase motivados/as y con ganas de hacer lo que les digo; no porque el día a día con ellos y ellas me diga que me estoy equivocando. Dentro del aula soy la persona más segura de sí misma que existe. Tengo el don de atraer la atención de veinte niños y niñas de cuatro años, y de no perder en ensoñaciones a niños y niñas de doce. Puedo hacer que una cría que no habla ni inglés, ni castellano, ni euskera se interese por lo que estoy diciendo, y conseguir que una niña que no había dado inglés hasta cuarto alcance a sus compañeros y compañeras de clase (y supere a muchos) para cuando llegue a sexto. Pero ¡ay!, no sé nada de gamificación. No tengo blog de aula, no utilizo las TIC a todas horas, soy severa con ellos y ellas y exijo resultados; pongo malas notas a los que se las merecen (pero no mando deberes, así que los críos me adoran), levanto la voz en clase y pongo negativos si no entregan los trabajos a tiempo. "¡¿Qué dices, insensata?! ¿No has oído hablar de que no hay que frustrar a los niños? ¿No te ha dicho nadie que hay que dejarles escoger la tarea que ellos y ellas quieran hacer en cualquier momento? ¡Y no usas pizarra digital! ¡Y les "obligas" a hablar en inglés! ¡Y sigues un libro de texto! ¡Anatema! ¡Excomunión! ¡De vuelta a las trincheras, y que las dinosaurias como tú desaparezcan!"
He aquí las ruedas que pretendemos usar a veces
para conducir el Formula 1 que debería ser
la educación. 

Me pregunto si nuestros profesores y profesoras tenían las mismas preocupaciones cuando nosotras éramos crías. Yo estudié en una escuela bilingüe en euskera en una época en la que el único ejemplo de bilingüismo venía de Quebec, pero no recuerdo que nadie experimentara conmigo. Ahora, sin embargo, tengo la sensación de que todo es ensayo y error, todo es deprisa y corriendo, todo es "deja de hacer eso y prueba esto otro, que seguro que sale mejor". No digo yo que tengamos que cerrarnos a las nuevas metodologías (estoy deseando trabajar por proyectos, dar al alumnado la opción de aprender a su propio ritmo, sin tener que estar todo el día sentados y escuchando a la chapas de turno), pero tampoco podemos pretender reinventar la rueda cada mes. Ya he perdido la cuenta de cuántas horas he metido en casa intentado empaparme de nuevas tecnologías que me sirvan en el aula (cuando ni siquiera tengo pizarra digital en la clase de inglés), de trucos y maneras de dar plástica en inglés, de cómo conseguir que mis alumnos y alumnas amplíen su vocabulario sin necesidad de mandarles deberes (no porque esté de moda no mandarlos, sino porque en muchas casas son inútiles y solo provocan discusiones). Y estamos en octubre, señoras y señores. Que como siga a este ritmo, yo no llego a Navidad. Y eso que me gusta mi trabajo y no me importa hacerlo gratis (si me pagaran las horas que meto en casa, sería millonaria), pero una tiene sus límites. Y sus obligaciones fuera del aula. Que más de un día me he ido de casa sin dar de comer a los pobres gatos por estar pensando en todas cosas, y los pobres mininos no tienen culpa de nada. Si hasta de alemán me he tenido que borrar porque no me da la vida, oigan. 

Y claro, a todo esto, la casa sin barrer. ¿Qué voy a cenar hoy?

Dis is fútbol, sabes, de kiss is the pipol

Cualquiera que tenga contacto con niños y niñas pequeñas sabe bien que su reacción ante el cansancio puede ser muy diferente dependiendo de la criatura. Hay niños que se tiran al suelo y berrean, o se niegan a hacer nada en clase; otros pelean, pegan patadas, muerden; y hay algún loco o loca a quien le da por correr y comportarse de forma similar a la niña del exorcista en sus momentos álgidos, antes de caer rendidos en una silla o apoyar la cabeza en la mesa y, directamente, quedarse dormidos (más de uno y más de dos se han quedado dormidos en mi clase. Me da qué pensar). A veces estas actitudes nos engañan y nos hacen creer que son hiperactivos, o tienen problemas de adaptación, o vaya usted a saber. No, simplemente están agotados. Pero hay que saber interpretar las señales.

Yo, como trabajo con criaturitas de cuatro a doce años, he aprendido de todos ellos y he creado mi propia escalera de color a lo que a cansancio se refiere. Tengo dos extremos: o arranco la cabeza al primero que se me cruza, o encuentro graciosísimo tonterías que otras veces no me arrancarían una sonrisa y acabo llorando y con dolor de tripa. Hoy me he levantado más cansada de lo que me acosté; lo primero que he hecho al salir de la cama ha sido contar las horas que me quedaban para volver a acostarme, para que os hagáis una idea. He encendido el teléfono y me he encontrado un vídeo que me han mandado a las doce de la noche, cuando yo ya llevaba dos horas durmiendo. Ha sido verlo y empezar con la risa floja, y tal ha sido la gracia que me ha hecho que he terminado enseñándoselo a mis alumnos. Mañana, o cuando se me pase el cansancio, analizaré el hecho de que un entrenador de fútbol puede trabajar en Australia con ese nivel de inglés pero al resto de los mortales nos piden un B2 hasta para comprar el pan en Londres, pero hoy me he reído a gusto.


Después de dejar reír a la clase de sexto un rato, uno de ellos me ha pedido que les pusiera otro vídeo. Tal era mi agotamiento mental y físico que, aunque en otras circunstancias me habría hasta enfadado porque a alguien le hiciera gracia este vídeo, hoy he terminado literalmente doblada y llorando apoyada en una mesa mientras la clase se tiraba por el suelo. Menos mal que no ha pasado la inspectora por allí en ese momento. Vamos, menos mal que no ha pasado nadie, porque me quitan la plaza "en el ipso-facto", que diría alguno.


Y es que, cuando la semana se te echa encima con la rabia y las ganas con las que se me ha echado esta, no puedes luchar contra ella. Solo te queda rendirte ante el hecho de que no puedes con todo y reírte, que es la mejor medicina. Y si encima con eso consigues ser la profa guay por un día, pues mejor que mejor, ¿no?

17 de octubre, día de las escritoras



Ayer fue diecisiete de octubre, día de las escritoras, que no sé si es algo nuevo este año o es que yo no me había enterado. También, por lo que parece ser, octubre es el mes en el que la gente está leyendo a autoras con la intención de darles más visibilidad. Como siempre que a alguien se le ocurre reservar un día o un mes para algo, les ha faltado tiempo a algunos para salir diciendo que vaya tontería, que no hace falta, que las mujeres tienen su hueco en la literatura desde siempre y que para qué darles más bombo cuando copan el mercado y todo parece estar escrito para ellas, ¿pues no acaba Dolores Redondo de ganar el Planeta? (El premio literario, se entiende, no La Tierra. Es que no sería la primera vez que esta frase se me malinterpreta.) Sí, las mujeres leemos más que los hombres según la estadística, pero ¿hay más mujeres que hombres publicadas? Eso ya no está tan claro.

A mí la iniciativa me pareció simpática, pero desde el principio pensé que yo no iba a entrar en ella porque no me hacía falta. Sus defensores dicen que es una buena manera de darnos cuenta de hasta qué punto las autoras están relegadas a ciertos géneros y qué difícil es encontrar nombres femeninos en según qué secciones. Normalmente no nos fijamos en quién escribe lo que leemos, así que no estaba de más fijarnos durante un mes. Pero yo no, me dije, porque yo sí que me fijo, y trato de intercalar hombres y mujeres, igual que combino lecturas en castellano, euskera e inglés, o ir variando los géneros. Yo no necesito leer a mujeres en octubre porque la mayoría de mis lecturas están escritas por mujeres. Creo. Me parece. Juraría que.
Sí, a esta la conoce todo el mundo,
pero no es suficiente.

Por suerte, soy de esas personas que guarda un registro de todo lo que lee, y no me ha sido difícil comprobarlo. En lo que va de año, he leído 27 libros, y de ellos solo 10 han sido escritos por mujeres. Diez. Ni la mitad. Yo, convencida de que leía más a mujeres que a hombres, me he llevado un zasca en toda la boca que me ha dejado patitiesa. "Será solo este año, yo estoy convencida de que las leo más a ellas". Veamos el registro. 2015: 34 libros leídos, 15 autoras; 2014: 33 libros leídos, 12 autoras;  2013: 36 libros leídos, 16 autoras. En ningún año me acerco siquiera a la mitad. Es más, si me fijo en los nombres veo autoras que se repiten todos los años: Zadie Smith, JK Rowling (y su versión masculina, Robert Galbraith, que he contado como mujer), Alice Munro, Virginia Wolf. Solo ellas suman tres cuartas partes de las autoras que leo, y muchos de sus libros los he leído varias veces (y apuntado cada vez). ¿Dónde está la superioridad numérica esa de la que tanto nos hablan? ¿No dicen que publican más mujeres que hombres? Sin embargo, si hacemos un pequeño análisis de lo que hay en venta en las librerías, como hizo ayer Iria G. Parente, nos damos cuenta de que no es verdad: de 782 libros que llegó a contar Iria (con un análisis detallado de cada género, como veréis en su hilo de Twitter), solo 251 estaban escritos por mujeres. A mí, cuando menos, me ha llamado la atención: me habían hecho creer algo muy distinto, y a la vista está que no es cierto.

Pensar que Zadie Smith tiene mi edad me deprime
lo que no está escrito.
¡¿QUÉ ESTOY HACIENDO CON MI VIDA?!
El día de ayer me paré también a pensar en un detalle, y es que la mayoría de las autoras que son conocidas a nivel de calle (no todo el mundo conoce a Zadie Smith, aunque no entiendo por qué, debía ser lectura obligatoria para ser persona) son escritoras de literatura de género. Sí, Dolores Redondo, Patricia Highsmith, JK Rowling son conocidas, pero son de un género concreto y poca gente es capaz de nombrar escritoras que poner a la altura de un Julian Barnes o un García Marquez, por mentar a alguien en castellano (y no, Isabel Allende NO). A mí ahora, sin pensar demasiado y con el rabillo del ojo en mi biblioteca, se me ocurren Alice Munro, Toni Morrison, Margaret Atwood y Zadie Smith (SÍ, SMITH TAMBIÉN). ¿Joyce Carol Oates, quizás? (No he leído nada suyo, no la conozco.) ¿Y en español? ¿Ana María Matute? (No es una pregunta retórica: os agradecería la ayuda, porque siempre ando buscando autoras en español de un nivel un poco alto y solo encuentro históricas.)

A mí, de entrada, el 17 de octubre me ha servido para hacer una reflexión. Si, como he leído por ahí, las editoriales aún ponen pegas a libros firmados con nombre de mujer, será que quizás las cosas no son tan bonitas como nos las han hecho creer. Si nosotras leemos más, ¿no es de cajón pensar que también escribimos más? ¿Dónde están las mujeres? En mi biblioteca, desde luego, aún hay huecos libres.

Frases de niños/as (I)

Todo el mundo sabe que la sinceridad de los niños y niñas no conoce límites. Algunos desarrollan el sentido de la ironía y el sarcasmo desde jovencitos, otros aprenden a mentir con gran facilidad, pero lo normal es que te suelten lo primero que les pasa por la cabeza, y nunca es algo que diría un adulto. Si a esto le sumamos su peculiar visión del mundo y su percepción del tiempo, comprenderéis que raro es el día que no sonrío o peor, suelto una carcajada delante de toda la clase, lo que suele llevar al caos absoluto y a mi completa desesperación. 

Como soy muy consciente de que tengo uno de los mejores trabajos del mundo (por más que me queje constantemente), he pensado que sería buena idea abrir en el blog una sección con frases de niños y niñas, porque la verdad es que tengo para escribir un libro y, como no las apunte, se me van a olvidar. Luego si eso haré una sobre frases de padres y madres, que esas son también de mear y no echar gota.

Os dejo hoy con unas pocas perlas que he acumulado este año (estamos a trece de octubre, que no se os olvide). Como sigamos así, saco un libro antes de Navidad.

                                    

Primera clase de inglés en el aula de cuatro años. Les leo un cuento en inglés y cambio al euskera para explicarles que, a partir de ahora, siempre que me vean vamos a hacer inglés, y que después del cuento vamos a ir al rincón de plástica.
--Vamos a dibujar, a hacer manualidades, a pintar... Todo en inglés, porque cuando esté yo es en inglés. ¿De acuerdo?
Todos gritan de alegría y allá nos vamos, al rincón de plástica, donde el niño más formal de la clase coge un papel, coge las pinturas, se sienta y me mira, expectante. El resto se ha puesto ya a hacer un dibujo y él no se mueve.
--Txiki, ¿qué pasa? ¿No sabes qué dibujar?
--Es que yo no sé dibujar en inglés.
La madre, el tutor y yo nos llevamos riendo un mes.

                                    

Clase de plástica con los de cuarto. Dibujo libre. Un grupo discute sobre algo y me llaman para aclarar una duda.
--Ruth, tú que eres una mujer del pasado, ¿cómo se llaman esos coches que tienen una estrella?
--Eh... ¿Mercedes?
--Sí, eso, los coches antiguos esos.


                                   

Mismo niño de la anécdota anterior (es que es genial). Estoy con un grupo pequeño de niños y niñas comentando qué quieren ser de mayores, qué van a estudiar. Hablamos de ser psicólogo, de ser abogada, médica, etc. Él sacude la cabeza.
--Yo no me voy a complicar, que todo eso es muy difícil. Yo algo sencillo. Maestro o así, me gusta vivir tranquilo.
Pues vas dado, querido.


Y luego me sorprendo de tener arrugas en la cara. ¡Si son de reír!

Confesiones de una maestra seriéfila

Veo muchas series. Quizás no muchas en el sentido de mucha cantidad ("¿y qué otro sentido hay, Ruth, so lista de las narices?"), sino en que siempre ando viendo alguna serie. Algunas las he visto varias veces (Lost y Six Feet Under, media docena cada una). Hago maratones. Ahora mismo, por ejemplo, me ha dado por Castle, serie que no terminé de ver porque me empalagaba la pareja protagonista y que he empezado desde el principio (qué buenas son las primeras cuatro temporadas, cuando el rollito entre ellos todavía es creíble). Hay diálogos que me sé de memoria ("we have to go back, Kate!"), y a veces me doy cuenta de que los represento en clase. Por ejemplo, estos días, en los que ha coincidido que hemos llegado a la página siete del libro en varias clases.

--Open your books at page seven.
--¿Qué?
--Open your books at page seven.
--¿Qué página ha dicho?
--Seven. Page seven.
--One, two, three, four, five... Eso es ocho, ¿no?
--Seven --escribo el número en la pizarra--. Page seven. Seven.
--Five?
--Seven. SEVEN. ¡SEVEN! --Ruth levanta siete dedos y la clase, por fin, abre el libro.

Y entonces me echo a reír. La clase me mira raro, pero yo no puedo evitarlo. Y es que cada vez que les pido que hagan algo con el número siete, me acuerdo de esta escena y no puedo evitar la carcajada.


Sí, soy lo peor.