Mostrando entradas con la etiqueta profesorado. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta profesorado. Mostrar todas las entradas

Docentes tecnológicamente analfabetos: una especie sin peligro de extinción


Voy a confesar algo: la mayor parte del tiempo no uso las tecnologías en mi aula, aparte del CD y música de Youtube. Más que nada porque no tengo pizarra digital en mi clase, porque el programa que uso no lo pide y porque me da mucha pereza estrenar la sala de ordenadores nueva que nos han puesto en el cole (y llegar media hora antes, comprobar que todos los ordenadores funcionan, poner a los y las peques por parejas, vigilar que no se me vayan a una página de juegos y que no se peleen por coger el ratón, enseñarles uno a uno cómo guardar un documento en la red del centro, comprobar que no han llenado el teclado de cualquier substancia pringosa que hayan comido a la hora del recreo...). Podría quedarme en las clases donde sí tienen pizarra, pero, la verdad, verde y de tiza o blanca y digital, una pizarra sigue siendo una pizarra y no me parece que hayamos adelantado tanto. Prefiero sacarlos al pasillo, vendarles los ojos y jugar a darles instrucciones en inglés para llegar al baño, como hicimos el jueves; o crear un teatrillo, grabarlo y, entonces sí, echarnos unas risas viéndolo en la pantalla. Llamadme antigua. Sé que no soy la única. La gran mayoría de los y las docentes de mi centro no usan las TIC, aunque el motivo sea muy diferente.

La diferencia es que yo sí sé usarlas, aunque no me obsesione con ellas. Utilizo el correo electrónico para comunicarme con mis compañeras y he creado un calendario para reservar las salas del centro (aunque luego las profesoras ponen un post-it en la puerta para asegurarse de que todo el mundo sabe que está cogida). A pesar de no tener pizarra digital, sé usarla con un mínimo de confianza, y no se me caen los anillos si tengo que instalar un programa nuevo en el ordenador o renovar el Adobe Flash Player. Mi reto de este año es crear una página web para el centro donde padres y madres puedan tener acceso directo a la información y los y las profesoras puedan acceder a documentos cuando lo necesiten (es un reto considerable porque no tengo ni idea de cómo hacerlo; otro día hablaremos de por qué estas labores que no tienen nada que ver con educar e impartir conocimientos recaen también en los y las maestras, en vez de contratar a profesionales que lo hagan en una fracción del tiempo que me va a costar a mí y mucho mejor, dónde vamos a parar). Cuando decido no usar la tecnología, lo hago porque considero que hay otros medios que cumplen mejor los objetivos de la lección, no porque me dé miedo o no sepa.

Usar bien las apps del móvil
no te convierten en experta/o
tecnológico.
Tenemos un número muy importante de docentes tecnológicamente analfabetos, y la verdad es que las nuevas generaciones no me dan ninguna tranquilidad. Hace unos días hablaba con una informática que hizo también magisterio y me contaba lo mucho que había alucinado con el desconocimiento de sus compañeros y compañeras de facultad en cuestiones informáticas básicas. Sí, controlaban Whattsapp y Facebook con facilidad, pero no sabían qué era Dropbox o Drive y se les escapaban funciones básicas de Word, como hacer un índice al principio del documento sin necesidad de ir cambiando el número de páginas si cambias el contenido. Todavía me encuentro gente que no ha entrado nunca en la página de Educación del Gobierno Vasco porque no tiene la contraseña (página donde está toda tu información laboral, tus nóminas, tus títulos, tu correo electrónico del trabajo, tu puntuación, la información y plazos para el cambio de destino...), y el colmo es cuando te dicen que no lo necesitan, que siempre encuentran a una persona al otro lado del teléfono que les soluciona el marrón cuando llaman. Queremos empezar a comunicarnos por correo electrónico con las familias (algunas profesoras ya lo hacen) y nos damos cuenta de que nuestras compañeras nunca han abierto el correo que les dimos de la escuela el curso pasado. Luego vienen desesperadas a que les eches una mano grabando CDs con los vídeos de los niños y niñas de su clase para pasárselos a las familias, y te miran como las vacas al tren cuando les explicas que es más fácil meterlo todo en Drive y compartirlo con ellos a través de Google Suite. Prefieren pasar horas (muchas horas) grabando los vídeos que mandar un simple email. No sé si tienen miedo al ordenador, a Gmail, a aprender algo nuevo o a hacer el ridículo delante de las familias. Probablemente sea una mezcla de todo.

El año pasado fui a un curso donde una ponente terminó su presentación con una afirmación tajante: no podemos permitir que un docente sea analfabeto tecnológico. Creo que tiene razón. No ya por ese razonamiento sobre que los niños y niñas saben más que nosotras, sino porque la cantidad de horas ahorradas cuando eres hábil frente al ordenador suponen un ahorro de tiempo, esfuerzo y dinero más que digno de tener en cuenta. Algo tan sencillo como aprender a escribir a máquina en un mundo en el que todo, absolutamente todo, se hace ya a través de un teclado debería ser obligatorio para conseguir el título de profesor o profesora. Mucho idioma, mucho inglés, mucha teoría que luego no vuelves a usar ni a ver, pero luego no sabemos explicarles a los críos cómo hacer una búsqueda eficiente en Google. Peor: no sabemos nosotras. Y eso, en un sistema educativo en el que al profesorado se le exige más y se le da menos recursos (incluido el tiempo para preparar sus clases), es mortal.

Lecciones

Los niños ya se han ido de veraneo (o, como mucho, a las colonias de día que se organizan en los centros), pero las profesoras seguimos al pie del cañón hasta el viernes, día en el que se repartirán abrazos, adioses y hasta la vistas, y algún otro "anda y larga pa'llá que no quiero volver a verte el pelo mientras viva". Este curso de cambios me ha traído cosas buenas y malas, pero yo, que soy optimista por naturaleza, he decidido que solo me voy a quedar con las buenas (sin olvidar las malas, porque eso sería estupidez). Durante estos nueve meses he aprendido o certificado que:

  • Lo peor de mi trabajo son los padres (algunos, dejémoslo ahí), y lo mejor, con mucho, los niños y niñas. Por suerte, el noventa por ciento de mi tiempo lo paso con los y las peques, si no me volvería loca. 
  • Se puede coger manía a un niño o niña, igual que se les puede tener pelota a otros y otras. Es ley de vida, no se puede evitar. Lo importante es darse cuenta y saber compensar, y que los dos se vayan, cuando menos, con la misma nota y el mismo trato (a ser posible, que a veces no lo es).
  • Hay gente que debería trabajar un par de meses en la mina para darse cuenta de la suerte que tiene al ser profesor de primaria. Hay gente que debería quedarse muda una temporada y dejar de dar la murga. Hay gente que debería dedicarse a otra cosa en lugar de ser maestra. 
  • Ninguna maestra es perfecta, pero las hay buenas y malas. La única diferencia es que las buenas saben que no son perfectas y se esfuerzan en mejorar, y las malas, o bien se creen perfectas, o saben que no lo son pero les da igual y encima se sienten orgullosas de sus defectos. 
  • No hay cosa peor que una maestra racista. Bueno, sí, una maestra racista que encima alardea de ello y se lo deja ver a sus alumnos y alumnas (sobre todo a los y las inmigrantes). 
  • Guardar rencillas en el trabajo solo sirve para amargar el día al que las guarda. Aquel contra el que sientes enemistad seguro que no se entera de nada. 
  • Igual que una sola persona puede amargar el ambiente, una sola persona también puede mejorarlo. No siempre se puede ser esa persona, pero hay que intentarlo.
  • Sigo teniendo el mejor trabajo del mundo. Sigo siendo afortunada. Sigo queriendo ser maestra para el resto de mi vida (aunque haya días que reniegue de ello, como todo el mundo). 
  • La Rioja alavesa es mucho más bonita los fines de semana y en vacaciones que de lunes a viernes y por cuestión de trabajo. Esto es un hecho empíricamente comprobado.
Como dijo alguno por ahí, esto es así y no hay más. Quizás solo sea así para mí, pero ¿acaso importa lo que piensen los demás? En este caso, va a ser que no. 

Y sale el sol, y se atisba el buen tiempo, y quizás tengamos el julio cálido que nos ha sido negado en junio y en mayo...

De las funciones del equipo directivo o cómo dejar de disfrutar de lo que importa.



El otro día tuvimos reunión del OMR, el órgano de máxima representación del colegio. La dirección presentó a un grupo de familias y profesoras el calendario del año que viene, las cuentas y un número de proyectos para el curso próximo, y todas asentimos con la cabeza sin saber muy bien qué decir. Salí pensando que, aunque ir supone un esfuerzo y hay madres (y profesoras) que podrían meterse un calcetín en la boc
a para evitar hablar tanto y decir tanta tontería, me gustaría formar parte más activa en la vida del colegio. Quién sabe, me dije, igual el año que viene quede una plaza vacante en el equipo directivo y podría meterme de secretaria o jefa de estudios. Directora no, eso ni en broma, que ella es la que lidia con todo el pueblo y para eso no valgo. Pero secretaria… Redactar las actas, tomar notas, encargarme de atender a las familias y del papeleo, llevar el material… Un cambio de aires no me vendría mal. Y el trabajo de la jefa de estudios, aunque duro, me parece muy llamativo. Ver todo el sistema por dentro, organizar el claustro, encargarse de horarios y de los proyectos del centro, y ese millón de pequeñas cosas que caen en sus manos y que no se ven pero ahí están. Directora no, eso ni de coña, pero las otras dos pase. Yo papeles, eso sí, papeles y mucho movimiento. Subir y bajar, buscar a Fulana y Mengana, organizar reuniones y el plan de centro. Eso sí, eso me gusta.
Todo esto lo pensaba camino al coche, y cuando atravesé la plaza que da al parking en el que lo había dejado me encontré con un grupo de niños de las clases de cuatro y cinco años. Todos empezaron a gritar mi nombre y yo, que iba con prisa porque quería llegar a casa cuanto antes, les saludé con un rápido aspaviento y un “hello, hello, see you tomorrow”. Ellos se despidieron con un “Ruth, I’m fine, thank you” que me hizo sonreír, y después se acercaron a la barandilla que separa la plaza de las escaleras que bajan al aparcamiento y me cantaron la canción del perrito que protagoniza nuestro libro de texto. Llegué al coche con una sonrisa. 
Quizás no sea tan buena idea, ni tan importante, conocer la escuela por dentro, me dije entonces. A veces, con saber que tu trabajo lo haces bien y la gente está a gusto es suficiente. Sobre todo si esa gente son pequeños monstruos de cuatro años que no distinguen una despedida de un saludo, pero con tal de hablar en inglés lo usan igual.