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LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
LATINOAMERICANOS: TENDENCIAS Y DESAFÍOS*
* Este artículo
fue publicado originalmente en:
Revista
Observatorio Social de América Latina Nº 9,
Clacso, Buenos
Aires, enero 2003.
RAÚL ZIBECHI
Los movimientos sociales de
nuestro continente están transitando por nuevos caminos, que los separan tanto
del viejo movimiento sindical como de los nuevos movimientos de los países centrales.
A la vez, comienzan a construir un mundo nuevo en las brechas que han abierto
en el modelo de dominación. Son las respuestas al terremoto social que provocó
la oleada neoliberal de los ochenta, que trastocó las formas de vida de los
sectores populares al disolver y descomponer las formas de producción y
reproducción, territoriales y simbólicas, que configuraban su entorno y su vida
cotidiana. Tres grandes corrientes político-sociales nacidas en esta región,
conforman el armazón ético y cultural de los grandes movimientos: las
comunidades eclesiales de base vinculadas a la teología de la liberación, la
insurgencia indígena portadora de una cosmovisión distinta de la occidental y
el guevarismo inspirador de la militancia revolucionaria. Estas corrientes de
pensamiento y acción convergen dando lugar a un enriquecedor «mestizaje», que
es una de las características distintivas de los movimientos latinoamericanos.
Desde comienzos de los noventa, la movilización social derribó dos presidentes
en Ecuador y en Argentina, uno en Paraguay, Perú y Brasil y desbarató los
corruptos regímenes de Venezuela y Perú. En varios países frenó o retrasó los
procesos privatizadores, promoviendo acciones callejeras masiva s que en
ocasiones desembocaron en insurrecciones. De esta forma los movimientos
forzaron a las élites a negociar y a tener en cuenta sus demandas, y
contribuyeron a instalar gobiernos progresistas en Venezuela, Brasil y Ecuador.
El neoliberalismo se estrelló contra la oleada de movilizaciones sociales que abrió
grietas más o menos profundas en el modelo.
Los nuevos caminos que
recorren suponen un viraje de largo aliento. Hasta la década de 1970 la acción
social giraba en torno a las demandas de derechos a los Estados, al
establecimiento de alianzas con otros sectores sociales y partidos políticos y
al desarrollo de planes de lucha para modificar la relación de fuerzas a escala
nacional. Los objetivos finales se plasmaban en programas que orientaban la
actividad estratégica de movimientos que se habían construido en relación a los
roles estructurales de sus seguidores. En consecuencia, la acción social
perseguía el acceso al Estado para modificar las relaciones de propiedad, y ese
objetivo justificaba las formas estadocéntricas de organización, asentadas en
el centralismo, la división entre dirigentes y dirigidos y la disposición
piramidal de la estructura de los movimientos.
Tendencias comunes
Hacia fines de los setenta
fueron ganando fuerza otras líneas de acción que reflejaban los profundos
cambios introducidos por el neoliberalismo en la vida cotidiana de los sectores
populares. Los movimientos más significativos (sin tierra y seringueiros en
Brasil, indígenas ecuatorianos, neozapatistas, guerreros del agua y cocaleros
bolivianos y desocupados argentinos), pese a las diferencias espaciales y
temporales que caracterizan su desarrollo, poseen rasgos comunes, ya que
responden a problemáticas que atraviesan a todos los actores sociales del
continente. De hecho, forman parte de una misma familia de movimientos sociales
y populares. Buena parte de estas características comunes derivan de la
territorialización de los movimientos, o sea de su arraigo en espacios físicos
recuperados o conquistados a través de largas luchas, abiertas o subterráneas.
Es la respuesta estratégica de los pobres a la crisis de la vieja territorialidad
de la fábrica y la hacienda, y a la reformulación por parte del capital de los
viejos modos de dominación. La desterritorialización productiva (a caballo de
las dictaduras y las contrarreformas neoliberales) hizo entrar en crisis a los
viejos movimientos, fragilizando sujetos que vieron evaporarse las
territorialidades en las que habían ganado poder y sentido. La derrota abrió un
período, aún inconcluso, de reacomodos que se plasmaron, entre otros, en la
reconfiguración del espacio físico. El resultado, en todos los países aunque
con diferentes intensidades, características y ritmos, es la reubicación activa
de los sectores populares en nuevos territorios ubicados a menudo en los
márgenes de las ciudades y de las zonas de producción rural intensiva.
El arraigo territorial es el
camino recorrido por los sin tierra, mediante la creación de infinidad de
pequeños islotes autogestionados; por los indígenas ecuatorianos, que
expandieron sus comunidades hasta reconstruir sus ancestrales «territorios
étnicos» y por los indios chiapanecos que colonizaron la selva lacandona
(Fernandes, 2000; Ramón, 1993; García de León, 2002: 105). Esta estrategia,
originada en el medio rural, comenzó a imponerse en las franjas de desocupados
urbanos: los excluidos crearon asentamientos en las periferias de las grandes
ciudades, mediante la toma y ocupación de predios. En todo el continente,
varios millones de hectáreas han sido recuperadas o conquistadas por los
pobres, haciendo entrar en crisis las territorialidades instituidas y remodelando
los espacios físicos de la resistencia (Porto, 2001: 47). Desde sus
territorios, los nuevos actores enarbolan proyectos de largo aliento, entre los
que destaca la capacidad de producir y reproducir la vida, a la vez que
establecen alianzas con otras fracciones de los sectores populares y de las
capas medias. La experiencia de los piqueteros argentinos resulta
significativa, puesto que es uno de los primeros casos en los que un movimiento
urbano pone en lugar destacado la producción material. La segunda
característica común, es que buscan la autonomía, tanto de los Estados como de
los partidos políticos, fundada sobre la creciente capacidad de los movimientos
para asegurar la subsistencia de sus seguidores. Apenas medio siglo atrás, los
indios conciertos2 que vivían en las haciendas, los obreros fabriles y los
mineros, los subocupados y desocupados, dependían enteramente de los patrones y
del Estado. Sin embargo, los comuneros, los cocaleros, los campesinos sin
tierra y cada vez más los piqueteros argentinos y los desocupados urbanos,
están trabajando de forma consciente para construir su autonomía material y
simbólica. En tercer lugar, trabajan por la revalorización de la cultura y la
afirmación de la identidad de sus pueblos y sectores sociales. La política de
afirmar las diferencias étnicas y de género, que juega un papel relevante en
los movimientos indígenas y de mujeres, comienza a ser valorada también por los
viejos y los nuevos pobres. Su exclusión de facto de la ciudadanía parece
estarlos induciendo a buscar construir otro mundo desde el lugar que ocupan,
sin perder sus rasgos particulares. Descubrir que el concepto de ciudadano sólo
tiene sentido si hay quienes están excluidos,
Indios conciertos son
denominados, en la región andina, los que «concertaron» un acuerdo con el
hacendado, que supone una relación de servidumbre y renta en especie.
Ha sido uno de los dolorosos
aprendizajes de las últimas décadas. De ahí que la dinámica actual de los
movimientos se vaya inclinando a superar el concepto de ciudadanía, que fue de
utilidad durante dos siglos a quienes necesitaron contener y dividir a las
clases peligrosas (Wallerstein, 2001: 120-135). La cuarta característica común
es la capacidad para formar sus propios intelectuales. El mundo indígena andino
perdió su intelectualidad como consecuencia de la represión de las
insurrecciones anticoloniales de fines del siglo XVIII y el movimiento obrero y
popular dependía de intelectuales que le trasmitían la ideología socialista
«desde fuera», según el modelo leninista. La lucha por la escolarización
permitió a los indios manejar herramientas que antes sólo utilizaban las
élites, y redundó en la formación de profesionales indígenas y de los sectores
populares, una pequeña parte de los cuales se mantienen vinculados cultural,
social y políticamente a los sectores de los que provienen. En paralelo,
sectores de las clases medias que tienen formación secundaria y a veces
universitaria se hundieron en la pobreza. De esa manera, en los sectores
populares aparecen personas con nuevos conocimientos y capacidades que
facilitan la autoorganización y la autoformación. Los movimientos están tomando
en sus manos la educación y la formación de sus dirigentes, con criterios
pedagógicos propios a menudo inspirados en la educación popular. En este punto,
llevan la delantera los indígenas ecuatorianos que han puesto en pie la
Universidad Intercultural de los Pueblos y Nacionalidades Indígenas –que recoge
la experiencia de la educación intercultural bilingüe en las casi tres mil
escuelas dirigidas por indios–, y los Sin Tierra de Brasil, que dirigen 1.500
escuelas en sus asentamientos, y múltiples espacios de formación de docentes,
profesionales y militantes (Dávalos, 2002; Caldart, 2000). Poco a poco, otros
movimientos, como los piqueteros, se plantean la necesidad de tomar la
educación en sus manos, ya que los Estados nacionales tienden a desentenderse de
la formación. En todo caso, quedó atrás el tiempo en el que intelectuales
ajenos al movimiento hablaban en su nombre. El nuevo papel de las mujeres es el
quinto rasgo común. Mujeres indias se desempeñan como diputadas, comandantes y
dirigentes sociales y políticas; mujeres campesinas y piqueteras ocupan lugares
destacados en sus organizaciones. Esta es apenas la parte visible de un
fenómeno mucho más profundo: las nuevas relaciones que se establecieron entre
los géneros en las organizaciones sociales y territoriales que emergieron de la
reestructuración de las últimas décadas.
En las actividades
vinculadas a la subsistencia de los sectores populares e indígenas, tanto en
las áreas rurales como en las periferias de las ciudades (desde el cultivo de
la tierra y la venta en los mercados hasta la educación, la sanidad y los
emprendimientos productivos) las mujeres y los niños tienen una presencia
decisiva. La inestabilidad de las parejas y la frecuente ausencia de los
varones, han convertido a la mujer en la organizadora del espacio doméstico y
en aglutinadora de las relaciones que se tejen en torno a la familia, que en
muchos casos se ha transformado en unidad productiva, donde la cotidianeidad
laboral y familiar tienden a reunirse y fusionarse. En suma, emerge una nueva
familia y nuevas formas de re-producción estrechamente ligadas, en las que las
mujeres representan el vínculo principal de continuidad y unidad. El sexto
rasgo que comparten, consiste en la preocupación por la organización del
trabajo y la relación con la naturaleza. Aún en los casos en los que la lucha
por la reforma agraria o por la recuperación de las fábricas cerradas aparece
en primer lugar, los activistas saben que la propiedad de los medios de
producción no resuelve la mayor parte de sus problemas. Tienden a visualizar la
tierra, las fábricas y los asentamientos como espacios en los que producir sin
patrones ni capataces, donde promover relaciones igualitarias y horizontales
con escasa división del trabajo, asentadas por lo tanto en nuevas relaciones
técnicas de producción que no generen alienación ni sean depredadoras del
ambiente. Por otro lado, los movimientos actuales rehúyen el tipo de
organización taylorista (jerarquizada, con división de tareas entre quienes
dirigen y ejecutan), en la que los dirigentes estaban separados de sus bases.
Las formas de organización de los actuales movimientos tienden a reproducir la
vida cotidiana, familiar y comunitaria, asumiendo a menudo la forma de redes de
autorganización territorial. El levantamiento aymara de setiembre de 2000 en
Bolivia, mostró cómo la organización comunal era el punto de partida y soporte
de la movilización, incluso en el sistema de «turnos» para garantizar los
bloqueos de carreteras, y se convertía en el armazón del poder alternativo
(García Linera, 2001: 13). Los sucesivos levantamientos ecuatorianos
descansaron sobre la misma base: «Vienen juntos, permanecen compactados en la
‘toma de Quito’, ni siquiera en las marchas multitudinarias se disuelven, ni se
dispersan, se mantienen cohesionados, y regresan juntos; al retornar a su zona
vuelven a mantener esa vida colectiva» (Hidalgo, 2001: 72). Esta descripción es
aplicable también al comportamiento de los sin tierra y de los piqueteros en
las grandes movilizaciones.
Por último, las formas de
acción instrumentales de antaño, cuyo mejor ejemplo es la huelga, tienden a ser
sustituidas por formas autoafirmativas, a través de las cuales los nuevos
actores se hacen visibles y reafirman sus rasgos y señas de identidad. Las
«tomas» de las ciudades de los indígenas representan la reapropiación, material
y simbólica, de un espacio «ajeno» para darle otros contenidos (Dávalos, 2001).
La acción de ocupar la tierra representa, para el campesino sin tierra, la
salida del anonimato y es su reencuentro con la vida (Caldart, 2000: 109-112).
Los piqueteros sienten que en el único lugar donde la policía los respeta es en
el corte de ruta y las Madres de Plaza de Mayo toman su nombre de un espacio
del que se apropiaron hace 25 años, donde suelen depositar las cenizas de sus
compañeras. De todas las características mencionadas, las nuevas
territorialidades son el rasgo diferenciador más importante de los movimientos
sociales latinoamericanos, y lo que les está dando la posibilidad de revertir
la derrota estratégica. A diferencia del viejo movimiento obrero y campesino
(en el que estaban subsumidos los indios), los actuales movimientos están
promoviendo un nuevo patrón de organización del espacio geográfico, donde
surgen nuevas prácticas y relaciones sociales (Porto, 2001; Fernandes, 1996:
225-246). La tierra no se considera sólo como un medio de producción, superando
una concepción estrechamente economicista. El territorio es el espacio en el
que se construye colectivamente una nueva organización social, donde los nuevos
sujetos se instituyen, instituyendo su espacio, apropiándoselo material y
simbólicamente.
Nuevos desafíos
En paralelo, el movimiento
actual está sometido a debates profundos, que afectan a las formas de
organización y la actitud hacia el Estado y hacia los partidos y gobiernos de
izquierda y progresistas. De la resolución de estos aspectos dependerá el tipo
de movimiento y la orientación que predomine en los próximos años. Aunque buena
parte de los grupos de base se mantienen apegados al territorio y establecen
relaciones predominantemente horizontales, la articulación de los movimientos
más allá de localidades y regiones plantea problemas aún no resueltos. Incluso
organizaciones tan consolidadas como la Confederación de Nacionalidades
Indígenas del Ecuador (CONAIE), han tenido problemas con dirigentes elegidos
como diputados, y durante la breve «toma del poder» de enero de 2000, se
registró una fisura importante entre las bases y las direcciones, que
parecieron abandonar el proyecto histórico de la organización. Establecer
formas de coordinación abarcadoras y permanentes supone, de alguna manera,
ingresar en el terreno de la representación, lo que coloca a los movimientos
ante problemas de difícil solución en el estadio actual de las luchas sociales.
En ciertos períodos, no pueden permitirse hacer concesiones a la visibilidad o
rehuir la intervención en el escenario político. El debate sobre si optar por
una organización centralizada y muy visible o difusa y discontinua, por
mencionar los dos extremos en cuestión, no tiene soluciones sencillas, ni puede
zanjarse de una vez para siempre. Finalmente, el debate sobre el Estado
atraviesa ya a los movimientos, y todo indica que se profundizará en la medida
en que las fuerzas progresistas lleguen a ocupar los gobiernos nacionales. Está
pendiente un balance del largo período en el que los movimientos fueron correas
de transmisión de los partidos y se subordinaron a los Estados nacionales,
hipotecando su autonomía. Por el contrario, parece ir ganando fuerza, como
sucedió ya en Brasil, Bolivia y Ecuador, la idea de deslindar campos entre las
fuerzas sociales y las políticas. Aunque las primeras tienden a apoyar a las
segundas, conscientes de que gobiernos progresistas pueden favorecer la acción
social, no parece fácil que vuelvan a establecer relaciones de subordinación.
No es un debate ideológico. O, por lo menos, no lo es en lo fundamental. Se
trata de mirar el pasado para no repetirlo. Pero, sobre todo, se trata de mirar
hacia adentro, hacia el interior de los movimientos. El panorama que surge,
cada día con mayor intensidad, es que el ansiado mundo nuevo está naciendo en
sus propios espacios y territorios, incrustado en las brechas que abrieron en
el capitalismo. Es «el» mundo nuevo real y posible, construido por los
indígenas, los campesinos y los pobres de las ciudades sobre las tierras
conquistadas, tejido en base a nuevas relaciones sociales entre los seres
humanos, inspirado en los sueños de sus antepasados y recreado gracias a las
luchas de los últimos veinte años. Ese mundo nuevo existe, ya no es un proyecto
ni un programa sino múltiples realidades, incipientes y frágiles. Defenderlo,
para permitir que crezca y se expanda, es una de las tareas más importantes que
tienen por delante los activistas durante las próximas décadas. Para ello
deberemos desarrollar ingenio y creatividad ante poderosos enemigos que
buscarán destruirlo; paciencia y perseverancia ante las propias tentaciones de
buscar atajos que, ya sabemos, no conducen a ninguna parte.
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